1. Tratemos de tener en cuenta, ante todo, el punto de vista judío en relación con los acontecimientos que hicieron irreversible el proceso de eliminación de la religión talmúdica en Europa hasta después de la paz de Westfalia. En el siglo XIII los israelitas consideraban a dominicos y franciscanos como sus declarados enemigos, atribuyéndoles protagonismo en cuatro series de acciones que les perjudicaban: desarrollaron la Inquisición haciéndola intervenir en las querellas en torno a Maimónides; dirigieron las operaciones que tuvieron como resultado la condenación del Talmud a la hoguera; obligaron a los judíos a asistir a sermones en que se les explicaba la doctrina cristiana; y encendieron con sus prédicas el odio de los laicos cristianos. Como consecuencia de esto, maduró la doctrina de que las comunidades rabínicas constituían un daño para la fe cristiana debiendo ser suprimidas. De este modo invertían sustancialmente los términos de la doctrina agustiniana hasta entonces vigente y prepararon los recursos necesarios para llegar a una solución final.
Las persecuciones desencadenadas por los cruzados fueron episódicas y contaron con la censura y resistencia de las autoridades. El antijudaísmo del siglo XIII fue, en cambio, una demanda sistemática de suprimir la religión del Talmud. Es cierto que esta tendencia se vio favorecida por la aparición de un sector social de mercaderes y banqueros cristianos que hacía menos necesaria la colaboración judía, pero se trata, fundamentalmente, de un hecho religioso. Ello nos obliga a volver a la doctrina de San Agustín: si la Iglesia es verdadero y definitivo Israel y el Antiguo Testamento sólo puede ser comprendido a través del Nuevo, la única consecuencia que puede extraerse es que Dios ha conservado a los ju díos no por méritos propios sino en razón de la utilidad que tienen para el Cristianismo, al ser depositarios de los textos en que se contiene la Promesa ya cumplida. Respetar y amparar a los judíos es cumplir la Voluntad de Dios. Los Papas habían protegido a los judíos cada vez que esto fuera necesario y sólo se mostraron reticentes en relación con el proselitismo (conservar no significaba ampliar) si bien aquí surgieron pocos problemas porque muy pronto los ju díos renunciaron a ejercerlo.
Desde San Anselmo († 1109) había introducido con gran fuerza en la Teología cristiana la idea de la absoluta racionalidad de la fe: esa certeza absoluta que la Revelación comunica al hombre, constituye en realidad la cúspide de la razón humana; no podría ésta llegar más lejos. Con las solas fuerzas de la razón y la experiencia, puede el hombre adquirir evidencias ciertas, pero sólo Dios puede garantizar la inerrabilidad. La consecuencia era ésta: si los judíos rechazan el cristianismo, que es certeza absoluta y cúspide de la racionalidad humana, es porque ellos se mantienen en una fe y tradición irracionales. Pedro el Venerable, abad de Cluny († 1156), estableció que el Talmud debía contemplarse como una modificación sustancial de la Sagrada Escritura. Aquel judío aragonés llamado Moisés —apadrinado en su bautismo, el año 1106, por el rey, permitiéndole tomar los nombres de Pedro Alfonso—, aportó un poderoso argumento a los detractores del Talmud explicando que se había convertido porque en el cristianismo había encontrado una racionalidad de la fe que faltaba en los absurdos e irracionales comentarios de los rabinos. A pesar de todo, Pedro el Venerable, en su Tractatus, seguía defendiendo la doctrina de la «hebraica veritas», pues la conservación de la Biblia en su lengua original era garantía para todos.
De este modo se establecía una distinción: respetable la Mishnah no lo era en modo alguno la Guemarah y, mucho menos, los comentarios y explicaciones de los maestros posteriores a Jesucristo. Franciscanos y también algunos dominicos mostrarán una actitud bien distinta. Las dos Órdenes mendicantes aparecieron en un momento de plenitud de la Iglesia que se corresponde con el Pontificado de Inocencio III (1198-1216) pero que es, al mismo tiempo, de enfrentamiento con problemas muy radicales: Hattin ha dado la señal de retroceso de los cristianos en Oriente, los movimientos heréticos en Occidente eran perturbadores y se hacía necesaria la convocatoria de un Concilio que adoptase medidas. Los judíos tuvieron noticia de que se preparaban medidas serias que les afectaban y así celebraron asambleas rabínicas para estudiar el modo de interceder cerca del Papa a fin de que tomara postura en su favor. Los temores se vieron confirmados. El decreto Sicut iudaeis del IV Concilio de Letrán registraba modificaciones muy serias respecto a la línea adoptada por Inocencio III en su Constitutio pro iudaeis.
Los mendicantes se presentaban a sí mismos como verdaderos misioneros encargados de conseguir un movimiento de conversión de la sociedad. Al principio, y especialmente los fundadores, se mostraron amigos y protectores de los judíos: no debían ser objeto de violencia. Pero las nuevas promociones de frailes, reclutados siempre en medios urbanos, les predisponía contra aquellos que veían resistentes a sus esfuerzos de conversión: los éxitos judíos en el comercio y en los negocios suscitaban envidia y emulación. En Inglaterra organizaron predicaciones en los barrios judíos, tratando de atraerlos a la verdadera fe. Hay datos concretos. En 1247 dos franciscanos dirigen la encuesta en torno a un supuesto asesinato ritual de una niña, acaecido en Valrias. Una acusación semejante en 1288 permitirá a algunos dominicos y franciscanos organizar un tumulto contra los judíos de Troyes.
