1. El siglo XVIII europeo se caracteriza por el movimiento cultural que conocemos como Ilustración, un claro predominio de los que se presentaban como «filósofos». Para ellos la condición de seres humanos debía anteponerse a cualquier otra consideración, y la idea de Dios debía ser el resultado de una investigación como aquellas otras que permiten el descubrimiento de la Naturaleza, que deja de ser contemplada como una Creación. Ese Dios, Gran Arquitecto, adoptado e incluso malversado por los sistemas de creencias, debía ser considerado como el fundamento de una nueva religión «natural», superadora de todas las demás. La tolerancia, a menudo identificada con transigencia, debía ser universal. De este modo se preparaba el otro gran fenómeno de la Emancipación: judíos y cristianos debían ser colocados en el mismo plano y tratados de idéntica manera. Naturalmente no se exigía a los primeros menos que a los segundos: el judaísmo tendría que ser relegado al terreno de las opciones individuales, sin salir de allí.
Otra característica de la Ilustración, remate de la Modernidad y precedente indispensable de las revoluciones, fue una demanda de que desapareciesen las corporaciones y las demás sociedades intermedias. Aquí radicaba una nueva amenaza para el judaísmo, pues allí en donde se había conservado o restaurado aparecía siempre bajo la forma de una corporación de carácter religioso. De ella se formaba parte por el hecho mismo del nacimiento. Las revoluciones, en las últimas décadas del siglo XVIII, ofrecerían a los israelitas su integración plena en la sociedad, pero con la condición de que abandonasen su condición de judíos; no era muy diferente de la oferta anterior de los Reyes Católicos, brindando una integración a cambio del bautismo.
Las expulsiones y persecuciones del tránsito a la Modernidad habían provocado una reducción considerable en el número de judíos. A mediados del siglo XVI debe estimarse en una cifra muy inferior al millón el contingente de los que aún seguían practicando aquella religión, incluyendo en ella también a los que lo hacían secretamente. Se estaban apreciando dos actitudes muy distintas: aquellos que buscaban una asimilación a la sociedad con la que se relacionaban, procurando la normalización de su modo de vida, y aquellos otros que buscaban el refuerzo de los lazos internos para mantener la conciencia de Israel. A los ojos de los gentiles, y también de muchos hebreos, esta segunda línea conllevaba el peligro de una fosilización. De cualquier modo, la plataforma de supervivencia provocó un cambio en la tendencia demográfica. El número de judíos creció tan prodigiosamente desde finales del siglo XVI que, en la década de los 30, que precede al comienzo de la Segunda Guerra Mundial del siglo XX, alcanzaba los 17 millones.
Este crecimiento no fue únicamente cuantitativo sino que, en los siglos XVIII y XIX, la influencia judía creció y no sólo en el mundo de los negocios en aquellas naciones que compartían la que llamamos civilización occidental. El judaísmo, como forma de cultura, se ampliaba abarcando a muchos que ya no profesaban esta religión, pero que seguían considerando especialmente valiosa toda la herencia que arrancaba de Abraham, Isaac y Jacob. La Biblia podía ser considerada, además de Sagrada Escritura, memoria y experiencia de un pueblo sabio, referencia inexcusable para defensa de la dignidad del hombre. De ahí que en el moderno Estado de Is rael no sea necesaria una Constitución; basta con ella como punto de referencia. Algunos observadores renunciaron a entender la cuestión y prescindieron de plantearse el «problema judío». Otros, en cambio, trataron de formular explicaciones, en la mayor parte de los casos erróneas, acerca de la naturaleza del judaísmo. Para el joven Marx —descendiente él mismo de judíos, aunque no se les mostrase en modo alguno favorable— cuando escribe en 1843, o para Sombart, los judíos eran los creadores del capitalismo; no explicaban, sin embargo, por qué no habían sido absorbidos por el propio capitalismo mientras la mayor parte —los orientales— vivían al margen de un fenómeno que afectaba al mundo occidental.
2. El papel de los judíos en el desarrollo de la vida económica occidental durante la época medieval y moderna, hasta desembocar en esta especie de afloración que caracteriza al siglo XVIII, ha preocupado mucho a los investigadores. Ante todo debe llamarse la atención sobre el hecho de que, mientras en los países islámicos no se pensó en limitar las actividades de los judíos, en la Europa cristiana, al organizarse las corporaciones de oficios como una especie de Hermandad de carácter religioso, se les impidió el acceso a la mayor parte de las profesiones, empujándoles a la banca y al crédito. Comenzó de este modo a formarse la opinión de que si demostraban una especial habilidad en estos menesteres es porque había, en el espíritu del judaísmo y en la formación que recibían en las sinagogas, una especial inclinación. En otros términos, la usura era el oficio connatural al judío. Y de ahí nació el capitalismo.
