1. Entramos en un período en el que la influencia griega, a la que seguirá la romana, se hizo dominante. Palestina no ofreció resistencia a Alejandro, ni éste pretendió cambiar el estatus en que ésta se desenvolvía. Tras la muerte del gran conquistador, toda ella, incluyendo naturalmente a Judea, quedó incluida, hasta el –200 en el dominio de los Ptolomeo, que para sí tomaron el título y atribuciones de los faraones, lo que significa que, una vez más, las antiquísimas relaciones de interdependencia con Egipto vinieron a reforzarse. Las nuevas autoridades, procedentes del helenismo, acentuaron las tendencias de la dinastía saíta, poniendo a Alejandría en relación directa con el comercio Mediterráneo y abriendo rutas hacia el mar Rojo y el Índico. Los ju díos participaron intensamente en él, produciéndose un radical cambio de vida y una tendencia a la expansión. Sin tardar mucho la población hebrea de Alejandría superará a la de Jerusalem. Desde el año 323 a.C. se comenzó a datar con una nueva Era que correspondía al momento de la divinización de Ptolomeo Soter.
Cuando, en el año 281 a.C. (batalla de Curupedion) las tres grandes dinastías helenísticas, Lagidas, Seléucidas y Antigónidas, llegaron a un equilibrio, Ptolomeo englobó todos los antiguos pequeños principados hasta Fenicia y el monte Carmelo, en una unidad denominada Coelesiria. Las facilidades otorgadas por las autoridades egipcias para que cada territorio conservara su modo de administración facilitaron su presencia. Apenas hubo oposición. Los griegos llamaron a Yahud simplemente Ioudaia, es decir, tradujeron a su lengua el nombre de Judá. Gobernada desde Jerusalem ostentaban en ésta el supremo poder el Sumo Sacerdote con el Consejo de ancianos que los griegos consideraba una Gerousia. Todos los Sumos Sacerdotes eran sadoquitas, pertenecientes al orden de Yadayá, y se sucedían de padres a hijos entre los descendientes de Yesúa ben Yosadac, aquel que viniera con Zorobabel del destierro. Ese Sumo Sacerdote aparecía con dos dimensiones, la estrictamente religiosa y la del ejercicio de la justicia.
Los judíos formaban ahora un pueblo definido sustancialmente por un hecho religioso; sin haber renunciado al proselitismo, ha cían del nacimiento y la circuncisión la vía imprescindible para su integración. Los prosélitos permanecían simplemente en la puerta. Para ellos ningún valor tenían las Eras que por todas partes los nuevos poderes establecían, pues el comienzo del tiempo coincidía con el mismo de la Creación: ese tiempo fluía desde un estado de necesidad, el pecado original, a otro de «plenitud» en el futuro, correspondiente a la llegada del Salvador claramente definido por el continuador de Isaías.
Cuando los investigadores actuales tratan de distinguir entre una «religión de Israel» correspondiente al tiempo anterior al 586, y otra «judía» que sería la ahora restaurada con el segundo Templo, nos inducen a error. No se trata sino de una sola fe que se amplía, fortalece y renueva. Los escritos deuterocanónicos nunca tratan de presentarse como novedad; recurren incluso a la ficción de presentarse con nombres antiguos suficientemente acreditados.
El nuevo Israel, desprovisto de poder político, presentaba caracteres en cierto modo opuestos a los que caracterizaran al reino davídico. Aunque la nostalgia del tiempo pasado y la esperanza de una restauración permanecieran, los judíos eran ya, como sucede entre nosotros, una comunidad nacional y religiosa que vivía en tierra ajena; cuando los Macabeos logren restablecer el reino, sus súbditos no constituirán sino una parcela minoritaria dentro de lo que es el pueblo de Israel. Los judíos, en consecuencia, se acomodaron, durante milenios, a vivir sometidos a poderes que les eran extraños, los cuales les trataban, además, con cierto menosprecio porque no se acomodaban del todo a las costumbres vigentes. Su signo de identidad estaba en la Torah, escrita además con caracteres extraños para el mundo helénico. La defensa de la fe pertenecía a la razón misma de su existencia: los moradores de la Diáspora se acomodaban bien a la vida de las ciudades en que se asentaban; pero la religión marcaba en todo caso la distancia.
2. El equilibrio entre las tres potencias helenísticas llegaba precisamente en el momento en que Roma, haciéndose dueña del extremo sur de Italia, Magna Grecia, unificaba bajo su dominio la península. La Ciudad del Tíber, que atribuía su nacimiento precisamente a fugitivos de Troya, se identificó a su vez con el helenismo, aprestándose a defenderlo como si se tratara de su propia herencia. Por eso mercaderes romanos aparecieron pronto en el Mediterráneo oriental acogiéndose a la protección egipcia. Reinaba entonces Ptolomeo II, un gran rey, que el –271 envió una embajada a Roma a fin de establecer cordiales condiciones de amistad. Cuando los romanos llegan a Delos, para participar en su comercio, encuentran allí judíos establecidos desde algún tiempo atrás. Hasta el –218 Jerusalem es una ciudad que obedece al faraón y se beneficia también de su política expansiva.
Los judíos se establecieron con preferencia en Alejandría. Tumba de Alejandro, respondiendo a un proyecto urbanístico de gran categoría, Alejandría era la manifestación de una nueva manera de vivir. Griega hasta la médula, el Museo y la Biblioteca transmitían al mundo todo el saber helénico. La población judía que allí se instaló era tan numerosa que fue reconocida como una más entre las politeumata que la componían, lo que significa que disfrutaba de amplia autonomía para su gobierno. Esta presencia implicaba una fuerte tentación de acomodarse a la vida de los «demás pueblos». Los maestros judíos creyeron que, sin riesgo para su fe, podían hacer uso de los métodos del neoplatonismo; permanecieron en esta línea sin traspasarla, sin caer nunca en los errores del materialismo. Pero en Alejandría triunfaban en este momento otras escuelas, estoicismo y epicureismo, que significaban un peligro. El helenismo alejandrino significó para el judaísmo un verdadero desafío, fuente de contradicción.
