1. Contemplado desde una perspectiva no musulmana, el Islam es una especie de imitación del judaísmo y del cristianismo, buscando satisfacer las demandas árabes de poseer un Profeta propio. Es, por otra parte, indudable que Muhammad conoció el judaísmo y también el cristianismo. Había comunidades judías en Yatreb, La Meca y algunas ciudades del sur de la Península y es seguro que recibió noticias orales de la religión hebrea, ya que figuras y relatos de la Escritura aparecen incorporados al Corán, así como algunas normas y disposiciones procedentes del Talmud. El Profeta comenzó presentándose a sí mismo como el cumplimiento de la Promesa definitiva, Último en consecuencia de los Profetas; por eso sus primeras disposiciones acerca de la oración cinco veces al día establecían que el rostro debía volverse hacia Jerusalem. Cuando se vio rechazado por aquellos «tercos» judíos, les convirtió en objeto de persecución. En el siglo que siguió a la muerte de Muhammad (632) el Islam experimentó una rápida y sorprendente expansión que permitió crear un vasto Imperio que iba desde el Atlántico hasta la India y las fronteras de China, convirtiendo el Mediterráneo en un lago musulmán. Prácticamente todos los judíos existentes entonces quedaban englobados bajo el dominio musulmán.
Las pésimas disposiciones de los comienzos no perduraron. Se impuso la doctrina, recogida también por el Corán de que siendo uno de los pueblos portadores del Libro revelado, debía establecerse entre ellos y los idólatras, una distinción; tal planteamiento alcanzaba del mismo modo a cristianos y mazdeos. Bien entendido que la Verdad pertenecía únicamente al Islam y no era posible otorgar otra cosa que tolerancia respecto a lo que debía considerarse como un mal, una insuficiencia o una desviación. Dicha doctrina sería asumida también por los cristianos respondiendo a los planteamientos que hiciera San Gregorio Magno, de modo que, desde la conquista árabe hasta finales del siglo XVII los judíos tendrían que formar una comunidad religiosa específica, viviendo en territorio ajeno; los soberanos de dicho territorio les otorgaban una especie de permiso de residencia, pero no podían integrarse en la comunidad política porque ésta se definía desde una dimensión religiosa; tampoco los cristianos en Estados musulmanes o los seguidores de Muhammad en los reinos europeos podían ser admitidos.
Las leyes no significaban derechos que a los judíos se reconocieran sin disposiciones reguladoras emanadas de la autoridad correspondiente para fijar las condiciones en que podían desenvolver su actividad; podían ser modificadas o suspendidas según la voluntad del soberano. Los musulmanes, como los cristianos, aseguraban que compartían la fe en la Biblia en cuanto que se trataba de uno de los Libros revelados y santos, aunque coincidían con los judíos en el rechazo de que Jesús fuera el Mesías prometido. Trataban a los cristianos de politeístas, a causa del dogma de la Trinidad y a los judíos de falsarios, ya que tergiversaban el Antiguo Testamento y se negaban a reconocer a Muhammad como profeta, siendo así que ellos reconocían como tales a los de los hebreos. Muchas de estas doctrinas y apreciaciones pasarían después a los reinos cristianos. Unos y otros admitían, del mismo modo, que los conversos dejaban de ser judíos para integrarse en la nueva comunidad, pero castigaban severamente cualquier conversión que no fuera a la propia fe.
En el siglo VIII, al concluir la expansión islámica, prácticamente todas las comunidades judías se hallaban sometidas al poder del Islam. Gozando de libertad de residencia pudieron viajar por todas las regiones de aquel inmenso imperio, organizando relaciones mercantiles de gran alcance. Muchos de los que se convirtieran obedeciendo las leyes bizantinas o visigodas, tuvieron ahora la oportunidad de volver a la antigua fe. Las relaciones de parentesco o simplemente religiosas permitían desarrollar sistemas de pago muy lucrativos. Influyó mucho en esta tendencia que los musulmanes, al abandonar o destruir los sistemas de riegos, arruinasen la agricultura forzando a los judíos a buscar otros medios de vida. En consecuencia las actividades mercantiles se desarrollaron de modo extraordinario. Pero el gran comercio internacional significaba el uso del dinero. Los judíos comenzaron a convertirse en los grandes expertos en este género de actividad.
2. Se produjo una asimilación bastante completa de los judíos por la sociedad y la cultura árabes, mucho más profunda de la que fuera en relación con el helenismo en la Diáspora mediterránea. Aunque el hebreo se mantuvo como lengua religiosa, el idioma hablado fue el árabe, que tenía la enorme ventaja de su unidad en todo el espacio dominado por el Islam. El vestido, los hábitos y costumbres, incluso la alimentación —todos rechazaban el consumo del cerdo— indicaron una aproximación, de modo que las grandes obras que constituyen la plataforma del sefardismo, se redactaron en árabe. Nació, de este modo, un nuevo tipo de judío, orientalizado. Nada de esto afectaba a las costumbres religiosas: el hebreo era considerado como la garantía de la Tradición. Para los cristianos se hizo evidente que los judíos eran depositarios de la versión auténtica en las Escrituras.
Los árabes, como sucede con la mayor parte de los conquistadores, trataron de apoderarse también de los conocimientos que tenían los pueblos dominados y asimilados: arameo, iranio, sánscrito y griego fueron vehículos adecuados para esta comunicación. Y en esta tarea resultó importante la colaboración de los judíos. Hasta el siglo XI el Islam mostrará, a este respecto, una superioridad completa sobre las otras naciones. En consecuencia surgió, entre los judíos, una especie de elite intelectual que se ocupaba de materias ajenas al estudio de la Torah, aunque sin apartarse nunca de la tradición religiosa judía. Con ellos iba a entrar la influencia del helenismo. Cuando las obras de Aristóteles comenzaron a difundirse, surgió entre los rabinos una honda preocupación: ¿no iba a ser causa la filosofía griega de perjuicios para la fe? Es un problema que se plantea sucesivamente en las tres religiones con Averroes, Maimónides y Santo Tomás de Aquino, aunque se resolverá en un notable grado de avance en los conocimientos.
Otro aspecto: la dedicación de los judíos a actividades relacionadas con el comercio del dinero, hizo nacer la leyenda de que la verdadera ocupación de éstos giraba en torno al préstamo con interés, garantizado por medio de prendas. Esta acusación que daría lugar a verdaderas calumnias, llegando a identificarse al judío con el usurero no puede aplicarse a las comunidades sefardíes ni a las del mundo islámico, aunque en ciertos países de Europa, en especial y muy tardíamente en Italia, cobraba visos de verosimilitud porque se impedía el acceso a otras profesiones, especialmente a la agricultura. En los siglos de la alta Edad Media, refiriéndose en ambos casos al Deuteronomio, la doctrina judía coincidía con la cristiana en la descalificación de los préstamos de interés. Será preciso el transcurso del tiempo para que se llegue a admitir que si el dinero es agente activo en los negocios también tiene derecho a retirar una parte de los beneficios.
Alejados de los campos, los judíos se instalaron con preferencia en las ciudades, que ofrecían mejores condiciones de seguridad. Hallamos en este punto una coincidencia entre la sociedad musulmana y la cristiana. Las dificultades opuestas a la posesión de la tierra y la organización de los oficios artesanos como corporaciones de carácter religioso, forzaban con sus directrices una derivación hacia las actividades mercantiles, las cuales produjeron una fuerte emigración hacia el Oeste. No tardaron en cruzar la frontera asumiendo la casi totalidad de las relaciones entre los mercados musulmanes y los cristianos. Hasta el siglo X registramos, en consecuencia, un incremento bastante rápido en el número de judíos.