Gregorio IX estableció el procedimiento inquisitorial. Se trataba, en principio, de recabar para los eclesiásticos la exclusiva competencia en los delitos referidos a herejía, a fin de impedir que tales delitos fuesen utilizados como medios políticos por el emperador y los otros soberanos. El Papa confió a los dominicos el ejercicio de este procedimiento para evitar las presiones temporales sobre los obispos. Sólo los cristianos quedaban sometidos a su jurisdicción. Por consiguiente, entraban en esta consideración los conversos que trataban de volver al judaísmo, un gesto que se calificaba ya de «herética pravedad». No tardaron en producirse acusaciones desde la propia Inquisición contra los maestros judíos, que fueron acusados de fomentar doctrinas heréticas perjudiciales para el cristianismo. En 1267 la bula Turbato corde de Clemente IV extendió la competencia de los inquisidores para que pudiesen citar a los ju díos como testigos en aquellos asuntos en que se hubiesen producido casos de judaizantes y, desde luego, para intervenir contra quienes hubiesen procurado la abjuración. Los Papas posteriores confirmaron y matizaron estas disposiciones: el procedimiento inquisitorial no era aplicable a los judíos, pero éstos podían ser requeridos para que compareciesen como testigos en sus pleitos.
Durante la vigencia de la doctrina agustiniana, que cesa en el momento en que se dicta sentencia contra el Talmud, se produjeron, como hemos visto, las primeras acusaciones contra los textos rabínicos y también las persecuciones violentas que hemos examinado. Se había creado una atmósfera malsana y negativa en torno a los judíos, de modo que para muchos las violencias y persecuciones parecían justificadas. A pesar de todos estos obstáculos, pero gracias a la protección tolerante de las altas instancias civiles y eclesiásticas, en el siglo XIII se registraba un crecimiento cuantitativo y cualitativo de la comunidad judía.
2. El choque más importante entre judíos y cristianos surgió como una consecuencia de la querella en torno a Maimónides. Fue suscitada en Castilla por Meir ben Todros ha-Levi Abulafia (1170-1224) que combatió ásperamente las doctrinas que aquél había formulado en torno a la resurrección. La mayor parte de sus comentarios al Talmud no ha sobrevivido, pero basta lo conservado para que comprendamos la adhesión que mostraba al estricto cumplimiento de la Ley. Su sobrino, Todros ben Josef Abulafia (1225-1285) que fue rabino mayor durante el reinado de Alfonso X y uno de sus colaboradores, que denunciaba ásperamente la vida licenciosa de los judíos cortesanos, avanzaría aun más en la tendencia al misticismo: su Otzar laa-Kavod (Tesoro de gloria) está lleno de doctrinas gnósticas y de explicaciones esotéricas en relación con la Escritura.
De este modo, la divergencia respecto al racionalismo defendido por Maimónides y sus partidarios suscitaba, en el sefardismo, una fuerte corriente mística que tuvo en la segunda mitad del siglo XIII una especie de momento culminante, con otro de los miembros de la misma familia, Abraham ben Samuel Abulafia. Los rabinos, dirigidos por Salomon Adret le acusaron de tener pretensiones mesiánicas, ya que con su «qabbalismo profético» anunciaba el inminente fin del mundo.
Partiendo de la teoría de que las letras del alfabeto hebreo constituyen los elementos del nombre de Dios, Abulafia sostenía que el verdadero camino hacia la contemplación divina consistía en una meditación sobre el nombre de Dios y que la «ciencia de la combinación de las letras» permitía acceder al puro pensamiento. Las doctrinas de Abulafia influirían en el siglo XVI a los qabbalistas de Safed. No sólo en España; también en Provenza se había alzado un fuerte movimiento contra Maimónides a causa de la defensa que éste hiciera del conocimiento racional. Rabi Solomon ben Abraham, de Montpellier, apoyado por sus discípulos, David ben Saul y Jonás ben Abraham Gerundí trató de suscitar en el norte de Francia un movimiento consiguiendo que la mayor parte de sus rabinos firmasen un documento que prohibía el acceso a las obras de Maimónides.
Parecía, en consecuencia, que sefardim y askenazim iban a dividirse en un cisma de incalculables consecuencias. Cuando Solomon ben Abraham regresó a Montpellier, en 1232, al tiempo que promovía la expulsión de aquellos a quienes se tildaba de «averroístas», acudió a los inquisidores dominicos tratando de constituir un frente único, judeo-cristiano, contra Maimónides. Consiguió una especie de sentencia que condenaba a la hoguera las obras reputadas como peligrosas. Era demasiado. Judah y Abraham ibi Hasdai, de Barcelona, consiguieron de sus comunidades que enviaran un escrito a las aljamas de Castilla y de los reinos de Aragón declarándose en favor de Maimónides. Y hasta Josef ben Todros Abulafia, cuyo antimaimonismo era bien conocido, elevó una protesta en toda regla: mezclar a los gentiles en una cuestión que pertenecía a la contextura íntima del judaísmo era uno de los errores y daños más graves que podían cometerse. Permitir que los inquisidores quemasen libros hebreos era lo mismo que enviar a la hoguera la palabra y el nombre de Dios. Rabi Samuel Abraham Saporta dijo que la conducta de las comunidades de Francia equivalía a una profanación pública del nombre divino.