Los nuevos monarcas, como antes sucediera con los asirios, vieron en el sincretismo religioso un excelente instrumento de poder. Algunos pensadores neoplatónicos, como Jenócrates y Teofrasto, proporcionaron una especie de fundamento filosófico al mismo: esa conciencia religiosa, que aparece en todos los pueblos, en todas las culturas, no podía constituir un error, de modo que la multiplicidad de dioses no era sino consecuencia de las limitaciones de la mente humana a la hora de representar esa Causa y Ley del Universo que se transparenta en los accidentes del Ser. Se toman esos accidentes como dioses. No era posible identificar esta noción de Causa inmanente con la fe hebrea en un Dios personal y trascendente, que crea y sostiene el Universo. Por eso los maestros hebreos consideraban al sincretismo como más peligroso que la simple idolatría. Por esta razón entendieron que era necesario poner los textos bíblicos a disposición de aquellos que desconocían el hebreo.
Según la tradición fue precisamente Ptolomeo II (283-246) quien patrocinó la idea solicitando del Sumo Sacerdote, Eleazar, el envío de sabios que pudiesen llevar a buen término una traducción. Fueron setenta y dos maestros y trabajaron durante setenta y dos días, trabajando en celdas separadas; pero al final resultó un texto concorde en todos sus puntos. Por eso se le denomina Biblia de los Setenta. Es posible que la versión de los cinco libros que constituyen la Torah (Pentateuco) corresponda a la época que se pretende, pero los investigadores están seguros de que hay partes que proceden de época posterior. Los Padres de la Iglesia cristiana tomaron para sus trabajos precisamente esta versión que, en la mayor parte de las sinagogas de la Diáspora, había sustituido a los ejemplares hebreos.
Aun prescindiendo de los detalles un poco pintorescos con que la leyenda la ha adornado, la Biblia de los Setenta es un instrumento fundamental: trataba de cubrir dos necesidades concretas, proporcionar a los «helenistas» —esto es, judíos de educación griega— un texto accesible, familiar y cómodo, y permitir a los maestros helénicos un acceso directo a los libros hebreos. Se añadieron Macabeos I y II, Tobías y Ester, que en Jerusalem no se consideraban canónicos y se alteró el orden de colocación por motivos didácticos. Los rabinos de Palestina recibieron con entusiasmo, al principio, esta traducción instituyendo una fiesta conmemorativa; más tarde, al advertir diferencias y, sobre todo, su aceptación por los cristianos, la repudiaron. La Biblia de los Setenta llegó a ser, fundamentalmente, una Biblia cristiana. De ella se haría la versión latina que conocemos como Vulgata.
Josefo dice que, después de la batalla de Issos (333 a.C.) Alejandro había visitado Jerusalem celebrando una entrevista con el Sumo Sacerdote Jaddua bar Johanan, a quien confirmó en su oficio y mostró buenas disposiciones. Puede admitirse, de hecho tras esta noticia, que el sacerdocio judío aceptó el nuevo régimen, afirmándose, desde este momento, la sucesión hereditaria. Onías I (c. 323-300) habría sucedido a su padre cuando, muerto el gran conquistador, Celesiria era objeto de lucha entre los Diadocos. Ptolomeo I pudo apoderarse de Jerusalem aprovechando un sábado, el año 321. Desde entonces hasta el 218 a.C., Judea es una provincia egipcia. La administración faraónica que mantuvo sin duda guarniciones en el territorio, se preocupó de mantener abiertas y seguras las grandes vías comerciales. Los impuestos eran percibidos por medio de empresarios del propio país, los cuales se tornaban impopulares pues presionaban en busca de sus propias ganancias. Son el antecedente de los futuros y odiados publicanos.
El Consejo de ancianos (ha-knesset) tenía como principal misión evitar el retorno de la idolatría y garantizar el cumplimiento de la Ley. En ocasiones muy especiales, es decir, cuando se trataba de adoptar decisiones que afectaban a todo el pueblo, se podía convocar la gran Asamblea abierta (ha-knesset ha-Guedolá). El Templo, que carecía de bienes raíces, era sin embargo muy rico, gracias a los diezmos, primicias y donaciones, tanto de los particulares como del Estado administrador del territorio. Pues se entendía que el culto que desde allí se practicaba era, también, un servicio que se prestaba al rey. Fondos muebles que se acumulaban formando un tesoro que despertaba, de cuando en cuando, la codicia de los jefes militares. Sacerdotes (cohen) y levitas tendían a convertirse en castas cerradas por medio de una rigurosa endogamia que prestaba servicio a la «santa pureza» de la elite a la que correspondía el trato con Dios.
La población, en largos años de paz interior, había crecido, imponiendo una emigración. El año 312 a.C. un numeroso contingente judío, al que guiaba el sacerdote Ezequías, fue a instalarse en Alejandría, dando origen a la poderosa politeuma que en aquella ciudad se constituyó. En toda la Diáspora los judíos, establecidos de manera permanente, acudieron a los centros de educación griegos. Llegó a producirse, en consecuencia, una penetración de helenismo que, a finales del siglo III llegó a constituir fuente de preocupación para los sacerdotes y los rabinos. Sin embargo no se produjeron fenómenos apreciables de desviación o apostasía.