3. En las ciudades musulmanas los judíos constituían pequeñas comunidades marginales que se administraban a sí mismas: son las aljamas. Conviene no confundir esta palabra con el otro término, judería, que se refiere al lugar de habitación. La aljama tiene cierta semejanza con el concejo de las ciudades medievales españolas. Toda la vida, en cada comunidad, giraba en torno de la sinagoga y de la gran escuela (kneset ha-gedolá), las cuales garantizaban la permanencia de la tradición, que había comenzado a ponerse por escrito mucho antes. La lectura y el estudio de la Torah se hacía sobre el Targum, esto es, el texto arameo que garantizaba frente a las interpretaciones cristianas porque venía acompañado de una explicación o pequeño comentario. No era, por tanto, una lectura directa sino dentro de una interpretación tradicional.
Según el Talmud hubo dos traducciones, una al griego, atribuida al prosélito Aquila del Ponto, otra al arameo, el Talmud de Onkelos, situado entre los años 100 y 130. Algunos eruditos, modernamente, piensan que Onkelos, también prosélito, no es sino la deformación del nombre de Aquila, cuya versión griega habría sido utilizada para construir el texto aramaico. Cualquiera que sea el resultado de estos debates, el Targum, que tiene su origen en Yabné, aunque fuera ampliamente empleado en Mesopotamia, constituye lo que podríamos llamar texto oficial y garantía de fidelidad a la Escritura. Hay otro Targum palestinense, atribuido a Jonathan ben Uziel, discípulo de Hillel —siguiendo esa costumbre de buscar maestros antiguos para dar más prestigio y autoridad a la obra— pero que tiene que ser posterior al siglo VII ya que menciona a Muhammad y a Fátima. La versión de Jonathan es más libre que la de Onkelos. Existen algunas otras versiones arameas referidas a muchos otros libros de la Biblia. No parece que el Targum haya ejercido influencia sobre los escritores cristianos que se mueven siempre en el espacio de los Setenta y de la versión de San Jerónimo.
Sobre este texto, que fijaba de una manera definitiva el contenido del Pentateuco, se apoyaba la enseñanza de las Escuelas, dando seguridad en cuanto a la base de partida. Los maestros señalaban con mucha claridad la diferencia entre aquellas enseñanzas que se referían a la conducta moral, y en definitiva al Derecho (lo que hemos identificado como halakhah), y lo que formaba la conciencia histórica y cultural de Israel (es decir la aggadah, que hemos mencionado). De ambos aspectos se compondría la enseñanza rabínica medieval y moderna. No es extraño que, en momentos de cierta paz, los cristianos se sintiesen atraídos por estas enseñanzas, que les ayudaban a comprender un texto que era para ellos sagrado. De modo que el Targum constituye la hebraica veritas a que se refieren muchos autores. La renuncia definitiva al Templo y al sacrificio, consolidada tras la posesión de Jerusalem por los musulmanes que maniobraron hábilmente para hacer de esta ciudad también un lugar santo para ellos, hizo del magisterio rabbínico y de su oración, el vínculo y manifestación únicas del judaísmo. Se trataba de una manera de vivir: calendario, matrimonio, oración, conducta, canto litúrgico, todo hubo de ser cuidadosamente regulado para evitar que se perdiese.
Es bajo el dominio musulmán cuando se cierra definitivamente el proceso que permite a los rabinos asumir definitivamente la dirección de Israel. Los comentarios, enseñanzas y en definitiva sermones de los rabinos se recogían para formar colecciones midrásicas. Las bibliotecas de las escuelas procuraban guardar cuidadosamente las colecciones antiguas, de tannaim y amoraim, respectivamente. De este modo, en defensa de la verdad que predicaban, no se veían los maestros obligados a improvisar o innovar; disponían de un acervo muy considerable. Coincidiendo en esto con musulmanes y cristianos, los judíos afirmaban que, además de la Ley Escrita, existía una tradición formada por las enseñanzas e interpretaciones de los grandes maestros que era indispensable tener en cuenta para poder entender la Revelación escrita. Las tremendas dificultades de los primeros siglos de nuestra Era hicieron que los fariseos consiguieran anular la influencia de los saduceos inspirando en todas partes el reconocimiento de la Tradición, que estos últimos rechazaban.
Los judíos que pasaban a convertirse en súbditos del Islam poseían una Tradición consolidada, según vimos, en el Talmud, que tanto en el palestinense como en el babilónico, se encuentra compuesto por dos partes o elementos, la Mishnah, que fija el texto —hubo una especie de «suplemento» o «adición» (Tosefá) probablemente del siglo V, que aportaba ligeras variantes— y la Guemará que lo explicaba. Dada la amplitud de temas que abarca el Talmud, puede decirse que todos los aspectos de la existencia se reflejaban en él. No debe sorprendernos pues algo semejante estaba sucediendo ya con las escuelas cristianas que contaban con la Patrística. Un defecto podría señalarse en el Talmud: las alusiones desmesuradas y erróneas que hace al cristianismo, procurando, en siglos posteriores, argumentos para una persecución desde la Iglesia.
Importancia mayor se otorgaba siempre a la lectura. Los maestros que entre los siglos VII y X se propusieron establecer el texto hebreo fidedigno de la Escritura son llamados masoretas. El origen de esta palabra permanece oscuro. Pueden considerarse como continuadores de aquellos que en el Templo se denominaban escribas. Por influencia árabe se introdujo, partiendo de España, la disposición de signos vocálicos. De este modo no sólo se fijaba el texto escrito sino también el modo de pronunciación. Es preciso recordar que, en la nueva liturgia que se hacía remontar a Johanan ben Zakkai y a Gamaliel II la lectura constituía un elemento sustancial. Junto a ella estaba el canto. Comenzaron entonces a introducirse las composiciones poéticas llamadas piytim y paytanim.
4. Al lado del judaísmo rabínico, que ajustaba la Ley mediante comentarios doctrinales a la existencia ordinaria, surgían dos fuertes corrientes que venían a ser manifestación de las posibles disyuntivas dentro de una actitud religiosa. Una es el karaismo que rechaza la Ley Oral como hicieran los saduceos y reclama, en cambio, un más radical cumplimiento de la letra de la Escritura. Kara significa lectura o recitación. Otra es la qabbalah que, según Rasi, no es otra cosa que «la doctrina y costumbre que hemos recibido de nuestros maestros» pero trata de encontrar el sentido oculto de los sagrados textos. Ambas corrientes se desarrollaron, en su primera etapa, durante el período de convivencia del judaísmo con el Islam.
El karaismo surge en el siglo VIII como consecuencia de las enseñanzas de Anan ben David. En el siglo XII se extendería, fuera del ámbito musulmán por las comunidades del Este de Europa y Crimea, siendo en cambio frenado en España a propuesta de los propios judíos. El judaísmo rabínico reaccionó fuertemente de modo que tras un tiempo de gran vigor (siglos XI y XII) prácticamente se extinguió. Reviviría en el siglo XIX, pero en la actualidad son muy pocos los karaitas que sobreviven en Rusia y Oriente Medio. Los karaitas rechazaron los usos y costumbres rabínicas e incluso los festivales, pero daban una interpretación más rigurosa a la observancia del sabbath —no encender absolutamente luz ni fuego— los preceptos de limpieza o la prohibición de matrimonios entre parientes, incluyendo en ella hasta los más lejanos. La liturgia karaita suprime los servicios vespertinos, coincidiendo con la rabínica en los otros dos, matutino y de medio día.