Max Weber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, publicada en 1904, desarrolló la tesis de que el calvinismo, retornando al Antiguo Testamento, había elaborado la plataforma doctrinal capitalista al afirmar que las ganancias eran una manifestación de la predilección de Dios hacia aquellos que estaban predestinados. Werner Sombart desarrolló después esta tesis en Los judíos y el moderno capitalismo (1911), afirmando que esa ética capitalista —cuyo mandamiento esencial formulara el viejo Jacobo Függer con su frase «quiero ganar mientras pueda»—, no era protestante ni calvinista, sino más antigua: semítica. Muchos de los argumentos que se formularon contra los judíos en las persecuciones del siglo XX se revestían, gracias a estas obras, de supuesto carácter científico.
El fenómeno es mucho más complejo y exige remontarse en el tiempo para hallar una más correcta explicación. Desde el momento en que el Imperio romano se hizo cristiano, en el siglo IV, el derecho de ciudadanía tendió a vincularse al bautismo. De modo que los judíos se vieron progresivamente desprovistos de tal derecho. Su estancia en el territorio era simplemente tolerada y consecuente al abono de un impuesto especial, el fiscus iudaicus. En las cartas que los soberanos medievales les otorgaban —la más antigua de las hasta ahora conocidas data del 840, siendo emperador Luis el Piadoso— se fijaban aquellas actividades que se les consentían y siempre a cambio de una contribución, a la que en España se llamaba «cabeza de pecho» porque se trataba teóricamente de una cantidad fija por familia.
En consecuencia, los judíos no podían ocupar oficios en la administración ni seguir la carrera de las armas, ni poseer la tierra, ni ingresar en las corporaciones artesanas. Tenían que buscarse la vida en otra parte. El comercio, que comenzó siendo buhonería, era una de ellas; pero se trataba de una actividad socialmente despreciada y sólo rentable cuando se unía a operaciones de crédito o de préstamo. Los primeros judíos que practicaron lo que podríamos llamar comercio a gran escala, sobre productos de lujo, ya en la época carlovingia, procedían de países musulmanes, que eran los aprovisionadores de esas valiosas mercancías como la seda, las especias o la orfebrería. Muchos de los que en las fuentes francas figuran como sirios son, evidentemente, judíos.
La posición del judaísmo no era contraria a estas prácticas mercantiles, con las que incluso los rabinos tenían muchas veces que sostenerse, pero tampoco las estimulaba. Son muchas las advertencias que se registran en el Talmud, coincidentes con la moral cristiana, que advierten que el comercio y la ganancia son medios tan sólo, sujetos al orden moral, nunca fines, y que se orientan a conseguir de alguna manera lo que podemos llamar bien común. Si acaso, podemos decir que los rabinos se adelantaron a los maestros cristianos al asignar al comercio un papel beneficioso para la sociedad en su conjunto, aunque aplicando siempre el principio de que existe una hipoteca social sobre la riqueza que obliga a atender al prójimo; en este calificativo no entraban desde luego los gentiles.
Después del año 1000 las circunstancias cambiaron y los cristianos, que empezaban a contar con excedente humano y dinerario, también se dedicaron al comercio desplazando a los judíos de este campo, al que aplicaban cada vez más abundante legislación. En consecuencia, los hebreos se vieron reducidos cada vez más a las operaciones financieras. Aquí tropezaban con el precepto del Deuteronomio, 23, 21: «Al extranjero podrás prestarle a interés, pero a tu hermano no le prestarás a interés para que Yahvé, tu Dios, te bendiga en todas tus empresas». Y también con aquel otro, 15, 1: «Cada siete años harás remisión... todo acreedor que posea una prenda personal obtenida de su prójimo, le hará remisión». Tales preceptos afectaban también a los cristianos. Podían obviarse diciendo que los gentiles no eran prójimos, pero quedaba siempre abierta una puerta al desasosiego y la controversia: ¿acaso no es la «usura» un pecado en sí? Los Concilios de la Iglesia respondían sistemáticamente que sí, cualquiera que fuese su destinatario.
Hasta mediados del siglo XIII los créditos y préstamos eran cometidos exclusivamente judíos. Pero el desarrollo de la economía europea obligó a las autoridades cristianas a reconsiderar la cuestión: no era posible ampliar las actividades mercantiles sin aportaciones dinerarias venidas de fuera; era absurdo e injusto pretender que ese capital invertido no tuviera su parte en los beneficios alcanzados. Por otra parte, la moneda de cuenta experimentaba un deterioro continuado en su valor adquisitivo que obligaba a reconsiderar la posibilidad de los préstamos sin interés. Fue modificada la doctrina. Desde este momento los cristianos que se dedicaban a operaciones financieras contemplaron en los banqueros judíos a competidores que les convenía desplazar. El desarrollo de las monarquías las había enfrentado con nuevas necesidades, recurriendo a préstamos. Una de las razones —fueron varias y muy diversas— que explican la expulsión de los judíos de Inglaterra y Francia está en el deseo de apoderarse de sus deudas. Hay cierto paralelismo con la operación montada contra los Templarios, grandes banqueros de la Cristiandad.
