1. Las divergencias que se produjeron entre las dos sociedades, cristiana y judía, en España, escenario hasta finales del siglo XIII de una importante interacción cultural, comenzaron a ahondarse con la acción de los dominicos hasta desembocar en una ruptura sin atenuantes, que se produjo en dos tiempos: el de la destrucción y violencia (1391) y el de la suspensión del permiso de residencia (1492) que pondría definitivamente término al régimen de tolerancia. El retorno de judíos a España desde finales del siglo XIX se produciría dentro de los esquemas jurídicos de la libertad religiosa. Separados exactamente por un siglo, ambos acontecimientos no pueden comprenderse si no se ponen en relación con la conducta que estaban siguiendo todas las naciones de Europa. Menos aun si se pretende enmarcarlos en una supuesta lucha de clases como se ha pretendido en nuestros días. Hay una larga trayectoria que es necesario recorrer con detenimiento, aun a costa de ser reiterativos.
Recordemos algo que con anterioridad se ha explicado. Los judíos constituían en España una fuerte comunidad religiosa ajena a cualquier forma de proselitismo, pero que crecía, ya que eran muy pocos los que la abandonaban para, mediante el bautismo, incorporarse a la sociedad cristiana. Dicha comunidad, por concesión regia, estaba protegida por ciertas disposiciones jurídicas. No se trataba de reconocer un derecho sino, simplemente, de otorgar una protección porque a los monarcas interesaba su presencia. En estas condiciones la sociedad judía había madurado, contando con muchos elementos necesarios para su conservación y mejora en las condiciones. Todavía en el siglo XIII parecía, a los judíos que sufrían persecuciones, un buen lugar de refugio. La célula fundamental era la aljama que estaba regida, como los municipios cristianos, por un consejo (en hebreo kahal) que, como sucedía en los municipios cristianos, estaba regido por una oligarquía. De este modo los neemanim podían socialmente parangonarse con los regidores castellanos; también ellos pertenecían a unos cuantos linajes sobresalientes.
La existencia de dichas oligarquías era considerada ventajosa para la comunidad, pues sus miembros, en relación con la Corte de los reyes, disponían de influencia y poder suficientes para revertir sobre sus comunidades beneficios obtenidos de la autoridad cristiana. Sin embargo, esta situación generaba algunos muy serios defectos pues los judíos conectados con los resortes de poder, ricos, tendían a abandonar sus barrios, vestían y vivían como los nobles cristianos, copiaban sus vicios y frecuentemente se mostraban poco seguros o consecuentes con su fe. Lujo y riqueza les dominaban. Eran precisamente los ejemplos que los cristianos tenían ante sus ojos y, generalizando, extendían sus defectos y afán de riquezas a todos los judíos. Es un hecho frecuente: la opinión simplificadora atribuye a una comunidad los defectos de unos pocos de sus miembros. En el siglo XIII esto significaba que las virtudes de los judíos, su intensa vida de piedad o la solidaridad interna con que se sostenían rabinos, lectores, estudiantes, viudas, pobres y huérfanos, eran absolutamente desconocidas.
En cambio, como hemos visto, las convulsiones internas que provocó el estudio de Maimónides y las influencias de una corriente racionalizadora, si llegaron a conocimiento de los maestros cristianos envolviéndolas en ese calificativo de «averroísmo» que parecía indicar una peligrosa inclinación al materialismo. Algunos de los expulsados de las sinagogas buscaron refugio en la sociedad cristiana creyendo encontrar en ella mayores facilidades para su conducta. Fueron estos conversos de primera hora, entre los que figuraba Nicolás Donin, los que llamaron la atención acerca de las injurias que el Talmud contenía contra el cristianismo. La sentencia de París se hizo extensiva a toda la Cristiandad aunque no fuese ejecutada con el criterio riguroso de 1248. En España el efecto principal fue éste: todo cristiano debía conocer con seguridad que el judaísmo había llegado a convertirse en una «perversión» de la doctrina del Antiguo Testamento. Ahora bien, un mal puede ser tolerado especialmente si se teme que su brusco desarraigo puede provocar perjuicios, y a esta epiqueya se agarraron, como a un clavo ardiendo, los monarcas peninsulares que no querían ser privados de «sus» judíos; durante un siglo todavía ni siquiera se exigieron las condiciones de habitación y vestido impuestas por el Concilio de Letrán.
2. Se había dado el gran paso de declarar al talmudismo herejía contra la religión mosaica. En las obras posteriores que conformaron la mentalidad antijudía en España, especialmente el Pugio fidei de Ramón Martínez y el Fortalitium fidei de fray Alonso de Espina, encontramos los argumentos de Donin. Se desató el celo de los mendicantes para conseguir de los reyes que adoptasen la postura que en Francia o Nápoles se estaba asumiendo. En esta tarea es importante tener en cuenta la influencia de San Raimundo de Penyafort que fue precisamente, desde su condición de dominico y gran jurista, el autor de las primeras Instrucciones para el ejercicio de la función inquisitorial.
Nacido en Villafranca del Penedés entre 1175 y 1180, había estudiado y enseñado en la catedral de Barcelona hasta 1210, en que pasó a estudiar a Bolonia durante seis años, obteniendo la licencia en ambos Derechos. Regresó a Barcelona e ingresó en la Orden de los Predicadores en 1222. Confesor del Papa Gregorio IX, que le daría el encargo de completar sus propios decretos acerca de la Inquisición y también de revisar sus Decretales, fue general de su Orden en 1238. Pero desde 1240 hasta su muerte en 1275 —estaba a punto de cumplir cien años— residió en Barcelona. Reformó las Constituciones de su Orden y fue una gran figura dentro de la Iglesia de su tiempo. Conseguiría convencer a Jaime I de la necesidad de introducir en sus reinos el procedimiento inquisitorial para combatir la herejía que había alcanzado cierta extensión en Cataluña. Esto conducía a suscitar también aquí la cuestión judía. Se han escrito atribuciones y noticias que son absolutamente incorrectas. Es seguro que protegió tanto a Pablo Christiani como a Raimundo Martínez pero esto no indica sino un deseo de evitar recelos o prevenciones contra los conversos.
San Raimundo partía de una idea, que no era exclusivamente suya, pero que es antecedente claro de la de Ramón Llull, consistente en afirmar que la solución del problema judío sólo podía venir a través de la conversión; y ésta sólo podía lograrse utilizando argumentos que vinieran, exclusivamente, de las Escrituras. Lo mismo podía intentarse con los musulmanes. En consecuencia era imprescindible que algunos dominicos aprendieran hebreo y árabe para dotarse de los instrumentos necesarios. Parece que en su tiempo hubo algunos frailes que, aprovechando las buenas relaciones entre los reyes aragoneses y Túnez, pudieron viajar a este país. Pero las primeras escuelas de árabe se detectan en Murcia, Játiva, Valencia y Barcelona; no era necesario entonces salir de España para aprender esta lengua. El hebreo tendría que permitir a los catequistas presentar textos de cuya corrección no pudiesen dudar los judíos.
En 1263 Jaime I tomó dos decisiones: ordenó a los judíos que entregasen una obra titulada Soffrim —se trata sin duda de aquella parte de la Mishnah Torah de Maimónides que se titula Shoftin— porque en ella se negaba la divinidad de Jesús, y preparó un debate en Barcelona, entre un reputado maestro cristiano y otro judío, a fin de llevar a la práctica el plan de San Raimundo: demostrar los errores del Talmud desde la Sagrada Escritura. Fueron escogidos para esto el dominico Pablo Christiani y el rabino de Gerona Mose ben Nahman (Nahmánides). Christiani era un antiguo judío de Narbona llamado Saul, procedente de Montpellier, que había sido discípulo de dos eminentes rabinos, Eliézer ben Immanuel de Tarascón y Jacob ben Elijah Lattes de Venecia. Se había convertido en 1229 no por miedo o amenazas sino a través de su propio convencimiento. La Orden de los dominicos le había acogido. En fecha anterior a 1263 había mantenido una disputa con Rabi Meir Simeón de Narbona y estaba muy seguro de sus argumentos. Nahmánides reunía dos condiciones positivas: sabiduría muy profunda, reconocida por toda la comunidad judía, y proximidad al rey, de quien era médico. Todo el episodio transcurrió sin traumas.
La disputa de Barcelona tuvo lugar entre los días viernes 20 y 27 de julio del mencionado año. Nahmánides permaneció, sin embargo, en Barcelona hasta el 4 de agosto en que regresó a Gerona y durante estos días arguyó nuevamente contra Pablo Christiani que había acudido a la sinagoga para predicar la conversión. El gran maestro judío sostenía que el Galut era purificación de los pecados de Israel en el tiempo pasado y preparación en consecuencia para el cumplimiento de las promesas hechas por Dios a su pueblo y de las cuales la del advenimiento del Mesías no era sin duda la más importante. «Cuando sirvo a mi Creador bajo poder —dijo a Jaime I— en destierro, tormento y sujeción, expuesto constantemente al desprecio universal, merezco gran recompensa». Casi inmediatamente añadió que no estaba seguro de que no incurriese en gran pecado cualquier judío que dejara de desear vivir en Jerusalem. Él mismo acabaría dejándose ganar por la nostalgia de la ciudad dorada.
Entre los días 26 y 29 de agosto de 1263 se publicaron cuatro decretos reales: los judíos estaban obligados a asistir a los sermones de los predicadores; tendrían que presentar a examen sus libros a fin de que fueran depurados de aquellos pasajes que los cristianos consideraban blasfemos; se creaba una comisión de especialistas encargados de la revisión de tales libros; y, por último, se encomendaba a Pablo Christiani una amplia misión catequética. Se daba así una versión sesgada de lo que fuera el debate favoreciendo el punto de vista cristiano. Nahmánides decidió entonces escribir su propia experiencia sobre la disputa, en un sentido muy diferente y desde luego pro-judía. Considerando que se trataba de una falsedad, el gran maestro fue desterrado por dos años disponiéndose la destrucción en el fuego de su manuscrito. Los dominicos, que apoyaban decididamente a Pablo Christiani, denunciaron ante el Papa Clemente VI la actitud de Jaime I, a su juicio no suficientemente dura. En 1266 el Vicario de Cristo reprendió al rey por su benevolencia hacia los judíos. Nahmánides puso fin al conflicto alejándose de España para cumplir así uno de los deberes que asignaba a los suyos: vivir y morir en Jerusalem.
3. Disponemos, en consecuencia, de versiones suficientes de ambas partes, cristiana y judía, para el conocimiento de la famosa disputa, que ha sido estudiada por Hermine Grossinger, Millás Vallicrosa, Robert Chazan y, recientemente, por Alfonso Tostado. Ello no obstante es difícil establecer sus resultados pues cada una de las partes se atribuyó a sí misma la victoria. A diferencia de lo ocurrido en Francia, el Talmud no fue sometido al fuego. Hay puntos de coincidencia y otros de oposición entre las dos versiones; los primeros son los que nos permite llegar a conclusiones indudables, aunque no se refieran a la totalidad del debate. Cristianos y judíos se confirmarían en las posiciones entonces adoptadas.
Pablo Christiani afirmó que, valiéndose de textos judíos, estaba en condiciones de probar cuatro proposiciones. La primera que el Mesías, Cristo, había venido ya. Que este Mesías, como ya anunciaran los Profetas de Israel, se hallaba dotado de doble naturaleza, humana y divina. En tercer lugar que había sufrido y muerto por la salvación de los hombres. Y, en consecuencia, que por haberse producido este hecho las normas y preceptos del Antiguo Testamento carecían de vigor. En toda su argumentación puso buen cuidado de no aducir otros textos que los que procedían de los libros hebreos o se hallaban contendidos en las enseñanzas rabínicas.
En su relación, Nahmánides se refiere a las cuatro sesiones del debate que, sin duda, tuvieron lugar. No parece que se hubiera tratado muy ampliamente el tema que hubiera debido ser clave de toda la disputa: la obsolescencia de la ley mosaica que sostenían los maestros cristianos. Nahmánides, tratando de rebatir a su adversario, afirmó que éste incurría en contradicción al argumentar con textos tomados del Talmud, pues todos los autores de éste habían vivido después de la destrucción del Templo y no podían referirse a tiempos pasados cuando hablaban del Mesías. Por otra parte, si hubieran sabido que el Mesías había venido ya, tales autores habrían incurrido en contradicción, lo que no era propio en modo alguno de aquellos maestros. La razón de esta especie de contrasentido debe buscarse precisamente en el acuerdo que Pablo Christiani había establecido con el rey y los frailes dominicos y franciscanos que iban a intervenir en la disputa: no se consentiría al adversario que presentase la fe en la divinidad de Jesucristo como algo dudoso, pues tratándose de una verdad absolutamente cierta debía calificarse de indiscutible.