3. Samaría era un verdadero problema. Aquella población mestiza, surgida como consecuencia de las deportaciones asirias, que es la que propiamente debemos llamar «samaritana», aunque dispuesta a aceptar la Torah, escapaba al control directo del sacerdocio de Jerusalem, porque contaba con sus propias autoridades. Las diferencias y desvíos se vieron acentuadas porque, tras la conquista macedónica, colonos griegos habían sido llevados a aquel territorio, constituyendo comunidades propias con sus cultos paganos. El nuevo Templo que levantaron en el monte Gerizim, junto a la actual Nablús, contenía el pozo que Jacob diera a su hijo José. Y ahora los samaritanos decían que en aquel monte se rendía el verdadero culto a Yahvé.
Dos eran las grandes cuestiones que preocupaban al sacerdocio del Templo y a los levitas y maestros de la Ley: cómo asegurar la fidelidad del Pueblo a la Alianza, estableciendo normas para su exacto cumplimiento; y hasta qué punto la asimilación necesaria de las costumbres del mundo coetáneo podía afectar al judaísmo. Israel partía de la conciencia de poseer un don gratuito de Dios que le hacía superior y distinto de los demás pueblos; sus relaciones de negocios cada vez más amplios en todo el Mediterráneo oriental obligaban a sus miembros a aprender el griego y a educarse en aquel saber cuyo valor era indiscutible. Grecia, usando de sus medios humanos, había alcanzado un nivel en el pensamiento y en la ciencia, que también la hacía superior. En Palestina el idioma común era ya el arameo, de modo que el hebreo se había convertido en instrumento venerable para la liturgia y poco más. Cuando Ptolomeo II, casado con su hermana Arsinoé, exigió que a ésta se rindiera culto como a verdadera diosa, no se hizo extensiva la orden a los judíos.
Los Lagidas reconocieron a las autoridades religiosas y civiles relacionadas con el Templo de Jerusalem, completa libertad de movimientos, de modo que el Sumo Sacerdote pudo ampliar sus competencias. La sucesión hereditaria en esa dinastía que llamamos los Oníadas influyó positivamente en dicho fortalecimiento. Cuando murió Simón I se reconocieron los derechos de Onías II a pesar de que fuese menor de edad; dos tíos suyos, Eleazar —que está relacionado con la Biblia de los Setenta— y Manasés llenaron provisionalmente las funciones. A Onías II, que aparece mencionado antes del año 227, reprocha el Eclesiástico cierta debilidad, al consentir el refuerzo de Yosef ben Tobías en Transjordania. En cambio su hijo Simón, llamado «el Justo», es considerado como un gran personaje. Los fariseos le invocarían como el gran maestro de donde procedía su doctrina. Y la Escritura le atribuye obras que convirtieron a Jerusalem en una gran ciudad amurallada, provista además de una cisterna, grande como el mar, que aseguraba su suministro de agua. Su hijo Onías III (185-174) cierra la dinastía.
Los maestros judíos declararon que la obediencia al Sumo Sacer dote era una de las condiciones esenciales para conservación y defensa de la Ley; durante el período egipcio se convirtió en la autoridad única; su carácter religioso permitía extender este dominio también a la Diáspora. Pero se formaron dos corrientes de opinión: una que atribuía la superioridad al cargo, con independencia de las condiciones de la persona que lo ostentase, otra que atribuía precisamente a estas condiciones la dirección y el magisterio. Los fariseos se colocan dentro de esta segunda opción. Ellos presentaron a Simón el Justo como el gran reformador que estableciera dos normas esenciales: cumplir los preceptos de la Torah hasta en lo más pequeño; ejercer rigurosa vigilancia en las normas de pureza, alimentación y relaciones con los gentiles. Estaban proscritas las imágenes y representaciones, como signos de idolatría. Las obligaciones eran tanto individuales como colectivas: el Pueblo tenía que cumplir los preceptos de la Torah.
Ser judío comportaba ciertas obligaciones y signos, internos y externos: tal condición se adquiría por nacimiento y se confirmaba mediante la circuncisión, que integraba al individuo en la Alianza; se estaba convirtiendo en excepcional el hecho de que se ingresara en el judaísmo por otra vía. Pesaban sobre cada fiel tres obligaciones: la práctica religiosa medida por medio de un calendario que establecía fiestas a lo largo de todo el año; las precauciones referidas a la alimentación y a la pureza; y el matrimonio entre personas pertenecientes a la Casa de Israel. Cada día se celebraba en el Templo un sacrificio; a él podían asociarse mediante ofrendas. Entre las festividades debemos atribuir una especial significación a aquellas que obligaban a peregrinar a Jerusalem, pues la alliyah es una subida al monte de Sión pero al mismo tiempo una elevación interior de la persona que se acerca al Santo.
4. Aunque las relaciones entre Jerusalem y Alejandría pueden definirse como pacíficas y en amistad, Onías II tuvo que enfrentarse a un conflicto con Ptolomeo III, el que a sí mismo se titulara Euergetes (Bienhechor) aunque sus súbditos preferían calificarle de Kakergetes (Malhechor). En esta oportunidad prestó ayuda preciosa al Sumo Sacerdote una de las familias que, emparentadas con él, habían llegado a convertirse en una verdadera aristocracia. Nos referimos a los Tobíadas, dueños de extensas propiedades al sur de Galaad. Tobiyyah significa «bueno es Yahvé». Ptolomeo I se había servido de los antepasados de José ben Tobías como de sus agentes en Transjordania, instalándolos en la fortaleza de Heshbon. Por parte de su madre, José eran sobrino de Onías II y ejercía como arrendatario de los impuestos en toda Palestina, lo que le daba enorme poder. Para los autores sagrados, el oficio significaba humillación y vergüenza.