Los judíos que sobrevivieron a las expulsiones y prohibiciones, en unas pocas ciudades de Italia y de Alemania, quedaron relegados a operaciones secundarias, como simples prestamistas bajo prenda. Porque ya los grandes banqueros, como los Medicis, los Függer o los Soria, eran cristianos. Al comienzo de la Edad Moderna, liquidado globalmente el judaísmo, se había producido un fenómeno que bien puede calificarse como nacionalización de la banca. Esto no impide admitir que los judíos hayan actuado como verdaderos instructores de los financieros cristianos que vinieron después. Y en España los conversos desempeñaron un papel sumamente importante en este terreno. Sería, sin embargo, contrario a las noticias fehacientes que la abundante documentación nos proporciona, establecer alguna clase de relación entre la condición de judío y la aparición del que se ha llamado «primer capitalismo» del siglo XVI. Ese espíritu floreció únicamente en la sociedad cristiana.
En los principados alemanes, así como en Polonia y otros distritos orientales, aparecen desde 1648 los llamados «judíos de Corte», que venían a ser la resurrección de una figura que ya había existido en la Edad Media. Los soberanos, obligados a enfrentarse con problemas económicos y financieros más difíciles, preferían acudir a expertos judíos, entre otras razones porque era más fácil desembarazarse de ellos cuando las circunstancias así lo aconsejaban. Algunos de estos ministros, que no ocupaban ningún oficio regular de acuerdo con las leyes, alcanzaban tal grado de afecto en sus señores que cobraban gran influencia sobre ellos, favoreciendo indirectamente a sus correligionarios. Como indicaremos en otro lugar, algunos de estos judíos de Corte tendrán trágico final. Naturalmente, su posición no les hacía populares y, muchas veces, la animadversión hacia ellos se hacía extensiva a todo el Pueblo.
Es cierto que la participación de algunos judíos en la prosperidad y desarrollo económico de los Países Bajos fue importante durante los siglos XVII y XVIII, pero sería exagerado pretender que a ellos correspondió la dirección. Los fundamentos de esa prosperidad estaban puestos antes de que llegaran los fugitivos de Portugal y otros lugares. Puede decirse, por contra, que esas circunstancias económicas sirvieron de base para que allí pudieran resucitar las comunidades con su religión públicamente ejercida. La colaboración de los judíos, como de otros, era importante. No debe olvidarse que, a partir de 1648, Holanda restablece sus relaciones comerciales con España, dando origen a un desarrollo del comercio que tan sólo dos décadas atrás hubiera parecido imposible. En los proyectos de despojo por parte de Luis XIV, Carlos II pudo contar con la alianza holandesa.
3. Tanto los cristianos como los musulmanes habían tratado de asimilar a los judíos, reclamando de ellos que se convirtiesen. En ambos casos los resultados fueron parciales: hubo siempre un núcleo de resistencia, cuya significación cuantitativa se recuperaba sistemáticamente. Los ilustrados partían de una mentalidad distinta, al privar a la religión del carácter social que tuviera, relegándola a las opciones individuales; pero su propuesta de asimilación no variaba en lo esencial: era importante que dejasen de ser judíos para equipararse a los demás súbditos. Y ésta es la que subyace tras la propuesta de emancipación. Tampoco variaban las razones que movían a Federico Guillermo I o Federico II en Prusia, y a José II en Austria, a mostrarse protectores de los judíos: su colaboración tenía efectos positivos en el desarrollo económico y las contribuciones que abonaban resultaban muy provechosas para el tesoro público.
Las disposiciones tomadas en 1750 por Federico II de Prusia pueden ilustrarnos ampliamente acerca de esta mentalidad. Los judíos eran distribuidos en cuatro categorías legales: a) «privilegiados generales», que eran prácticamente los escasos judíos de Corte, equiparados en deberes y derechos con los demás ciudadanos; b) «regularmente protegidos», pequeños comerciantes y empresarios que tenían un derecho normal de residencia transmisible a sus hijos; c) «especialmente protegidos», que disfrutaban de los mismos derechos que los anteriores aunque no podían transmitirlos en herencia, y d) «simplemente tolerados», que seguían careciendo de derechos y estaban obligados a vivir dentro del ghetto. Se trataba, en consecuencia, de establecer una diferencia de nivel entre ellos. En el fondo, Federico pretendía servirse de los judíos, como de tantas otras cosas, para desarrollar determinadas industrias. Por ejemplo, se les prohibía beber cerveza y, desde luego, entrar en los gremios.
Federico II, como su amigo y colaborador Voltaire, no sentía la menor simpatía por los judíos. Enemigo del cristianismo, lo era del judaísmo, al que consideraba como la parte más atrasada de la Escritura, por la misma razón. Trataba de impedir que entraran en su país más hebreos de los que por él estaban programados, y que se multiplicasen además por vía de matrimonio. Repitiendo lo que ya se hiciera en algunas ciudades con anterioridad, fijaba el número máximo de familias que podían ser admitidas. Para Voltaire, como explica en el Diccionario filosófico, Israel no pasa de ser un «pueblo ignorante y bárbaro»; sin embargo, en un rasgo de ironía muy característico, llega a la conclusión piadosa de que «no debemos quemarlos». Aunque el antisemitismo no figura entre los postulados de la Ilustración, tampoco ésta constituía un obstáculo para su desarrollo.