El converso sabía muy bien que Nahmánides era la figura más respetada del judaísmo español y que si se quebrantaba su prestigio intelectual se debilitaría la fe que en él habían depositado los judíos, manejando su fracaso como argumento en favor de la conversión. En otras palabras, se trataba de establecer —y esto no podía lograrse más que recurriendo a textos hebreos— que Nahmánides había quebrantado la fe de sus mayores, tergiversando y alterando los textos a fin de inducir a las nuevas generaciones a incurrir en el error. Se esperaba que el maestro se viese obligado a negar lo que decían los textos talmúdicos y rabínicos que se le presentaban, aquellos mismos que él empleara para fundamentar sus enseñanzas. Porque si los confirmaba, en la forma en que se estaban manejando, sería tanto como admitir que el Mesías había venido ya. Aquí estaba la clave de toda la cuestión.
Naturalmente Pablo Christiani había escogido con mucha habilidad los textos a fin de que dijeran precisamente lo que quería. Si admitía su veracidad, Nahmánides se vería obligado a admitir, también, que el Mesías pertenecía a un tiempo pasado. Si los rechazaba, en un esquema que impedía cualquier disidencia, sería acusado de conculcar sus propias enseñanzas. De este modo el sabio judío no tuvo más remedio, para defender su coherencia, que afirmar que los textos que Christiani presentaba habían sido tergiversados y que decían, precisamente, lo contrario de lo que el converso pretendía. Dirigiéndose a Jaime I dijo algo terrible: no era la fe en el Mesías lo que separaba a judíos de cristianos, sino la afirmación de la divinidad de Jesucristo. A fin de cuentas el Mesías era simplemente un rey, no más poderoso de lo que era su interlocutor en aquel momento para sus propios súbditos Pero lo que en modo alguno estaba dispuesto a admitir era que Dios se convirtiera en un feto, viviera en el vientre de una mujer, fuera niño y luego hombre, muriera a manos de sus enemigos y finalmente resucitara. Lo consideraba como contrario a la razón humana.
Puede llegarse a la conclusión de que Nahmánides, valiente y firme en su fe, fracasó en su intento de llevar el debate al punto que a él convenía. Pudo ser acusado de haber quebrantado uno de los presupuestos esenciales establecidos para aquel debate. Los frailes le replicaron que la divinidad de Cristo no era objeto de discusión sino el problema de si el Mesías ha venido ya o debe esperarse su llegada para un tiempo futuro; y agregaron que mientras Nahmánides decía que no, el Talmud se refería a él como perteneciente a un tiempo pasado. Pudieron en consecuencia acusarle de estar falseando los mismos textos que le servían en sus enseñanzas. El rabino hubo de contraatacar diciendo que Pablo Christiani y no los maestros judíos era quien falsificaba la doctrina. En dos ocasiones, en el curso de ese debate, Nahmánides tuvo que declarar: «yo no creo en esa aggadah» manifestando de este modo que los comentarios y explicaciones de los maestros no son obligatorios. Pero esto permitió a Christiani decir que el maestro ni siquiera creía en sus propias escrituras. No era muy difícil para sus adversarios descubrir en los escritos del propio Nahmánides frases en que se defendía que las aggadah tienen que ser aceptadas porque forman parte de la misma verdad.
En consecuencia el debate de Barcelona, aunque Jaime I hubiera decidido proceder con moderación, tuvo consecuencias muy negativas para los judíos. Los maestros dominicos conocían muy bien las enseñanzas de Nahmánides y su tendencia al misticismo, que le alejaba un tanto de la racionalidad de Maimónides, y de ello se aprovecharon. Christiani, educado en Montpellier, tenía suficiente formación judía. Puede decirse, tras el debate, que había obligado a Nahmánides a contradecirse. Este último se vio obligado a dar explicaciones a la propia comunidad; tras la visita de Jaime I y de los dominicos a la sinagoga, redactó y pronunció una homilía, La intangibilidad de la Torah, volviéndose con ataques personales contra su interlocutor.
Lo sucedido en la Corte de Jaime I no puede considerarse únicamente como resultado de la acción personal de un converso, empeñado en demostrar que su decisión de abandonar el judaísmo era la correcta; forma parte de un estado de opinión que los mendicantes elaboraron. Nahmánides, en la sesión cuarta, pidió al rey permiso para retirarse porque estaba siendo amenazado por los frailes. Aunque puede haber en esta queja cierta exageración parece seguro que se cruzaron insultos personales. Los dominicos se mostraban ya como principales protagonistas. San Raimundo de Penyafort estuvo presente e incluso se desplazó luego a la sinagoga de Barcelona para predicar allí el sábado siguiente. En los maestros cristianos se iba dibujando una nueva convicción: si llegaban a dominar el hebreo descubrirían con facilidad las tergiversaciones que introducían los rabinos a fin de evitar que sus fieles se diesen cuenta de que el Mesías había venido ya.
La obra de Pablo Christiani, enderezada a destruir el judaísmo, fue sumamente eficaz. Se hallaba respaldada por la doctrina que sostenían los grandes maestros de su Orden, San Raimundo y Santo Tomás de Aquino, para quienes resultaba indudable que, en la conciencia de Anás y los maestros contemporáneos de Jesús, era evidente que se trataba del Mesías, aunque optaron por rechazarlo a fin de no alterar las estructuras de su propio poder. Desde entonces se había efectuado un trabajo de falsificación de la Escritura, cuyo resultado era el Talmud, a fin de destruir las pruebas evidentes que en aquella se contenían. Rabi Jacob ben Elijah de Venecia escribió una carta a Pablo Christiani en la que le acusaba de buscar la desaparición del Talmud; en esto no se equivocaba. Los dominicos sostenían que mientras los judíos permaneciesen bajo la influencia de tan perniciosa enseñanza no sería posible alcanzar su conversión. En 1267, el converso pidió a Clemente IV que procediera a una nueva y más eficiente condena del Talmud y éste, en su bula Dampnabili perfidia iudaeorum, vino a confirmar la necesidad de esta tarea, reconociendo en Christiani uno de sus más eficaces agentes.
4. La importancia y eficacia de la obra emprendida por Pablo Chris tiani, no puede ser puesta en duda. Compartía, lógicamente, con Nicolás Donin y otros conversos, el criterio firme de que quienes, como ellos, aceptaban el bautismo estaban penetrando en el ámbito de la verdad, de modo que quienes no les imitasen, permaneciendo en el error, debían ser empujados a una rectificación por todos los medios pues sería falta muy grave a la caridad consentir que sus semejantes siguieran insertos en el mal. Declaraba especialmente oportunos los tres que ya se aplicaron entonces. Primero las predicaciones en la sinagoga, que permitirían separar a los rabinos de sus fieles mostrando a éstos como eran engañados. En segundo lugar los debates entre maestros de ambas religiones, a fin de confundir a los rabinos descubriendo sus contradicciones. El propio Pablo, aparte de la de Barcelona, mantuvo disputas con Samuel ben Abraham en Dreux, Meir ben Simeón, en Narbona, y Mordekai en Avignon. En último término se debía acudir a los reyes para que, poniendo remedio a un mal que seriamente les afectaba, aplicasen con más rigor las disposiciones adoptadas en el IV Concilio de Letrán de 1215.
Así pues, desde mediados del siglo XIII, en la sociedad cristiana se hallaba sólidamente establecido un principio: el talmudismo constituye un mal y debe ser desarraigado. Ante los reyes cristianos se planteaba una muy seria cuestión pues la tolerancia que practicaban les hacía cómplices de ese mismo mal. A pesar de todo, los Papas, que apoyaban a los mendicantes y endurecían las advertencias, seguían conservando las definiciones contenidas en la Constitutio de 1199 que prohibía el uso de la violencia para conseguir el bautismo; el remedio a ese mal podía hallarse en una adecuada separación entre las dos comunidades, judía y cristiana, como se señalara en el Concilio de Letrán. Entraba dentro de la lógica consecuente con estas premisas el que los reyes comenzaran a preguntarse si no sería más prudente para ellos liquidar el problema suspendiendo la residencia de judíos en sus territorios. En los casos arriba mencionados de Inglaterra y Francia la suspensión vino acompañada de la confiscación de bienes comunales y anulación de deudas.
Se formó de este modo la conciencia de que era preciso, para el bien de la sociedad cristiana, llegar a una «solución final» para el problema equivalente a la desaparición de la práctica de la religión judía ya que ésta había sido pervertida. Situado el Antiguo Testamento en la base del cristianismo, cualquier desviación del mismo significaba para éste un peligro. Ramón Llull recogería esta conciencia llevándola a sus últimas consecuencias: primero intensificar la catequesis, más tarde expulsar a quienes perseverasen en su «terquedad». Desde el siglo XIII se programa ya la expulsión. Sin embargo, ésta no fue consecuencia de ninguna ley canónica porque el criterio de la Iglesia en lo fundamental se mantenía —ésta es la causa de que los judíos nunca fueran expulsados de Roma— sino de las decisiones de las Monarquías que alcanzaban la madurez y que hacían coincidir las dos comunidades, política y religiosa en una sola. Lutero formulará el principio del «cuius regio eius religio» como base indispensable para el equilibrio.
Los judíos aparecen, pues, como disidentes que sostienen una doctrina peligrosa la cual se propaga mediante libros también peligrosos. Alfonso X incluyó en el Fuero Real, por el que debían regirse las ciudades, una ley prohibiendo la tenencia y difusión. En 1326 Jaime II de Aragón nombraría a un experto, Raimundo de Miedes, examinador de libros hebreos. Progresaba entre los frailes el estudio de esta lengua que les preparaba para ejercer la labor de vigilancia. Los israelitas tenían un medio para librarse de la amenaza: precisamente dejar de ser judíos para integrarse en la sociedad. Esta propuesta de integración es una constante en las relaciones. Sólo en el siglo XX se renunciará a ella.
5. Grandes figuras de la predicación y el activismo cristiano se ocuparon entonces del problema judío dando origen a un refuerzo de la opinión contraria. Fijémonos ante todo en Raimond Martini, quizá mejor Ramón Martínez, autor de la obra más importante y extensa dentro de esta polémica: Pugio fidei. No se trata de ningún trabajo deleznable como los efectos negativos que del mismo se derivaron podría hacernos creer. Nacido cerca de Barcelona entre 1210 y 1215, ingresó en la Orden de Predicadores entre 1237 y 1240. Conocía bien la lengua árabe, pues vivió en Túnez entre 1250 y 1262 aprovechando las relaciones de amistad entre este principado musulmán y los aragoneses. En 1264 Jaime I le encomendó la censura de libros judíos y, en relación con esta actividad, hizo en 1268 otro viaje a Túnez. Desde aquí se trasladó a París, donde le encontramos en 1269 convenciendo a San Luis de la oportunidad de la cruzada tunecina que al rey costaría la vida. Falleció entre 1285 y 1290.
También había estudiado el hebreo, de modo que tenía acceso directo a los textos. Discípulo de San Raimundo de Penyafort estaba convencido de que la misión más importante era la de confundir y convertir infieles mediante el recurso a sus propios textos, judíos o musulmanes, y especialmente a la Escritura que conocía bien. Autor de numerosas obras destaca una Explanatio simboli apostolorum en que trata de demostrar que todos los artículos del Credo cristiano se encuentran ya expresados en el Antiguo Testamento. La Quadraplex reprobatio demuestra las aptitudes que tenía para la polémica. A fin de ayudar a sus hermanos de religión redactó un diccionario, Vocabulista in arabico. Lo mismo que sucedería con Ramon Llull mostraba idéntica preocupación por musulmanes y judíos; unos y otros estaban en el camino erróneo de la herencia bíblica y tenían que ser convencidos: su Capistrum iudeorum fue utilizado por Santo Tomás para su Suma contra gentiles. Ninguna de estas obras, sistemáticamente escrita en latín, podía causar gran efecto entre los judíos.
Por eso, en 1278, completó la obra que le daría fama: Pugio fidei adversus mauros et iudaeos; no trataba, con ella, de convencer a los infieles sino de proporcionar argumentos a los predicadores para combatirlos. Toda la primera parte, compuesta por 26 capítulos, es una prueba, en línea con el tomismo, acerca de la racionalidad de la fe Revelada, lo que constituye un argumento poderoso en favor de su racionalidad. Avanzando mucho en el terreno que Donin y Christiani esbozaran, toda la segunda parte es un análisis del Antiguo Testamento a fin de demostrar que todas las promesas y anuncios en torno al Mesías se habían cumplido ya en Cristo Jesús; también se emplea a fondo para refutar los argumentos contrarios del Talmud. La tercera parte se ocupa de la Santísima Trinidad, a cuya imagen y semejanza ha sido creado el hombre; por eso la redención del pecado original exigía ser expiado por una de las personas divinas encarnada en la Humanidad. Finalmente llega a la conclusión de que todos los males que han padecido los judíos, comenzando por el exilio, son una consecuencia de este castigo. Una conclusión que coincidía con la de los propios maestros hebreos con sólo modificar los términos escribiendo purificación en vez de castigo.