El qabbalismo, que para la mentalidad cristiana linda con la hechicería, floreció a partir de los siglos XII y XIII cuando se difundieron doctrinas procedentes de España y el sur de Francia que se presentaban como directamente recibidas del cielo y transmitidas a unos pocos escogidos por vía de iniciación. El nombre significa «aquello que es recibido» entendiéndose por tal algo oculto, enigmático y, en el sentido griego de la palabra, místico. Se trata, por tanto, de una enseñanza esotérica que revela el sentido que se oculta en la Escritura. Los qabbalistas pretenden que dicha doctrina se remonta a los orígenes mismos del judaísmo o incluso a Adán, el primer hombre. Sin embargo el uso de la Qabbalah en el sentido que ahora le damos no aparece hasta el siglo XI. Las fuentes cabalistas distinguen entre una Qabbalah especulativa, que equivale a una filosofía esotérica, y otra práctica (maasit) que consiste en el uso mágico de la enseñanza con fines espirituales o temporales.
Es posible que el qabbalismo tuviera su origen en la diáspora babilonia. Como una consecuencia de esta doctrina se estableció el criterio de que, además de una revelación abierta, a todos asequible, había otra reservada a unos pocos y transmitida en secreto. Los antecedentes más lejanos nos llevan hasta el siglo III a.C. Se encuentra expresada en cuatro obras fundamentales:
— Séfer Yesiraih (Libro de la Creación) que procede probablemente del siglo VII y se encuentra en estrecho paralelismo con la Mishnah.
— Zóhar (Libro del Esplendor) que aparece en el siglo XIII y procede con toda seguridad, como indicaremos, de la comunidad hebrea de Segovia.
— Hékalot (Palacios) que fue redactado en la época correspondiente a los gaones de Mesopotamia; y
— Otiyot de Rabi Aqiba (Alfabeto de Rabi Akiba). Esta atribución es seguramente falsa; su autor siguió la costumbre de buscar una gran figura del pasado a fin de aumentar su prestigio. Pero es verdad que Akiba, con su atribución de un sentido místico a las letras hebreas, es uno de los impulsores del método cabalístico.
Dicho método actúa de tres maneras diferentes. La primera es la que toma en cuenta el valor numérico de las palabras (gematriah) teniendo en cuenta que los hebreos, como los romanos, no disponían de cifras para expresar los números recurriendo a las letras del alfabeto, pero sin seleccionar algunas de ellas en posibles combinaciones como se usa en latín. La segunda es la que considera cada letra como signo de una palabra que de este modo revelaría el sentido oculto del vocablo primitivo (notarikon). La tercera trata de descubrir nuevos conceptos alterando el orden de las letras que componen cada palabra (temurah). De cualquier modo se parte de la afirmación de que el texto sagrado, además de lo que a simple vista se entiende, posee un sentido oculto y misterioso que puede ser revelado si se dispone de la clave necesaria para penetrar en él.
La Qabbalah incorporaba corrientes no judías de ocultismo y pudo degenerar a su vez en un sistema confuso de símbolos, encantamientos, talismanes con inclinación a la alquimia y nigromancia, influyendo de este modo en los cristianos. Pero también se ocupaba de los grandes problemas como la naturaleza de Dios, la Creación, la presencia del bien y del mal en el mundo y, muy notablemente, de la esperanza en el Mesías. Tuvo también una notable influencia en el desarrollo científico, ayudando a valorar los números como si estos fueran esencia de la Naturaleza. Siendo ésta una proyección de la Voluntad de Dios, la observación y experimentación podían ser adecuada respuesta.
5. En las ciudades musulmanas los judíos se instalaron como artesanos en muy diversas ramas de los oficios y también como comerciantes; algunos llegarían a ser muy importantes en las relaciones internacionales. No tardó en destacar entre ellos una elite muy influyente de médicos, traductores, matemáticos y hombres de ciencia. En el siglo X se detecta en Bagdad la presencia de banqueros judíos que facilitaban al Califa préstamos importantes, ya que, por su pertenencia a una comunidad extendida por todo el Imperio, estaba en condiciones de reunir capitales de muy diversa procedencia. Indirectamente era también el medio de garantizar la protección sobre todos los judíos, pues las autoridades musulmanas, como sucederá después con los monarcas cristianos, no podían prescindir de esta clase de ayudas ni de los servicios financieros que, como expertos, prestaban.
Los judíos pudieron convertirse en los intermediarios entre el Islam y Occidente, desplazando a los bizantinos en un comercio que se centraba exclusivamente en productos de lujo. Esto permitía establecer relaciones con personajes muy importantes, incluyendo obispos y reyes. Gregorio de Tours da cuenta de uno de estos comerciantes judíos, Prisco, que murió asesinado por un converso. Noticias sueltas nos permiten asegurar que desempeñaban importante papel en el comercio de especias, seda y también esclavos que alcanzaban buenos precios en los mercados musulmanes. Agobardo, el 825, se queja de que los comerciantes judíos desobedecían las leyes que les obligaban a liberar los esclavos cristianos; pero estos esclavos eran mercancía adquirida en calidad de idólatra y la conversión era un medio para escapar a su triste condición.
Los cronistas musulmanes del siglo IX, posteriores a Carlomagno y Harum, que llegaron a contactar utilizando servicios de algunos judíos dan cuenta de como el ámbito mercantil se había ampliado extraordinariamente gracias a estos «rahudanitas» que disponían de una inmensa ruta que se iniciaba en el sur de Francia y llegaba hasta la India y China transportando productos de alto precio, únicos que podían ser rentables. Quienes la utilizaban se hallaban en posesión de varios idiomas. Las responsas gaónicas hacen referencia a este comercio y a los métodos que se empleaban para instruir a los jóvenes en el arte de la mercadería. Se estaba avanzando en el uso de la correspondencia mercantil. Y también en el pequeño comercio. Había, sin embargo, un aspecto importante que preocupaba a los rabinos, como también al sacerdocio cristiano: ¿hasta qué punto esta práctica de la mercadería no constituía una cooperación al mal? Las operaciones mercantiles implicaban transferencias de dinero y créditos, bordeando la usura. En una de las responsa de Rabenu Gershom se contienen estas dos indicaciones: al comprar el botín de guerra —especialmente esclavos— se hacían rentables los robos y violencias; al percibir intereses se estaba cometiendo usura.
La controversia con los musulmanes fue siempre menos aguda que con los cristianos ya que aquellos no tenían la pretensión de ser verdadero y definitivo Israel sino algo bien distinto. Judaísmo y cristianismo estaban en la base del pensamiento religioso de Muhammad pero éste, defraudado en sus expectativas, había dispuesto después que se usara de la violencia contra los hebreos. De este modo la comunidad judía de Arabia, que había sido importante, desapareció. A pesar de todo los Califas, especialmente desde la época Omeya, aplicaron el principio de rectificación que incluía a la Biblia entre los Libros revelados, lo que obligaba a tratar a ju díos y cristianos de manera distinta a la de los idólatras. Al entrar en posesión de un inmenso Imperio en que la mayor parte de la población era cristiana, la tolerancia se impuso como una necesidad ineludible. Los infieles, quedaban de este modo sometidos a una protección que tenía siempre algo de provisional. En la práctica el comportamiento de las autoridades dependía del grado de utilidad que los infieles tuvieran.