Acumulando dinero, otras familias se habían elevado a la cúspide de la sociedad. Especialmente tres: Hacós, a la que pertenecen Johanan, que negoció con Antíoco III, y Eupolemos, que sería embajador en Roma de Judas Macabeo; Bilgá, de los que retendremos tres nombres, Simón, Menelao y Lisímaco, partidarios de la helenización; y Yoézer de la que saldrían José ben Yohézer, uno de los más importantes sabios de su tiempo que junto con José ben Johanan formaría la primera de las cinco parejas (zugot) y Joaquim Alcimo, a quien Demetrio I convertiría en intruso del Sumo Sacerdocio. Estos cuatro grandes linajes coincidían en preconizar una transformación interna que liquidase el rigorismo introducido por Esdras y Nehemías para llegar a una especie de compromiso con el helenismo triunfante. Ni siquiera Jerusalem que según el testimonio de Hecateo de Mileto, había llegado a convertirse en una gran ciudad, podía considerarse enteramente judía. Había colonos griegos en Galilea; Lida, Efraim y Ramatain era predominantemente helenas, lo mismo que Jope (actual Yafo) y las comarcas de Transjordania. Naturalmente el Sumo Sacerdocio era el gran objetivo. Sólo desde él podían ejecutarse los grandes cambios.
Antíoco III, rey de Siria, aprovechó la oportunidad del decisivo conflicto entre Roma y Cartago que conocemos como «segunda guerra púnica», que dejaba a Egipto sin el respaldo de su principal aliado, para invadir Celesiria y adueñarse de Jerusalem. Aunque finalmente fue derrotado en Raphia (22 junio –217) pudo retener estas conquistas. Ptolomeo IV, Philopator, detestable rey, se replegó sobre el valle del Nilo. Aunque el Sumo Sacerdote logró de Antíoco una confirmación en las condiciones por las que se regía Judea, era evidente que las cosas habían cambiado mucho: el sincretismo religioso y la homogeneización en el helenismo constituían los ejes de la política seleucida. Por otra parte el cambio en las fronteras significaba dificultades para el contacto con el comercio mediterráneo. La Diáspora egipcia y del Egeo, que comenzaba a extender a Italia su atención, no ocultó su simpatía hacia Roma en esta guerra que, prácticamente, concluyó el año –202 con la victoria de Escipión en Zama (Narragarah) sobre Aníbal, uno de los mejores generales de todos los tiempos.
Roma asumió un programa político de defensa del helenismo, a veces contra los propios griegos, y de respaldo al sistema económico egipcio que ha sido definido como capitalismo mercantil. Hizo saber a Antíoco que no consentiría nuevos ataques a Egipto, pero no le obligó a evacuar Celesiria. De este modo Jerusalem recibió una guarnición seleucida. El 198 a.C. se renovaron las condiciones de autogobierno. Hircano ben Tobías pudo mantener en el oasis de Ammón un mercado que conservaba sus relaciones con Egipto sin que las nuevas autoridades lo impidieran. Muchas cosas, sin embargo, estaban cambiando. El helenismo se hacía dominante incluso en Jerusalem que crecía con gente venida de fuera. El judaísmo puso en marcha dos elementos defensivos: la exigencia rigurosa de los preceptos religiosos y la conservación del arameo como lengua hablada. Pero en la sociedad judía crecían, en número e influencia, aquellos que defendían el abandono de las viejas costumbre para entrar en la vía de «progreso», es decir, la helenización.
Comenzaba de este modo una batalla que tendría gran importancia para el futuro de la Humanidad. El judaísmo era portador de una Revelación acerca de la Trascendencia absoluta de Dios y de la naturaleza y destino del hombre que permitía explicar el Universo y los principios por los cuales se regía. El helenismo se había alzado muy por encima de los niveles de la idolatría, en un descubrimiento de lo que el hombre es en sí mismo, cuerpo y alma, razón y libertad, alcanzando una frontera que, sin salir de la Inmanencia, le había permitido encontrar la Causa o Motor único del Universo. De modo que el enfrentamiento, en aquel siglo II a. C. se producía en un nivel alto. En dos decenios, desde la victoria de Zama, Roma consiguió derrotar y humillar a las dos potencias helenísticas de Macedonia y Siria y someter a Egipto a un verdadero protectorado.
Romanos eran ahora los grandes directores del comercio mediterráneo; con ellos se asociaron naturalmente los judíos. Habían aprendido aquellos a constituir las grandes compañías que se encargaban del aprovisionamiento de los ejércitos, explotación de los monopolios, obras de infraestructura y percepción de impuestos. Eran llamadas publica por lo que a sus empleados se conocía como publicanos. En las tierras de Israel gozarían de pésima fama.
5. No parece que la incorporación de Palestina al Imperio seleucida afectara mucho a la participación judía en el gran comercio. La comunidad alejandrina siguió creciendo y aparecen ahora las primeras noticias de la presencia de judíos en la misma Roma. Incluso Jerusalem dedicaba parte de sus actividades a la mercadería: era ésta la única actividad que permitía escapar de las estrecheces de un país reducido y pobre. Apenas un año después de la paz de Apamea fallecieron Antíoco III y Simón el Justo (187 a.C.). Seleuco IV Philopator (187-175) comenzó confirmando los acuerdos con el Sumo Sacerdocio. Pero las circunstancias habían cambiado. La guerra contra Roma y las pérdidas territoriales habían consumido el tesoro de los monarcas seleucidas que necesitaban ahora obtener mayores contribuciones. Por otra parte, las hostilidades, suspendidas aunque no liquidadas, exigían una mayor cohesión interna.