En el Pugio todos los textos aparecen en su versión original, hebrea o aramea, antes de ser trasladados al latín. Saul Lieberman afirma, tras un análisis serio, que todos son correctos y que las diferencias que se señalan con el Talmud actual se deben a que fueron tomados de libros medievales y no de hoy. Martínez, por su parte, advertía a los lectores que había tratado de usar los mismos textos que empleaban los judíos y no los de los Setenta o de San Jerónimo; en la práctica demostró un conocimiento abundante y, a la vez, una convicción, la de que ellos bastaban para demostrar la falacia de la enseñanza rabínica ya que probaban suficientemente que el Mesías había llegado y todas las promesas estaban cumplidas. Como todos los hombres de convicciones arraigadas cometía, sin embargo, el error o la falsedad de utilizar únicamente aquellos que le servían para probar las tesis preconcebidas. Sucede lo mismo en todos los momentos de la Historia.
Se parte siempre del esquema que presentara Pablo Christiani en 1263: no es posible esperar al Mesías porque ha venido ya cumpliendo los anuncios contenidos en la Escritura; Cristo es el Dios encarnado; los judíos han perdido toda legitimidad al rechazarlo. Invoca, en apoyo de esta tesis numerosos textos rabínicos y también enseñanzas de la tradición oral judía que se remonta hasta Moisés; no tiene más remedio que acusar a los maestros rabínicos de perfidia porque interpretan las frases de modo distinto a como él lo hace. Muy significativamente dice, por ejemplo, que las injuriosas blasfemias contra Jesús, en el Talmud, son precisamente demostración clara de que los rabinos sabían bien que había hecho milagros. Pero Martínez no estaba escribiendo para los judíos sino para los hermanos de su propia Orden. De acuerdo con la Teología cristiana en el Antiguo Testamento se contienen abundantes noticias que prefiguran la Pasión y Muerte del Salvador, las cuales se muestran en toda su evidencia a la luz de los acontecimientos que forman la vida de Jesús. La Tradición oral judía también conservaba estas enseñanzas. Por eso la venenosa y pérfida enseñanza rabínica tiene que esconder o tergiversar tales noticias ya que si se comunicasen rectamente los judíos saldrían de su obcecación.
Hay, sin embargo, en el Pugio fidei una inclinación muy peligrosa, aquella que conduce a muchas mentes cristianas a creer en una perversidad congénita en los judíos, hacia una especie de escalada de cuatro argumentos:
1. Aunque Yahvé Dios entregara a Moisés la Ley, los judíos se inclinaron como el resto de la Humanidad al pecado y a la idolatría. Por eso tuvo que castigarlos el Señor condenándolos al exilio y a la cautividad. Abandonaron la Casa de David que les había sido dada como garantía de unidad y las diez tribus fueron aventadas. Luego vino la destrucción del Templo. Según Martini también los patriarcas y los profetas pecaron.
2. La prueba de las desviaciones judías se encuentra en la comparación entre las dos liturgias. Para Israel todo se centraba en sacrificios sangrientos, expiaciones y gestos materiales. El cristianismo da al sacrificio la interpretación espiritual correcta y eleva la conducta humana a los valores de ese mismo espíritu.
3. A la objeción que pudiera formularse de por qué Dios dio el sublime regalo de la Ley a una nación tan imperfecta, respondía Martínez que nadie puede penetrar en los planes de Dios. Aunque cada judío, individualmente considerado, fuera entonces un pecador la nación en cuanto tal no pecaba.
4. Esa inveterada inclinación al pecado era la causa de que los judíos hubiesen rechazado al Mesías cuando vino. En consecuencia Dios les arrancó de la tierra que les había dado y les condenó a vivir errantes. Pues su perversión les movió no sólo a rechazar al verdadero Mesías sino también a aceptar a otros falsos como Simon Bar Kosba. En este punto Martini mezclaba dos tradiciones distintas, referidas a Bar Kozeba, de la época del segundo Templo, y a Bar Kokba, de la rebelión del 132.
Llegado a este punto, Martini seguía las tesis de Santo Tomás, modificando la tradicional doctrina agustiniana en el sentido que aconsejara Donin. No se trata de que los judíos hayan permanecido en su fe, como si el Mesías no hubiera venido, sino que la han pervertido. Los rabinos, que saben muy bien que Jesús es el Salvador esperado —tal confesión, según el dominico, se les escapaba involuntariamente en sus escritos— han cometido la perfidia, arrastrando consigo a todos los demás. Aquiba y los mártires del tiempo del emperador Hadriano fueron castigados defendiendo falsos Mesías; habiendo sido seducidos por el Diablo para cometer falsedad no deben ser considerados como mártires de Dios sino de Satán. La voz que se escuchó en el Templo, invitando a los maestros a salir, según recuerda la tradición judía, era también la del diablo. Israel es el Magog de la profecía de Daniel y ha sido sustituido por la Cristiandad.
Dejando a un lado la retórica, a veces excesiva, este planteamiento, que se presentaba bien provisto de argumentos y textos, contenía una acusación muy seria y muy grave, que fue creída: el talmudismo era una superchería destinada a alterar el Antiguo Testamento. De este modo se invertían los términos de la cuestión: la «hebraica veritas» de que hablaban los teólogos cristianos todavía en el siglo XII, había pasado a ser la «falsedad de los judíos». Y esto resultaba especialmente grave en España, convertida en principal refugio a causa de las primeras expulsiones. Una vez formulada la acusación era muy fácil llegar a otros extremos: la falsificación del Antiguo Testamento habría comenzado muy pronto; las enseñanzas rabínicas —y para esto se aducían ciertas tradiciones como la historia de Zimri, muerto por el sacerdote Phineas o la de Sansón— propugnaban una gran libertad sexual; se atribuía a los judíos el propósito de dar muerte a los mejores entre los gentiles, especialmente si se trataba de cristianos.
La conclusión última a que llegaba la Pugio fidei era prácticamente la misma que anunciara Pablo Christiani: el judaísmo rabínico, herejía respecto al Antiguo Testamento, tan peligrosa para la sociedad cristiana como las que el diablo suscita contra el Nuevo, debe ser extirpada. El medio mejor consistía en persuadir a los hebreos para que abrazasen la verdadera fe. Parecía inevitable la constatación de que una convivencia entre ellos y los cristianos entrañaba evidente peligro, como cualquiera que se pone en contacto con apestados. Según los predicadores la destrucción del judaísmo era la principal y más urgente de las tareas.
6. En la base del drama de 1391 y de su secuela irreversible de 1492, encontramos también un fenómeno de repliegue que se hace visible paralelamente en las dos sociedades, judía y cristiana: las fuertes corrientes heréticas, que se renovaban, así como la difusión de las corrientes averroístas y nominalistas, produjeron en la sociedad cristiana honda sensación de miedo. La primera mitad del siglo XIII contempla el establecimiento de la Inquisición, como un medio de defensa de la Iglesia frente a la doble amenaza de las desviaciones y de los abusos del poder temporal. Aunque los dominicos inquisidores carecían de potestad sobre los judíos no dejaban de producirse reclamaciones para que se les dejase intervenir en esta otra herejía contra el Antiguo Testamento. En la sociedad hebrea, partiendo de aquella afirmación tan claramente expresada por Nahmánides —la persecución y el exilio reconocen como causa los pecados del pueblo— se llegaba a señalar en la tibieza o desvío de los ju díos cortesanos una de las raíces de la desventura.
Se registraba ya en el siglo XIII un fuerte malestar en las aljamas españolas: siguiendo un proceso semejante al que experimentaban los municipios cristianos, la oligarquía de dirigentes se cerró convirtiéndose en verdadero monopolio de linajes. Las fuentes cristianas llaman adelantados o ancianos a quienes las hebreas denominaron mukadenim en Castilla y neëmanim en Cataluña; a ellos correspondía exclusivamente nombrar jueces y ejecutores de la justicia, fijar y recaudar los tributos. Sucedía que los miembros de tales oligarquías eran en general cortesanos, ya que el medio casi único de acumular riquezas seguía siendo el del manejo del dinero. A partir de 1276, según ha podido establecer con precisión David Romano, se registró una serie de escándalos financieros que provocaron sentencias, notoriamente injustas en la mayor parte de los casos. Los rabinos, al reflexionar sobre estos hechos, que indirectamente perjudicaban a todo el pueblo, insistieron en decir que eran la consecuencia de una vida poco ejemplar, que les movía a apartarse de la fe.
Fueron sumándose otras consideraciones. Hemos visto como en toda Europa occidental, en el tránsito de uno a otro siglo, se produjeron ya persecuciones y órdenes de salida. Muchos fugitivos llegaron a España porque en ella se daban las mínimas condiciones de seguridad. Trajeron consigo los ecos de una polémica que aconsejaba rechazar a Maimónides porque su racionalidad podía convertirse en puerta de entrada para el averroísmo, cuando lo que los judíos más urgentemente necesitaban era vivir con sencillez y profundidad la fe de sus padres, ya que sólo mediante ella podría recobrar Israel la fortaleza proporcionada por la alianza con Dios. Una serie de sabios talmudistas, aquellos a los que nos hemos referido como maestros en la segunda etapa del sefardismo, que forman un puente sin solución de continuidad entre los siglos XIII y XIV —Nahmánides, Adret de Barcelona, Asher de Toledo, Isaac Sheshet y Hasdai Crescas de Zaragoza son su cabezas— consiguieron salvar la identidad de su propia cultura, defendiendo a Maimónides y también la vida de piedad. Adret, por ejemplo, acabaría elaborando esta especie de síntesis en el pensamiento: viviendo entre enemigos que buscan la desaparición de la fe judaica, sin otra perspectiva que la de obtener una tolerancia poco benévola, ¿qué queda a los judíos sino la defensa de Dios?, y ¿cómo pueden esperar que se produzca si no cumplen minuciosamente los preceptos que el mismo Dios, en un acto de amor, les ha señalado?
Ahí está, por ejemplo, uno de los motivos de que la liturgia sefardí haya buscado intensamente la belleza. Nahmánides insertaba, entre las obligaciones de la Torah, el vivo anhelo de retornar a Jerusalem, ya que sólo en Eretz Yisrael, prenda de la alianza, podían los preceptos alcanzar su plena significación; la avanzada edad no le impidió emprender aquel que sería su último viaje. Este vínculo es el que resulta más difícil de entender en nuestros días. Sin embargo, en el siglo XIV, era uno de los rasgos principales del sefardismo para quien España no podía ser otra cosa que un nuevo Misraim en espera del retorno al suelo de la Alianza.
Solomon ibn Adret (1235-1310), rabino de Barcelona, considerado como principal dirigente religioso del sefardismo, conocía a fondo el latín y el Derecho romano; se propuso especialmente orientar a los suyos en el principio talmúdico que afirma que «la ley del reino es ley», coincidiendo con la máxima de San Pablo cuando dice que «el que resiste a la autoridad resiste a la voluntad de Dios». El pensamiento de Adret venía a ser el siguiente: obedeciendo la ley del país en que viven, los judíos cumplen la Voluntad de Dios; por consiguiente están obligados a someterse a las estructuras del mismo sin pretender cambiarlas. Sin embargo, esa obediencia debida tiene siempre un límite señalado precisamente por los preceptos de Dios, ya que en caso de interferencia entre ambos, resulta imprescindible obedecer a Dios antes que a los hombres. De este modo llegaba a establecer la diferencia entre legitimidad y legalidad, pues es legítimo aquello que se acomoda al orden creado por Dios, el cual lo ha revelado a su pueblo instruyéndole con sus mandamientos y preceptos. Legal es la normativa que establecen los hombres entre sí. Cuando esta legalidad entra en conflicto con la legitimidad es evidente que la segunda y no la primera tiene que ser con preferencia obedecida. De este modo, y coincidiendo exactamente con la Cristiandad europea, se fue conformando uno de los rasgos esenciales del sefardismo: aunque sea ilícito resistirse a la autoridad no pueden obedecerse los mandatos que van contra la ley divina.
Historiadores modernos (Perles, Graetz, Cohen) piensan que hubo al menos un debate entre Ramón Martínez y Solomon ibn Adret, del que creen encontrar huellas en las abundantísimas responsas del famoso rabino de Barcelona. Pero Adret no parece haberse dirigido únicamente a rebatir propuestas concretas sino a hacer una defensa general del judaísmo combinando la tradición española con la de Francia. Advierte que los enemigos del judaísmo, esto es Donin, Christiani, Martínez y los que seguían su línea, estaban empleando argumentos escriturísticos y talmúdicos pero haciendo de los preceptos de la Torah tres partes: una que rechazan ya abiertamente, otra a la que asignaban una vigencia temporal y la tercera que es la única a la que atribuyen valor permanente. Por su parte él rechaza el principio de que algunos mandamientos hayan tenido un valor simbólico, que es lo que les convertiría en transitorios. Todo en la Biblia y en la Tradición heredada es permanente si se acepta el argumento cristiano de que los judíos, ahora, interpretan los textos incorrectamente sería preciso concluir que lo mismo hicieron Moisés y los Profetas y, en este caso, ¿cómo pueden invocar los cristianos en defensa de su doctrina a uno y otros?