Esta protección se llamaba dhimma, de modo que los que se acogían a ella sometiéndose, pasaban a convertirse en dhimmi. Carecían de importancia las condiciones o circunstancias en que se hubiera producido aquella sumisión ya que las principales limitaciones que se imponían a los «portadores del Libro revelado» obedecían al deseo de otorgar a los musulmanes una posición de superior dignidad. Los judíos no tardaron en descubrir en España que, pese a haber colaborado en la invasión, no eran diferentes las condiciones otorgadas a los cristianos. Era indispensable pagar los dos impuestos, de capitación (guizya) y territorial (jarach). A cambio de este abono, del que el interesado podía librarse convirtiéndose al Islam, se permitía conservar la propiedad de los bienes, el ejercicio de la religión y cierta forma de organización interna. Si algún judío ascendía en el favor de las autoridades locales podían provocarse tensiones y hasta tumultos. Esto sucedió por ejemplo en Granada durante la época de los taifas. La presión fiscal y el aislamiento eran eficaces a la hora de conseguir conversiones.
El hecho de que los Abbasidas establecieran la capital del Califato en Mesopotamia, desde mediados del siglo VIII, tuvo consecuencias importantes para el judaísmo, al reforzar la dirección que sobre éste venían ejerciendo las Academias de Babilonia. Hasta el 825 los musulmanes reconocieron la calidad de exilarca en los que se decían descendientes de la Casa de David, rodeados de pompa como si fuesen los antiguos reyes, pero en dicho año el Califa dispuso que la propia comunidad pudiera proponerle la persona que le pareciera más conveniente para actuar como su interlocutor. Desde este momento la autoridad del exilarca sobre los judíos disminuyó, en favor de los directores de las yesibot o Academias, uno de los cuales usaba el título de gaon. Esto no significaba que desapareciera la figura del exiliarca: recibía su nombramiento en una ceremonia importante, nombraba los jueces, cobraba algunas tasas, recibía donativos y era el interlocutor con el Califa para todos los asuntos que afectaban a la comunidad.
Las yesibot de Sura y Pumbeditá, que más adelante se trasladarían a al-Andalus, centralizaban todas las enseñanzas del judaísmo. El título completo de sus gaonim era: «cabezas de la Academia que es la excelencia de Jacob». Estaban autorizados a poner sus enseñanzas por escrito. Al comienzo del período abbasida, Yehudai de Sura escribió sus Halakhot Pesukot (Leyes decididas) mientras que Aha ben Shabha, en Pumbedita recogía sus discursos homiléticos en unas Sheiltot (Discusiones); ambas obras ejercerían una gran influencia sobre todas las comunidades judías, incluyendo las de Palestina. Los maestros de las Academias no sólo enseñaban a los jóvenes e instruían a las comunidades sino que resolvían los problemas de la vida ordinaria que se les planteaban. Había, en el judaísmo, una especie de gradación jerárquica, comenzando por las escuelas inferiores y ascendiendo por las más importantes hasta culminar en esa especie de Academia de Sabios en Sura y Pumbeditá, que actuaba como Corte Suprema. Las dos yesibá conservaron el nombre original cuando, a finales del siglo IX, trasladaron su sede a Bagdad.
Son miles las responsa que despacharon los gaones de ambas Escuelas. Natronai y Amram de Sura (853-874) prepararon el orden completo de oraciones que emplearía la comunidad de España, mientras que Paltoi de Pumbedita (842-858) remitía ejemplares de los dos Talmudes y de los Midrasim con el mismo destino de Lucena. Puede decirse, por tanto, que el sefardismo tiene su origen precisamente en las enseñanzas de las dos escuelas. Dominaba el principio de autoridad. Los maestros, aunque fuesen elegidos por los otros miembros de la yesibá, pertenecían siempre a un grupo reducido de familias. Seis pueden señalarse en Babilonia; tres en Palestina. Esto no era obstáculo para que algunas veces, muy pocas, un «hombre nuevo» llegara a convertirse en gaón. No se trataba nunca de una elección libre: el sucesor era preconizado mediante su nombramiento de juez del tribunal rabínico, ab bet din; de este modo el padre podía preparar el camino del hijo de una manera natural. El exiliarca confirmaba la designación de los gaones, dejándose influir por los banqueros de la Corte del Califa. Todo funcionaba, pues, como una perfecta oligarquía.
Sura alcanza su cenit bajo la dirección de Saadya ben Joseph (928-942), de quien volveremos a ocuparnos, por su extraordinaria labor en todos los campos del saber. El mayor esplendor de Pumbedita se produce con los gaones Sherira (968-998) y su hijo Hai (998-1038) que corresponden, sin embargo, a un momento en que las comunidades españolas habían tomado ya la delantera. Tras la muerte de Hai las dos Academias se fundieron en una, pero tuvieron una vida menos importante. El último de los gaones, Samuel ben Ali, muerto en 1207, no ejerció influencia más que sobre la propia comunidad de Bagdad. Debe recordarse que los gaonim fueron responsables de convertir el Talmud en la piedra angular de la vida nacional judía.
6. Siete hileras de siete sabios cada una, que se sentaban por este orden delante del gaon, constituían el Sanhedrin: había un turno riguroso en la ocupación de los asientos pues éstos indicaban la categoría. Siete de ellos era jefes de calá que estaban por encima de diez miembros del Sanhedrin, y tres eran haverim esto es, sabios y piadosos, lo que corresponde al término que en siglos anteriores se traduciría por «justo». Era el suyo un saber que se transmitía de generación en generación, como un tesoro, el más preciado que poseía el Pueblo de Israel. No faltaban los conflictos en el interior del Sanhedrin, pero esto no era obstáculo para que ejerciese un gran poder; en su nombre actuaban los notables sentados en las primeras filas.
A imitación de Babilonia todas las comunidades judías en el mundo musulmán se organizaron de la misma manera. El rango se consideraba ligado a la santidad de las personas, un poco como estaba sucediendo en las comunidades cristianas donde se reservaba al Papa el concepto de la Suma Santidad. Era esa santidad atribuida a los sabios la que otorgaba especial eficacia a sus bendiciones, haciendo a sus titulares acreedores al honor y al dinero procedente de regalos y contribuciones. A ellos incumbía la obligación de conservar la pureza del linaje y, al mismo tiempo, la tradición en la doctrina. Constantemente se enseñaba, discutía y aclaraba en sus puntos concretos el texto de la Torah. Pero las decisiones halákhicas, las interpretaciones obligatorias y los comentarios considerados como indiscutibles sólo podían ser sancionados por el Sanhedrin y proclamados por un gaón. La fortaleza interior doctrinal era muy sólida; el único peligro que corría el judaísmo era el anquilosamiento.