4. Por su parte, los judíos habían comenzado a plantearse también estas cuestiones, buscando una explicación de su propia supervivencia. Resultaba bastante difícil comprender con exactitud las razones por las que una nación, privada de su territorio durante varios siglos, continuara conservando los rasgos esenciales de su identidad. La mayor parte de las respuestas buscaban razones de tipo religioso. La Torah, el más precioso de todos los regalos, constituía el núcleo esencial de su ser. Pero no faltaban tampoco las respuestas erróneas, aquellas que venían a favorecer las corrientes hostiles. Se referían a Israel como un pueblo biológicamente superior o, como en el caso de Ajad Haam (1856-1927), recurrían a un instinto de supervivencia que se hallaba entre los caracteres psicosomáticos judíos. Es preciso recordar, en este punto, que los judíos no responden a determinados rasgos étnicos; entre ellos se encuentra una gran variedad de tipos. No son una raza, aunque sí una lengua, una cultura y una mentalidad. Para decirlo mejor: una religión que se ha hecho cultura.
En los siglos XVIII y XIX la emigración judía invirtió su signo dirigiéndose a Europa occidental y, especialmente, a América. Esto no significó que las grandes juderías orientales, en Polonia, Lituania, Ucrania, o en el Imperio turco, perdieran densidad. Estas últimas seguían ligadas estrechamente a la Tradición, pero en los nuevos paí ses occidentales las comunidades, en sus estructuras externas, se disolvían —los judíos iban fijando su residencia en los mismos lugares que los otros ciudadanos, dependiendo de su posición económica— pero conservaban, a pesar de todo, gracias a sus sinagogas y a sus escuelas, el espíritu de ayuda mutua y de solidaridad, al tiempo que se instalaban en posiciones de influencia económica, científica o cultural. De las filas de los judíos, que no se distin guían por su atuendo o sus gustos de los demás ciudadanos, surgían algunos grandes hombres; también, cómo no, grandes delincuentes.
Sucede lo mismo en todas las comunidades semejantes: se atribuye a todos las excelencia o los vicios de los que en ellas destacan. Así, al filo además de propaganda adversa, fue surgiendo la idea, especialmente en Europa, de que los judíos constituían un peligroso y fuerte grupo de presión del que era preciso defenderse. Para ellos mismos llegaba la ocasión de sentirse en una encrucijada: no eran pocos los que pensaban que para salir de la mala situación en que la coyuntura histórica les había colocado, era preciso desjudaizarse, ser «un pueblo como los demás pueblos». Éstos pugnaban por abandonar todas sus tradiciones para integrarse en la sociedad, como ésta les pedía. Había otros, movidos por la fe inquebrantable o por el apego a su propia identidad que querían conseguir, como la Ilustración aparentemente preconizaba, que se les consintiera vivir en la doble condición de ciudadanos no distintos de los demás, y fieles a Yahvé, su presencia divina y sus leyes. A estos últimos es a los que debe llamarse religiosos sin restringir este término únicamente a los sectores instalados en la rigurosidad.
El trasfondo religioso, en su sentido más amplio, se encuentra siempre implicado de modo más o menos directo con el mesianismo. Basta para explicarnos que el judaísmo haya tendido a presentarse a sí mismo como una esperanza de salvación para la Humanidad, pues el yahveísmo podía ser considerado como esa religión natural que añoraban los filósofos. Ya desde el siglo XVIII se aprecian, como consecuencia de esta confrontación, tres corrientes que no son demasiado diferentes entre sí, pero que estaban destinadas a desarrollarse con posterioridad:
— El judaísmo podía aportar la solución espiritual que la sociedad moderna necesita, ya que el cristianismo, después de veinte siglos, había fracasado. Es un argumento que recogen otras corrientes fuera de él y que lleva implícito el reconocimiento de que la doctrina cristiana es un error, como el talmudismo ha enseñado siempre.
— La cultura hebrea, firme en la Biblia, aunque no imprescindiblemente ligada a una conciencia religiosa, ha llegado a trazar los perfiles que caracterizan a la concreta persona humana individual. Es, por consiguiente, capaz de romper todas las estructuras sociales injustas devolviendo al hombre su protagonismo. En esta plataforma se apoyan los extremistas revolucionarios cuando reclaman la construcción de una nueva sociedad. Para algunos no judíos aquí está la base del socialismo, recordando el origen de Marx y el de algunos revolucionarios muy importantes.
— Finalmente no faltaban tampoco los que, arrastrados por las corrientes de un nacionalismo cada vez más vigoroso, reclamaban para Israel su reconocimiento como nación; desde ella sería preciso que alcanzasen el dominio de una tierra que, por ser suya, les permitiría equipararse a las demás.