Onías III había sucedido a su padre sin dificultad. Las familias aristocráticas apoyaban un entendimiento con los seleucidas, considerándolo además como un medio para conservar la beneficiosa autonomía, pero en los sectores campesinos crecía el descontento por el peso de los impuestos y las escasas perspectiva de mejora en los precios de sus productos. Algunos maestros religiosos —Joshua ben Sirac «el Eclesiástico» o el autor del Libro de Daniel— mostraban la añoranza de los pasados tiempos soñando con su retorno. Se consideraban como «los sabios entre ellos que instruirán a la muchedumbre» (Dan. 11, 33).
Hircano el Tobíada, que poseía Ammon, uno de los emporios mercantiles más importantes, pudo conservar su independencia ofreciendo apoyo a Onías III; pero sus hermanos, expulsados de los dominios que poseían al otro lado del Jordán, tuvieron que refugiarse en Jerusalem en donde, con otras familias, llegaron a constituir el partido «helenizante» a cuyo frente aparece pronto el benjaminita Simón, de la estirpe de Bilgá. La meta principal de este partido era la helenización de Israel, suprimiendo cuanto pudiera estorbarla pues del entendimiento con Seleuco esperaban una renovación de los negocios. Hablar griego, vestir como los griegos, pensar como ellos, les parecía imprescindible para sobrevivir en un mundo que, definitivamente, no era el de David. En la conciencia judía el helenismo se presentaba como la mayor amenaza contra la fe.
Hircano hizo un gran gesto cuando depositó la mayor parte de su fortuna en el Tesoro del Templo (gazofilacio); sin darse cuenta llamaba la atención acerca de su importancia. Verdadera caja de depósito a la que iban a parar las limosnas que sostenían el sacrificio, las dádivas de los poderosos y los capitales que se consti tuían en fondos de ahorro. Gracias a él se podían otorgar créditos a empresarios o campesinos y ayudas a los pobres, viudas y huérfanos. Los helenófilos consideraban que su desaparición liquidaría el poder del Sumo Sacerdote. Acudamos al texto del segundo libro de los Macabeos, un relato que parece una novela; es indiferente que algunos de los hechos aparezcan modificados. La argumentación general es la que importa. El autor trata de transmitirnos un estado de conciencia:
«Simón, de la tribu de Bilgá, constituido administrador del Templo, tuvo diferencias con el Sumo Sacerdote sobre la reglamentación del mercado de la ciudad. No pudiendo vencer a Onías, se fue donde Apolonio, hijo de Traseo, estratega por entonces de Celesiria y Fenicia, y le comunicó que el tesoro de Jerusalem estaba repleto de riquezas incontables, hasta el punto de ser incalculable la cantidad de dinero, sin equivalencia con los gastos de los sacrificios y que era posible que cayeran en poder del rey. Apolonio, en conversación con el rey le habló de las riquezas de que había tenido noticia y entonces el rey designó a Heliodoro, el encargado de sus negocios, y le envió con la orden de realizar la transferencia de las mencionadas riquezas. Enseguida Heliodoro emprendía el viaje con el pretexto de inspeccionar las ciudades de Celesiria y Fenicia, pero en realidad para ejecutar el proyecto del rey. Llegado a Jerusalem y amistosamente acogido por el Sumo Sacerdote y por la ciudad, expuso el hecho de la denuncia e hizo saber el motivo de su presencia; preguntó si las cosas eran realmente así».
«Manifestó el Sumo Sacerdote que eran depósitos de viudas y huérfanos, que una parte pertenecía a Hircano, hijo de Tobías, personaje de muy alta posición y, contra lo que había calumniado el impío Simón, que el total era de cuatrocientos talentos de plata y doscientos de oro, que de ningún modo se podía perjudicar a los que tenían puesta su confianza en la santidad del Lugar y en la majestad inviolable de aquel Templo venerado en todo el mundo. Pero Heliodoro, en virtud de las órdenes del rey, mantenía de forma terminante que los bienes debían pasar al tesoro real. En la fecha fijada hacía su entrada para realizar el inventario de los bienes».
«No era pequeña la angustia en toda la ciudad; los sacerdotes, postrados ante el altar con las vestiduras sacerdotales, suplicaban al Cielo, el que había dado la ley sobre los bienes en depósito, que los guardara intactos para los que los habían depositado. El ver la figura del Sumo Sacerdote llegaba a partir el alma, pues su aspecto y su color demudado manifestaban la angustia de su alma. Aquel hombre estaba embargado de miedo y temblor en su cuerpo, con lo que mostraba a los que le contemplaban el dolor que había en su corazón. De las casas salía en tropel la gente a una rogativa pública porque el lugar estaba a punto de caer en oprobio. Las mujeres, ceñidas de saco bajo el pecho, llenaban las calles; de las jóvenes, que estaban recluidas, unas corrían a las puertas, otras subían a los muros, otras se asomaban por las ventanas. Todas, con las manos tendidas al cielo, tomaban parte en la súplica. Daba compasión aquella muchedumbre confusamente postrada y el Sumo Sacerdote angustiado en honda ansiedad».
«Mientras ellos invocaban al Señor Todopoderoso para que guardara intactos, en completa seguridad, los bienes en depósito para quienes los habían confiado, Heliodoro llevaba a cabo lo que tenía decidido. Estaba ya allí mismo con su guardia junto al Tesoro cuando el Soberano de los espíritus y de toda potestad, se manifestó en su grandeza, de modo que todos los que con él juntos se habían atrevido a acercarse, pasmados ante el poder de Dios, se volvieron débiles y cobardes. Pues se les apareció un caballo montado por un jinete terrible y guarnecido con riquísimo arnés; lanzándose con ímpetu levantó contra Heliodoro sus patas delanteras. (Esta es la escena que Rafael recogería en una de sus famosas pinturas de las Estancias Vaticanas.) El que lo montaba aparecía con una armadura de oro. Se le aparecieron además otros dos jóvenes de notable vigor, espléndida belleza y magníficos vestidos, que colocándose a ambos lados, le azotaban sin cesar, moliéndole a golpes. Al caer de pronto a tierra, rodeado de densa oscuridad, lo recogieron y lo pusieron en una litera; al mismo que, poco antes, con numeroso séquito y toda su guardia, había entrado en el mencionado Tesoro, lo llevaban ahora, incapaz de valerse por sí mismo, reconociendo todos claramente la soberanía de Dios».
