1. El fenómeno del restablecimiento de las comunidades —retorno de los bautizados al judaísmo— es específico de los reinos occidentales. En el Imperio turco y en los reinos orientales no había llegado a darse el hecho de la conversión forzada: los emigrantes que llegaban a Polonia, Lituania y Ucrania, sometidos hasta 1648 a una misma soberanía, eran admitidos como judíos. Aunque aquí se registraba también el antisemitismo, convirtiendo a los hebreos en víctimas propiciatorias de desprecio y violencia, el predominio de la nobleza y el escaso desarrollo de las ciudades impidieron que se les prohibiese la estancia. Eran útiles. Algo semejante sucedía en el vasto Imperio turco, verdadero Estado campamental, que dejaba subsistir los sectores religiosos no musulmanes, en un nivel inferior pero consintiendo su existencia. Entre 1569 (Union de Brest-Litovski) y 1648 (secuelas de la gran revuelta cosaca que persiguió a los judíos), los que emigraban desde el Oeste encontraron condiciones que favorecían su asentamiento. Se mantenían relaciones entre estos judíos y los que habían permanecido en Occidente. Cuando las comunidades aquí se reconstruyeron, en la segunda mitad del siglo XVII, existían vínculos mercantiles muy útiles que daban salida a los productos del este de Europa a través de las vías del comercio internacional. Los cristianos veían la resurrección del judaísmo como un hecho sorprendente: los judíos prosperaban mucho.
Hemos de acostumbrarnos a manejar cifras más reducidas que las que algunos autores han lanzado, sin referencias documentales suficientes. El crecimiento rápido de la población judía no se registra hasta el siglo XIX: estaba muy lejos de los 100.000 el número de los se vieron obligados a salir de la Península después de 1492. No podían instalarse en reinos cristianos salvo velando su condición. En Italia había algunas posibilidades, como hemos señalado, pero sólo para los que practicaban actividades financieras. Algunos intentaron establecerse en el norte de África, donde se les hizo objeto de violencias extremas. Aquí existían ya grupos judíos, que disfrutaban de un nivel económico y educativo muy inferior al de los recién llegados, que comenzaron a sentirse superiores. Las circunstancias eran muy variables, dependiendo de los criterios de utilidad de las autoridades en cada ciudad. Por ejemplo, Fez llegaría a tener una comunidad judía de alrededor de 20.000 personas que, con el tiempo, llegaron a desarrollarse.
A estos grupos se sumaron después conversos que venían a restablecerse en su judaísmo. No existe una pauta general. Los Benzamero, por ejemplo, expertos banqueros, se convirtieron en agentes de los gobernadores portugueses de Ceuta. El secretario de los Reyes Católicos, Zafra, utilizó el servicio de algunos judíos para montar el espionaje en aquella zona.
Muchas fueron las causas que determinaron la preferencia de los sefardíes por el Imperio turco. Entre ellas no debe descuidarse la proximidad de Tierra Santa, que poco tiempo después quedó bajo el dominio de Constantinopla. Además, allí existían ya comunidades judías que formaban parte de la tradición. Aquí se produjo una situación inversa a la del norte de África. Los emigrantes llegaban aislados y empobrecidos, rotos sus lazos familiares, y los que de largo tiempo se hallaban instalados en el país les miraban como gente necesitada de protección. Bayaceto II (m. 1512) promulgó una disposición autorizando a los judíos a vivir de acuerdo con sus costumbres, y prohibió que fuesen molestados. Crecieron especialmente cuatro de estas comunidades: Constantinopla, Salónica, Esmirna y Adrianópolis. El Sultán tuvo a su servicio un médico, Joseph Hamoi, que favoreció a sus correligionarios. Una tradición judía pretende que fueron ellos los que enseñaron a los otomanos a servirse de la artillería.
2. La emigración de los sefardíes a Tierra Santa se había iniciado con las matanzas de 1391, y siguió en línea ascendente hasta el año 1516, en que los turcos otomanos se apoderaron de Jerusalem. Hasta entonces había durado un régimen de tolerancia en las condiciones fijadas en tiempos de Maimónides. En el momento de la conquista, las familias de artesanos y pequeños comerciantes judíos experimentaron tremendas pérdidas: Samuel ben Joseph Picho dice que de la suya únicamente él pudo sobrevivir y que de la de R. Moses Navarro no quedó nadie. El Sultán, Solimán el Magnífico, reclama Jerusalem como ciudad santa, reconstruyendo sus murallas y adornándola con edificios notables, pero por esta misma causa le estorbaban las otras comunidades religiosas, judía y cristiana, que en ella pudieran establecerse.
Desde 1516 Safed se convierte en la ciudad judía más importante. Nadie la reclamaba entonces como lugar santo; podía serlo en cierto modo para los judíos, ya que en sus inmediaciones se hallaban las tumbas de los tanaitas, en especial de Simeón bar Johai «el autor del sagrado Zohar», aquel discípulo de Akiva a quien invocaban los qabbalistas como su fundador. Razones religiosas y económicas provocaban tensiones entre Safed y Jerusalem, siendo pobres los que moraban en esta ciudad. A mediados del siglo XVI vivían en Safed entre ocho y diez mil judíos, y la comunidad prosperaba porque la cercanía al territorio sirio permitía desarrollar un beneficioso comercio de granos, tejido y mercería. Incluso los maestros famosos como Jacob Berav (1474-1546) o Isaac Luria (1534-1572) se dedicaban al comercio. El desarrollo doctrinal permitiría a Safed convertirse en lo que es hoy, ciudad de los qabbalistas.