Santo Tomás, en efecto, había establecido una división en los preceptos del Pentateuco según tres categorías, morales, ceremoniales y judiciales añadiendo que sólo los primeros pueden considerarse permanentes.
Por su parte Adret sostenía que ningún precepto de los dados por Dios puede considerarse temporal. Aquellos que se referían al Templo o a Jerusalem se encontraban de momento sin efecto porque faltaba el punto de referencia, pero cuando venga el Mesías, que restaurará ambas cosas, seguirán estando vigentes. El exilio, que es ciertamente un castigo de Dios, no ha sido impuesto a Is rael por obedecer la ley de Moisés sino, al contrario, por incumplirla: sólo mediante ella es posible obtener el perdón y, con él, el retorno. Por eso el vehemente deseo que se expresa mediante la fórmula de «el año que viene en Jerusalem».
En la querella en torno a Maimónides, Adret pretendía mantenerse en una línea de equilibrio: ni excesivo racionalismo ni exageraciones místicas. Defendía a Maimónides y al conocimiento científico, pero recomendaba que no se permitiera el acceso a la filosofía salvo a judíos suficientemente formados, mayores de treinta años. Poco tiempo después Asher ben Jehiel rebajaría a 25 años la edad tolerada. Pero ambos coincidieron en afirmar que los preceptos morales no cambian, ni siquiera pueden ser reajustados según las circunstancias diversas en el tiempo: lo que es pecado no puede dejar de serlo porque si Dios hubiese querido que esto fuera así habría establecido las cosas de distinta manera. Veía un gran peligro en la forma en que los maestros cristianos estaban penetrando en las aggadoth del Talmud sirviéndose de ellas. Invitaba a sus discípulos a reflexionar: se estaba denunciando al judaísmo como si se tratara de una desviación (heterodoxia) cuando precisamente le caracteriza la constancia invariable a lo largo de la Historia.
7. Asher ben Jehiel (1250-1327) era el principal discípulo y continuador de Meir de Rothenburg, a quien sucediera en el liderazgo espiritual de las comunidades judías en Alemania. Pero a causa de las persecuciones que contra éstas se desataron, emigró a España viniendo a instalarse en Toledo en 1305, reclamado como maestro por esta importante judería. Rica Amram, examinando las responsa ya publicadas, destaca el modo como defendía la institución familiar y el papel relevante de la mujer. De hecho presentaba a los ojos de la Corte española, en momentos difíciles para ésta, una imagen de coherencia en la conducta muy distinta de la que ofrecieran los judíos cortesanos. Asimiló la tendencia sefardí al racionalismo incorporándola a sus comentarios halákhicos. Él afirmaba muy rotundamente que una sociedad sólo se mantiene sana cuando es capaz de reforzar sus vínculos morales. Fidelidad en el matrimonio, garantía de las herencias, cumplimiento de los contratos, honestidad en el trabajo y en las transacciones mercantiles, etc., son otros tantos aspectos de la existencia humana que demuestran cómo se cumple la voluntad de Dios y se vive en obediencia a Él.
Isaac ben Sheshet (1326-1408) y Hasdai Crescas (1340-1410) vivieron tiempos difíciles, pues ambos son coetáneos de las matanzas de 1391. El primero salvó su vida huyendo a Argelia, mientras que el segundo, preservado por las disposiciones de Martín el Humano, no pudo impedir, sin embargo, que su hijo fuera asesinado. Los desastres, sin embargo, no alteraron la firmeza de su carácter aunque, sin duda, influyeron en las reflexiones que volcó en su famosa obra de síntesis, Or Adonai (Luz del Señor). Preocupado como muchos de sus coetáneos, cristianos también, por los excesos de las filosofías de la inmanencia, afirmaba que la Naturaleza no puede ser considerada como un mecanismo autónomo, sujeto únicamente a sus propias leyes, puesto que se trata de una criatura de Dios nacida de su Voluntad. Dios ama al mundo, ama al hombre, ama de una manera especial al Pueblo que para sí ha elegido y al que ha hecho el inestimable regalo de la Torah: espera de los seres humanos una respuesta, que ha de ser libre porque el albedrío humano así lo requiere, pero que ha de ser sobre todo agradecida en el amor. Las terribles desdichas que estaban padeciendo sus compatriotas en aquel momento eran consecuencia de que se hubiesen apartado del camino recto de la Escritura y, guiados por Aristóteles, «que cegó los ojos de Israel en nuestro tiempo», habían acabado en el averroísmo de los materialistas o en la deserción, como Abner, el rabino de Burgos. La verdadera importancia de la Torah y del Talmud reside no en lo que en ellas se cuenta acerca de la Creación o de los actos de Dios, sino en que revela cómo Yahvé ama a Israel a quien ha dado sus preceptos como el más valioso regalo de su amor. Mientras los cumple, el Pueblo resplandece frente al rostro de Dios, pero si los abandona, muere.
De este modo el sefardismo, al término de su segunda etapa, se presentaba como forma cultural de una fuerte comunidad definida por sus valores religiosos. A ella se pertenecía por un especial llamamiento de Dios y mediante la respuesta consistente en adherirse a la Torah. Los judíos vivían ahora en obediencia a los monarcas españoles porque así lo había dispuesto Dios, en tanto en cuanto los mandatos de aquellos no se enfrentasen a la ley divina. Su unidad, conservada en medio de grandes dificultades, era el presupuesto imprescindible para aquel destino histórico que entrañaba la misión reservada por Dios a Israel. Es importante señalar la amplia coincidencia con la que será mentalidad católica española en los siglos de su apogeo. No es vano suponer que existieran corrientes que permitieron la comunicación entre ambas sociedades. Influencias recíprocas: muchos de los argumentos empleados por los sabios judíos se encuentran en Llull y en la segunda Escolástica. Cristianismo y judaísmo, pese a los odios recíprocos, coincidían en ciertas afirmaciones fundamentales.
Aunque San Raimundo de Penyafort no interviniera personalmente en el debate de 1263 su presencia fue decisiva. No cabe duda de que Pablo Christiani y Ramón Martínez gozaron de su confianza ya que a ambos hizo importantes encargos. Sus discípulos y colaboradores, que fueron muchos y de gran influencia, compartieron un argumento que llegó a convertirse en oficial: no puede haber lugar para los herejes judíos en la sociedad cristiana ortodoxa. El problema era fijar un procedimiento. Se decidió emprender el estudio del hebreo, no para beneficiarse de los textos talmúdicos y de su sabiduría sino para descubrir y combatir la que creían ser su perversión. Durante siglos, como ha establecido recientemente Moisés Orfali, el rechazo del Talmud y su condena ha sido una constante del pensamiento cristiano.
8. En 1236 el capítulo general de los dominicos, celebrado en París, decidió que todos aquellos frailes destinados a evangelizar a judíos o musulmanes tuviesen que aprender hebreo o árabe. Se dio preferencia a la primera de ambas lenguas porque, como Bacon diría, de ella se extraían dos resultados: uno de poder polemizar con los rabinos en su propio terreno, otro disponer de un conocimiento directo y más exacto de la Escritura. De este modo no sería necesario seguir contando con la «hebraica veritas». Esta línea de conducta fue asumida también por los franciscanos que compartieron y aun extremaron la oposición de los otros mendicantes al Talmud. Con una diferencia: trataban de hacer más comunicativas a la gente común las acusaciones contra el desvío de las enseñanzas rabínicas. De este modo, sembraron antijudaísmo en las masas populares.
Franciscano era Nicolás de Lyra que nació en 1270 en la aldea de Lyre (Normandía) de familia cristiana, y falleció en 1349. Doctor por la Universidad de París (1309) fue provincial de los franciscanos primero en Francia (1319) y después en Borgoña (1325). Dentro de la Orden, sacudida entonces por la tormenta de los «espirituales» mostró una actitud neutral, buscando la conciliación entre ambas partes, de modo que su antijudaísmo no procede de un defecto de carácter sino de una convicción. Creía que la desmesurada extensión que Martínez diera al Pugio fidei le hacía perder parte de su eficacia. Por eso decidió escribir una Postilla litteralis super Biblia, muy conocida y utilizada, y otra Postilla moralis de menos difusión pero importante para demostrar su conocimiento de la Biblia. Es autor también de un comentario sobre el Libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, un elogio sobre la vida de San Francisco y otros dos opúsculos acerca del judaísmo. A diferencia de los otros autores mencionados, no era converso ni descendiente de judíos.
Sin embargo poseía un amplio conocimiento del hebreo, lo que le permitía acceder con exactitud precisamente a aquellos pasajes que la Teología cristiana presenta como anuncios de Jesucristo. Reconocía que en la versión latina de la Vulgata se habían cometido abundantes errores por lo que era necesario acudir al original hebreo para enmendarlos. En su opúsculo De diferencia traslationis et hebraicae litterae explicó cómo se había valido de maestros rabínicos para asegurarse de que no se desviaba de la verdad a causa de su insuficiente destreza con la lengua hebrea. Entre ellos destaca a Rashi (Salomon ben Isaac de Troyes) porque «entre los doctores hebreos el que ha hablado más razonablemente» y a Maimónides, cuyas obras indudablemente manejó. No puede acusarse a Nicolás de Lyra de haber empleado dolosamente los textos hebreos.
Sin embargo, como los investigadores franciscanos actuales ya constataron, el objetivo que el franciscano perseguía no era buscar en el judaísmo los aspectos doctrinales que pudieran serle de utilidad en su pensamiento sino, al contrario, descubrir aquellos argumentos que le permitiesen demostrar a los judíos el error que padecían. En el prólogo de la Postilla repite lo que Christiani y Martínez ya afirmaran, esto es, que los rabinos habían falseado y tergiversado aquellos pasajes que se refieren a Cristo y a la Redención con malevolencia a fin de esconder el engaño que estaban cometiendo. Muestra en sus obras una gran humildad —que le rectifiquen los posibles errores de su escaso conocimiento— pero no duda en cuanto al convencimiento personal: una gran ceguera ha sobrevenido a los judíos que se han apartado del camino debido y se muestran incapaces de salir del mal. La «dura cerviz» a que aludían los profetas era empleada ya como característica de todo un pueblo. A nadie, ni siquiera a Rashi, excluye de esa denuncia universal contra los rabinos. Como prueba de la puerilidad de los comentarios talmúdicos cita algunos pasajes como por ejemplo aquel que dice que Adán cohabitó con demonios durante 300 años absteniéndose de relaciones con Eva o aquel otro en que se afirma que Dios habita en el Oeste.
Las dos principales acusaciones que presenta contra los judíos no son originales, sino una repetición de las que hemos venido señalando en otros autores: se han modificado todos aquellos pasajes que en el Antiguo Testamento anunciaban el advenimiento de Jesús proporcionando las pruebas de que era el Mesías; y se ha introducido el antropomorfismo en las referencias a Dios y su poder. De los dos opúsculos antijudíos, el primero data de 1309; experimentó luego algunas revisiones y modificaciones hasta convertirse en el texto que conocemos como Quodlibetum de adventu Christi. Hace una recopilación de textos bíblicos, talmúdicos y midrásicos que le permiten demostrar cómo ya en ellos se hace referencia a tres contenidos de la fe cristiana. En Dios se dan al mismo tiempo la unidad y la pluralidad que son medida de su perfección. En el Mesías hay dos naturalezas, divina y humana. Todas las promesas han sido cumplidas y, por consiguiente, el Mesías ha nacido ya. Sus argumentos quedaban fortalecidos por el hecho de que los textos aducidos procedían del período rabínico antiguo.
Nicolás de Lyra encuentra numerosas pruebas en favor de su aserto como el uso del plural Elohim para referirse a Dios, corroborado por el empleo de numerosos calificativos que se expresan también en plural. Tiene la oportunidad de citar algunos comentarios midrásicos por ejemplo al Salmo 50, 1 y a Eclesiastés 2, 12, que reconocen la existencia de tres propiedades creativas en Dios. Todo esto le permite acusar a Rashi diciendo que sabía muy bien cómo tergiversaba el texto al rechazar la pluralidad como parte de la esencia de Dios. Para demostrar la humanidad y divinidad del Mesías acude precisamente a la Guía de Perplejos de Maimónides y al comentario a Jeremías 23, 6, refiriéndose al vástago que Yahvé suscitará en la Casa de David: «éste es el nombre que se le ha dado; el Señor es nuestra justificación». Pues ese término, Señor, Adonai, no puede aplicarse a Israel ya que es exclusivo de Dios, para evitar llamarle por su propio nombre de Yahvé.