Hay, en todo esto, mucha retórica y no poco de ficción literaria. Muchos historiadores modernos han tomado la noticia al pie de la letra, como si los frailes hubieran amontonado en la calle ejemplares de las obras de Maimónides para ponerles fuego. La única noticia fidedigna es aquella que nos da Kimhi, según la cual Salomon ben Abraham presentó a los inquisidores una denuncia contra Maimónides, al que acusaba de averroísmo, y que esta denuncia fue recibida. Pero no consta que se haya producido sentencia o ejecución. Salomón gozaba entonces de muy buena reputación. El resultado de su denuncia fue, sin embargo, fortalecer en los teólogos cristianos la conciencia de que el judaísmo estaba actuando como portador de doctrinas peligrosas. Los modernos historiadores judíos prefieren otra versión más favorable a sus antepasados, que excluye la intervención de los rabinos en este proceso que condujo a la inclusión de Maimónides entre los acusados de averroísmo.
De todas formas, la denuncia presentada significaba un serio perjuicio para los judíos: los inquisidores de Montpellier, dirigidos por el cardenal Romanus estaban ahora en condiciones de probar que, de acuerdo con su propio testimonio, los judíos se hallaban en posesión de libros que eran peligrosos para la fe. Por su parte, los hebreos se mostraban unánimes albergando un temor fundado a que la Inquisición llegara a intervenir en la vida interna de sus comunidades. Había un fondo real en estos temores pues aprovechando las denuncias contra Maimónides, los inquisidores pretendían extender su jurisdicción alegando que también ellos debían intervenir en los delitos de herética pravedad contra el Antiguo Testamento.
Resumiendo esta cuestión puede formularse el supuesto de que las desventuras de las dos grandes comunidades judías se iniciaron precisamente a causa de la querella en torno a la recepción o rechazo de Maimónides. Luego se extendió a otros muchos aspectos, ya que era imposible detener las acusaciones y sospechas. La iniciativa de rabi Salomón, aunque no hubiera pasado de ser un aviso o advertencia, tuvo repercusiones muy graves. Rabi Hillel ben Samuel de Verona (1220-1295) lo advirtió a sus correligionarios haciendo la defensa a ultranza de Maimónides. Habían encendido una hoguera contra el gran maestro; ahora se extendería a todas partes.
3. En 1236 un converso procedente de La Rochelle, Nicolás Donin, que vestía el hábito de los mendicantes, presentó al Papa Gregorio IX una amplia denuncia contra el Talmud y sus consecuencias, la liturgia judía, los comentarios rabínicos, etc., declarando que contenían injurias muy graves contra el cristianismo. Los historiadores no están de acuerdo a la hora de establecer los motivos que impulsaron a Donin: parece que había recibido el herem de sus correligionarios antes de convertirse. Greyzel supone que los textos aducidos por el acusador no eran talmúdicos sino de maestros karaitas, que aún circulaban en las comunidades europeas. El Papa no quiso obrar con precipitación, probablemente porque juzgaba necesario recabar previos asesoramientos.
El 9 de junio de 1239 Gregorio IX, que estaba preparando ya la convocatoria de un Concilio que tendría lugar finalmente en Lyon, entregó a Donin un breve con instrucciones muy precisas para el arzobispo de París, Guillermo de Auvergne. Se comunicaron simultáneamente a los reyes de Francia, España e Inglaterra. Se indicaba que en un día determinado, primer sabath del mes de Lent (3 de marzo de 1240) debía hacerse por sorpresa una recogida de libros en las sinagogas a fin de que pudieran examinarlos expertos teólogos dominicos y franciscanos. Aquellos que fuesen peligrosos para la fe cristiana serían enviados a la hoguera. Sólo Luis IX se mostró dispuesto a cumplir la orden del Papa, aunque impuso una condición: los judíos tendrían la posibilidad de defenderse de las acusaciones que contra ellos se habían formulado.
En consecuencia fue convocado un debate, presidido por la reina Blanca, madre de San Luis, a fin de que pudieran contrastar sus argumentos el converso Donin y el más prestigioso de los rabinos de Francia, Jehiel de París, también conocido como Sir Vives. No se trataba, en modo alguno, de una discusión entre iguales: Jehiel y otros tres rabinos, Judah ben David de Melun, Samuel ben Solomon de Chateau-Thierry y Moses ben Jacob de Coucy, fueron convocados para responder a las preguntas que les formularía el canciller de la Universidad de París, Eudes de Chateauroux. Se trataba, por tanto, de una investigación. Como los dos primeros mencionados dieron respuestas que coincidían de modo absoluto, en las sesiones del 25 al 27 de junio de 1240, se decidió no importunar a los otros dos. Se trata de un episodio bien documentado y, por consiguiente, conocido en sus dos versiones, ya que se conservan los textos que redactaron los amanuenses cristianos y también el memorando hebreo en que Jehiel conservó la memoria de su disputa con Donin, recientemente publicado. Los cristianos invocaron la autoridad del Papa, expresada en la carta del 3 de marzo de aquel mismo año.
La argumentación pontificia, recogida por Dudes, era ésta: los judíos, no contentos con olvidar e incumplir la Ley que Dios les había dado, inventaron para suplantarla otra a la que llaman Talmud (enseñanza), la cual es un producto de sabios y escribas que la han puesto por escrito y se impone a todas las comunidades. De este modo, el judaísmo talmúdico incurría en herejía contra el Antiguo Testamento, no menos grave que la que cometen otros contra el Evangelio. En segundo término: mientras que los cristianos, movidos por su piedad hacia el Pueblo de Israel le consienten que habite en su territorio, sus miembros responden insultando en sus libros a los cristianos y aborreciendo a Moisés y los Profetas, esto es, a la tradición bíblica que unos y otros tienen en común. Tercera: los judíos sustituyen la Biblia por el Talmud que contiene blasfemias contra los cristianos. En consecuencia —esto es algo que Inocencio IV repetiría con mayor énfasis— no cabe duda de que el Talmud debe considerarse perverso, tanto desde el punto de vista de la tradición judía como de la fe cristiana.