En el siglo X los cortesanos, esto es, banqueros y comerciantes relacionados con la Corte Califal o con la de aquellos emiratos que habían logrado práctica independencia, comenzaron a tomar parte en el gobierno y organización de las comunidades judías ya que sus relaciones con el poder establecido les tornaba imprescindibles e influyentes. De este modo se establecía un equilibrio en relación con la autoridad de los maestros de las yesibás. Cada una de éstas tenía asignada una determinada comarca en la que nombraba sus jueces, aunque estando siempre sujeta a la autoridad superior de las Academias o del exilarca; unas y otro podían pronunciar el herem que equivale a la excomunión en el caso de la Iglesia. Pronunciado en forma solemne, de acuerdo con un determinado ceremonial, el herem excluía absolutamente de la comunidad y era, en consecuencia, sumamente eficaz.
La desintegración del Califato, iniciada en el siglo IX y consumada en el X tuvo efectos importantes para el judaísmo, pues impidió que pudiera mantenerse la unidad entre las comunidades; las comunicaciones entre los tres Califatos en que se dividió el Islam, se tornaron difíciles. Las personas poderosas e influyentes en cada lugar asumieron poco a poco la dirección de aquella comunidad de la que formaban parte: linaje, tradición doctrinal y saber perdieron mucha de su importancia en favor de los que tenían dinero, prestigio y poder. Las autoridades musulmanas —es algo que imitarán después los monarcas españoles— nombraban a un judío para que fuese su interlocutor como lo fuera el exilarca en Bagdad. Generalmente se trataba de un médico o alto funcionario de la Corte a quien se daba título de naguib y que pasaba a asumir decisiones relacionadas con la Torah.
Aunque no tenemos constancia de que haya asumido este título, el modelo para esta nueva figura nos viene proporcionado por Abu Joseph ibn Hasdai ben Shaprut (915-970) médico y farmacéutico al servicio de ‘Abd al-Rahman III, Califa de Córdoba, para quien desempeñó funciones diplomáticas negociando con los embajadores de Otón I el año 956, curando al obeso Sancho I de León a fin de someterle a la autoridad de su amo y negociando con Bizancio un tratado comercial. Mantuvo relación con las comunidades judías del norte de África y, al producirse una interrupción en las escuelas de Mesopotamia tras la muerte de Saadia (942) atrajo hacia al-Andalus a R. Moses ibn Enoch y a su hijo Enoch ibn Moses que instalarían una importante yesibá en la sinagoga de Córdoba. Aquí se consolidó la idea de que los componentes de la comunidad española eran descendientes de Judá y Benjamín, esto es, auténticos judíos sin mezcla de conversos.
Las autoridades musulmanas y las cristianas aceptaron, como un hecho, que los judíos pudiera tener sus propios dirigentes; esto se comprueba en los siglos X y XI, que es el momento en que los ancianos, neemanim, se convirtieron en el consejo directivo y responsable de cada comunidad, con facultades para interpretar la aplicación de la Torah a casos concretos y para repartir entre sus miembros los impuestos y contribuciones. Todo esto convenía mucho a las autoridades musulmanas y cristianas que tenían la oportunidad de fijar globalmente el importe de la capitación en cada judería dejando luego que los neemanim lo distribuyeran entre sus miembros. La aparición del naguib y del colegio de ancianos significó un paso importante en la estructura interna de Israel en el Gallut.
7. Los judíos recibieron del entorno árabe, que se había hecho depositario de las culturas anteriormente asentadas en los países que ahora dominaban, una gran influencia, debida de modo especial a que adoptaron muy pronto la lengua árabe como suya propia, utilizando las formas literarias y poéticas que se hallaban en uso. Demostraron una especial disposición para captar las influencias, temas y formas que les llegaban de fuera, de modo que tanto los modos islámicos como los cristianos, en aquello que no afectaba al rigor de la fe, se asimilaron. Nació un nuevo judaísmo, con extraordinaria vitalidad. A la idea de que la Santidad radicaba únicamente en la Tierra de Palestina, se opuso otra que la hacía residir en la conducta de cada hombre y, por consiguiente, de la comunidad entera con independencia del lugar en que se hallase asentada, sin dejar por ello de reconocer que Jerusalem era el verdadero centro y sólo allí podía cumplirse el destino del Pueblo.
Las aportaciones del pensamiento judío medieval a la cultura humana son, en consecuencia, muy importantes. A finales del siglo XIII, que corresponde a la máxima expansión del Imperio musulmán, Anan ben David, hijo del exilarca, a quien no sucedió por existir un hermano de mayor edad, se opuso a confiar la unidad del Pueblo de Israel a la Tradición oral y al magisterio interpretativo de sus dirigentes: había que «buscar enteramente la Escritura». Posteriormente se dijo que Anan había adoptado esta actitud como una consecuencia de la frustración que sintiera al no ser elegido exilarca en lugar de su hermano Jananya, «por sospecha de un defecto» aunque esto puede ocultar una preferencia de las autoridades musulmanas pues fue condenado a muerte por el Califa y salvó su vida declarando que su fe no era la misma de su hermano. Parece un poco excesivo considerarle como el fundador del karaismo; al menos en los fragmentos conservados de su Libro de los mandamientos, se demuestra que no rechazaba todo lo que no estuviera en la Ley escrita. Impuso comentarios muy personales exigiendo además a sus discípulos plegarse a ellos. Mucho más riguroso que los grandes maestros de las Academias, imponía una obediencia al sabbath muy extremada. Se trataba de costumbres seguidas tradicionalmente por otras comunidades. En definitiva su enfrentamiento con el exilarca y los gaones obedecía a una negación radical a que se impusiera desde Mesopotamia un modelo único y uniforme a todas las comunidades.
Rabi Saadia ben Joseph al-Fayoumi (882-942) puede ser considerado el padre de la filosofía judía medieval. Constituye una muestra de cómo el racionalismo podía ser empleado al servicio de la Escritura contra el Islam y el Cristianismo. Anan había estado dispuesto a admitir que Cristo y Muhammad era verdaderos profetas enviados por Dios a sus respectivos pueblos; Saadia lo negaba absolutamente. Contra el Cristianismo insistía de una manera especial en el rechazo de la Trinidad atribuida a Dios. Nacido en Egipto pasó a vivir en Palestina donde defendió la autoridad de las Academias babilónicas en la fijación del calendario. Fue llamado a dirigir la Academia de Sura que alcanzó entonces, como hemos dicho, un momento culminante en su desarrollo. Saadia combatió a Anan y sobre todo a los karaitas con amarga y aguda ironía: es el autor de esa definición, «trampas saduceas», que aún empleamos para referirnos a aquello que esconde malas consecuencias tras un planteamiento correcto. El karaísmo, que invocaba a Anan ibn David como si fuera el gran maestro creador de la corriente, rechazaba el Talmud, al que calificaba de vana palabrería utilizada para oscurecer y desviar el sentido de la Escritura a la que cada judío debía acceder directamente. Lutero y sus primeros discípulos invocarían el modelo karaita como el más correcto para el acceso directo al texto sagrado.