Tampoco compartía Nicolás de Lyra el entusiasmo que seguían manteniendo los victorinos de París por el texto de la «hebraica veritas»: el que ahora la constituía era, a su juicio, corrupción de otro más antiguo. Así afirmaba que los judíos habían modificado Jeremías 23, 6 —«y este es el nombre con que le llamarán, Yahvé, justicia nuestra»— porque debe guardar ilación con el anterior —«mirad que vienen días, oráculo de Yahvé, en que suscitaré a David un germen justo, reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra, en sus días estará a salvo Judá e Israel vivirá en seguro»— un texto que los teólogos cristianos presentan como una de las más fuertes pruebas en su favor. Según el franciscano este capítulo 23 del Profeta, mal traducido en la Vulgata, cuando se le devuelve el texto hebreo, se convierte en la prueba de la divinidad de Jesucristo. Para probar que el Mesías ya ha venido, Lyra no dudaba en acudir a otras fuentes, no canónicas para los judíos como Macabeos, Flavio Josefo o un panfleto lleno de insultos que circulaba entonces entre los sefardíes, titulado Toledot Yeshu. Esta obra espúrea, compuesta en el siglo XIII aunque utilizando acaso fuentes aramaicas más antiguas, es rechazada con desprecio por los maestros judíos y constituye una prueba del grado de odio y temor que había llegado a producirse. En ella se dice que María tuvo un hijo ilegítimo con un soldado romano, Panthera, que los poderes de Jesús procedían de la práctica de la magia negra, y que su muerte había sido vergonzosa.
Una vez establecido el criterio de que las fuentes bíblicas y talmúdicas contienen pruebas suficientes de que Jesús es el Mesías, fray Nicolás se preguntaba por qué no se convertían los judíos. Sus respuestas, que sorprenden por su dureza, fueron punto de partida para muchos predicadores. Podemos sintetizarlas en tres puntos, que enlazan con algunas de las calumnias populares:
— Son codiciosos y acumulan riquezas; temen en consecuencia que si se bautizan se tornarán pobres; de ahí que interpreten el cumplimiento de la promesa de Dios como una restitución del poder y la adquisición de bienes materiales;
— se les alimenta en las sinagogas con odio hacia Cristo que les impide ver la verdad;
— y, finalmente, porque les repugna creer en la Trinidad, la doble naturaleza de Cristo y de manera especial en la transustanciación, verdades que combaten y para las que son evidentemente un peligro.
El Quodlibetum coincide prácticamente con la expulsión de Francia que venía a completar la decretada anteriormente en Inglaterra. Pero circulaba, entre los exiliados y los que aún permanecían en ciertas regiones de Europa un libro de Jacob ben Reuben, Las guerras del Señor, probablemente en su versión latina, interpretando el Evangelio de San Mateo como un durísimo alegato contra la fe cristiana. Nicolás de Lyra tomó la pluma y en junio de 1334 concluyó su Responsio ad quemdam Iudeum ex verbis Evangelii secundum Matheum contra Christum nequitur arguentem que dos investigadores judíos modernos, Bernhard Blumenkrauz y Hermann Hailperin no dudan en calificar de «serio, leal, cortés, positivo y verdaderamente científico». No era un texto polémico contra los judíos sino argumentativo para disipar las dudas y preocupaciones que la obra de Reuben podía suscitar entre los cristianos. Sin embargo se contienen en la Responsio, coincidiendo con lo que ya explicara Ramón Martínez, el rechazo radical y definitivo de todo cuanto significaba y enseñaba el rabinismo talmúdico. Beryl Smalley entiende que en ella se alcanza la cumbre doctrinal del antijudaísmo, dando a los reyes las seis razones incontrovertibles que debían impulsarles a prohibir la práctica de aquella religión en sus estados.
1. El Antiguo Testamento posee pruebas más que suficientes de que Cristo es el Mesías y ha cumplido en todos sus extremos las promesas. Negar esto es oponerse a la verdad.
2. Muchos maestros judíos de la época de Jesús y después descubrieron de este modo que era el Mesías y verdadero Dios, pero se negaron a reconocer deliberadamente esta verdad.
3. Para esconder su falacia decidieron modificar los textos del Antiguo Testamento, de modo que lo que se ha presentado como «hebraica veritas» es una falsificación. A pesar de todo y de las muchas tergiversaciones no consigue ocultar la verdad sobre la que se apoya el Cristianismo.
4. Los maestros posteriores, herederos de la tradición rabínica, incluyendo a los grandes sabios como Rashi, han heredado esta perversión al utilizar los textos adulterados de esta forma.
5. Los judíos abrigan un odio tan grande hacia los cristianos que lo han incluido en sus oraciones.
6. Consecuencia última y más importante: la enseñanza talmúdica sirve únicamente para apartar a los judíos de la verdad.
Es evidente que la Responsio de Nicolás de Lyra demuestra que el antijudaísmo había rebasado ya los límites de una polémica para convertirse en doctrina generalmente admitida entre los maestros cristianos. Coincide con la condena radical del Talmud ejecutada por Bernardo Gui: ya no se trataba de convertir a los judíos, expulsados de Francia, sino de poner en guardia a los cristianos contra la perversión significada por el judaísmo. Tenemos constancia, por el número de ejemplares conservados, que el Quodlibet fue uno de los libros más empleados por los predicadores. Se detecta su presencia en Rusia en el siglo XV.
9. Los judíos eran presentados por estos autores como instrumentos del diablo, con quien habían llegado a un pacto para extender el mal contra el cristianismo. En consecuencia la tolerancia ofrecida por los reyes y príncipes, al permitir la proliferación de una herejía contra el Antiguo Testamento en lugar de aplicar en este caso las medidas de represión que se empleaban contra aquellas que se alejaban del Evangelio, era en sí misma ilícita, dañina para la fe y contraria a ella. Tal es el argumento que emplea Felipe IV en 1309 al decretar la expulsión de Francia. El paso de la tolerancia a la intolerancia no se presentaba, sin embargo, como una especie de retorno a los antiguos tiempos sino como una maduración política de las Monarquías. Éstas necesitaban asegurar la unidad religiosa entre sus súbditos.
Los maestros judíos trataron de defenderse de estos ataques. Profiat Duran, de origen provenzal, víctima de las persecuciones de 1391, aunque pudo salvar la vida, escribió una amarga sátira contra el Cristianismo, No seáis como vuestros padres, y una obra polémica contra los escritos de los frailes, La vergüenza de los gentiles (Kelimat-ha-Goyim) concluida en 1397. En ésta emplea los Evangelios para formular una tesis que siglos más tarde sostendrían los teó logos liberales protestantes: Jesús no estaba dispuesto a abandonar el judaísmo; fueron sus discípulos los que después le atribuyeron cosas distintas, introduciendo dogmas que son en su propio sentido insostenibles.
Isaac ben Judah Abravanel (1437-1508) que llegaría a creer que la expulsión significaba el próximo advenimiento del Mesías, en su famoso comentario al Libro de Daniel, Fuentes de la salvación (Ro’s emuná), combatió los argumentos de los maestros cristianos al tiempo que defendía la unidad y verdad incontrovertibles de la Torah. Sus comentarios no fueron muy ampliamente utilizados por los maestros rabínicos posteriores, pero para sus contemporáneos fue un poderoso reactivador de las conciencias. La expulsión era, culminando el exilio, anuncio de una definitiva purificación.
Hayyim ibn Musa, rabino y médico español, es autor de Escudo y jabalina (Magen wa-Romah) concluido en 1456. Es el que valora mejor, desde el punto de vista de sus correligionarios, los efectos que el Quodlibetum llegaría a tener en la maduración del antijudaísmo. Sostiene, entre otras cosas, que eran los conversos, de los que ofrece una importante lista, los verdaderos culpables de las acusaciones que se estaban difundiendo entre los cristianos. Recomendaba a los judíos no admitir en los debates otras versiones que las procedentes de la Biblia hebrea, rechazando cualquier otra traducción posterior, salvo si era útil para sus argumentos; en esta línea no tiene inconveniente en admitir que hay en el Targum arameo numerosas versiones que son poco fiables. Los cristianos tienden a servirse de la Biblia de los Setenta y de la Vulgata latina para forzar los argumentos. Musa insiste, por tanto, en que no debe admitirse en modo alguno la Escritura tal y como en su día la presentaban los cristianos.
Se estaba llegando a un momento de ruptura cuyas consecuencias en España, la gran reserva que aún quedaba al judaísmo, no eran difíciles de prever. Por eso Hayyim ibn Musa insistía una y otra vez en no dejarse atraer al campo que los cristianos estaban buscando. Por ejemplo, había que rechazar rotundamente esa idea de que Jesús había venido a cumplir la ley de Moisés, porque ésta no necesitaba de ninguna clase de cumplimiento. Tampoco había que admitir que los predicadores cristianos se sirviesen de textos homiléticos, muy fáciles de tergiversar: el Talmud se apoya rigurosamente en la halakhah. Nicolás de Lyra había mostrado mucha habilidad en el manejo de testimonios rabínicos, para confundir y apartar a los judíos de su fe. Para ello había falseado no sólo estos textos sino los de la Escritura. Frente al argumento del franciscano de que había que acudir a los textos más antiguos sostenía el judío exactamente lo contrario, que sólo eran de fiar los masoréticos actuales. Lyra aludía a persecuciones ejecutadas por los judíos en los primeros tiempos; pero éstas no resistían la comparación con las violencias que sus coetáneos estaban produciendo.
La pregunta que los historiadores actuales deben hacerse es otra: ¿cómo una minoría de maestros procedentes de las dos Órdenes mendicantes fue capaz de invertir los términos en que se había colocado hasta entonces la doctrina cristiana, visible en San Agustín, Esteban Harding o la Constitutio de Inocencio III? De hecho la sociedad cristiana se hizo de sentimientos antijudíos. El primer efecto de esta campaña sería alcanzar un repliegue de los reyes en España, que poco a poco disminuyeron el número de sus colaboradores judíos y redujeron los derechos reconocidos a las comunidades instaladas en sus territorios. Un cambio importante se produjo en el Concilio de Vienne (1311) que coincide con la destrucción de los Templarios y con la grave crisis suscitada en torno a las acusaciones presentadas contra Bonifacio VIII. Asistieron a él obispos españoles en número suficiente. Se seguían prohibiendo las medidas de violencia para lograr la conversión, pero se insistió mucho en que aquellas tareas de segregación y vigilancia que se habían acordado en el IV Concilio de Letrán, tenían que aplicarse con todo rigor.
10. En Vienne estuvo presente Ramón Llull, cuya influencia intelectual sobre toda la Península fue formidable. Por un proceso de análisis racional de la doctrina revelada este pensador, mallorquín y universal, llegaría a la conclusión de que si una de las tres religiones coincidía con el anillo verdadero, la convivencia con las otras dos, falsas, debía reputarse perniciosa. Partía de un axioma: siendo la razón una facultad otorgada por Dios a los hombres, no podía existir contradicción entre ella y la fe cuando se usaba rectamente. De ahí pasaba a sostener que para predicar a judíos y musulmanes la verdad cristiana no se necesitaban argumentos de autoridad: bastaba el proceso racional. En otras palabras: la verdad absoluta de la fe cristiana puede ser racionalmente demostrada.
En 1275 Llull había tenido una visión de Jesús que le movió a transmitir a su mujer e hijos los abundantes bienes de que disponía, para dedicar su vida únicamente al servicio de Dios. Entendía que su misión principal consistía en convencer a los infieles mediante argumentos racionales. No ingresó en los mendicantes, aunque mantuvo estrecha relación tanto con dominicos como con franciscanos, viviendo en una especie de beguinaje semejante al que usaría Santa Catalina de Siena. San Raimundo de Penyafort, que le instruyó, le dio el consejo de permanecer en Mallorca donde los dominicos le proporcionarían la asistencia espiritual que necesitaba. Como su matrimonio no había sido disuelto ni declarado nulo, Llull hubo de conformarse con ingresar en la Orden tercera de los franciscanos; continuaba gozando de la gran influencia que antes le proporcionaba su elevada posición social. En sus obras, de distinta extensión y abundante número, pues alcanzan los 280 volúmenes, hay siempre una alusión a la conversión de los infieles. En 1276, al comienzo de su tarea religiosa, creó el Colegio de Miramar, donde trece frailes serían instruidos en el manejo del árabe. Toda su tarea estaba centrada en este cometido, del que se ocupa en su Ars Magna que es una especie de manual para uso de los catequistas de infieles. Miramar no sobrevivió al cambio de siglo y aunque el Concilio de Vienne, siguiendo sus peticiones, tomó el acuerdo de que se crearan cátedras de árabe, hebreo y arameo, esta resolución no fue nunca llevada a la práctica. Batllori entiende que, con Llull, se inicia el humanismo en España.