Las tres acusaciones concretas que en París se formularon venían a ser la síntesis de los 35 artículos que Donin entregara a Gregorio IX. Del modo siguiente:
a) Afirmaba el converso que los judíos pretenden haber recibido de Dios una Ley Oral que coloca a los rabinos por encima de la sabiduría de los Profetas. Por eso obligaban a sus hijos a apartarse de la lectura directa de la Biblia teniendo que someterse a las enseñanzas del Talmud.
b) El Talmud muestra su hostilidad a los cristianos. Como prueba de este aserto Donin presentaba aquella ley talmúdica que permite la anulación de los votos lo que, a su juicio permitía a los hebreos incumplir los contratos que hubiesen firmado con cristianos.
c) Los textos del Talmud llaman adúltera a la Virgen María e insultan a Jesús, al Papa y a la Iglesia en términos de inaceptable obscenidad.
En el debate, Donin afirmó que podía probar que el Talmud tenía sólo 400 años. Sin duda exageraba partiendo por la mitad su edad. Jehiel protestó: en la conciencia judía tenía 1.500 años o más. Exageraba también duplicando el plazo. Añadió que, rechazando el Talmud, Donin se había hecho culpable de herejía y por esta razón había sido excluido de la sinagoga quince años atrás; pues cada pasaje de la Escritura necesita de una interpretación y esto es lo que proporciona el Talmud. En consecuencia quien le rechaza está rechazando la enseñanza verdadera. En este momento Donin preguntó a Jehiel si creía todo lo que decía el Talmud. Respondió el rabino que todo judío está obligado a creer en la interpretación talmúdica de la Escritura en lo que se refiere a la ley, pero que la creencia en leyendas o pequeñas historias adherida es meramente opcional. A la acusación que se le formuló de que el Talmud atribuye caracteres antropomórficos a Dios respondió Jehiel citando pasajes de la Biblia que así lo hacen sin que los cristianos pongan inconveniente. Afirmó finalmente el rabino que el Talmud le parecía indispensable para llegar a una correcta interpretación de la Ley y que sólo permaneciendo en él puede considerarse como fiel judío; quien lo rechaza, como Donin hiciera, sólo puede considerarse infiel.
Llegó entonces el punto culminante del debate. Donin mostró aquellos pasajes del Talmud en que se injuria a Jesús, condenado eternamente al pozo de estiércol, a María, a José y a los discípulos, afirmando que con estas falsedades se impedía a los judíos que accedieran a la verdadera fe. Jehiel replicó que no había que referir tales cosas a Jesús de Nazareth; no todos los que se llaman Luis son reyes de Francia. Por otra parte no era únicamente el Talmud obstáculo para la aceptación del cristianismo, pues todas las enseñanzas judías coinciden en ese punto y no puede admitirse a Jesús como Mesías. Ese Jesús, añadió, que menciona el Talmud incurrió en la justa ira de los sabios de Israel rechazando la tradición correcta que enseñaban los fariseos, y «no hizo sólo esto sino que defraudó a Israel, pretendió ser Dios y negó la esencia de la fe». El famoso rabino hubo de admitir ante sus interrogadores que en un pasaje del Talmud se dice que Jesús fue justamente ejecutado por sus crímenes, pero esta no era una tesis que los talmudistas hubieran inventado ya que se trataba de una creencia que compartían todos los judíos.
La acusación, tal como la habían presentado los maestros cristianos había recibido la prueba que éstos esperaban: las enseñanzas talmúdicas eran contrarias al cristianismo y, en consecuencia, peligrosas para éste. Jehiel intentó tomar la iniciativa, a fin de sostener el ánimo de sus correligionarios, acusando a Donin en su calidad de antiguo judío, de infidelidad. El herem contra él pronunciado debía considerarse justo. Pero esto significaba que, por ambas partes, se habían roto los puentes de comunicación. Los conversos, por el hecho de serlo, estaban condenados, desde el punto de vista judío. Pero los talmudistas también, desde el cristiano.
El tribunal que presidía Eudes de Chatearoux, que contaba con el consenso de los maestros de la Universidad de París, pronunció una sentencia condenatoria del Talmud. Un tribunal de Roma confirmó la sentencia. Un dominico, Enrique de Colonia, convenció a San Luis de la conveniencia de llevar a cabo una ejecución pública. En consecuencia en 1242 más de treinta carretadas de Talmudes confiscados se depositaron en la plaza de la Grève formando una pira a la que se prendió fuego.
4. La sentencia dictada y ejecutada contra el Talmud venía a significar el abandono de la doctrina agustiniana acerca de la conducta a observar en relación con los judíos, ya que éstos dejaban de ser considerados como custodios de la Sagrada Escritura y garantes de la autenticidad de sus textos en la lengua original para convertirse en falsificadores de la misma y propagadores de doctrinas muy peligrosas para los mismos cristianos. Esta postura no era enteramente nueva; desde la época de Justiniano y sus leyes antijudías se venía presentando el argumento de que los rabinos desviaban a sus fieles de la verdad contenida en la Biblia, ya que si se atuviesen a ella sabrían que Cristo era verdadero Mesías y se convertirían. Tal doctrina había sido formulada, entre los occidentales, por Agobardo en su De iudeorum superstitionibus atque erroribus, de donde la tomaran el converso Pedro Alfonso y el abad de Cluny, Pedro el Venerable, arriba mencionados. Desde mediados del siglo XIII se insiste en una tesis: los judíos deben ser sustraídos a la influencia de sus rabinos y sacados de su error para que se conviertan. Los que llamamos debates no eran otra cosa que catequesis desde el punto de vista cristiano.