Berav había nacido en España. Al producirse la expulsión, fue considerado rabino dentro de la comunidad que se estaba formando en Fez. De aquí pasó a Egipto, siguiendo las huellas de Maimónides y, finalmente, vino a instalarse en Safed, en donde, en 1538, trató de poner en marcha un plan tendente a restaurar el Pueblo de Israel en su tierra, mediante una modificación del ordenamiento rabínico que permitiría llegar a la convocatoria de un Sanhedrin desde el que se impartiesen las normas para toda la comunidad judía. Chocó con la oposición radical de Rabi Levi ibn Haviv y de la comunidad entera de Jerusalem, que no quería verse desbordada. De modo que el proyecto hubo de ser interrumpido.
Fue entonces cuando Gracia Nasi y su sobrino Joseph, banqueros establecidos en Venecia después de su salida de Portugal, consiguieron del Sultán que se les autorizase a reconstruir Tiberias, situada a orillas del lago Genezareth y muy cerca de la tumba de Maimónides, porque allí podían los conversos fugitivos restaurar su condición judía. Desde 1566 Tiberias, renacida de sus cenizas, comenzó a convertirse en un gran centro. La idea de los Nasi era trasladar desde Vencía en barcos por ellos fletados, un gran número de artesanos judíos para que allí se lograse la restauración de Israel, ya que «nuestro bendito Dios la eligió para señal y milagro de nuestra redención y la liberación de nuestras almas, como dice Maimónides». La ciudad fue rodeada de murallas y se plantaron en su alrededor moreras a fin de disponer de alimento para los gusanos de seda. De España se importaba lana por los caminos comerciales antiguos, de modo que se esperaba cimentar la supervivencia económica en estas dos versiones de la industria textil. Joseph Nasi alcanzó una gran influencia con el Sultán. A veces se le ha llamado duque de Naxos por ser ésta la isla que administraba. Después de su muerte, Shlomó Akenaes trató de continuar su obra. Nunca Tiberias consiguió alcanzar la importancia que tenía Safed.
3. Los sefardíes que, como consecuencia de la expulsión, llegaban al Imperio turco, aun en aquellos casos en que se hubiesen roto los esquemas familiares, tan esenciales en el judaísmo, tenían conciencia de disponer de un patrimonio cultural, obra de casi quinientos años y que les hacia superiores a los demás judíos. Estaban decididos a conservar su lengua castellana porque muchas cosas estaban vertidas en ella. Todas las comunidades establecidas en el Imperio turco acabaron admitiendo como libro de rezos, de uso común, aquel que presentaban los sefardíes. De este modo, conservando sus ritos propios y la memoria de su brillante pasado, pudieron mantener la autonomía de sus comunidades. Disponían además de una lengua propia, que llamaban espanyol, para aislarse del mundo exterior. Esta lengua, sin embargo, se vería muy pronto alterada por la aceptación de palabras turcas, transformándose en el «ladino» que aún se emplea. Las comunidades eran esencialmente religiosas; la vida giraba en torno a la sinagoga.
Toda la restauración religiosa quedó relacionada con Safed, que era considerada santa por el género de vida que allí había venido a instalarse. Se crearon grupos de oración para la vida en común, imitando en esto las congregaciones cristianas. En Safed nació la costumbre de emplear una recitación especial en la noche de Sabuot: tras la cena, toda la comunidad se dirigía a la sinagoga para permanecer allí hasta el alba, leyendo y rezando. Hombres piadosos se encargaban de mantener el elevado espíritu religioso, como Rabi Abraham Halevi, que recorría las calles invitando a todos los vecinos a orar. Dejaban que les creciera un bucle sobre la oreja para que todo el mundo pudiera saber que se trataba de un piadoso judío. La observancia del sabbath se hizo más rigurosa; ni siquiera en momentos de especial peligro era lícito trabajar en ese día. Se insistía en el versículo de Ex. 31, 14: «No dejéis de guardar mis sábados, porque el sábado es una señal entre Yo y vosotros, de generación en generación, para que sepáis que yo, Yahvé, soy el que os santifico». Era ya fuerte la conciencia de no se trataba tanto de que Israel guardase el sábado sino de que el sábado conservase la esencia misma de Israel.
La víspera de la luna nueva, día de la expiación menor, los ju díos de Safed pasaban la noche reunidos en la sinagoga, envueltos en arpillera y ceniza, rezando. Aunque no faltaban los debates internos, puede decirse que Safed consiguió alcanzar una fuerte unidad, gracias al sentimiento y la práctica religiosos. Isaac Lauria y su discípulo, Hayyim Vital, de que nos ocupamos más adelante, consiguieron crear, en la segunda mitad del siglo XVI, un grupo cerrado de estudiosos que ejerció gran influencia sobre todas las comunidades judías. No se pretendió nunca cerrar un círculo de acción ajeno a las autoridades turcas. Es conocido un caso de herejía y homosexualidad en que los dirigentes de Safed pidieron a los gobernantes del territorio, no judíos, que lo castigasen. Viviendo en el más estricto espíritu religioso, los moradores de Safed tenían conciencia de servir también a los gentiles. Los maestros que intentaban el desarrollo de las comunidades en Polonia mantenían el contacto con aquélla.
En este ambiente, en donde parecía transferirse el pensamiento cristiano acerca de una «vía de perfección» consecuencia de la vocación religiosa, es donde surge el proyecto de Berav, antes mencionado, para restablecer la ceremonia de imposición de manos (semijá) equivalente a una ordenación de los rabinos antes de que éstos pudieran ejercer sus funciones. En otras palabras, se trataba de dotar al judaísmo de un clero, del que carecía. La abundancia de recursos materiales permitió a Berav acometer esta reforma, que finalmente sería abandonada, como sabemos, pero que dejó cierta huella. Pudo ordenar cuatro doctores, entre ellos Joseph Caro, a partir de 1538. Los conversos que retornaban al judaísmo le prestaban su apoyo: era, para ellos, verdaderamente necesario que el judaísmo contase con una jerarquía dotada de autoridad que determinase qué prácticas correspondían imprescindiblemente al judaísmo, a fin de retornar a ellas.