Llull buscaba una «solución final» para el problema judío en España que excluyese la violencia por ser ésta contraria a la doctrina cristiana: había que hacer un esfuerzo supremo para llevar a los judíos al conocimiento de la verdad del cristianismo; si llegaba un momento en que se comprobase que un resto de población judía se resistía, negándose a la evidencia que dicta la razón, no quedaría otro remedio que expulsarla. Pero esta decisión le parecía un extremo quirúrgico nada deseable. En 1272 en el Libre de la contemplació explica el método a seguir: los predicadores deben mostrarse claros, racionales y rectilíneos, amables para los catecúmenos empleando únicamente fuentes sagradas en que ambos estén de acuerdo y razonamiento lógico. Primero se deben dejar claras la existencia y absoluta perfección de Dios, algo en que cristianos y judíos se hallan de acuerdo, y que viene a constituir una base común de partida. Inmediatamente se pasará al examen racional de las tres religiones, descubriendo que tienen en común la existencia de la Ley divina que todos acatan. Finalmente, en una tercera fase del debate, se llega a la conclusión de que aquella de las tres religiones que explique mejor la naturaleza de Dios, es la que debe considerarse verdadera. Procediendo siempre con paciencia infinita: no se trata de vencer sino de convencer al interlocutor.
En otro, Libre de doctrina pueril, Llull se muestra como persona que estima altamente a los judíos: amigos de Dios, elegidos por él, se encuentran sometidos a servidumbre únicamente por no haber reconocido a Jesús. El judaísmo es muy superior al Islam, puesto que fue custodio de la verdad hasta la aparición del cristianismo, que en definitiva le completa llevándole al último término. Ve una señal de perfecta corrección en la costumbre judía de que hombres y mujeres recen por separado. Parece que el maestro mallorquín estuvo sometido a ciertas influencias cabalistas. El problema, para él, se reduce a lo siguiente: se debe dar a los judíos lo que les falta, fe en Cristo, siendo este un acto de amor hacia ellos.
En 1299 lograría del rey Jaime II de Mallorca una autorización para entrar en las sinagogas los sábados y días festivos en que los judíos acostumbran a reunirse a fin de instruirlos en la verdadera fe; propuso además a este monarca que ofreciera ventajas fiscales y aun donativos a quienes se convirtieran. También pretendía que se obligase a los hebreos a adquirir conocimientos del latín, de la filosofía cristiana y de la lengua vernácula —Llull usaba ordinariamente el mallorquín— a fin de que estuviesen en condiciones de entender los argumentos que se les iban a proponer. Al rey Fadrique (Federico) de Sicilia, que pertenecía a la misma estirpe de la Casa de Aragón le pidió que obligase a los judíos a estudiar su Liber de modo demonstrandi en que había vertido las que consideraba pruebas decisivas para demostración de la fe cristiana. En nada de esto creía estar faltando a la caridad debida al prójimo puesto que ningún beneficio podía otorgarse que superase a la verdad.
Pasemos ahora al Libre del gentil e dels tres savis, considerado como la obra más importante de Llull, ampliamente elogiado por la posterioridad como uno de los tratados más modernos y de mente más abierta. En medio de un bosque, junto a una fuente que riega cinco árboles, los cuales, según le ha revelado la Inteligencia, indican las propiedades y virtudes de Dios, un gentil encuentra a un judío, un musulmán y un cristiano que, con ayuda de los árboles, deben debatir entre sí hasta encontrar la Verdad que es válida para todos los hombres y todos los pueblos: las flores que han nacido de aquéllos son las virtudes y los pecados. Los tres juntos convencen al gentil de la existencia de Dios y de la resurrección de los muertos: ambas creencias les son comunes. Luego cada sabio expone su fe a fin de que pueda comprender, por medio de argumentos racionales, cuál de las tres religiones es la verdadera. Hay, por consiguiente, dos partes, una primera en que los tres sabios están de acuerdo y se defienden recíprocamente con sus argumentos. Al final el gentil no nos aclara cuál es su decisión, aunque evidentemente Llull ha procedido de tal manera que la superioridad racional del cristianismo pueda ser apreciada por el lector, y los tres sabios acuerdan reunirse de nuevo en otro lugar para decidirse ellos en torno a la Verdad.
Es, en realidad, un libro sorprendente que se opone a todo lo que ha sido el sentimiento religioso en la Edad Media, en cualquiera de las tres religiones, tan inclinado a rechazar hasta el extremo cualquier alternativa. Pues en él las tres religiones aparecen equiparadas, de un modo semejante a como ha tratado de hacerlo el cuento de los tres anillos. Pero ya en el prólogo del mismo Llull confiesa que su objetivo sigue siendo el mismo de los otros trabajos anteriores, esto es, misionar y convertir. Por ejemplo, el gentil opone al judío cinco obstáculos para aceptar su fe que son, en apariencia, insalvables, mientras que las preguntas que formula al sabio cristiano son verdaderas plataformas para que pueda ampliar y explicitar sus argumentos. Cuando el judío tiene que responder a la pregunta del gentil acerca de qué hacía Dios antes de crear el mundo, su respuesta, «una operación eterna, un amor y entendimiento de Sí mismo, glorificándose a Sí mismo y comprendiendo todas las cosas extrínsecas» está dando la explicación que la Teología cristiana ofrecía acerca del misterio y operaciones ad intra en la Trinidad. Lo mismo sucede con la Ley, que los judíos, esclavizados a otras naciones, no estaban en condiciones de cumplir, necesitando el envío de un Mesías para librarlos de cautividad. En este momento el gentil interrumpe el diálogo para decir que, sin duda, los judíos se encuentran bajo los efectos de algún pecado contra Dios, del que no serán liberados hasta que reconozcan su culpa y pidan y obtengan el perdón. En consecuencia, también en este punto, Llull está exponiendo la opinión que acerca del Exilio tenían los cristianos.
Los sefarditas, que son precisamente aquellos a quienes se refiere el Libro, no sostenían la tesis de que la llegada del Mesías tuviera que producirse después de que la Ley de Moisés estuviese cumplida del todo. De modo que al tomar este supuesto Llull no tomaba el punto de vista judío sino aquel que convenía a los cristianos; de este modo lleva al gentil a la conclusión de que sería insensato, por su parte, hacerse judío cuando esto implicaba entrar en la servidumbre del pecado. Una elección está implícitamente hecha. Cuando se toca el tema de la resurrección de los muertos, el judío explica que, entre ellos, hay tres opiniones y acaba reconociendo que los suyos están tan preocupados por lograr la liberación en este mundo que no tienen tiempo de ocuparse de lo que sucede en el otro. Lo mismo sucede con el Talmud, que impide pensar en la vida eterna y se vuelca sobre la existencia actual y los bienes de este mundo.
En resumen, en el Libre, tanto el judaísmo como el Islam aparecen como doctrinas inconstantes e inseguras; en términos de gran ecuanimidad y mostrando comprensión absoluta hacia sus adversarios, Llull estaba tratando de cumplir una misión empleando los recursos de claridad y paciencia que en su Ars Magna él mismo recomendara. No abrigaba la menor duda de que ambas religiones estaban construidas sobre el error.
Estando en Barcelona, en agosto de 1305, concluyó el Liber praedicationis contra iudaeos que es una colección de 52 sermones, uno para cada sábado del año, los cuales debían predicarse en las sinagogas de acuerdo con el plan que había propuesto al rey. Constituyen en consecuencia un compendio de los argumentos que pueden emplear los clérigos para convertir a los judíos partiendo de dos premisas que los propios hebreos estaban dispuestos a admitir, esto es, que la Ley mosaica está dotada de verdad y autoridad y que «el intelecto es naturalmente el juez de la razón». Como consecuencia de ellas, Llull se proponía demostrar a los judíos que estaban en el error aplicando racionalmente textos del Antiguo Testamento. Los sermones repiten tres argumentos principales:
El Antiguo Testamento incluye en su revelación el dogma de la Trinidad. Tomando pie en el versículo 3 del Salmo 110 de la Biblia hebrea, 109 de la Vulgata —«ante luciferum genui te»— y refiriéndolo al Mesías —«antes de la autora te he engendrado»— Llull llega a la conclusión de que si el Mesías ha sido engendrado antes del primer acto de la Creación, que es la luz, existe desde la Eternidad y por consiguiente en el mismo Dios, en quien se da la pluralidad: en su perfección absoluta Dios no necesita de nada exterior a Él mismo, por lo que este Hijo, de acuerdo con esa revelación, ha sido engendrado en el interior de la divinidad. En prueba de esta argumentación el sabio mallorquín aduce catorce textos del Antiguo Testamento en que esa pluralidad trina se encuentra claramente anunciada, como es el caso de Isaías 6, 3, donde los ángeles «se gritaban el uno al otro: santo, santo, santo, Yahvé Señor de los Ejércitos». En consecuencia declara que los judíos cometen blasfemia cuando rechazan estos textos y niegan una de las condiciones esenciales de Dios, su pluralidad. Añade que tanto judíos como musulmanes incurren en contradicción porque primero afirman la certeza que se contiene en la profecía, pero luego la niegan cuando no se acomoda a sus deseos. Los judíos, al negar la Trinidad, necesaria para que la esencia de Dios sea perfecta dejan la puerta abierta para que se crea en divinidades inferiores. A Dios no trino no sería posible considerarlo como principium perfectum, aunque así lo pretendan los judíos, ya que le faltaría algo para esa perfección que es la pluralidad posible: sin ella no puede ser eternamente activo y, por tanto, no es necesariamente existente. Judíos y musulmanes, al reducir a Dios a la sola unidad, le están negando la infinita y eterna actividad de generación.
En los Mandamientos revelados por Dios a Moisés, se dice: no tengas dios ajeno (deum alienum). Para que Dios no sea ajeno es necesario que se encuentre muy próximo al hombre y esto es lo que se produce con la Encarnación que es, precisamente, consecuencia de la Trinidad. Es también cierto, según la Biblia, que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. En consecuencia si descubrimos en el hombre el sello trinitario, como son por ejemplo memoria, entendimiento, voluntad, fe, esperanza, caridad, padre, madre e hijo, y semejantemente otras muchas cosas, y si negamos esa Trinidad, habría que acudir para explicar tal semejanza a «otro» Dios que no sea el principium perfectum. Por lo demás, los judíos se condenan a sí mismos al pecado, al negar la Trinidad, puesto que niegan la acción vivificante del Espíritu Santo y toman su nombre en vano ya que le niegan una parte esencial de su gloria.
Pasando al segundo argumento, el de la Encarnación del Hijo de Dios, Llull sostiene, esgrimiendo siempre textos de la Escritura, que este misterio, revelado porque el hombre no puede descubrirlo por sólo su razón, aumenta la gloria de Dios; por consiguiente no es posible dudar de que es verdadero. En los seres humanos hace más íntimamente posible el amor al prójimo, con quien comparten esa naturaleza que ha sido asumida por el mismo Dios demostrando de este modo su dignidad. Desde este nivel se hace más posible el cumplimiento de los mandamientos. Ambos dogmas, asumidos por el cristianismo, otorgan superioridad a la fe de Cristo: tiene más amor y más conocimiento de Dios, más confianza en Él y más esperanza. La teología cristiana ha llegado a conocer y demostrar la gran armonía que existe entre Dios y el hombre. También su ética predispone mejor contra el adulterio por la práctica de la castidad y el ascetismo, cosas ambas que, con su poligamia, tanto judíos como musulmanes rechazan.
El tercer argumento esgrimido por Ramón Llull se refería a la errónea interpretación que, a su juicio, hacían los judíos acerca de la ley de Moisés. Por ejemplo el mandamiento de honrar padre y madre, que viene acompañado de una promesa de futura recompensa, no puede limitarse a los progenitores biológicos; ha de estar referida también al Padre Dios y a la Madre Iglesia, que son los verdaderos merecedores de toda honra. Ésta era, ya, una interpretación alegórica de la Escritura. No la única; en sus obras aparece como un recurso al que se recurre con frecuencia.
No conocemos que se hayan producido respuestas y argumentaciones directas a este concepto, que los mendicantes asumieron en términos generales. La única referencia concreta la encontramos en un panfleto de mediados del siglo XIII, titulado Ta’anot (Argumentos), obra de Moses ben Solomon de Tarento. Toma de Maimónides una explicación que, a su vez, procede de Aristóteles: no es posible atribuir a lo inmaterial un número finito de específicas propiedades, porque esto sería tanto como limitar y materializar la naturaleza de Dios. Dios no puede ser tres porque lo es todo. En cuanto al comentario que empleaban los maestros cristianos —Dios es inteligencia, inteligible e intelectivo— le parece un simple juego de palabras al que no vale la pena prestar la menor atención.