En conjunto, durante estos casi tres siglos que se inician en las últimas décadas del siglo XVII y conducen a la decisión de 1947, estuvieron operando sobre las conciencias judías dos fuerzas contradictorias, una centrípeta, que invocaba la Tradición y reclamaba profundizar en la propia identidad, y la otra centrífuga, que apelaba a esa especial Ilustración que en hebreo se llama Haskalá y que implica una cierta secularización, reclamando un proceso que permitiera asimilarse a los esquemas de la civilización occidental, que parecía entonces la superior. Las persecuciones que se intensificaron desde finales del siglo XIX y, sobre todo, el holocausto, disiparon las esperanzas de la segunda alternativa: nunca el mundo aceptaría a los judíos en calidad de tales. De modo que el éxodo a la Tierra de Israel acabó imponiéndose como única y adecuada solución. Contaba con un argumento por encima de cualquier otro, en el hecho real de que, a lo largo de casi dos milenios, la nación se había conservado, custodiando, además, como los maestros medievales ya reconocieran, el precioso legado espiritual, «hebraica veritas», que es una de las bases sobre las que se apoya la civilización occidental.
5. A mediados del siglo XVII el judaísmo parecía estabilizado en esas dos áreas que hemos descrito: askenazis en Polonia, Lituania y Ucrania, sefardíes en el Imperio turco y algunos otros dominios musulmanes. Fuera de ellas quedaban únicamente algunas pequeñas comunidades poco significativas. Pero las matanzas cosacas de 1648/1649 indujeron a gentes instaladas en el Este a buscar la salvación regresando a Europa occidental, para incorporarse a las comunidades que los antiguos marranos habían conseguido restablecer. Se invirtió de este modo la dirección de la marcha. Había nombres que atraían de una manera especial: en Amberes, Amsterdam, Hamburgo, Londres, Venecia, Livorno, París y Burdeos era posible establecerse sin peligro, ni excesivas molestias, encontrando además medios de vida para sostenerse. Todos estos puntos eran ya activos mercados para las relaciones con el exterior, incluyendo la Península Ibérica, Oriente y América.
En 1755 se suprimieron en Londres los impedimentos que pesaban sobre los judíos, prohibiéndoles participar en el capital y operaciones de la Compañía de las Indias. De este modo se reconocía que, en poco más de medio siglo, la presencia judía en aquel Continente había adquirido tal densidad que era necesario contar con ellos para un fructífero comercio. Desde el siglo XVI algunos conversos habían emigrado a América; se produjeron denuncias ante la Inquisición, especialmente en Méjico y, desde luego, no fue aquí posible que los marranos volvieran al judaísmo. Pero tras el intento de Recife y la instalación definitiva en Nueva York, el judaísmo, amparado por las autoridades británicas, dispuso de algunos puntos de apoyo vitales. Estaba Nueva York, que había sucedido a Nueva Amsterdam. Desde el año 1671 la colonia judía de Jamaica no había dejado de crecer. Desde Burdeos la familia Gradis consiguió establecer sus factorías en Martinica y Santo Domingo. La vieja Amsterdam había creado la primera industria diamantífera del mundo importando las piedras de África del Sur. En Rhode Island se menciona, en torno a 1770, una gran empresa, la de Aaron López que, con una flota de veinte barcos, se dedicaba al comercio del azúcar, el ron y los esclavos negros.
Ya durante la guerra de los Treinta Años los príncipes alemanes se valieron de administradores judíos para llevar a cabo la consolidación y centralización de sus estados, ahora prácticamente independientes. Brindaban de este modo posibilidades de ascenso a unos pocos, que habían sido joyeros. A través de su oficio conseguían obtener oro y plata, fabricaban moneda y se hacían expertos en el manejo de ésta y en las quiebras de valor que provocaban las fluctuaciones del mercado. Además trabajaban con bienes recibidos en depósito que no eran suyos. Todo esto fue aplicado en beneficio de la Hacienda de los pequeños Estados, proporcionándoles ganancias y estabilidad. Otra de sus especialidades estaba en el suministro del Ejército. Sobre todo, eran banqueros de acuerdo con una ya muy larga tradición.
Algunos de ellos adquirieron gran influencia y también riqueza y poder. No podían esperar seguir contando con las simpatías de sus contemporáneos. Samuel Wertheimer y su hijo Wolf organizaron en el norte de Alemania una gran empresa como asentadores. Pudieron relacionarse con la alta sociedad. Diego Teixeira que, en Hamburgo, efectuaría su retorno al judaísmo, fue banquero de la reina Cristina de Suecia, participando en las operaciones de esta soberana, quien volvió al catolicismo renunciando al trono. Duarte Nunes da Costa ayudó al duque de Braganza en su empresa de restablecer la independencia de Portugal. Beherend Lehmann financió la operación que permitiría al duque de Sajonia ceñir la corona de Polonia. Tales fueron los «judíos de Corte», un grupo reducido pero que podían ser presentados como una manifestación del «poder judío».