Sea como sea, el Tesoro se salvó y la autoridad de Onías III también. El Sumo Sacerdote viajó a la Corte de Seleuco para intentar una confirmación del estatus de Jerusalem. Una grave crisis interna sacudió los cimientos del reino cuando Seleuco murió asesinado (–175). Onías e Hircano aprovecharon la oportunidad para ejecutar un golpe de Estado, expulsando a Simón y a los otros miembros de su partido. Los fugitivos acudieron a Antíoco IV, el nuevo rey, denunciando al Sumo Sacerdote: aquella política de retorno a los rigores del yahveísmo no significaba, según ellos, otra cosa que un servicio al faraón y preparativo de revuelta contra el poder. Fraguó fácilmente la conspiración que consistía en sustituir a Onías III por su hermano, que había cambiado su nombre hebreo, Joshua, por el de Jasón, como si quisiera sumarse a una de las leyendas más caras al sincretismo. Mientras Onías se convertía en un prisionero en Antioquía, las tropas sirias se encargaban de instalar a Jasón en el Templo de Jerusalem.
6. Un numeroso grupo de judíos ortodoxos, guiados por un hijo de Onías que llevaba su mismo nombre, buscó refugio en Egipto, donde Ptolomeo VI y su esposa, Cleopatra, les autorizaron a construir un nuevo Templo utilizando para ello las ruinas de un santuario de Baat, la dios gata, identificada con Tefnet, la leona, en el panteón sincretista. De ahí que se diera a la nueva colonia el nombre de Leontópolis. Flinders Petrie ha conseguido demostrar que coincide con el yacimiento de Tell el-Yehudiyeh (la colina de los judíos). Los emigrados prestaron servicio militar hasta, al menos, la época de César. Esta vez se trataba de un verdadero Cisma puesto que en Leontópolis se celebraron sacrificios, declarados ilícitos por los sacerdotes de Jerusalem, aunque Onías IV y sus descendientes alegaban que ellos eran los legítimos sacerdotes y no falsos usurpadores al servicio de una potencia extranjera.
El templo de Leontópolis sería destruido por los romanos en el año 73 de nuestra Era, después del arrasamiento de Masada.
Los historiadores llevan muchos años preguntándose por la relación que puede existir entre el Cisma que siguió a los dramáticos acontecimientos del 173 al 170 y el extraño documento que en 1910 publicó Schechter, procedente de la Genizah (depósitos de papiros sagrados) de El Cairo, designado normalmente como documento sadoquita. En él se habla de una secta judía, hasta entonces ignorada, cuyos miembros se llaman a sí mismos «hijos de Sadoq». Procede, sin duda, de una comunidad que habitaba en Egipto, pero la referencia a Sadoq, el sacerdote del tiempo de David, se mezcla con las esperanzas mesiánicas. El texto, en sí mismo, resulta bastante incomprensible pues carece de las necesarias referencias evenemenciales. Israel Levy, primero de los investigadores que tuvo acceso al mismo, destacó algunas expresiones que le parecían extraordinariamente significativas, especialmente aquella en que se anuncia que el Mesías ha de ser «un sacerdote, salido de Aaron e Israel, que castigará a cuantos se han sublevado contra la autoridad del Sacerdocio». Coincide en esto con las expresiones que Macabeos despliega en elogio de los dos Onías, III y IV, e introduce la novedad de que no hace del Salvador un descendiente de David.
En otro importante apócrifo de este mismo siglo II a.C., del que volveremos a ocuparnos, se perfila con más precisión el cambio: el Mesías debe ser a la vez sacerdote emparentado con la Casa de Levy, y descendiente de David. La aparición de los manuscritos de Qumram vino luego a aclarar otro de los puntos oscuros del documento sadoquita, la Nueva Alianza. Otras muchas noticias parecen establecer relaciones entre esos varios documentos apócrifos. Recuérdese que apócrifo no quiere decir falso sino de difícil identificación. Tomemos ahora las nueve hojas maltratadas de papiro y tratemos de ordenar sus noticias en un relato coherente:
Trescientos noventa años después de la destrucción del Templo, fue suscitado por Dios en Israel un «Maestro de Justicia». Esto nos sitúa en el año 197 a.C. es decir cuando Simón el Justo era Sumo Sacerdote. Continuó siéndolo, como sabemos, hasta el 185. Continúa diciendo el relato que las enseñanzas de ese Maestro, no fueron seguidas por los judíos, que se dejaron seducir por «el hombre de la mentira». Así, después de veinte años —esto nos lleva al 177— el Maestro tuvo que emigrar a Damasco, en donde procedió a organizar a sus seguidores en una secta que unas veces llama de la Nueva Alianza, y otras Alianza de Penitencia. El documento da a entender que, en una fecha imprecisa, el Maestro de Justicia murió y que, con posterioridad, también desaparecieron «los hombres de guerra que fueron con el hombre de la mentira», hombres de perdición, aquellos que «construyen el muro y lo revocan», profanadores, avaros y lujuriosos, que acarrean sobre el pueblo el castigo. Por eso ahora «viene el jefe de los reyes de Javan a ejecutar la justicia divina». Los miembros de la secta estaba obligados a seguir rigurosamente los preceptos de la Ley.