Jacob Berav, a fin de cuentas un toledano, respondió a esta demanda manteniéndose en la fidelidad a las enseñanzas de Asher, pero suprimiendo aquellas prescripciones que habían quedado en desuso en razón del nuevo exilio o que pudieran dar origen a debates. Mantuvo, sin embargo, como norma preceptiva aquellas cuatro partes que Asher ya estableciera:
1. Oraj hayyim (forma de vida), en que se contenían las normas de piedad diaria que, durante toda su vida, debe seguir cualquier buen judío.
2. Yosé deá (instrucción del conocimiento), que explicita todas las prohibiciones que es imprescindible observar.
3. Eben haézer (piedra de ayuda), esto es, las leyes y preceptos que se refieren al matrimonio y a la vida de las familias, consideradas como células sociales indispensables.
4. Josen mispat (Pectoral del juicio), donde se recogen los preceptos económicos.
Por otra parte Berav, que llegó a dominar durante algunos años la vida de la comunidad de Safed, sin apartarse de la línea de las enseñanzas de Maimónides y de Asher, trató de convertir el sefardismo en vehículo para la formación de los futuros maestros. Tomando el compendio del Talmud que redactara en el siglo XI Isaac Alfasi, titulándolo Libro de leyes, lo estableció como base para todo el programa de enseñanza en Safed, cuya escuela debía equivaler a un seminario para la formación de los futuros rabinos. Ya hemos dicho cómo este programa, en su conjunto, hubo de ser abandonado: la tradición, muy fuerte, que hacía del rabinato una autoridad independiente en cada ciudad, era demasiado sólida para poder ser cambiada.
Volviendo ahora sobre la figura de Joseph ben Efraim Caro, también toledano, hemos de insistir en la importancia que revistió su misticismo. En Salónica había sido compañero de Shlomó Molcho, pero su ordenación como rabino le convertía ahora en continuador de la obra de Berav. Tenía treinta y siete años cuando, en 1525, llegó a Safed, pero alcanzaría una edad muy avanzada, hasta los ochenta y siete. Afirmaba que, en sueños, era instruido por un guía espiritual, acaso un ángel, al que se refería como maguid, el cual le había anunciado que él sería restaurador de la semijá, siendo reconocido como una especie de cabeza por parte de todos los sabios de Israel. En sus responsa, abundantemente conservadas, Caro afirma para el tribunal de Safed una especie de dirección suprema sobre el judaísmo, a través de su doctrina y disposiciones. A su maguid le calificaba a veces como «el alma de la Misná».
Caro es, sobre todo, un místico, de acuerdo con la tradición española, pero también un exégeta de gran conocimiento. Por eso sus dos obras, La casa de José, y Mesa dispuesta, ejercieron tan poderosa influencia sobre todas las escuelas rabínicas. Puede, en definitiva, decirse que a través de estos emigrados y de los excelentes maestros que continuaron su trayectoria, el sefardismo se había trasladado esencialmente a Safed, desde donde irradiaría a otros lugares. Precisamente es en Oriente, y después de la expulsión, cuando la expresión sefardismo o sefardita comienza a utilizarse para definir a los judíos que compartían estas dimensiones culturales.
4. La Reforma luterana produjo la división de la Cristiandad, debilitando de este modo el gran obstáculo que se oponía a la pervivencia de los judíos, ya que no había ahora una autoridad globalmente reconocida. Sin embargo, en cierto modo perjudicó muy seriamente a los hebreos, porque el mundo católico procedió a reforzar los resortes de represión y el protestante no tenía más remedio que hacerse eco de las violentas censuras que Lutero pronunciara, al verse decepcionado porque los judíos no se adhirieron a su causa. Los protestantes asumieron los prejuicios campesinos contra los prestamistas y arrendadores de impuestos, muestra, a su juicio, de opresión. Avanzaba una secularización de la existencia: suprimido el celibato y los sacramentos, las imágenes y el sacerdocio, el culto cristiano tendía a parecerse al judío en cuanto simplificaba la liturgia al reducirla a la lectura, predicación y canto. La principal dificultad venía, sin embargo, de otra parte. Al fijarse el principio de «cuius regio eius religio», el Estado absorbía la religión entre sus funciones, haciendo más difícil la tolerancia hacia los disidentes.
Lutero personificaba las aspiraciones de la «nación alemana», que se sentía profundamente decepcionada por los resultados de los Concilios de Constanza y Basilea, que acabaron por rechazar la reforma que desde ella se preconizaba. Una Iglesia en que el Papa de Roma y la jerarquía perdiesen su poder era lo que esperaban muchos cristianos alemanes. La reclamación del libre examen para cada cristiano, aplicándolo a todos los textos sagrados, traía consigo un retorno al Antiguo Testamento. Por eso, al principio (1513-1516), el gran reformador apoyó a Reuchlin en la defensa que éste hacía de los judíos y, en 1520, llegó a condenar acremente a quienes les perseguían. En este sentido se mueve al publicar el folleto Das Jesus Christus eyn geborner Jüd war (Jesucristo nació judío), el año 1523. Pero en el fondo no trataba de defender a los judíos, sino de combatir a «nuestros necios, los Papas, los obispos, los sofistas y los monjes, esos brutos de cabeza de asno» entre los que no se incluía, pese a ser religioso agustino.