El más famoso de todos estos es, sin duda, Joseph Süss Oppenheimer, cuya figura fue empleada después ampliamente por la propaganda antisemita. En 1940 el realizador cinematográfico Veit Harlan dirigiría una película, Die jude Süss que el Partido nacionalsocialista presentaría como testimonio del dominio que los judíos habían pretendido establecer sobre la sociedad alemana. En realidad, Süss fue un reformador político al servicio del príncipe Carlos Alejandro de Würtenberg (1733-1739) que trataba de convencer a su señor de la necesidad de cambiar las estructuras del Estado. El Consejo de Estado fue sustituido por ministros responsables ante el príncipe que tomaban sus decisiones reunidos. Ahora bien, todos estos ministros eran extranjeros. Reformó las finanzas para hacerlas más eficaces, vendió títulos de nobleza proporcionando de este modo a su señor una nueva fuente de ingresos, pudo iniciar el desarrollo de la industria y estableció una eficaz policía para la vigilancia del cobro de los impuestos. En suma, hizo todo lo necesario para concitar el odio de la población. De modo que, cuando el duque murió, fue condenado a muerte. Se le brindó una posibilidad de salvar su vida convirtiéndose al cristianismo, pero él se negó: murió recitando la shemá: «amarás al señor tu Dios...».
Praga era el centro del judaísmo en Bohemia y su influencia se extendía a otras muchas comunidades de Europa oriental. La emperatriz María Teresa, movida por el resentimiento —ya que los judíos en Alsacia-Lorena habían combatido contra ella en la guerra de la Pragmática—, proyectó en 1745 una expulsión de las comunidades. Pero hubo protestas en el interior de sus reinos y gestiones diplomáticas por parte de Inglaterra y Holanda, y la orden quedó en suspenso. También quedaron sin aplicación otras disposiciones discriminatorias. Cuando la sucedió en el trono su hijo, José II (1780-1790), cuyo pensamiento discurría dentro de los cauces del despotismo ilustrado, se comprendió que era necesario proceder a un replanteamiento de la cuestión. En 1781 fue promulgada con rango de Pragmática una Patente de Tolerancia que reconocía a los ju díos, con la autorización para ingresar en todas las profesiones, una completa libertad religiosa. Podrían tener propiedades, acceder a oficios civiles y militares, acudir a todos los centros de estudio y crear sus propias escuelas escogiendo a los maestros. La única condición era exigir que, en adelante, y por razones de censo, los judíos tuvieran que utilizar un apellido que se transmitiera de padres a hijos. La mayor parte de los judíos escogieron nombres que hablaban de sus lugares de residencia o de la naturaleza. Por eso abundan tanto entre los judíos de lengua alemana las terminaciones stein (piedra) o berg (montaña). En la práctica la Patente fue muy mal observada, de modo que los efectos de la misma fueron mucho menores de lo que se esperaba.
La influencia de la Ilustración se ejerce sobre los judíos en muchos sentidos. En Ferrara, el rabino Isaac Lampronti (1679-1756), famoso como médico y como talmudista, director de la yesibá de esta comunidad, concibió la idea de reducir el saber talmúdico a una especie de diccionario: el resultado fue el Pahad Ishaq (Temor de Isaac), en la que todos los términos halakhinos vienen ordenados alfabéticamente en ocho volúmenes. Cada cuestión era tratada con intentos de dar una explicación exhaustiva, empleando para ello responsas rabínicas y muchas fuentes ignoradas por los no judíos. Puede considerarse como un precedente de las Enciclopedias y Diccionarios que nacerán después.
6. Al comenzar el siglo XVIII puede decirse que las comunidades judías en Occidente habían sido restablecidas en una posición económica semejante a la que tuvieran en los momentos más favorables de la Edad Media. Pero se trataba, todavía, de tolerancia y no de integración, permaneciendo al margen de muchas actividades. No eran admitidos en los gremios que, en aquella centuria, habían consolidado su poder en muchos sectores del trabajo. Tuvieron, pues, que dedicarse a aquellas actividades que escaparan a su control, insistiendo en las actividades mercantiles en el más amplio sentido de la palabra. Pudieron, por ejemplo, controlar las inversiones y ventas de algodón, seda y cerámica, que exigían fuertes inversiones. Por las circunstancias antes explicadas pasaba por sus manos prácticamente todo el comercio entre Alemania y Polonia, tan importante en bienes alimenticios. También predominaba de modo absoluto en los seguros, y en la talla y comercialización de los diamantes.
La peculiar evolución social en Polonia —como estaba sucediendo en Rusia— donde la amplia población campesina estaba cada vez más sometida a servidumbre, hizo de los judíos un sector significativamente libre, precisamente por estar marginado. De este modo pudieron convertirse en intermediarios entre la nobleza de propietarios y el Occidente. Ellos importaban las valiosas mercancías occidentales y se hacían cargo de las cosechas de los latifundios, que sus propietarios no podían vender. La diferencia de precios entre Oriente y Occidente, en esta Europa del siglo XVIII, les beneficiaba. Muchos pudieron enriquecerse, instalando sus moradas espléndidas en el centro (shtetl) de unas ciudades cuya vida económica prácticamente controlaban. No debe sorprendernos que la inmensa mayoría de la población cristiana sintiese un odio creciente hacia los judíos, que no se detendría hasta la segunda guerra mundial, y que fuesen muy pocos los dispuestos a aceptarlos con el espíritu de afecto que merecían.