Escribió el primer sistema filosófico judío desde Filón, que ya estaba olvidado, y lo tituló Libro de las creencias y opiniones, empleando la lengua árabe. A esta había hecho una traducción de la Biblia redactando además una Gramática y un diccionario hebreos para asegurar de este modo la comunicación entre ambas culturas. Sostenía que no existe oposición alguna entre la razón humana y la revelación; definía a la Torah como «la razón revelada». La Creación, que no puede surgir de la nada por sí misma, es una prueba racional de la existencia de Dios. Pero al mismo tiempo tenemos que admitir que la naturaleza de Dios, fuera de que es Uno y único, resulta incognoscible e indefinible. Por todas estas razones se oponía a las opiniones karaitas: la Torah no es la única fuente para las leyes y enseñanzas judías; intervienen también el intelecto y la tradición. La inteligencia es la primera: ella permite comprender la Ley oral y la escrita, aportando verdades. La tradición es válida precisamente porque coincide con lo racionalmente verdadero. Dios ha dado al hombre una ventaja sobre todas las demás criaturas: «le dejó el derecho de la libre elección y le ordenó que optara por el bien»; en consecuencia la función cultural del hombre y la estructura social derivan de Dios.
Los seres humanos se diferencian de los demás animales porque tienen conciencia histórica y previsión de futuro; conociendo, van acumulando riqueza patrimonial, fuerza positiva. La vida es, como una consecuencia de todo esto, un valor. Saadia rechazaba únicamente los excesos, pero no en modo alguno las pasiones y las tendencias que se encuentran al servicio del hombre. En línea con lo que fuera el pensamiento de Aristóteles se oponía radicalmente al ascetismo cristiano, porque es contrario a la vida y, por consiguiente, se convierte en valor negativo. Cierto que, al preguntarse acerca de lo que es la existencia, insiste en definirla como «afianzamiento y control de la esencia humana»; para decirlo con palabras más claras, consiste en establecer el dominio del intelecto sobre los deseos y los instintos. Como una consecuencia de todo este pensamiento, el pensador judío llegaba a establecer una fuerte corriente de optimismo acerca de la naturaleza humana.
El amor, según Saadia, pertenece al espíritu y nace como una especie de magnetismo o atracción recíproca que se produce entre dos personas de distinto sexo: debería hallarse en la base misma del establecimiento de la familia puesto que la misión de ésta consiste en crear amor. Pero esto entraba en contradicción con las costumbres judías que negocian y acuerdan el matrimonio con independencia de las previas relaciones entre los contrayentes. El gaon hacía una afirmación importante: ese amor platónico, que precede y sublima el encuentro conyugal es, en realidad, uno de los fundamentos esenciales para el orden social, puesto que siendo el procrear hijos la función primordial del matrimonio, éstos debían ser consecuencia de ese previo amor. De un modo semejante se refería al destierro (Galut) como una experiencia muy amarga, pero también positiva porque permite la purificación y el crecimiento: las razones de que se haya producido aparecían ya porque se hallaba en la recta final, hacia la que el doble exilio se había dirigido. Saadia no fue el único racionalista que crearon las Academias. Samuel ben Hofní, gaón de Sura entre los años 997 y 1013, también destacó por sus comentarios sobre la Biblia y su resistencia al karaismo.
8. El karaismo resistiría los embates de los grandes sabios de las Academias llegando a adquirir en el siglo X una fuerte dimensión doctrinal. No puede definirse en términos demasiado precisos: es preferible considerarlo como una confusa y variada corriente que se oponía a la enseñanza de las escuelas y de los gao nes. La primera manifestación clara de esta tendencia que consiste en atribuir a la Torah un valor absoluto, por encima de cualquier tradición, la encontramos, en el siglo IX, en el libro llamado Las enseñanzas de Binyamin, debidas a Benjamín ben Moses, que vivió en Nehavend, en Persia. El fue quien estableció el nombre de la secta. Como se trataba de enfrentar directamente al hombre con la Torah tuvo inmediatamente abundantes seguidores. Los comentarios a la Biblia de Benjamín ben Moses alcanzaron gran difusión. Sin embargo es Jacob al-Quirquisani quien establece los principios fundamentales de la secta.
En los siglos X y XI el karaismo se hizo presente en todos los niveles sociales de la Diáspora. Muchas de sus enseñanzas han sobrevivido, por líneas indirectas, ejerciendo su influjo también sobre los ambientes cristianos. La causa fundamental de su éxito, primero, y de su fracaso, después, radica en la voluntad de salir de un racionalismo que propiciaba dudas, hacia una fe que, en momentos difíciles, garantizaba mejor la resistencia. El karaismo constituye una especie de paralelo al grito de Lutero: «sólo la fe». Y también a los arranques nacionalistas que tendría la Reforma protestante en sus primeras etapas. Era imprescindible salvar al Pueblo de Israel de las tremendas amenazas que cristianismo e islam significaban. Por eso el recurso a la Torah parecía el arma indispensable.
En un sentido amplio podemos llamar karaismo a cuando se oponía al Talmud y a la autoridad de los gaones y de los rabinos situados en la misma línea. Un grupo importante se constituyó en Jerusalem en el siglo X; recibía el nombre de «Los dolientes de Sion» aunque sus seguidores preferían referirse a sus miembros como Sosanim, es decir, rosas. Vivían sobre las ruinas del Templo, doliéndose de su destrucción y pidiendo a Dios, en medio de privaciones, que lo restaurara. Cada individuo debe enfrentarse con la Torah a solas para interpretarla con independencia de las enseñanzas de cualquier escuela, pues solamente él es responsable de la salvación de su alma y las opiniones de los sabios contribuyen únicamente a complicar la existencia y desorientar. Uno de los miembros del grupo, Daniel ben Moses al-Kumisi, que vivió en Persia en el tránsito del siglo IX al X, se mostró más extremista que los demás. Los fragmentos que sobreviven de su Libro de los Preceptos, escrito en hebreo, resultan más intransigencia que ningún otro en relación con las ceremonias. En su Comentario sobre los doce Profetas sostuvo que Dios da a cada ser humano entendimiento suficiente para entender la Sagrada Escritura.
Al-Kumisi se refería a su propio tiempo, en torno al 900 de la Era cristiana, como uno de especial crisis y dificultad; de ahí que la responsabilidad de los hombres que vivían en él fuese mayor. Otro escrito, de autor desconocido, insistiendo en esta idea, remonta el comienzo de la era de la desolación a la destrucción del Segundo Templo porque entonces desapareció del mundo la justicia de Dios. Sin ella la responsabilidad del hombre es mayor. No existe en el mundo más que un lugar santo, Jerusalem, no hay posibilidad de que ningún otro le sustituya, y ese lugar ha sido arrasado. Cristianos y musulmanes reconocen asimismo la santidad de aquella ciudad a la que dirigen los pasos de sus peregrinaciones. Entender esto constituía la clave del judaísmo universal cuya meta no podía ser otra que el retorno a la ciudad santa.
9. Los musulmanes prescindieron del nombre de España y prefirieron llamar al territorio que ocuparon al-Andalus, que tiene seguramente relación con la Atlántida o el Atlántico. Los judíos prefirieron por su parte utilizar el nombre de Sefarad, que significa directamente a España. Aplicamos el término «sefardí» para definir la forma de sociedad y de cultura que, tras el exilio impuesto en 1492 a quienes no optaron por el bautismo, seguía manteniendo fidelidad a las raíces nacidas en España y conservando además el habla castellana. Hoy pueden establecerse dos grandes sectores del judaísmo, askenazi y sefardí. Esta segunda forma cultural que, en definitiva, no es sino manifestación de una fe cuidadosamente conservada, se nos torna incomprensible si no tenemos en cuenta sus precedentes, pues se formó en España y durante los siglos medievales, cuando se formó. Al filo del año 1200 Maimónides, viviendo en Egipto, se definió a sí mismo como sefardí. Muchos de los cantos litúrgicos que aún se emplean en las sinagogas tuvieron su origen en España, y en una época anterior al gran médico y teólogo.