Ésta fue la tarea a la que se entregaron los mendicantes con entusiasmo. No es correcto contemplarla como una expresión del procedimiento inquisitorial ya que éste sólo podía aplicarse a los conversos y en la mayor parte de los países como sucedía en Castilla y Portugal ni siquiera había sido introducido. De las decisiones tomadas en 1240-1242 salieron dos consecuencias: ataque sistemático a las doctrinas sustentadas por los maestros judíos, basadas todas ellas en el Talmud, y propósito de llevar el conocimiento de la doctrina cristiana a los judíos. El judaísmo dejó de ser definido como una verdad anterior al cristianismo y que debía ser completada mediante la adopción de éste, para ser considerado como una falsificación: tal es la tesis que sostiene el famoso maestro Alejandro de Halles en su Summa. Las autoridades, que ignoraban el hebreo, consideraban que todos los libros escritos en esta lengua eran dañinos. Estamos ante las primeras raíces de esa calificación de brujería para «los signos cabalísticos». En 1244 los libros que poseía el fallecido David de Oxford fueron confiscados para evitar los peligros del contagio, y en 1251 se produjo una quema de libros en Bourges. Nadie, entre los cristianos, dudaba de la perversión del Talmud. Tampoco nadie, salvo los conversos, tenía acceso al mismo.
El Papa Alejandro IV, tras renovar las sentencias ya pronunciadas, recomendó a todas las autoridades proceder a la recogida de ejemplares del peligroso libro. Clemente IV, francés, en una bula dirigida a Jaime I, Damnabili perfidia iudaeorum, reprendía a éste porque siguiera consintiendo a los judíos de su reino el libre empleo del Talmud; disponía que los mendicantes procediesen a examinar todos los ejemplares allí existentes a fin de eliminar aquellos que contuviesen injurias contra el cristianismo. Esta misma orden sería cursada por Honorio IV en 1286 refiriéndose a Inglaterra. En 1320 Juan XXII explicó que los cristianos que leían el Talmud, se pervertían. Los reyes, en general, respondieron efectivamente a estos mandatos; los que hacen excepción se limitaron a guardar silencio. En 1254 una disposición de Luis IX reiteró la orden de que fueran quemados los Talmudes, dando así respaldo a la ejecución de 1242. Tras la expulsión de 1306 hubo un retorno parcial, dispuesto por Luis X, en 1315: pero una de las condiciones era que no pudiesen traer consigo ejemplares del Talmud. Se daría amplia difusión al testimonio que en 1320 un converso, cuyo nombre judío fuera Baruch, prestó ante un tribunal de Pamiers; se trataba de una víctima de la violencia de los Pastorellos. Cuando uno de los bautizados a la fuerza quería retornar al seno de la comunidad era sometido a una ceremonia infamante: se rapaban las uñas y el pelo y se lavaba todo el cuerpo con chorros de agua a fin de eliminar las manchas que el bautismo dejaba; ese mismo ritual se aplicaba a las mujeres no hebreas antes de que pudiesen ser admitidas en la comunidad mediante matrimonio con un judío.
La catequesis se había iniciado antes de las sentencias de 1240; los historiadores judíos se refieren a ella considerándola un debate porque éste era, siempre, el intento de los rabinos, haciendo de sus respuestas una especie de planteamiento doctrinal alternativo. Pero tenemos el testimonio que, hacia 1230, redactó rabi Meir ben Solomon de Narbona cuando fue citado para uno de estos encuentros, en el que se iba a tratar de una manera especial el tema de la usura. El fraile dominico encargado de la operación, acompañado de muchos colegas, entró en la sinagoga mayor y pronunció un sermón al que los judíos tuvieron que atender en silencio y sólo después se permitió al rabino responder a las preguntas que se le habían formulado. Con posterioridad, Jaime I formularía una disposición declarando obligatoria la asistencia de los judíos a tales sermones (1242).
En 1278 el Papa Nicolás III incluyó, entre las misiones de los frailes, ésta de predicar a los judíos: esta disposición se había redactado en términos moderados pero muy pronto los Pontífices y reyes tuvieron que moderar el ímpetu de los mendicantes porque se extralimitaban. Los judíos elevaban sus quejas. Felipe IV algunos años antes de que decretara la expulsión, liquidando el problema, tuvo que hacer fuertes reconvenciones distribuyendo ejemplares de la bula Turbato corde de Gregorio X en que se advertía muy seriamente a los inquisidores que carecían de potestad sobre los judíos. Puede decirse que los frailes, a lo largo del siglo XIII, elaboraron un programa muy completo consistente en inducir a los judíos, mediante el temor, a que se hiciesen cristianos: quemando libros, predicando en tonos muy amenazadores e invadiendo las sinagogas creaban un ambiente de inseguridad que se reflejaba también en la población cristiana que se convencía, más y más, de que los judíos eran gente odiosa. Toda esta campaña desembocaría, en el siglo XIV, en nuevos asaltos a las juderías.
5. También en España las relaciones entre las dos comunidades se hicieron más ásperas en el correr del tiempo. Algunas veces saltan a primer plano relaciones que podemos calificar de afectuosas como las de Alfonso X con algunos de sus colaboradores o de su nieto don Juan Manuel con el médico ibn Wakar, pero pueden considerarse como excepciones a una regla general inexorable. Las calumnias, verdaderos «estereotipos para el odio», tenían dos vertientes, religiosa y social. Antes de que concluyera el siglo XIII detectamos el inicio de una trayectoria que iba a conducir a los europeos del antijudaísmo al antisemitismo. Los judíos usaban la lengua hebrea en la sinagoga, pero en la vida ordinaria se servían de las lenguas romances peninsulares.