La estructura económica predominantemente rural en el Este de Europa y abierta a las relaciones mercantiles y a la producción industrial en el Oeste, señalaba diferencias muy acusadas entre los judíos de una y otra banda: pobres los de la oriental, brillando algunas poderosas fortunas en la occidental. En ambos casos, aunque fuesen distintas las razones, aparecían vinculados a los gobiernos establecidos ya que de su protección dependían por completo. Pero a lo largo del siglo XVIII esto significaba decantarse en favor de ese Despotismo ilustrado que vendría a ser como la etapa final del Antiguo Régimen. El odio creciente hacia el sistema, que presagiaba ya la revolución, alcanzaba también a los judíos. Por su parte, las autoridades, protestantes o católicas, compartían el mismo sentimiento: no dudaban de la utilidad significada por los judíos y sus negocios, pero veían en el judaísmo una postura espiritual transitoria, ya que el destino final consistiría en abrazar el cristianismo, desapareciendo así las diferencias. Con el tiempo, los interesados se percatarían de que, cualesquiera que fuese la posición inicial, la solución final a que todos apuntaban era la desaparición del judaísmo.
La cuestión es compleja: el judaísmo no era simplemente una confesión religiosa como las muchas que se estaban entonces consolidando: se podía ser francés católico, hugonote o luterano, pero ¿también talmudista? Los propios judíos contestaban negativamente, pues ellos partían de una sustancialidad distinta; su nación no era Francia, sino Israel, aunque la fe rabínica formase parte de ella. En torno a Westfalia se estaba construyendo una nueva doctrina, aquella que en 1644 expresaría Roger Williams, el fundador de Rhode Island —que estaba llamada a ser durante muchos años albergue de la principal comunidad judía—: la voluntad de Dios era que, siendo todos americanos, cada uno viviera de acuerdo con su propia fe. Naturalmente, Williams partía de una postura muy rigurosa: la religión es un bien, un patrimonio, y cada uno debe afirmarse sobre él; la voluntad de Dios no puede dirigirse a los ateos.
John Locke en su Carta sobre la tolerancia (1689) y Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748) mostraron otra disposición, aunque en la misma línea de tolerancia: cada ser humano tiene derecho a ser reconocido dentro de su propia religión, porque ésta es algo que pertenece a la conciencia privada. Pero el Estado debe permanecer al margen ya que su neutralidad se encuentra mejor asegurada desde una postura de aconfesionalidad, que coincide en el fondo con el indiferentismo religioso. Es la línea que ha seguido con insistencia el proceso revolucionario a que se han acomodado prácticamente todos los sistemas políticos occidentales, pero que ofrece algunas dificultades al propio judaísmo. El indiferentismo o aconfesionalidad prohiben hacer de la religión un elemento integrador de la sociedad y convierte la Ética, código de costumbres, en un esquema de utilidad social y no en una referencia objetiva a principios morales. Al menos se habían conseguido dos cosas: progreso en los estudios bíblicos, considerándolos importantes en sí, y rechazo de las calumnias y leyendas difamatorias. Cuando en 1700 Johan Eisenmenger publicó un pequeño libro antisemita, Das entdeckte Judentum (Judaísmo al descubierto), el libro fue prohibido y el autor colocado bajo arresto.
Los propios judíos —Simon Luzzato en 1638 y Manaseh ben Israel (1604-1657) en sus cartas a Cromwell— esgrimen un argumento de mayor peso. Cuando los judíos se establecen en un país no tardan en verificarse los beneficios que se derivan de su presencia. Fue ésta una tesis que encontró adeptos entre los no ju díos, presentándola como resultado de una experiencia: en 1693 sir Josiah Child y en 1714 John Toland, enumeraron dónde residían estos beneficios: aportación de unos conocimientos financieros, comprobados durante muchos años, que contribuían al desenvolvimiento económico de la nación favorecida. Manaseh fue más lejos: descendiente de conversos, publicó una obra en español, El Conciliador, en que trataba de resolver las dudas y contradicciones que se habían señalado en los comentarios bíblicos por los enemigos de los judíos. El trabajo repercutió en el pensamiento cristiano, atrayendo la atención hacia los estudios hebreos. Su estancia en Inglaterra le llevó a redactar dos obras, Vindictae Judaeorum (1656) y Hope of Israel (1650) refutando las calumnias vertidas y expresando las esperanzas de Israel.