La influencia de Hasdai ibn Shaprut permitió atraer numerosos judíos y transformar, al mismo tiempo, la vida íntima de la comunidad. Bajo el gobierno de Almanzor, en el tránsito del siglo X al XI Córdoba y Lucena se habían convertido en importantes centros intelectuales. Tres grandes poetas, Menahem ibn Saruq, Dunás ibn Labrat y Judah ibn David Hayyuy, a quien los árabes llamaban Abu Zakariya, habían conseguido incorporar la métrica árabe a la poesía hebrea. El sefardismo partía de un desarrollo de la gramática que debía permitir el desarrollo también de una literatura y de una ciencia de gran alcance. Los judíos se mostraron orgullosos de aquella que consideraban su segunda patria, un nuevo Misraim, como aquel Egipto que fuera origen del propio Pueblo de Israel. De este modo se formaba la conciencia de que Sefarad constituía una etapa esencial en la trayectoria del exilio, de donde debía surgir un nuevo Israel. Los judíos tomaron la forma métrica de los poetas árabes pero penetraban sus obras de la emoción y viva religiosidad, propias de su pueblo, incluso en aquellas obras que podríamos calificar de profanas.
La comunidad de Córdoba sufrió extraordinarias pérdidas y daños a causa de la guerra que sucedió a la caída del régimen de Almanzor y del Califato. Los fugitivos buscaron refugio en algunos taifas considerados como más seguros, Sevilla, Granada, Zaragoza, donde los servicios de los banqueros eran estimados, y algunos cruzaron la frontera buscando asilo en los reinos cristianos, donde ya se registran pequeñas comunidades desde el siglo X, por lo menos en Barcelona, Castrogeriz o León. Durante el siglo XI y en especial tras la reconquista de Toledo, la emigración se intensificó. Zaragoza sería el hogar más adecuado para la conservación de la cultura rabínica: allí se produjo el salto gigantesco que representan Gabirol, Paquda y ha-Levi.
Un importante fugitivo de Córdoba fue Samuel ha-Levi ben Joseph ibn Negrela, discípulo de Abu Zakariya. Instalado primero en Málaga, donde llamó la atención por sus extensos conocimientos, fue llamado a Granada por el rey Habbus de quien llegó a ser principal consejero. Por él fue nombrado naguib de los judíos. Poeta, gramático y talmudista se conservan de él más de un millar de poesías en que predomina un sentimiento y una idea: «todas las criaturas, al unísono, proclaman de continuo» la gloria de Dios. A su muerte, en 1055, le sucedió su hijo Joseph que, en 1066 fue muerto en uno de los más graves alzamientos antijudíos que en España se registraron, y que indicaba un cambio en la actitud de las autoridades musulmanas. Prohibida la estancia de judíos en Granada, Sevilla y Zaragoza se convirtieron en puertos de refugio. Al-Mu’tamid de Sevilla nombró rabino mayor al astrónomo y médico Isaac ibn Albalía autorizándole además a establecer una importante escuela.
No tan importante como la de Zaragoza, adonde se había trasladado el más eminente de los maestros de Lucena, Jonah ibn Yanah (985-1050). Junto a él trabajó Moses ibn Samuel ibn Chikatilia, que fue el primero en señalar que algunos de los Salmos tenían que ser de redacción posterior al Exilio y que bajo el nombre de Isaías subyacen, al menos, dos autores distintos. Los monarcas de Zaragoza, que conservaron durante mucho tiempo su independencia frente a los almorávides, contaron con judíos entre sus principales colaboradores, entre ellos un nieto de Shaprut llamado Abu Fadl ibn Hasdai; la aljama de Zaragoza sobreviviría a la conquista cristiana.
La poesía hebrea en lengua árabe constituye el primer vehículo para la expresión de un saber teológico que, directa o indirectamente, influyó sobre los grandes maestros cristianos posteriores. Por esta causa Salomón ibn Gabirol, a quien los escolásticos llamaron Avicebrón, es una de las figuras esenciales de la cultura europea. Nacido alrededor del año 1020, pertenecía a una familia de emigrados. Probablemente era un tuberculoso prematuro: no quiso casarse, lo que significaba una decisión sorprendente en un piadoso judío, y se encerró en amarga tristeza. Es posible que falleciese en 1058 aunque la última noticia que de él tenemos le sitúa en Zaragoza en 1045. Aunque escribió siempre en árabe, su obra fundamental, Fons Vitae, ha sobrevivido únicamente en la versión latina de Juan Hispano y Domingo González, realizada en el siglo XII, y en algunos fragmentos hebreos de la traducción que hizo Shemtob ibn Falaqera.
La «Fuente de la vida» representa la cumbre del neoplatonismo hebreo; la influencia de las Eneadas de Plotino resulta evidente, si bien la fidelidad de Gabirol a la Ley mosaica le permitió cambiar el sentido introduciendo la Voluntad de Dios en todo el sistema. El mundo material procede, por emanaciones sucesivas, de un Ser que es absolutamente espiritual identificado con el mismo Dios, al que define precisamente como Voluntad Divina; en Él se encuentran los dos principios iniciales, «materia general» y «forma general». La materia es lo que todos los seres poseen en común, mientras que la forma es la que establece la identidad individual. La cadena de sucesivas emanaciones —Inteligencia universal, Alma, Naturaleza, Mundo translunar y Mundo sublunar— conduce a la realidad tangible, objeto de nuestra observación y experimentación. Pero en todas ellas se hace presente la Voluntad Divina.
El problema, para Ibn Gabirol, consistía en conciliar este punto de vista neoplatónico que informaba de una materia autosubsistente y su propia fe que le enseñaba cómo Yahvé ha creado el universo en un acto libre de su Omnipotencia. Hallaba la respuesta en la propia naturaleza de los seres humanos que son como un microcosmos en que se unen los dos ámbitos, el inteligente y el corpóreo, por ello se encontraba en condiciones de captar las formas espirituales sin tener que recurrir, como afirmaban los filósofos árabes, a la iluminación proporcionada por una Inteligencia exterior. Esta conclusión implicaba un paso importante pues presentaba al hombre como capaz de descubrir la Creación o, para decirlo con otras palabras, crecer en conocimientos por vía de investigación. Por otra parte, se situaba en un terreno muy próximo al de los pensadores cristianos: la Voluntad equivale a la Palabra de Dios la cual sólo se distingue ad extra del mismo Dios, esencia primera en cuanto que es Su propia actividad creadora. La diferencia radicaba en esa afirmación primera acerca de las sucesivas emanaciones.
La tradición rabínica aparece muy clara en las ideas morales sustentadas por ibn Gabirol, si bien éste, en el Libro de la corrección de los caracteres, que Tibbon tradujo al hebreo, admite también la existencia de una moral natural que alcanza a todos los seres humanos y que se descubre en cristianos y musulmanes. Gran poeta, como demuestra con sus ‘Azharot (Exhortaciones) de carácter religioso algunas de cuyas partes aún se emplean en los servicios religiosos, y con su Kéter Malkhut (Corona Real) de 400 versos que constituye un canto, a la vez profundo y emotivo acerca de la grandeza de Dios y la Creación, que se incluye en el servicio vespertino del Yom Kippur.