La primera leyenda tendía a rodear al judío de signos tenebrosos. Las letras que forman el alefato eran consideradas por los qabbalistas —un movimiento que se desarrolla precisamente en España durante este tiempo— como portadores de dos mensajes, uno literal y el otro místico. Los cristianos, que conocían algo de esto, las pusieron en relación con la brujería y nigromancia: trazar «signos cabalísticos» es tanto como decir conjuros. Una barrera de temor ante supuestos pactos con las fuerzas ocultas fue naciendo entonces en España; ha perdurado a través de muchos modelos literarios. Con el tiempo, las ciudades trataban de reducir el espacio de habitación de que disponían los judíos, intensificando su aislamiento: el gusto por las especias fuertes significaba olores en el ambiente que fueron interpretados como suciedad. La realidad era bien distinta pues la higiene en las comunidades judías, como se comprobó durante la Peste Negra, superaba a la de las comunidades cristianas. Todo esto bastaba para crear la imagen del judío errante, sucio y torcido, inclinado a la hechicería.
Una sociedad que rendía culto a la espada y daba nombre propio a ésta y al caballo, se vinculaba necesariamente al vigor físico y a las costumbres violentas. Motejaba a los judíos, privados del uso de las armas y alejados del oficio militar, de cobardes. Por experiencia larga, el judío sabía muy bien que era la suya la parte más débil y que toda su seguridad dependía de que fuera capaz de rehuir el peligro en lugar de enfrentarse con él: cualquier grupo social minoritario y amenazado, que vive bajo una techumbre ominosa, temiendo a cada instante que pueda desplomarse sobre él, no puede evitar los gestos de temor. De este modo se formó el otro estereotipo, tan grato a los propagadores del antijudaísmo: asustadizo y débil, huye y se esconde. No se tuvo en cuenta el valor que muchos judíos desplegaron en tiempo de persecuciones, prefiriendo la muerte a la apostasía.
Se sumaban a estas denuncias otros dos vicios: avaricia y apego al dinero. Los judíos, rodeados en Europa de tantas restricciones económicas, se acostumbraron a pensar que el modo fiable de riqueza estaba constituido por los bienes muebles, únicos sobre los que podían ejercer la nuda propiedad. Y tenían que ocultarlos cuidadosamente pues se les hacía frecuente objeto de confiscaciones. Era preciso aguzar el ingenio buscando subterfugios que les permitieran salvarlos en el momento de la fuga o destierro. En España había una mayor amplitud que entre los askenazim: en 1492 —condición generosa que no se había dado en las expulsiones anteriores— se les permitió vender los inmuebles y convertir todo en letras de cambio; muchos bienes judíos se perdieron en la operación. La experiencia, desde el siglo XI, les enseñaba que sólo aquello que habían podido llevar consigo, cuidadosamente oculto o empleando los medios bancarios indirectos, servía después de plataforma para reconstruir su existencia en ese nuevo exilio. La adhesión a los bienes de mucho valor y poco peso —como las piedras preciosas o los metales finos— les era atribuida a avaricia.
Por esta vía llegamos a Shylok, el famoso personaje de Shakespeare en El mercader de Venecia: sucio, cobarde, astuto, avaricioso y usurero, buscaba sólo el daño de los cristianos a quienes odiaba. Nuestra literatura está llena de modelos semejantes. Los rasgos esenciales del boceto se trazaron en la Edad Media y los esfuerzos realizados por las últimas generaciones no han conseguido disiparlos por completo.
Fueron, sin embargo, las acusaciones relacionadas con su comportamiento religioso las que desencadenaron las más graves consecuencias. En los siglos duros de la Edad Media, cuando la servidumbre resultaba recurso para asegurar la pervivencia de los campesinos pobres, vinculándolos a la tierra, ésta tenía que ser protegida de los préstamos usurarios que, dada la escasez del dinero, devengaban intereses muy altos. La usura, situada por encima del 33 %, se convirtió en uno de los pecados más aborrecibles. Nada tan fácil como generalizar: en España donde sólo una minoría de ju díos se dedicaba a operaciones de crédito, la práctica de la usura fue atribuida a todos. Ha llegado hasta el siglo XX la expresión corriente, «ir al judío», como equivalente de recurrir a las casas de empeños. Resultaba muy difícil distinguir entre créditos legítimos y préstamos usurarios.
Partiendo del odio de los judíos al «nombre cristiano» se desencadenaron mentiras y calumnias de muy diverso tipo. Por ejemplo se decía que los médicos trataban de envenenar a sus pacientes. Se llegó tan lejos que en algunas comarcas se les autorizaba únicamente a diagnosticar la enfermedad recetando los remedios oportunos, pero sólo los boticarios cristianos podían preparar las medicinas. En 1321 circuló por Castilla la noticia de que los judíos se habían puesto de acuerdo con el rey de Granada para que éste les proporcionase leprosos que, bañándose en los ríos comarcanos, podían extender su terrible enfermedad a la población cristiana. Naturalmente también llegó a España la doble calumnia del «crimen de sangre» y la «desecración de la Forma». Ahí tenemos la curiosa leyenda de Santo Dominguito del Val, cuyos restos habían venido misteriosamente de Inglaterra. Insistamos en un aspecto vital: los calumniadores cuentan con la ventaja de ser siempre creídos; no necesitan lógica en sus leyendas.