11. Ni Llull ni los padres reunidos en Vienne vieron posibilidades de una convivencia permanente entre cristianos y judíos. Estos últimos no podían tener un hueco en la sociedad cristiana porque, a su juicio, no se habían mantenido dentro de los límites del Antiguo Testamento, como era su misión, sino que habían introducido serias alteraciones movidos del propósito de combatir al cristianismo. De este modo la doctrina de San Agustín quedaba invalidada, haciéndose a los judíos responsables del quebranto. Habían perdido la amistad de Dios, que antes tuvieran, pasando a ser enemigos de Él y condenados a permanente cautividad por esta desobediencia. Por estas tres razones, rechazo de la fe cristiana, herejía contra el Antiguo Testamento e iniquidad, resultan peligrosos para la Cristiandad y no es posible que convivan con ella. Era preciso, desde estas nuevas coordenadas, buscar una solución para tan serio problema.
Es la que finalmente adoptarán los Reyes Católicos. Se debía comenzar por un gran programa catequético, amistoso, equilibrado, amable en sus expresiones y ofertas, para inducirles a la conversión. Para ello era preciso cambiar su educación, cultura y filosofía, hasta ponerles en condiciones de entender el pensamiento cristiano y descubrir por consiguiente la verdad. Ahora bien, todos aquellos que al final de este proceso catequético siguieran rechazando el bautismo debían considerarse pertinaces disponiéndose la expulsión de los reinos cristianos. Este razonamiento resultaba especialmente duro para los monarcas si consentía que los judíos, blasfemos de Dios y de la Virgen María, siguiesen viviendo en sus reinos, ellos mismos podían ser acusados de no seguir el servicio de Dios. Esto había sucedido ya con Eduardo I en Inglaterra, que no quiso cooperar con el pecado.
Los mendicantes trataban de atraer a la población laica a este punto de vista. No era posible emplear disquisiciones filosóficas o teológicas al dirigirse al pueblo llano por lo que se acudió a cuentos, cantares y sermones principalmente; por estas tres vías se estaba difundiendo la imagen negativa del judío. Un famoso trovador de Béziers, que ingresó en la Orden de los franciscanos al final de su vida, es el autor de un Breviari d’amor en lengua provenzal que se hizo extraordinariamente popular en Cataluña y más tarde en Castilla; en sus canciones hay censuras e injurias contra los judíos y el Talmud considerándolos enemigos de Cristo a quien combaten y falsifican causando profundo daño con su ceguera. De una manera especial en el siglo XIV fue creciendo la calumnia contra los judíos a los que se definía bajo los términos más negativos. El Breviari de Matefré Ermengaud circulaba además en muchos ejemplares profusamente ilustrados, que hacían asequibles las leyendas a la población iletrada.
Más eficacia aun que la poesía tenían los sermones que utilizaban las lenguas vernáculas. Más adelante tendremos que ocuparnos de San Vicente Ferrer, cuya influencia sacudió a toda España. El franciscano Berthold von Regensburg, fallecido en 1272, arrastraba con sus prédicas en alemán inmensas muchedumbres que se dejaban ganar por sus acusaciones, formuladas siempre de manera gráfica y muy asequible. Uno de sus argumentos favoritos consistía en decir que Dios castiga con mayor rigor los pecados de aquellos que han recibido de Él mayores auxilios. Por eso los cristianos figuraban en primera línea ya que se encontraban en posesión de la verdad; pero después de ellos estaban los judíos, por delante de los herejes o de los paganos, que viven en el error, porque habían sido elegidos por el mismo Dios para depositarios de su revelación. Fieles en el cumplimiento de la Ley durante siglos, merecían extrema alabanza, pero ahora se han convertido en gravísimos desobedientes que no pueden alegar en su descargo la ignorancia.
Fray Berthold rechazaba la idea de que Israel siguiera siendo el Pueblo de Dios; la Iglesia es ahora parcela de la heredad del Señor. Al rechazarla y al combatirla los judíos han dejado de servir a Dios; sirven al Anticristo y al diablo. El antijudaísmo extremo, que fulminaba contra el Talmud todas las acusaciones, comenzaba a adquirir tintes de antisemitismo: era la maldad ingénita de los rabinos causa del pecado, la desobediencia, el odio a los cristianos. Perversos y de perversas costumbres, esto era en definitiva lo que se venía a sostener: su presencia en medio de la sociedad no servía sino para contaminar a ésta de dos vicios, la usura de los varones y la inmodestia de las mujeres. Muchos cristianos, sin perder este nombre, se hacen como judíos al dejarse influir por éstos en sus vicios. En sus predicaciones, como en las de otros muchos, se insiste en ciertos puntos que habrán de llegar a convertirse en lugares comunes: es peligroso para los cristianos dialogar, comunicar o incluso comer con los judíos. En una determinada ocasión llegará a decir contundentemente que «es malo que existan». Podríamos decir que nos encontramos en la primera y aún insignificante raíz de todo lo que vino después. Una cuestión religiosa, al extremarse, se modificaba esencialmente.
En definitiva, una actitud moral estaba experimentando el giro radical: ya no se trataba de liberar a los judíos del error que cometieran al rechazar el Mesías poniéndolos de este modo en el camino de la verdad, el mejor regalo desde el punto de vista cristiano, sino de eliminarlos de una manera radical. El siglo XIV contempló una repetición recrudecida, de las persecuciones que esta vez alcanzaron a España, el mejor refugio hasta entonces dentro de la Europa cristiana. Algunos predicadores como David de Augsburgo, influyeron de una manera directa sobre las autoridades, impulsándolas a adoptar nuevas medidas de rigor. El código llamado Schwabenspiegel se caracteriza por establecer mayores restricciones en las actividades que podían desarrollar los judíos que ninguna otra disposición jurídica o administrativa anterior. Aunque no entrase en los cálculos de estos predicadores desencadenar la violencia, es indudable que con sus acusaciones la favorecieron. Los matadores de judíos hallaban en ellas una justificación.
Abundaban ya las violencias lamentables. Fra Giordano de Rivalto desempeña en Italia un papel semejante al de Berthold de Regensburgo en Alemania. Había nacido en Pisa en 1260 e ingresó en los dominicos cuando contaba veinte años. Estudió en Bolonia y París, enseñó en Florencia, y murió en la capital francesa en 1311, esto es, pocos años después de la expulsión. Dijo una vez que había aprendido hebreo de un judío tan virtuoso que hubiera sido digno de ser apóstol si hubiera sido cristiano. Pero estaba convencido de que ningún pecado podía superar en gravedad el del rechazo de Cristo como Mesías. Tomando como modelo un sermón que pronunció el 9 de noviembre de 1304 podemos llegar a la conclusión de que sus convicciones albergaban los siguiente puntos:
— Los judíos siguen crucificando a Cristo; no lo hacen con clavos pero sí con las blasfemias que dirigen contra Jesús y María, las cuales adornan con insultos;
— roban niños cristianos a fin de circuncidarlos y tornarlos judíos, y Formas consagradas para someterlas a profanaciones sacrílegas;
— han fabricado una imagen antropomórfica de Dios que nada tiene que ver con el espíritu puro del Antiguo Testamento;
— crucifican niños cristianos e imágenes de Jesucristo porque aspiran a torturar al mismo Dios.
12. Los predicadores impresionaban a sus oyentes por la vehemencia que ponían en sus palabras, mediante las cuales describían escenas como si las hubieran contemplado. Lógicamente las masas, que no tenían otras fuentes de información, llegaban a sentirse dominadas por un temor profundo, como si un virus estuviese afectando a la sociedad. Cualquier fanático podía reclutar con facilidad grupos de personas dispuestas a subir al asalto de las juderías. Los decretos del IV Concilio de Letrán (1215) y la condena oficial del Talmud (1239) por el Papa Gregorio IX señalaron el cambio. Alfonso X introduce en las Partidas, referencias al crimen de sangre y otras atribuciones como si se trataran de hechos reales. A partir de este momento se abandonó la doctrina agustiniana y de Inocencio III en favor de la convivencia y comenzó una nueva trayectoria: el judaísmo, que estaba siendo tolerado, aportaba perjuicio a la sociedad cristiana ya que podía influiría negativamente, de modo que su alejamiento de ella debía preferirse a cualquier actitud. Se estableció un principio axiomático: la «perfidia» judía —entendiendo este término en su contenido correcto de pasar de largo ante la oferta de la verdadera fe— era una consecuencia del Talmud.
Prescindiendo ahora de algunas ceremonias gráficas consistentes en hacer hogueras con ejemplares del libro, debemos preguntarnos qué idea prendió en la sociedad cristiana en relación con esta Enseñanza. La respuesta más clara la da San Raimundo de Penyafort de su doble experiencia de general de los dominicos e inquisidor. Se trata de una desviación sustancial de la doctrina revelada en la Sagrada Escritura que contiene la verdad completada por la revelación definitiva de Cristo: es pues, una «herejía contra el Antiguo Testamento». Si la Iglesia se sentía movida a defender con todos sus medios el evangelio frente al error, con la misma razón debería emplear sus recursos para extirpar esta otra. A los herejes se exige una conversión a la verdadera fe; no otra cosa debe lograrse de los judíos. Y aquellos que a pesar de todo se resistan, deben ser excluidos de cualquier posible contacto con la sociedad cristiana.
Esta doctrina, aunque alcanzó gran difusión, nunca se incorporó al contenido de la Iglesia. En sus documentos, a veces muy solemnes, los Papas siguieron sosteniendo las tesis de San Agustín, rechazando cualquier forma de violencia, incluso la expulsión. La judería de Roma nunca sería extinguida. Muchos clérigos, también, lucharon con denuedo en favor de la tolerancia; la verdad acabaría por abrirse camino, según decían, y los judíos se adherirían finalmente a ella. Por otra parte los reyes españoles se encontraron en posición difícil. No les convenía, en modo alguno, prescindir de aquellos cien mil judíos, aproximadamente, instalados en su territorio, eficaces colaboradores en la tarea de construcción del Estado y fuente de ingresos para sus propias arcas, pero tampoco estaban en condiciones de asumir el papel de defensores de una comunidad que se estaba definiendo como tan negativa.
La Constitutio de Inocencio III no fue nunca anulada ni sustituida, pero perdió en la práctica su efectividad, porque los sentimientos populares estaban siendo dirigidos hacia otra parte. A partir del siglo XIII comienza a forjarse esa imagen estereotipada del judío que ha llegado hasta nosotros como justificación del odio: despreciable usurero de nariz ganchuda capaz de todas las maldades. Genios de la Literatura universal, como Shakespeare con su Shylock, o Dickens, con Fagin, la han utilizado. La Iglesia se encontró afectada por dos corrientes de opinión divergentes: la tradicional, apoyada en San Pablo y San Agustín, que defendía la protección y la convivencia; y la que nació del juicio contra el Talmud. Al producirse la Peste Negra de 1348 y, con ella, el endurecimiento de las calumnias, muchas comunidades judías fueron, sencillamente, exterminadas en Alemania: bautismo, muerte o fuga eran las tres opciones que se ofrecían. Un sector social ciudadano, orientado hacia el comercio y los negocios, veía en la extinción del judaísmo un acontecimiento favorable.
13. El Concilio de Vienne de 1311, al reiterar con mayor énfasis las disposiciones que se adoptaran en el IV Concilio de Letrán y después, no modificó el principio de que a los soberanos temporales correspondía el derecho de permitir o negar la permanencia de los judíos en sus dominios. Al retornar a la Península los obispos de la provincia eclesiástica de Compostela celebraron una especie de Sínodo en Zamora y aquí redactaron un documento (11 de enero de 1313) dirigido a los regentes de Alfonso XI, entonces menor de edad, aunque extensible a los demás monarcas peninsulares, en que les advertían del peligro moral en que incurrían, y de las penas canónicas consecuentes a su actitud si seguían incumpliendo las normas que venía dictando la Iglesia para asegurar el aislamiento, la señal visible en la ropa exterior, la prohibición de que judíos pudiesen testificar contra cristianos o ejercer funciones de autoridad sobre éstos.
Mediante este documento, los prelados españoles trataban de hacer constar que aunque ellos no tuviesen autoridad alguna sobre los judíos sí la poseían sobre los cristianos, a quienes podían exigir, con amenaza de censuras espirituales, el cumplimiento de las disposiciones que preconizaban el aislamiento definitivo de los judíos. En definitiva, la Constitutio de 1199 quedaba modificada en sus fundamentos. Lo peor, en esta actitud, era que podía ser considerada como una coincidencia con las actitudes de rechazo y violencia que se estaban dando ya en Alemania, desde donde empezaban a llegar algunos fugitivos. En sínodos posteriores del siglo XIV hubo una insistencia en la reconvención: los reyes seguían utilizando el servicio de los judíos y no parecían muy dispuestos a modificar su conducta.