7. Podemos decir que la Ilustración se mostró más favorable a los judíos en cuanto personas, pero no en cuanto a su religión ni a sus deseos de ser reconocidos como una nación, aunque carente de territorio. Johann Gottfried Herder, en sus Ideas acerca de una Filosofía de la Historia de la Humanidad, publicadas entre 1784 y 1791, al plantearse la noción del progreso como efecto de la sucesión de razas cada vez más superiores, llegaba a la conclusión de que los judíos, al no insertarse en ninguna raza, se habían convertido en un cuerpo social parasitario capaz de absorber el jugo a la sociedad en general. Un día tendría que llegar en que desapareciera. Herder creía que este suceso habría de producirse de un modo natural, confundiéndose los judíos con esa misma sociedad y borrando las diferencias. A Herder remontarían luego los racistas sus propias creencias.
Para los hombres de la Ilustración, el judaísmo, afirmado en sus antiguas tradiciones, se presentaba como un fenómeno de perfiles negativos: veían en las narraciones de la Biblia una suma de atrocidades contrarias a la filantropía. Pueblos enteros habían sido exterminados para que Israel pudiera instalarse en la tierra de Canaan, y Salomón era el fruto del crimen alevoso cometido por un adúltero. Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781) el gran dramaturgo y ensayista, que hacía de la tolerancia base fundamental de su doctrina, llegó a afirmar en dos de sus obras, Los judíos (1749) y Natán el Sabio (1779) que entre los judíos existen, como entre los demás hombres, personas honestas y dignas de aprecio, de modo que los aspectos negativos no podían venir sino de su religión, que es una especie de religión natural, en el sentido de primitiva, sin que hubiese podido evolucionar como las positivas que conocemos. Elevarlos desde ese plano parecía ser el medio para resolver el problema.
Dentro de este vasto movimiento, que alberga sectores muy diversos, los que se inclinaban al deísmo eran, precisamente, los que más opuestos se mostraban al judaísmo, una doctrina arcaizante, que encerraba a los hebreos dentro de sí mismos convirtiéndolos en una nación incrustada en otras y hasta en un Estado con sus propias normas; todo ello, un serio obstáculo para el progreso. Voltaire se mostró más radicalmente antijudío que anticristiano: la Biblia era una fábula insostenible y la religión judía una «repugnante superstición». «Enemigos de la raza humana —escribió Holbach—, crueles, inhumanos, intolerantes, ladrones, traidores y prevaricadores». De modo que, según este autor, la primera señal de honestidad en un hebreo consiste en que sea capaz de rechazar el judaísmo. Es cierto, como la Iglesia había sostenido, que una lectura superficial y directa de la Biblia por personas no bien preparadas, puede causar un efecto demoledor. Y el deísmo tendía a racionalizar con exceso.
Por eso la Revolución, al liquidar al Antiguo Régimen tratando de imponer el deísmo de la «diosa Razón» tenía que mostrarse desconfiada ante el judaísmo, cuyo contenido nuclear es precisamente religioso. En 1793, que es el año del Terror, en Francia, cuando Robespierre y los deístas que como él pensaban, creían que los cimientos de la nueva sociedad se afirmaban eliminando a sus potenciales enemigos, Fichte, creador del Idealismo alemán, definía el «peligro judío» desde otro punto de vista: siendo el Estado único creador de libertades, la existencia de otro Estado dentro de él significaba un obstáculo y una negación. Pero le parecía, como ya insinuara Kant, que la única solución posible estaba en devolver a los judíos a la Tierra de donde salieran para que allí, y no en Alemania, construyeran su propio Estado. De modo que la idea del retorno no es una simple nostalgia ni pertenece con exclusividad a los judíos. Fichte (1762-1814), que impulsa el nacionalismo alemán en la lucha contra Napoleón, veía en la nación un ente absoluto que no puede ser compartido.
Pero la Ilustración tendía a otra meta, la de asimilar al judaísmo haciéndolo desaparecer, liberando de él a los hebreos. C.W. Dohm, en su Reforma civil de los judíos (1781), libro que alcanzó gran difusión, proponía imponerles un sistema de educación que les equiparase con los demás ciudadanos, suprimiendo los ghettos, incorporándolos a las escuelas ordinarias, borrando todos los signos de distinción. En el campo católico el abate Henri Gregoire, en su Estudio del renacimiento físico, moral y político de los judíos (1789) propuso equiparar las comunidades judías con las congregaciones y cofradías religiosas de su propio mundo, prohibiendo el yiddish y obligando a todos a servirse únicamente del francés.
Este punto de vista fue asumido por los revolucionarios. En la Asamblea constituyente y, después, en la legislativa, se dibujaron dos opiniones: la de quienes sostenían que el hecho diferencial judío no era religioso sino nacional y que, por tanto, no podían ser considerados franceses o, en Holanda, holandeses; y los que pensaban que, al disolverse la religión y cesar de este modo las persecuciones contra los judíos, éstos abandonarían sus malas cualidades y su práctica de la usura. Había, en el fondo, un punto básico del programa, la lucha contra toda religión positiva, para aceptar el deísmo científicamente válido. Pasó el tiempo y descubrieron entonces que los «tercos judíos» seguían manteniendo su fidelidad a Yahvé. Nada había cambiado. Los judíos comprendieron que se les estaba pidiendo lo mismo de siempre: conversión; esta vez al deísmo en lugar del cristianismo o el islam.