Lutero creía que la animadversión común a la Iglesia de Roma incorporaría a los judíos a su reforma, pues atribuía el fracaso de todos los programas de conversiones al hecho de que no se presentaba a los judíos el verdadero cristianismo. Él iba a hacerlo: «tengo la esperanza de que muchos judíos, si son tratados amistosamente e instruidos en la Sagrada Escritura, pasen a ser dignos cristianos». En definitiva, la Reforma no modificaba la actitud de siempre: los judíos tendrían que dejar de serlo para convertirse ahora que el cristianismo se les presentaba de manera correcta. Esta esperanza no se cumplió y Lutero, defraudado, se volvió colérico contra la intolerable terquedad de los judíos. También éstos tuvieron motivos para sentirse defraudados, pues al principio creyeron que la revuelta protestante iba a desembocar en una especie de convenio para que cada grupo pudiera practicar libremente su religión. Todos los movimientos que abusan del término libertad coinciden en considerarla como su propio patrimonio y rechazan violentamente a quienes no comparten sus ideas. En 1543 Lutero zanja la cuestión con una nueva obra, Von der jüuden und ihren lügen (Sobre los judíos y sus mentiras), que constituye un alegato feroz contra el judaísmo. Las comunidades y sus sinagogas y escuelas, sus casas, sus bienes y sus libros, todo tenía que ser destruido hasta que llegaran a convertirse.
Pocos años antes, un joven rabino nacido en Portugal, Shlomo Molcho (m. 1532), que había estudiado en Salónica con Joseph Taytazak, había tomado la decisión de volver a Italia para organizar una protesta con demanda de protección. Se trataba de un antiguo converso y, por consiguiente, entraba bajo la jurisdicción inquisitorial. Durante treinta días ayunó, mezclado con mendigos, frente al palacio del papa Clemente VII. Éste, impresionado, le tomó bajo su protección impidiendo a la Inquisición detenerle. Era un qabbalista. Junto con David Reuveni emprendió entonces viaje a Regensburgo para solicitar una audiencia de Carlos V, suprema esperanza para los perseguidos. Es lo mismo que Rabi Joseph de Rosheim (Alsacia) estaba intentando; había tratado de mantener un diálogo con los luteranos, con muy escaso éxito. En 1530 Rosheim compareció ante la Dieta de Augsburgo, donde se debatían las grandes cuestiones religiosas. Manejando como argumento las antiguas leyes que protegían a los judíos —no pedía otra cosa— obtuvo cierto éxito. Pero Molcho y su compañero fueron detenidos; el primero de ambos moriría en Mantua, en la hoguera, en 1532.
De poco servían las disposiciones del emperador. Eran las autoridades ciudadanas las que, en Alemania, tomaban las disposiciones. Como ya sucediera en España, la nobleza, incluyendo al patriciado urbano, se mostraba favorable a los judíos porque necesitaba de su colaboración en el mundo de los negocios. Pero los gremios, las clases bajas ciudadanas y los campesinos se mostraban contrarios; veían en ellos competidores o simples usureros. A veces se les admitía, a veces se les rechazaba, mediando siempre las sumas que estuvieran en condiciones de aportar. Por ejemplo, en 1614, Frankfurt, que nunca había querido tomar medidas antijudías, se vio afectada por un motín que obligó a los hebreos a huir. Pronto retornaron, pero las condiciones eran humillantes. De una de esas familias saldrían después los Rothschild.
La emigración de «cristianos nuevos» se intensificó cuando, en 1601, el duque de Lerma, que gobernaba en nombre de Felipe III, flexibilizó los permisos para que viajaran, pudiendo además liquidar sus bienes. Además de Holanda, también los Países Bajos españoles y las ciudades alemanas, como Hamburgo, Altona, Gluckstadt y otras ciudades recibieron a estos criptojudíos que volvían a su antigua religión. El comercio constituía la ocupación prácticamente única. A este respecto Italia formaba una especie de avanzada, pues desde allí se mantenían los negocios con el Mediterráneo oriental. Sin embargo, hasta 1648 por lo menos, la preferencia de la gran masa de judíos se orientaba hacia los territorios que formaban entonces la Confederación polaco-lituana. Había profesiones que se consideraban específicamente judías; por ejemplo, en Amsterdam, adonde llegaban los productos portugueses, los judíos comenzaron a establecer y desarrollar el tallado y comercio de diamantes, una industria peculiar que ha llegado hasta hoy.
5. Venecia, en donde a los conversos se había reservado un barrio especial, il ghetto, ampliado posteriormente, en donde se les permitía vivir de acuerdo con las costumbres y la religión judías, llegó a concentrar una población de 5.000 habitantes. Las otras cinco juderías, Roma, Mantua, Pisa, Livorno (Leghorn) y Ancona, no alcanzaban desde luego esta densidad. De modo que estamos hablando, para toda Italia, de cifras que quedan muy lejos de las 20.000 almas. Es preciso reajustar cuidadosamente nuestras perspectivas para evitar las deformaciones en que muchas veces se ha incurrido. Aunque el comercio era la principal actividad, con el paso del tiempo, otras se fueron extendiendo: venta y arreglo de ropa usada, productos ultramarinos que proporcionaban las vías de comunicación portuguesas y también las medicinas.
Un serio conflicto, que repercutió sobre toda la comunidad judía, tuvo lugar a mediados del siglo XVI en Italia. En 1542, Paulo III estableció la Inquisición en Roma. Uno de los miembros más importantes de la misma, el cardenal Juan Pedro Carffa, que figuraba entre los radicales enemigos de España, fue elegido Papa en 1555. Inmediatamente puso en marcha un proceso contra medio centenar de conversos instalados en Ancona, a los que se acusaba de ser judaizantes. Una atmósfera de temor se extendió por los Estados pontificios. Incluso altos dignatarios de la Iglesia, como el cardenal Morone, fueron encarcelados bajo sospecha de herejía. De los cincuenta y dos procesados en Ancona, veinticuatro hombres y una mujer, que se negaron a reconocer sus culpas, fueron ejecutados en la hoguera; otros veintisiete, que solicitaron penitencia fueron enviados a Malta, pero consiguieron escapar durante el viaje, refugiándose en Turquía. Hubo una protesta de Solimán el Magnífico que no fue atendida.