También en el interior de las comunidades judías, como una consecuencia de la marea de reformismo interno que rabi Asher había desencadenado en Toledo, se estaba reprochando a los altos oficiales judíos de la Corte que, con su conducta, causaban daño al Pueblo de Israel: su conducta disipada era un mal ejemplo y despertaba en los cristianos un odio que se extendía después a todos los demás. Algunas conversiones al cristianismo se produjeron entonces como consecuencia de ese rigor interno, que rechazaba a los tibios, vacilantes, no muy piadosos o tildados de averroísmo. El más importante, en aquellos momentos, fue el rabino Abner de Burgos, que tomó el nombre de Alfonso de Valladolid porque en esta ciudad se le concedió un beneficio eclesiástico. En sus escritos acusatorios contra sus anteriores correligionarios introdujo muchas de las denuncias que servirían para esa descalificación del judaísmo, un mal que era preciso desarraigar. De momento los conversos lograban la plena integración en la sociedad cristiana.
Los reyes, que seguían necesitando de los judíos, a pesar de que aumentaba el número de cristianos implicados en negocios bancarios, trataron de resistir las presiones, pero adoptando una actitud estrictamente defensiva que, al fin, debía llevarles a una capitulación: pensaban que, cediendo en lo menos importante, podrían conservar lo que más les importaba. En consecuencia, dieron la sensación de que no se oponían a esos clamores de una opinión pública que denunciaba la «maldad» de los judíos aunque continuaban con su política protectora ofreciendo a cambio su colaboración en la intensa labor de catequesis que el lullismo reclamaba. No faltaron predicadores, sobre todo desde mediados del siglo XIV, que afirmaban que el «problema» no iba a resolverse con bondadosas y equilibradas enseñanzas sino que, al faltar la voluntad de los monarcas de expulsarlos de sus reinos como otros europeos más progresivos hicieran, se debía recurrir a la violencia colocando a los hebreos ante la disyuntiva de bautismo o muerte.
Así estaban las cosas cuando, al iniciarse el reinado personal de Alfonso XI, las Cortes, reunidas en Valladolid (1325) examinaron, entre otros, el «problema judío». Los procuradores, bien orientados por los consejeros reales, prescindieron de las difamaciones y calumnias que era de uso común, pero dieron por admitido y evidente que el judaísmo era un mal que causaba tres grandes perjuicios a la sociedad cristiana: a) porque en lugar de conservar fielmente el texto de la Escritura, lo tergiversaba; b) porque era el vehículo mediante el cual se había introducido en las venas de la sociedad cristiana el materialismo averroísta; y, c) porque los judíos vivían principalmente de la usura causando grave daño social. Establecida esta verdad oficial el antijudaísmo había dado un paso decisivo adelante: ¿hasta cuándo debía seguir tolerándose un mal declarado como era aquél?
Ni el rey ni sus colaboradores estaban en aquellos momentos dispuestos a prescindir de los judíos, que reportaban importantes beneficios, más por su colaboración que por su dinero. Y en esta opinión coincidían también Portugal y la Corona de Aragón. Sin embargo no se atrevió a asumir abiertamente su defensa. Tratando de contentar a sus súbditos, se inició un repliegue en las concesiones que anteriormente se hicieran a los hebreos. Como ya intentara medio siglo antes Eduardo I en Inglaterra, Alfonso XI propuso que se permitiera a los judíos el acceso a la propiedad de la tierra y a los oficios de las corporaciones a fin de poder prohibirles la usura, pero las Cortes rechazaron la idea. Un lento proceso, de abandono de los judíos a su destino se iniciaba entonces. Sólo podía tener un final.
14. ¿Cuándo se tornó irreversible este proceso que reclamaba, en España, una solución final para el problema judío, tal y como lo planteaban los defensores de las nuevas doctrinas? No antes de mediados del siglo XIV y en connivencia con un incremento en el número de conversos, que comenzaron a despertar suspicacias en la población cristiana «vieja» que a sí misma se llamaba «linda» que es algo así como pura o auténtica. Desde muy pronto se habían contagiado las tendencias venidas de Europa, las cuales alimentaban brotes de extremismo partidarios de un asalto a las juderías esgrimiendo el lema de bautismo y muerte. Ya en 1251 el movimiento de los «pastorellos» había alcanzado a Navarra. El supuesto asesinato de un niño en Mallorca, el año 1309, desató ya uno de los populares alzamientos armados contra los judíos.
Los enemigos de Israel, convencidos siempre de que se trataba de extirpar un mal muy peligroso para la sociedad cristiana, contaban ahora con dos ejemplos muy distintos: el de Francia e Inglaterra, monarquías unificadas y maduras que habían aplicado el remedio de la expulsión, y el de las bandas de forajidos que en Alemania se constituyeran bajo el título de «matadores de judíos», las cuales contaban con el aliciente del botín que podría obtenerse ejecutando el asalto de las juderías. En 1328, también en Navarra, se registra por primera vez el nombre de matadores. En medio de ambas corrientes estaban los reyes y la alta nobleza, que querían seguir contando con la colaboración de los hebreos. El «medio» amigo verdadero del famoso cuento de El conde Lucanor no era otro que el médico judío de don Juan Manuel, ibn Wakar. Pero nadie se atrevía a decir que la presencia de Israel era un bien; la fórmula escogida en los documento conservados es que los judíos debían ser «tolerados y sufridos».
Se sumaron los efectos de la grave recesión económica que caracteriza a esta centuria. Las revueltas sociales son siempre ciegas pues obedecen a puros sentimientos: bastaba con que alguien, intencionadamente o no, apuntara con el dedo a los «ricos» judíos para que contra ellos se desataran las furias; creían los exaltados que en sus casas guardaban inmensas riquezas, fruto de sus negocios. Al contagiarse a España los efectos de la Peste Negra —hubo varios brotes epidémicos a lo largo del siglo— nuevas calumnias pudieron sumarse a los ataques: los judíos propagaban la enfermedad contaminando las aguas. Las autoridades tomaron medidas de protección, pero sin la suficiente energía; era muy difícil defender aquello que al mismo tiempo se reconocía como un mal. Pedro IV de Aragón, con sus estatutos mallorquines de 1347, y Alfonso XI de Castilla con sus generosas leyes de 1348, trataron de detener el proceso, pero les faltó la decisión o la posibilidad de declarar que la presencia israelita era beneficiosa para la sociedad cristiana. Nadie lo hubiera admitido.
Un terrible y relativamente bien organizado movimiento de «matadores de judíos» asestó, en 1391 un golpe decisivo a la comunidad sefardí, del que ésta nunca llegaría a recobrarse del todo y que, al provocar conversiones aceleradas e involuntarias, estableció las bases para el establecimiento de la Inquisición y su consecuencia. Es necesaria una referencia a sus antecedentes para comprender el fenómeno en toda su extensión. El punto de partida se encuentra en la «revolución Trastámara» que es como los investigadores modernos recomiendan definir a la guerra civil que permitió a Enrique de Trastámara, apoyado desde Francia, Avignon y la Corona de Aragón, sustituir a su hermano Pedro, a quien asesinó.
El bando vencedor que se presentaba a sí mismo como integrado en una conciencia europea, hizo abundante alarde de antisemitismo presentando a Pedro I como amigo y defensor de los judíos. Entre las muchas leyendas que en torno a este rey, un esquizofrénico sin duda, se trazaron a fin de acentuar los rasgos sombríos de su reinado, figuraba una muy singular: la reina María de Portugal, esposa de Alfonso XI, no había tenido un varón sino una niña, la cual fue sustituida en la cuna por el hijo de un judío, Pero Gil, nacido el mismo día. A la niña, entregada a los judíos, se atribuiría más tarde la conversión de ese importante linaje de cristianos nuevos que son los Santa María o Cartagena, descendientes de un singular rabino de Burgos, Samuel ha-Levi, que fue más tarde obispo de esta misma ciudad con el nombre de Pablo. La leyenda fue puesta en circulación muy pronto, durante la guerra, y fue causa de que a los partidarios de Pedro se diera el curioso nombre de «emperegilados». Los mercenarios extranjeros que acudieron al servicio de don Enrique cometieron tropelías en los barrios judíos a su paso por España.
Después de la victoria, Enrique II, que necesitaba allegar todos los recursos a fin de conseguir el restablecimiento de la estructura de poder de la Monarquía, trató de rectificar esta mala política, oponiéndose a las exigencias de los procuradores de las ciudades y confirmando las leyes que protegían a los judíos. Financieros de esta nación volvieron a ocuparse de altas funciones. Pero la rectificación nunca fue completa; seguramente es cierta la apreciación de los modernos historiadores judíos que piensan que debemos considerar el año 1369 como aquél que marca la inflexión definitiva; se había emprendido el camino sin retorno. El canciller Pedro López de Ayala, uno de los principales escritores del tiempo y figura muy relevante en la diplomacia europea y en la política durante tres reinados, recoge en el Rimado de Palacio todos los tópicos de la aversión popular y presenta a los judíos como explotadores siniestros de los infelices cristianos.
La propaganda de guerra dejó flotando en el aire la idea de que los monarcas de la nueva dinastía, que iba extendiendo su acción a toda la Península merced a reiterados matrimonios, no era favorable a los judíos, antes al contrario, veía con buenos ojos cuanto se hiciera para reprimir la «perversidad». Las Cortes se ocupaban con más intensidad de los judíos, pero refiriéndose a ellos como a un mal injertado en el cuerpo social, que debía ser corregido o limitado en sus funciones. En 1380 se suprimieron las dos garantías eficaces con que contaban los judíos: ejecución por los funcionarios reales de las sentencias de muerte dictadas contra malsines por tribunales rabínicos; y responsabilidad colectiva exigible a villas y ciudades cuando en sus términos se hallaba muerto un judío.
En resumen, podemos decir que en torno a 1380 el clima de hostilidad que reclamaba una solución para el que se calificaba de problema, había alcanzado su madurez. Ahora bien, se decantaba hacia dos vertientes muy separadas entre sí. La primera, que contaba con la presencia del dominico San Vicente Ferrer, se mantenía dentro de los principios exigidos siempre por la doctrina cristiana, excluyendo el uso de la violencia física para conseguir bautismos y, consecuente con las tesis de Llull, reclamando una intensa catequesis acompañada de paulatina restricciones en los oficios a que los judíos podían acceder. La otra contaba ya con un líder fanático, Fernando Martínez, arcediano de Écija y luego vicario en la diócesis de Sevilla, el cual recomendaba en sus predicaciones, poner un cuchillo en la garganta de cada judío para moverle de este modo a la conversión. En 1375 fue presentada en Avignon una denuncia contra Enrique II por su negativa a tomar disposiciones antijudías, y el Papa Gregorio XI envió a este una bula recordándole la obligación de cumplir las disposiciones conciliares en orden a la segregación y adoctrinamiento de los judíos.
El arcediano, en sus predicaciones, pudo entonces declarar que la Iglesia —lo que era falso— aplaudiría a quien la ayudara a librarse de los judíos. El cardenal arzobispo de Sevilla, Pedro Gómez Barroso, alertado por su cabildo, se llenó de alarma ante las consecuencias que podían derivarse de estas predicaciones: suspendió a divinis a Fernando Martínez y le declaró «contumaz, rebelde y sospechoso de herejía». La muerte del cardenal y la del rey, acaecidas en un espacio muy corto dentro del año 1390, eliminaron todas las garantías. El propio arcediano fue elegido administrador de la diócesis. Sin duda esperaba que su antijudaísmo exaltado era un argumento favorable para una futura promoción.
Las dificultades inherentes a una regencia discutida, la de Enrique III, permitieron al arcediano preparar tumultos en Sevilla. En marzo de 1391 los regidores sevillanos creyeron haber dominado la situación. Pero Martínez seguía predicando y estaba acelerando las reclutas de sus matadores. El 4 o el 6 de junio, según distintas fuentes, se produjo el asalto a la judería de Sevilla. Según el cronista Ayala hubo 4.000 muertos. Desde aquí, las bandas de matadores, a las que se incorporaban otros exaltados en cada ciudad, emprendieron una marcha. El 16 de junio estaban en Córdoba: las aljamas de Montoro, Andujar, Jaén, Úbeda y Baeza, como antes las de Écija, Santa Olalla o Alcalá de Guadaira, fueron asaltadas. Una rama penetró en la Meseta para destruir la judería de Ciudad Real. Toledo sufrió graves pérdidas el 20 de junio. Ni siquiera Segovia o Burgos pudieron librarse de la amenaza. Los judíos no se resistían; trataban de esconderse o de huir. Muchos se convirtieron.
Las juderías de Valencia y de Barcelona prácticamente desaparecieron entonces. No estamos en condiciones de evaluar con precisión el número de víctimas ni tampoco el de judíos que en aquellas dramáticas circunstancias se bautizaron. Aunque los judíos, amparados por las autoridades consiguieron sobrevivir, el quebranto fue decisivo. Por ejemplo aljamas de la importancia de las de Toledo y Burgos quedaron reducidas a una mínima expresión. En 1393 el sefardismo era apenas un montón de ruinas sobre las que habría de intentar una reconstrucción.