La comunidad sefardí fue creciendo en medio de un pasillo de odios: por eso se mostró en ella una tendencia al cierre de posiciones; había que afirmar a toda costa las esencias del judaísmo. Tras la muerte de Abraham ibn Daud se fue imponiendo en las escuelas rabínicas la tendencia a rechazar las tentaciones del racionalismo: en muchas de ellas, como hemos anotado, se llegó a prohibir la lectura de Maimónides. Su famoso pensamiento acerca de que la Ley revelada descubre el orden existente en la Naturaleza fue considerado peligroso, como si Dios quedase reducido a ser el Activo Intelecto de Averroes. El término averroísmo para definir las corrientes próximas al materialismo, fue tomado por los cristianos de los judíos. Conviene advertir que Averroes estaba siendo mal interpretado: jamás había defendido el materialismo.
Durante siglo y medio cinco generaciones sucesivas de sabios y pensadores, Nahmánides, Solomon ibn Adret, Asher ben Yehiel, venido de Alemania Isaac ibn Sheshet y Hasdai Crescas, ahondaron en ese valor fundamental del judaísmo que consiste en el amor a la Torah, precioso regalo de Dios y fuente de saber que supera la verdad pero no la destruye. Conocer, dijeron, rememorando el profundo sentido bíblico de esta palabra, tan relacionado con el matrimonio, no consiste únicamente en ejercer las potencias racionales; el principal protagonismo corresponde a la voluntad. Sólo se conoce verdaderamente aquello que se ama. En este sentido Abraham conoció a Sara y ambos engendraron a Isaac.
Para las autoridades judías, como para las cristianas, el averroísmo, en esos años de tránsito de los siglos XII al XIII se presentaba como un desorden social porque rechazaba la relación personal entre el hombre y Dios, su Creador, sometiendo al primero al orden necesario que impera en la Naturaleza. Frente a él, la conciencia judía se esforzó en defender la profunda doctrina de que Yahvé había escogido a su Pueblo, haciendo de él un vaso de elección, pero reclamando una respuesta libre. Esta doctrina hacía surgir un interrogante, al que judíos y cristianos dieron respuestas muy divergentes:
— Nahmánides explicaría a Jaime I cómo el galut es un proceso de purificación enderezado a limpiar los pecados del Pueblo. Sufriendo en él los judíos tenían la muestra del amor de Dios que trata de reparar el desorden causado por la culpa.
— A esto oponían los exegetas cristianos que Dios castiga la «perfidia» —resistencia a la fe de los judíos—, pues habiéndole enviado a su Hijo, en cumplimiento de la Promesa, ellos le habían rechazado reclamando incluso su muerte. Así se hicieron acreedores al destierro y desarraigo, condenados a vivir sin tierra propia, errando, como Caín, por los caminos del mundo.
6. Los ataques a fondo por parte de los dominicos, que presentaban al judaísmo como una amenaza para la fe cristiana, encaminaban a las comunidades establecidas en Occidente a una completa destrucción. Bastaba un razonamiento simple. Si el judaísmo, entendido desde el punto de vista religioso de los cristianos, debe considerarse como un mal, no puede aspirar a otra cosa que a la simple tolerancia en tanto en cuanto no haya poderosas razones que reclamen su supresión. Y éstas comenzaban a presentarse con la sentencia contra el Talmud y la alarma que en sociedad despertaba la práctica de la usura. De este modo, desde finales del siglo XIII, se despertaba la conciencia de que una «solución final» podía venir de una intensificación en las predicaciones y posteriormente de la expulsión de quienes se resistiesen a la catequesis.
Las fuertes campañas de fray Bartolomeo d’Aquila resultaron decisivas para la liquidación de una de las comunidades más fuertes, en Apulia. En 1270 Carlos de Anjou, que inauguraba el gobierno de esta dinastía en Nápoles, dando un giro de 180 grados a la política proteccionista de Federico II y su hijo Manfredo, ordenó retirar los Talmudes y aquellos otros libros que los predicadores juzgaran peligrosos para la fe cristiana. Las Vísperas y el establecimiento de la Casa de Aragón en Sicilia, pudieron ser considerados por los judíos como un suceso favorable pues Pedro III, enemistado con la Sede Romana, les otorgó su protección en línea con la conducta de los Staufen. Los inquisidores lograron en 1288 que Carlos II decretara la expulsión de los judíos de los señoríos de su linaje en Francia, esto es, Anjou y Maine, y le plantearon como un serio problema la densidad de población judía en el reino de Nápoles: demasiado numerosos e importantes, los judíos de Apulia no podían ser expulsados; en consecuencia se decidió aplicar la otra alternativa de intensidad en la catequesis. No conocemos con exactitud los procedimientos empleados por los predicadores aunque estamos convencidos de que entre ellos estaban tanto las presiones morales como las ventajas económicas.
Es indudable que hubo conversiones masivas: por ejemplo una comunidad napolitana ya convertida, pudo transformar su sinagoga en iglesia cristiana porque había dejado de prestar servicio. Pero fray Bartolomeo no estaba contento: acusó a los judíos de Apulia de haber cometido dos delitos, practicar la circuncisión en un descendiente de conversos y proceder a la supresión de los efectos del bautismo en un joven que recibiera el sacramento. Exigió, en consecuencia, a Carlos II un mayor rigor en las presiones. Parece, pues, que en la última década del siglo se llevó a cabo una tarea muy fructífera. Tenemos noticias de que en 1294 un total de 1.300 familias de conversos se hallaban exentas de impuestos, porque ésta era la condición que se les había otorgado a cambio del bautismo. No estamos en condiciones de decir si este número relativamente elevado abarcaba a toda la antigua comunidad. La tradición judía guarda el recuerdo de que muchos huyeron a fin de conservar su fe.