Para los judíos se planteaba una cuestión difícil. La Inquisición había mantenido el principio jurídico de que su potestad no alcanzaba a los judíos: únicamente a los conversos en cuanto que se trataba de cristianos. Pero se había roto la práctica ampliamente observada en Italia de no molestar a aquellos marranos que deseaban, secretamente, seguir con las prácticas de la que consideraban su religión propia. Doña Gracia Nasi, que partía del principio de que todos eran judíos, propuso establecer un boicot riguroso sobre Ancona, trasladando a Pésaro sus relaciones. Muchos judíos se opusieron: una medida semejante no tenía más remedio que producir un recrudecimiento de las medidas contra ellos en los Estados Pontificios. Podía incluso acabar con la protección que hasta entonces les amparaba.
Con las dudas se acudió a Rabi Jehosúa Soncino, que gozaba en aquellos momentos de gran prestigio. La respuesta fue negativa para la propuesta de doña Gracia: en caso de establecerse el bloqueo, no era posible saber cuál sería la parte más perjudicada. Desde luego para los judíos de Ancona sería muy grande el daño, pues se verían privados de sus medios de vida. Por otra parte, el rabino no veía obligación de vengar la sangre derramada por los inquisidores, ya que se trataba de conversos que habían vivido como cristianos, y habían cometido el error de intentar pasarse al judaísmo cuando se hallaban bajo el dominio de un príncipe cristiano. Si se aceptaba el supuesto de que todos eran judíos, no quedaba otro remedio que pronunciar la excomunión de todos aquellos que se habían bautizado por fuerza en España y Portugal.
Esta opinión no fue universalmente aceptada; adolecía, probablemente, de excesiva casuística. Joseph ibn Leb, rabino sefardí, alegó que los veinticinco ejecutados de Ancona eran mártires de la fe, dignos de todo reconocimiento y, al enviarlos a la hoguera, el Papa había ido contra el honor de Dios. Era, por tanto, necesario tomar medidas de represalia. Pero los judíos de Ancona y los que vivían en algunos otros lugares pontificios alegaban que cualquier acción que se emprendiera repercutiría desfavorablemente sobre ellos. Incluso ahora, cuando parecían superadas muchas de las dificultades, la supervivencia de las pocas comunidades que habían logrado atravesar la barrera de la intolerancia obligaba a extremar las cautelas.
6. Vamos a ocuparnos ahora del escenario que, hasta la segunda guerra mundial, ofrecería a los judíos las mejores posibilidades de arraigo. La razón esencial se encuentra en que las antiguas cartas de Boleslao (1264) y de Casimiro IV (1354) nunca se anularon. Al contrario, se añadieron nuevas condiciones. En Lituania el gran duque Witold, en 1388, otorgó a los judíos los mismos derechos que tenían reconocidos en Lemberg (Lvov). Por ejemplo, en Grodno, en 1389, los judíos fueron reconocidos como ciudadanos, ocupaban el centro de la ciudad y no se les ponían obstáculos para el ejercicio de toda clase de oficios. Cuando Ladislao Jagellon se convirtió en rey de Polonia, haciendo de este reino un bastión del cristianismo, hubo una tentación de sumarse a las disposiciones hostiles, pero desde 1503 cesaron también estas veleidades.
Estas condiciones, que durante bastante tiempo se mantuvieron, hicieron de Polonia el mejor territorio de acogida, ya que aquí los judíos podían desplegar una amplia gama de actividades, participando incluso en las grandes operaciones mercantiles. Es cierto que, dada la estructura política de la Confederación polaco-lituana, se registraban notables diferencias entre unas ciudades y otras a la hora de hacer la aplicación práctica de las disposiciones legales. Por ejemplo, en 1485, la ciudad de Cracovia impuso a sus judíos la condición de que no podían dedicarse a otra cosa que a los préstamos con o sin prenda. La hostilidad se vio entonces acrecentada y en 1495 la judería tuvo que trasladarse a Casimierz. Los Jagellones tuvieron que recurrir constantemente a los banqueros judíos, ya que sin ellos les era imposible hacer frente a sus gastos: el país seguía en medio de una economía rural atrasada, con predominio excesivo de la nobleza.
En consecuencia, los judíos fueron autorizados en Polonia para crear aldeas y fortificarlas, incluso usando artillería, administrándose en ellas de forma independiente, como se hacía en otros lugares de dominio de la nobleza. Por razones de seguridad, recurrieron a este procedimiento que les aislaba del resto de la población; el empleo del yidish sería otro factor de discriminación y aislamiento. En el caso polaco, el grado de separación que se alcanzó fue debido más a la iniciativa judía que a la de la población cristiana; probablemente no se apercibían de los inconvenientes que para ellos iba a traer en el futuro. El comienzo de la Reforma protestante, que hizo de Polonia uno de los bastiones más fuertes del catolicismo —el Gran Maestre de la Orden Teutónica, enemigo tradicional, se había pasado al luteranismo— movió a los Jagellones a ampliar las facultades de que gozaban las comunidades judías. En el siglo XVI puede decirse que los judíos formaban una especie de reino dentro del reino.