Bahya ibn Joseph ibn Paquda (h. 1040-h. 1110) pertenece a una nueva generación, aquélla que contempla la incorporación de al-Andalus al Imperio africano de los almorávides, el fin de los taifas que protegieran a los judíos y el término de la tolerancia. Juez de la comunidad de Zaragoza y favorecido por la pervivencia de este pequeño reino fue un hombre de fe sincera, fervorosa piedad y confianza en Dios. Su obra principal, Deberes de los corazones, fue traducida por Tibbon al hebreo con el título de Hobot ha-Lebabot. Es un libro de mística en diez partes que se inicia contemplando la unidad de Dios y se eleva hasta la contemplación; en este sentido sirvió de precedente a la evolución religiosa, no sólo judía sino también cristiana, en España. Paquda rehuye el «contemptus mundi» y recomienda el fortalecimiento del espíritu para poder vivir en él. Manteniéndose en la línea del neoplatonismo aún dominante, enseñaba que el alma, de origen celestial, ha sido instalada por Dios en un cuerpo; corre por consiguiente el peligro de olvidar su propia sobrenaturalidad. Debe crecer, y en esto le ayudan la Ley y la razón, que son regalos específicos del mismo Dios. Los preceptos impuestos por la Ley, comprensibles por vía de la razón, se refieren a una relación de dependencia del ser humano, y de una manera especial del judío, elegido por Dios, con esa misma Divinidad. Israel, pueblo sacerdotal, muestra su agradecimiento a Yahvé cumpliendo esos mandamientos.
Encontramos en el Hobot una exposición completa de la mística judía: la maravillosa estructura que Dios ha proporcionado al hombre le permite no sólo cumplir el deber de gratitud de la criatura hacia el Creador sino conducir su conocimiento, siguiendo la vía contemplativa hasta alcanzar al mismo Dios. Ese crecimiento del alma es un camino de virtudes la primera de las cuales consiste en la confianza y entrega a Dios. El mismo Dios sabe mejor que el hombre lo que a éste conviene, pero le ha otorgado libertad para que sea capaz de tomar decisiones, aunque los resultados buenos de éstas dependen de la Voluntad del mismo Dios. Sólo acierta aquel que confía en Dios y se entrega; pero esta conducta reclama una perfecta adecuación entre la conciencia interior y el porte exterior: humildad, sosiego, limpieza, son índices de la fortaleza del alma. El examen de la propia conducta pasa a ser ejercicio fundamental: tal es la ascesis necesaria que, sin romper con el mundo, permite obtener lentamente el amor de Dios. Para Ibn Paquda la ascética más genuina es aquella que, colocando al hombre en la presencia de Dios, le induce a entregarse a Él sin reservas ni limitaciones pero cumpliendo al mismo tiempo escrupulosamente, sus deberes con la sociedad. Lo único que separaba a Paquda de los cristianos más religiosos era su exigencia rigurosa, aunque no áspera, en la observancia de todos los preceptos de la Torah, fuente de vida interior.
Judah ha-Levi (h. 1075-h. 1141) nacido en Tudela de Navarra, hombre de frontera, aparece ante nosotros envuelto en leyendas que permiten comprender algunos de los aspectos más difíciles de su compleja personalidad. Es posible que fuese el inventor del famoso cuento de los Tres Anillos, que difundió abundantemente. Educado en Zaragoza, vivía en Granada, invitado por Moses ibn Ezra hacia el 1090, aunque también le encontramos en Córdoba y Lucena. Pasó más tarde a Toledo y Guadalajara, ciudades cristianas, donde se dio a conocer como poeta y como médico. El contraste entre el refinamiento de las ciudades musulmanas y la pobreza de las castellanas le impresionaba vivamente. Se conservan, de él, los más antiguos versos en lengua romance, compuestos en honor del talmudista Joseph ben Meir ha-Levi: «des kand mosedilo benid /tan bona albesara / kom rayo de sol esid / en Wad al-hagara». Se produjo en él una especie de desgarramiento interno, acaso por sus continuos viajes. Vivía en España, sin preocuparse por la índole de los dominadores, pero sabía que no era otra cosa que un desterrado obligado a vivir lejos de su verdadera patria, Jerusalem, a la que dedicó algunas encendidas canciones que llamaba precisamente Siónidas. «Acaso no preguntarás por la salud de tus cautivos, aquellos que buscan tu paz, los más selectos de tus rediles?» De Occidente y de Oriente, del Norte y del Sur, recibe el saludo del que está cercano y del alejado, en todas sus vías, la salutación del que ansía verter sus lágrimas en el Hermón y suspira por derramarlas sobre tus montes. «Cuando lloro tu desdicha soy como el chacal, y cuando sueño con la vuelta de tu cautividad, soy una lira para tus cantares». Varias veces mostró su deseo de viajar allí. Al final de su vida emprendió el viaje. Sabemos que estuvo en Alejandría pero no estamos seguros de que llegara a Palestina, reino de los cruzados. Una leyenda pretende que murió a la vista de Jerusalem alanceado por un jinete árabe que le confundió con un cristiano.
Se conocen hasta ahora 827 composiciones poéticas de ha-Levi, escritas, salvo dos, en hebreo. Probablemente la más importante es la Gran Siónida, pero esta obra no ha alcanzado la difusión que llegó a tener aquella que se recita en el servicio de Yom Kippur y que es conocida como «Himno de la Creación». Entre 1130 y 1140 escribió su obra más conocida, Prueba y fundamento de la religión menospreciada, conocida corrientemente como Kuzari porque toma la forma de un diálogo entre un rabino y el rey de los khazaros que, como dijimos, era un converso al judaísmo.
Judah ha-Levi vivió bajo las dos dominaciones, cristiana y árabe, despegándose ya de las influencia de esta segunda cultura que se había tornado en radical enemiga, perdiendo además su valor cultural. Por eso abandonó las premisas neoplatónicas para volverse a la Escritura y al Talmud: si la razón entra en conflicto con el texto de la Ley, es ella la que yerra. La existencia de Dios no puede demostrarse filosóficamente, ni Él necesita tal demostración: se ha revelado de una manera expresa por medio del pueblo de Israel. La tensión por el retorno a Sión se convierte en el centro del pensamiento del gran poeta.
Dios es Yahvé, Adonai, el Señor de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Bendito que aparece a través de una larga experiencia histórica y no la Causa Primera de que hablan los filósofos. De ahí que la misión señalada al Pueblo de Israel, «corazón de todas las naciones» sea precisamente comunicar esta verdad y ser intermediario entre Dios y el mundo: es superior a todas las naciones porque, mediante él, se hace el mismo Dios presente en la Historia. Habitantes de una tierra que no era suya, a la que aman, no pueden los judíos identificarse con esta nueva Misraim porque el destino señalado no puede cumplirse sino en la unión íntima con Eretz Visrael, signo de Alianza. Únicamente en Sión puede el Pueblo completar su destino: la nación y la tierra prometida forman, en la doctrina de ha-Levi, un todo único. Por eso el retorno a Jerusalem se convierte en necesidad imprescindible. Precisamente en el año de la muerte del poeta se registra el comienzo de una emigración hacia los reinos cristianos en la Península. Pero el nuevo hogar a que la persecución almohade les empujaba no podía ser para ellos otra cosa que provisional: Israel era simplemente una nación desgajada de su tierra de la que dependía sin embargo su identidad. Era una vocación.