La Alianza, en las enseñanzas de Esdras y Nehemías, era por su propia esencia, única: había dos condiciones en ella, la asignación del sacerdocio a la Casa de Aaron y la de la unción en la de David. Tanto en el documento sadoquita como en el llamado Testamento de los Doce Patriarcas, ambas vinculaciones se mantienen. Pero al producirse la abominación en el Templo, con la prisión y destierro de los Oníadas era lógico que se admitiera la necesidad de sustituir la Antigua por una Nueva Alianza, continuación de aquélla. Esta idea, de renovación de la Alianza no era una novedad: aparece en Jeremías, 31, 31-32: «he aquí que viene el día, oráculo de Yahvé, en que Yo haré alianza con la Casa de Israel y con la Casa de Judá», no como la que hice con sus padres» sino que «pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón». Se repite en Oseas y en Ezequiel 16, 62: «Yo renovaré mi alianza contigo y sabrás que soy Yahvé». Es en Isaías en donde los cristianos señalarían, luego el anuncio esencial a través de la figura del Siervo de Dios: «Yo te he formado y te he puesto por alianza del Pueblo» (Is. 42, 6), otorgando además a la promesa valor universal, pues el encargo consiste en «llevar mi salvación hasta los confines de la tierra» (Is. 49, 6). El ecumenismo del mensaje judío en esos años centrales del siglo II a.C. era patente.
7. Antíoco IV, que conocía bien las debilidades de su reino, trazó un programa consistente en lograr la helenización de sus dominios, buscando la sólida unidad que le permitiera enfrentarse a Roma. Jasón le garantizaba su colaboración en este empeño. Se produjo una situación extraña, porque la «abominación» (toevah), es decir, la ofensa a la religión para incurrir en la idolatría, se estaba dirigiendo desde la explanada del Templo. Cuando el rey, en el curso de un viaje para revisar las fortificaciones de la costa, llegó a Jerusalem el año 172 a.C. se encontró con una recepción brillante: los aplausos estaban destinados a convencerle de que la situación se hallaba dominada. Hubo incluso un proyecto de cambiar el nombre de Jerusalem para que contuviera una alusión directa al propio Antíoco. Al lado de Jasón aparece ahora un hermano de Simón de Bilgá, que ostentaba el nombre de Menelao, como los antiguos héroes de la Ilíada.
A pesar de sus promesas y del empeño que pusiera en cumplirlas, Jasón no podía dejar de cumplir las obligaciones correspondientes al Sumo Sacerdocio: continuaba el sacrificio diario y se mantenía el ritual. Se aceleraba en cambio el trabajo para convertir a Jerusalem en una ciudad enteramente griega. Se construyó un gimnasio. Los jóvenes vestían, se peinaban y hasta se adornaban a la moda griega: algunos incluso se sometieron a la cirugía para poder disimular la circuncisión cuando saltaban a la arena desnudos. Al celebrarse en Tiro las fiestas quinquenales en honor de Melkart-Astarté, Jasón envió 500 siclos de plata como una contribución a las mismas.
Ahora el Pueblo estaba dividido en dos facciones cuya cuantía resulta sumamente difícil apreciar: helenizantes contra ortodoxos. La tradición judía conserva la memoria de que la fe llegó a encontrarse entonces en muy grave peligro en Judea; se trata de una estimación en la conciencia por el temor de que el Helenismo destruyera la fe. Judea ya no era sino una parte del judaísmo, que progresaba en la Diáspora especialmente en Mesopotamia. Por otra parte la apostasía, que creció en las ciudades e incluso en Jerusalem, donde había el estímulo de las guarniciones, no se estaba produciendo entre los campesinos, que ofertarían muchas víctimas en el curso de la persecución.
El Talmud se refiere a los hasidim rishonim (primeros pietistas) para referirse a aquellos a quienes los griegos llamaron ‘asidaioi y los romanos assidaei. Es la misma palabra que ha servido para designar al movimiento piadoso en Alemania en la Edad Media y al que en el siglo XVIII fundaría Baal Shem Tov en Lituania, que sobrevive vigorosamente en nuestros días como hasidismo. Son escasas las noticias que poseemos acerca de este movimiento que se extendió sobre todo por zonas rurales proporcionando la plataforma de apoyo a la revuelta del –166. Algunas de sus actitudes y prescripciones se conservaron a través de los fariseos y de los esenios. Dedicar una hora a la meditación, antes y después de las oraciones, constituía importante novedad.
La suerte final de aquella dramática lucha en torno a la secularización de Jerusalem dependía de otros acontecimientos que se estaban produciendo en todo el ámbito del Mediterráneo occidental. Las publica crecían en poder e importancia conforme se afirmaba el dominio romano; buscaban sus empleados entre los habitantes de las propias regiones en donde se establecían, incluyendo a los judíos. Varias generaciones de publicanos se sucederían antes de que Jesús de Nazareth fuera a buscar a Mateo-Levy a la mesa del telonium en Cafarnaum. Imperialismo y capitalismo se presentaban estrechamente unidos. Desde el año 172 un movimiento de resistencia general, con matices sociales, estaba reactivando a los reinos helenísticos. Tratando de reforzar su poder, Antíoco IV hizo, el año 170, un nuevo viaje a Jerusalem: destituyó a Jasón y, por su propia autoridad, convirtió a Menelao en Sumo Sacerdote. Una fuerte guarnición, mandada por Sóstrato, se instaló en la ciudadela de David con el encargo de ayudar al nuevo jefe a consumar el proceso de helenización.