Al mismo tiempo, los reyes se veían obligados a respetar o a otorgar de nuevo el privilegio que algunas ciudades polacas o lituanas tenían de no aceptar judíos; esto incrementaba la tendencia de éstos a instalarse en lugares propios insistiendo en la separación. Sectores muy amplios de población, comerciantes o campesinos, no disimulaban su hostilidad; se quejaban, por ejemplo, de que la competencia judía les perjudicaba; dominando el comercio menudo, que tenía la forma de venta ambulante, les arrebataban la clientela. Los nobles, en cambio, les protegían, pues siendo propietarios de muy extensos territorios en donde la práctica de la servidumbre se acentuaba, necesitaban del dinero de los prestamistas judíos para ponerlos en explotación y lograr la venta de productos en el exterior. Parcelas de esos grandes latifundios se entregaban en usufructo a los judíos, como garantía de préstamos o a cambio de dinero. En esas parcelas podían asentar sus propias comunidades, de población bastante densa. Hacia 1648, el año de la revuelta de los cosacos, tan sólo en Ucrania, se registraba la presencia de quince de tales comunidades, que daban la suma de 51.325 judíos. Fuerte contraste con la población indígena, muy dispersa.
El procedimiento llamado arenda consistía en arrendar a un empresario judío un grupo de haciendas para su explotación durante un plazo corto, normalmente tres años; por este procedimiento, el gran propietario se aseguraba de no enajenar la propiedad, ni siquiera la posesión de la tierra; tampoco podía modificarse el modo de cultivo, que estaba a cargo de siervos de la gleba cristianos. Luego el empresario se servía de otros judíos más pobres, a los que entregaba la administración de las diversas parcelas o los otros trabajos correspondientes a la administración. Es fácil imaginar el odio que en los cristianos ligados a servidumbre tenía que despertar la presencia de esos intermediarios judíos. Pero lo que el recipendiario de la arenda entendía era que, con su dinero, había comprado el producto de la tierra correspondiente a tres años, que ellos insertaban luego en los canales del gran comercio. También arrendaban las aduanas para evitar obstáculos en la salida.
Los maestros y moralistas judíos criticaban fuertemente este sistema, que causaba tremendo daño, al concitar el odio de la población, y lo presentaban como distinto del que salvaguardara a los askenazis hasta entonces: comercio, préstamos, orfebrería. Cierto que eran minoría los que alcanzaban esa holgura económica, pero eran presentados por la opinión cristiana como el ejemplo de lo que el judaísmo daba de sí. La reacción lógica de los rabinos era insistir en el carácter religioso. En los tres ámbitos, Polonia, Lituania y Ucrania, se creó una sociedad fuertemente arraigada en la Torah y el Talmud, para quien la palabra clave era Tradición. Hacer lo que sus mayores siempre hicieran sin alterar una tilde de la Ley. Es esta sociedad, precisamente, la que trescientos años más tarde proporcionaría el mayor porcentaje de víctimas para las persecuciones de los sistemas totalitarios. Desde esta perspectiva se comprende la importancia otorgada a la enseñanza, pues ella garantizaba la continuidad. Los maestros, especialmente aquellos que lograban sólida reputación, se convirtieron en los verdaderos dirigentes de la comunidad. Pero eran radicalmente conservadores. De otro modo, la Tradición no podría sostenerse. Quiere decirse que el estudio en profundidad se iba orientando cada vez más hacia una rigurosa erudición doctrinal, lejos de los problemas que, en el transcurso del tiempo, se iban presentando. Las responsa de los rabinos adolecían de casuística. Entre los propios judíos había también descontentos de este dominio asfixiante de la Tradición.
Un aspecto de las relaciones no había cambiado: los judíos no eran polacos sino huéspedes que abonaban al rey una cantidad a cambio del permiso de residencia y la protección sobre ellos ejercida. El propio monarca señalaba periódicamente la suma global que tenían que pagar, pero no la cuota correspondiente a cada uno; éste era el cometido de una junta de representantes de las comunidades, el Consejo de los Cuatro Países. Siguiendo la norma que en 1432 se estableciera en Castilla, en 1551 el rey Segismundo II otorgó al Consejo poderes para regular todos los aspectos de la vida social y administrativa. A él se incorporaron seis rabinos especialmente prestigiosos para garantizar que no se producían desviaciones en la costumbre religiosa. Su influencia resultaba determinante. Tales condiciones, que favorecían el establecimiento de los judíos, no eran consecuencia de un fortalecimiento de la monarquía sino, al contrario, de su debilidad. Los hebreos no eran considerados por el resto de la población como súbditos con caracteres y costumbres propios, sino como un elemento extraño y, en cierto modo, enemigo.
En consecuencia, al producirse la rebelión de los cosacos (1648-1651) dirigida por Bogdan Jmelnitski, que pudieron contar con el apoyo de los tártaros, provocando con ello un terrible desorden, los rebeldes dirigieron sus odios contra los judíos, a los que sometieron a atroces torturas tratando de descubrir sus supuestos tesoros. Los ortodoxos identificaban a los judíos con los católicos; unos y otros eran «infieles». De modo que cuando Segismundo pudo finalmente dominar la rebelión, ya se contaban muy numerosas víctimas entre los judíos. Entre éstos, algunos se sumaron a las tropas del rey combatiendo a los insurrectos. Otros huyeron hacia el Oeste porque tenían noticias de que en Alemania se estaban reconstruyendo las comunidades que ofrecían, además, mejores medios de vida. Dos sectores de la población oriental se mostraban especialmente contrarios a los judíos: los clérigos, que introducían en sus predicaciones alusiones al asesinato ritual y a la profanación de Formas, y los comerciantes al por menor, que les atribuían una especie de predominio económico contrario a sus propios intereses.