Las juderías prácticamente desaparecieron: en 1302 el cementerio judío fue suprimido porque ya no había familias que lo utilizasen para sus deudos. Muchos años más tarde Solomon ibn Verga, autor del conocido libro La vara de Judá, recoge una tradición judía según la cual en Nápoles y en Trani se había colocado a los judíos en la alternativa de elegir entre el bautismo y la muerte. De esta compulsión se hace responsable al rey Carlos II que estaba convencido de que estaba cumpliendo con ello sus deberes de cristiano.
7. Pareja importancia a la de fray Bartolomeo tiene fray Bernardo Gui. Nacido en Rogère en 1261 o 1262, ingresó en la Orden de los predicadores en 1280, recibiendo una profunda formación en Lógica, Física y Teología. Llegó a ser, en consecuencia, uno de los más brillantes maestros dominicos en un momento en que éstos contaban con las figuras más sobresalientes de la intelectualidad católica. Profesor entre 1290 y 1294 pasó a ejercer funciones de juez inquisidor en Toulouse entre 1307 y 1320. Fue entonces cuando suscitó, como un problema muy grave, el que planteaban los conversos que retornaban al judaísmo o trataban de continuar con sus antiguas costumbres. Éste es el delito que se llama judaizar. Pasó sus últimos años en Lodève, donde murió en 1331.
Autor muy prolífico, se conservan de él treinta y cuatro obras. Una de ellas, Practica inquisitionis heretice pravitatis que es una especie de manual que complementa las famosas Instrucciones redactadas por San Raimundo de Penyafort, nos ilustra profusamente acerca de este delito concreto de conservación del judaísmo por parte de los ya bautizados, que se inscribe en la herética pravedad. Desciende a menudos detalles como la detención e interrogatorio de herejes, modo de pronunciar sentencias, penas que deben imponerse, etc. Puede ayudarnos a comprender el esquema saber que se sentenciaba a una multa de cien libras turonenses a aquellos ju díos que inducían a un converso a volver a su antigua religión; además tendrían que jurar sobre la Torah y por la ley de Moisés que denunciarían ante la Inquisición a todos los judaizantes.
Bernardo Gui sostenía la tesis de que siendo los jueces inquisidores los encargados de todos los delitos de herética pravedad no debía hacerse salvedad de personas otorgándoseles jurisdicción sobre los judíos cuando de dichos delitos se trataba. Y siguiendo la línea de Nicolás Donin propuso que se exigiese de todos los judíos un juramento de no blasfemar el nombre de Jesús o de María o de la fe cristiana. Incorporó a su libro seis cartas que redactara en 1310 en las cuales trataba de definir y denunciar la existencia de una literatura judía que era perversa para los cristianos. Afirmaba, en definitiva, que el Talmud contenía serio peligro para la fe. Sabemos que, en su calidad de juez inquisidor ordenó al superintendente de los judíos de Toulouse y al senescal de Agen que procediesen a confiscar todos los libros que se hallaban en poder de los judíos a fin de proceder a un examen y expurgo de los mismos.
El proyecto era: puesto que se había demostrado que los judíos eran capaces de redactar y conservar libros que eran blasfemos y sumamente peligrosos para la fe cristiana, debía otorgarse a los dominicos, investidos ya con el oficio de la inquisición, una función de vigilancia acerca de las doctrinas que eran enseñadas a los judíos. El Papa Juan XXII, protagonista esencial en la batalla contra el nominalismo de Ockham, renovó las sentencias contra el Talmud, y fray Bernardo dio una gran difusión a esta sentencia. Es muy probable que en 1319 procediera a una quema de libros en Toulouse. No hay, en los escritos de Gui ninguna acusación nueva: se estaban repitiendo las acusaciones que se manejaran en el proceso de los maestros parisinos. Sin embargo se aprecia una diferencia entre él y Nicolás Donin; no se podía decir de los judíos que incitaban contra los cristianos porque desde 1306 estaban expulsados de Francia. Ahora la preocupación se tornaba contra los conversos y se trataba de prevenir seriamente, contra las doctrinas que los judaizantes podían seguir difundiendo.
En 1242 (bula Ad extirpandos) y en 1245 (Concilio de Lyon), el Papa Inocencio IV había mostrado su decisión de llevar a cabo la extirpación de toda clase de herejías. Tres cuartos de siglo después, cuando los ecos de los movimientos disidentes se estaban apagando, Bernard Gui insistía: el judaísmo talmúdico era, en sí mismo, una herejía contra el Antiguo Testamento y, en consecuencia, un peligro muy grave contra la Cristiandad. Señalaba como principales responsables de este peligro a los tres grandes maestros, Rashi, Kimhi y Maimónides. Para él la peor de las blasfemias era aquella que circulaba en algunos escritos panfletarios que no se conformaban con negar la divinidad de Jesucristo sino que convertía al fundador del Cristianismo en hijo de una prostituta. De hecho las noticias que recogía, sin duda fidedignas, señalaban uno de los efectos contradictorios de las presiones de muy diverso tipo que empujaban a los judíos a un bautismo no deseado: algunos de los conversos o descendientes de éstos, que reprochaban a sus progenitores que les impidiesen seguir siendo judíos, retornaban a su antigua fe, sometiéndose a las dos ceremonias que les devolvían al seno de Israel: circuncisión y tymla.
Tymla es la ceremonia que borra los efectos del bautismo. La descripción que de ella hace el dominico es probablemente correcta. Consiste en el corte de las uñas y del pelo —norma que se sigue aplicando— antes de proceder a tres inmersiones en agua corriente mientras el interesado recita en voz alta la profesión de fe judía. Luego se pronuncia sobre él la bendición. Naturalmente estos detalles eran interpretados desde la fe cristiana como un pecado horrendo.