Jasón se refugió en Ammon, en casa de Hircano, el Tobíada, llorando sus errores. Ambos intrigaron con Egipto, buscando ayuda. La voluntad popular era muy clara: imposible mostrar reverencia o afecto a Menelao, que «no tenía nada que le hiciese digno del sacerdocio». Las esperanzas se tornaban de nuevo hacia Onías III que, contra todos los pronósticos, había sobrevivido en su cautiverio. Menelao abrió los cofres del Tesoro para allegar una gran suma, dejó a su hermano Lisímaco como gobernante de Jerusalem, y se trasladó a Antioquía, para comprar a Antíoco la vida del Sumo Sacerdote. Antíoco se hallaba ausente en Cilicia, pero su ministro Andrónico recibió el dinero. Onías III, que se había acogido a sagrado en el templo de Apolo en Dafne, fue asesinado aquí.
La noticia provocó una onda de agitación «no sólo de los ju díos sino también de muchas de las otras naciones» (II Mac. 4, 35); la Diáspora reconocía en Onías el último signo de legitimidad. Por un momento pareció que Antíoco iba a rectificar: hizo ejecutar a Andrónico en el mismo lugar en donde tuviera lugar el asesinato, y retuvo presos a Menelao y Sóstrates a la espera de una decisión. Pero le llegaron noticias de una revuelta en Jerusalem, donde Jasón e Hircano, que llevaban tropas árabes, habían sido recibidos, dando muerte a Lisímaco. El Tesoro, preciosa reserva, estaba ahora a su disposición. También supo que los romanos, en guerra contra Macedonia, estaban sufriendo serios reveses. El año 169, con su ejército acrecentado, el seleucida llegó a Tiro. Hizo ejecutar a los mensajeros que desde Jerusalem le enviaran en busca de un reconocimiento de los hechos consumados. Rehabilitó a Menelao y le envío con tropas para sumir a la ciudad en un baño de sangre. Jasón consiguió huir al otro lado del Jordán. Pero los sirios querían servirse de Jerusalem como de una base para la conquista de Egipto. En este momento (batalla de Pidna, 22 de junio del 168) Roma liquidaba la guerra y se hacía dueña de Grecia. De modo que cuando Antíoco estaba a la vista de Alejandría, un embajador romano, Popilio Lenas, llegó ante él y, trazando en su torno un círculo en la arena, le conminó a la retirada. Nadie podía resistir el poder de Roma. Antíoco se retiró.
8. En Jerusalem dijeron que Antíoco había muerto. De nuevo estalló la revuelta y mientras Jasón, con sus árabes, reasumía el Sumo Sacerdocio, Menelao tenía que refugiarse en la fortaleza, con los sirios. Los Tobíades cometieron las mismas tropelías que sus adversarios. Regresando de Egipto, el rey subió a Jerusalem. Esta vez Jasón no se limitó a cruzar el Jordán; huyó a Grecia para morir como un refugiado en Esparta. Antíoco vendió a una parte de los habitantes de Jerusalem como esclavos, tomó para sí la mitad del gazofilacio y profanó el Santo. Una leyenda, nacida de sus medios de propaganda, difundió la curiosa calumnia de que el rey había encontrado la estatua de un hombre montado en un asno. Se dijo, más tarde, que los judíos adoraban una cabeza de asno, atribución que después pasará a los cristianos.
Sometida a ocupación militar, los sirios procedieron a dotar a Jerusalem de una acrópolis (Akrá). Al comandante de la guarnición, Filipo Frigio encomendó a Antíoco acabar con el yahveísmo obligando a los judíos a someterse a la idolatría. Así se consumó la «abominación». El 15 de diciembre del año 167 una gran estatua de Zeus fue instalada en el Templo instituyéndose fiestas anuales en su honor cada día 25 de diciembre, pasado el solsticio de invierno. Se prohibieron los sacrificios, el culto, la circuncisión y la observancia del sabbath. El cerdo, repugnante a los judíos, debía centrar los sacrificios a Zeus.
Lo mismo se hizo en Guerizim. Aquí la estatua entronizada respondía a la advocación a Zeus Xenios, protector de los extranjeros y, en definitiva, de los comerciantes. El cambio de advocación, que los seleucidas pretendieron justificar diciendo que obedecía a demandas de los propios judíos, tenía un profundo significado: liquidar el judaísmo declarando a los cultos sincréticos únicos verdaderos. La divinidad primordial, inmanente al mundo, máximo logro del helenismo, debía barrer para siempre la idea de un dios trascendente, creador y misericordioso. La contienda entre helenismo y yahveísmo parecía acercarse a su última fase. Para los griegos los judíos eran simplemente «ateos» porque se negaban a reconocer y dar culto a los dioses»; para los hebreos era el helenismo «abominación», idolatría, adoración de imágenes hechas por mano de hombre».
«Este recrudecimiento del mal era para todos penoso e insoportable. El Templo estaba lleno de desórdenes y orgías por parte de los paganos, que holgaban con meretrices y que en los atrios sagrados andaban con mujeres, y hasta introducían allí cosas prohibidas. El altar estaba repleto de víctimas ilícitas, prohibidas por las leyes. No se podía ni celebrar el sábado, ni guardar las fiestas patrias, ni siquiera confesarse judío; antes bien eran obligados con amarga violencia a la celebración mensual del nacimiento del rey con un banquete sacrificial y, cuando llegaba la fiesta de Dionisio, eran forzados a formar parte de su cortejo coronados de hiedra» (II Mac. 6, 3-7).
Esta especie de holocausto parecía anunciar para el judaísmo una especie de solución final, sin paliativos. En la visión de Daniel Antíoco era como leopardo a quien se hubiera dado poder. Pero detrás, como campeona del helenismo, estaba ahora Roma, «la cuarta bestia, terrible, espantosa, sobremanera fuerte, con grandes dientes de hierro... era muy diferente de todas las bestias anteriores y tenía diez cuernos» (Dan. 7, 7)