7. Consumada la emigración hacía el Este, en estos siglos en que la profesión de fe judía estuvo prohibida en todo el Occidente, exactamente entre 1492 y 1615, con la sola excepción de algunas ciudades de Alemania y de Italia, arriba mencionadas, pudo comprobarse que muchos de los vínculos familiares estaban rotos y las estructuras hasta entonces existentes carecían de valor. Desde la experiencia de las persecuciones se sentía la necesidad de crear órganos de deliberación y de gestión que les amparasen. Polonia, Lituania, Bohemia y Moravia fueron las primeras en moverse en esta línea. En Polonia había muchos asentamientos dispersos, compuestas de apenas dos o tres familias, de modo que resultaba imprescindible insertarlas en organizaciones más amplias. Por otra parte, como ya sucediera en España, los reyes consideraban muy oportuno que existiera una especie de cabeza suprema con la que se pudiera dialogar. Tenemos constancia de que en 1503, el rey Alejandro I nombró a Jaacob Polak rab mayor con poderes plenos para juzgar a sus correligionarios. Con posterioridad, este nombramiento no quedó al arbitrio del rey: Casimiro IV aceptaba las propuestas que le hacían los propios judíos. En 1551 Segismundo II Augusto se comprometió con los moradores en la Gran Polonia a extender el nombramiento y poderes de rabino mayor y juez central a la persona que ellos designasen. Probablemente R. Moses Isserles (1525-1572) tuvo ya un nombramiento de esta clase. De él nos ocuparemos más adelante. También Bohemia y Moravia, que formaban unidad dirigida desde Praga, contaban con un rabino central.
Desde 1623 tenemos constancia de cómo funcionaba el Consejo nacional judío de Polonia, cuya existencia se comprueba muchos años antes. Lo formaban en aquel momento los procuradores de Brest-Litovski, Grodno y Pinsk, a los que se incorporaron más tarde los de Vilna y Slutsk. De este modo se señalaban las cinco comunidades que formaban cabeza, y a las que correspondía ejercer funciones de coordinación entre todas las existentes. Pero el Consejo no impedía que cada una, usando de la amplia autonomía que el gobierno les otorgaba, se rigiera de acuerdo con sus propios medios. Disponemos de un ejemplar de las ordenanzas de Cracovia fechadas en 1595 que, con toda seguridad, responden a un modelo general: había un presidente, asistido por un kahal de hombres buenos, equivalentes a los ancianos, y además jueces, tesoreros e inspectores cuyas funciones aparecen en el documento descritas con todo detalle. Las de Poznan, también suficientemente conocidas, coincidían con éstas. Cada judería contaba con un representante, stadtlau, cuya misión consistía en negociar con las autoridades cristianas; no era necesario que se tratara de una persona de gran relieve. La Corona estaba interesada en mantener la autonomía de las comunidades judías porque era el mejor medio para asegurar la recaudación de los impuestos.
Había llegado a establecerse una perfecta jerarquía, mediante la cual las comunidades grandes establecían un control sobre las pequeñas y sobre las aldeas, constituyendo entonces un distrito, al que se llamaba galil. La reunión de éstos daba origen a los países o estados. De modo que el Consejo de los Cuatro Países arriba mencionado se ocupaba de la coordinación de un amplio territorio organizado. Ello no era obstáculo para que cada distrito poseyera su propio Consejo con facultades para redactar Ordenanzas que eran de uso común. De cualquier modo, el rabino de la comunidad principal —que actuaba como presidente de los jueces rabínicos de todo el distrito— era la persona dotada de más alta y amplia autoridad, a quien todos de una u otra forma obedecían.
En Polonia, los representantes de los «estados» y también sus rabinos solían celebrar reuniones con ocasión de las ferias de Lublin y Jaroslawl; era preciso acudir en busca de soluciones para los muchos problemas que el comercio y los créditos planteaban. Es muy posible que, al principio, tales reuniones estuvieran circunscritas a los jueces rabínicos, a los que correspondía decidir sobre las querellas que surgían en aquellas circunstancias. Pero a partir de 1580 todo se había regulado, apareciendo una organización que parecía indicar la existencia de una especie de reino, yuxtapuesto y sometido a la Confederación. Existían dos Cámaras: la superior, nuestro conocido Consejo de los Cuatro Países, y la jurídica, Consejo de jueces, que operaba como una especie de tribunal supremo. Las decisiones que se tomaban no eran estrictamente religiosas, como sucede con las regulaciones del sabbath conocidas desde 1607, sino que se ampliaban a la vida económica, familiar y social.
En consecuencia podemos admitir que, en Polonia, durante el siglo XVII, los judíos constituían una especie de nación o de reino, directamente relacionado con el monarca, pero siendo a la vez independiente y paralelo del que constituían los súbditos polacos. El conocimiento por los investigadores de la existencia de esta peculiar organización, que daba a la comunidad judía funciones autónomas e incluso cierta extraterritorialidad, parece haber influido en el primer proyecto nazi de «solución final», consistente en recluir a todos los israelitas en un solo distrito de Polonia, segregado del resto de esta nación, haciendo de él una «reserva» conforme con otros modelos.
En Lituania, según noticias que datan de 1623, el Consejo rector no estaba formado por representantes de todos los distritos sino por los de las tres —luego fueron cinco— principales comunidades existentes en aquel territorio. En Moravia, donde la presidencia de cada estado estaba reconocida a dos personas, el Consejo tenía la representación únicamente de tres distritos. Pero a esas tres personas se sumaban los seis expertos encargados de la recaudación de contribuciones y cinco asesores más por cada distrito. Siguiendo la costumbre introducida en los municipios cristianos, todas estas representaciones formaban una estricta oligarquía, de modo que aunque se mencionaban elecciones, el derecho a participar en ellas era muy restrictivo.
La función esencial de los Consejos, desde el punto de vista de los monarcas polacos, consistía en asegurar el pago de los impuestos, de modo que se los había convertido en arrendadores de los mismos. Fijado el importe global correspondiente, el Consejo adelantaba al soberano la suma requerida, que él se encargaba luego de distribuir siguiendo el esquema jerárquico de las comunidades. Pero tras la revuelta cosaca y las represiones que siguieron, la relación se tornó difícil: la Monarquía necesitaba cantidades mayores a fin de proveer a la defensa, mientras que la disminución en el número de personas y el quebranto de bienes hacían que el peso de los impuestos sobre cada familia se hiciera muy gravoso. Los Consejos adelantaban el dinero, pero como no podían recaudar, tenían que acudir a préstamos, generando deudas. En Lituania se comprueba entonces la existencia de una corriente, en las comunidades pequeñas, que conducía a su independencia respecto al gran órgano central.
Conocemos suficiente documentación emanada de los Consejos Nacionales para comprender el significado de éstos. Dictaban Ordenanzas de carácter general, pero no intervenían en los conflictos que podían producirse entre las autoridades de cada comunidad y sus propios miembros. Sus disposiciones tenían carácter más general, referidas a la vida social y al comportamiento, cosas ambas que estaban estrechamente relacionadas con el comportamiento religioso. Pues las operaciones mercantiles y los créditos afectaban a la moral: los Consejos impartían instrucciones derivadas de las normas halákhicas y de las responsa que emitían los rabinos. Entre estas normas figuraba de una manera especial la obligación de guardar el sabbath, no sólo a título individual; no debían permitir que los siervos cristianos trabajasen en él. La norma cristiana, que impedía exigir trabajo «servil» en el día del descanso dominical, se hacía extensiva de este modo a los judíos.
Entre las oligarquías dominantes en los Consejos y los rabinos eran frecuentes los conflictos, pues las primeras pretendían una aproximación cada vez más estrecha al mundo en que estaban viviendo. Por ejemplo las familias ricas y poderosas, que adquirían posiciones semejantes a las del patriciado, se dejaban influir por éstas: ejercían un patronato sobre los pobres, imponiéndoles una especie de dependencia; así, las muchachas de estas otras familias inferiores debían ser enviadas a casa de los ricos para ser «criadas» durante un cierto tiempo, lo que implicaba el servicio doméstico junto con la educación.
8. La unidad religiosa, en el marco oficial de la monarquía polaco-lituana, no aparece en Alemania. Volviendo a los esfuerzos realizados por Joseph de Rosheim en la Dieta de Augsburgo de 1530, hemos de anotar que las propuestas presentadas allí por el rabino eran consecuencia de ciertos acuerdos que se habían adoptado en una especie de Consejo nacional de las juderías, en el que se elaboraron unas normas que serían de cumplimiento general si las autoridades imperiales accedían a mantener la legislación tolerante. Dos fueron las demandas esenciales: a) se moderarían los intereses de los préstamos, tan esenciales para el comercio alemán, a cambio de que se ofreciesen garantías de que las deudas y rentas pertenecientes a los judíos iban a ser puntualmente pagadas; y, b) a cambio de los servicios prestados al emperador, príncipes y ciudades, serían retiradas todas las disposiciones discriminatorias.
Fue con posterioridad a esta reunión cuando el rabino, en sus contactos con ambas partes, llegó a la convicción de que a los suyos no convenía una victoria del luteranismo; aunque escasa, la protección del emperador era la única con que podían contar. La muerte de Carlos significó un perjuicio para los judíos. La Casa de Habsburgo trataba únicamente de consolidarse en Austria y sus otros dominios patrimoniales, dejando a un lado los compromisos imperiales y cediendo en todo a las exigencias de los príncipes. Por otra parte el calvinismo, más apegado a la tradición del Antiguo Testamento, había comenzado a aceptar en Holanda el apoyo que le ofrecían los marranos. La victoria de este país en su guerra contra España cambió mucho las cosas. Esto no significa que los judíos pudieran tener confianza. En los dos bandos en lucha se percibían conductas antisemitas.
Doblando el siglo XVI se cerraba un capítulo: las juderías que supervivieran parecían ahora seguras de que podrían seguir existiendo en un futuro. El año 1603, procuradores de todas ellas se reunieron en Frankfurt-am-Mein en un esfuerzo para construir también aquí un Consejo nacional judío alemán, capacitado para establecer ordenanzas válidas para todos. En otras palabras, se trataba de crear un cuerpo nacional judío —recuérdese que hablaban de cifras bastante reducidas— que diese fortaleza a las comunidades precisamente por su unión. Las disposiciones que entonces se adoptaron, muy importantes, nos aclaran mucho acerca de la mentalidad judía en estos momentos, todavía muy difíciles:
— Se establecería una contribución, equivalente al 1% del capital de cada judío, a fin de establecer un fondo de garantía que permitiera defender a sus correligionarios en dificultad. Se prohibía radicalmente emplear este fondo en otra cosa.
— Debían formularse censuras muy serias, con secuelas religiosas, contra aquellos que trataban de engañar a los gentiles o practicaban una competencia dolosa. Pues la mala fama que adquiría un judío repercutía sobre toda la comunidad. Los defectos de unos pocos se achacaban después a todos.
— Para que la ordenación de un rabino fuese válida tendrían que concurrir a ella tres maestros de yesibot con suficiente fama; había cierta relación con la consagración de los obispos dentro de la práctica cristiana.
— Los tribunales rabínicos, cuya competencia, como sabemos, abarcaba aspectos muy diversos de la vida en comunidad, se regirían por normas que en aquel momento dictaba el Consejo.
— Ninguna mujer podría ir sola por caminos poco frecuentados o acudir a la casa de un gentil; los judíos, varones y hembras, cuidarían de no incidir en el lujo, tomando medidas para que sus vestidos les distinguieran fácilmente de los gentiles.
El Consejo terminó mal: algunos de sus miembros fueron procesados bajo denuncia de que habían estado laborando en contra de los intereses del Imperio. En realidad habían intentado precisamente lo contrario: brindar un status de seguridad en la obediencia.
9. Durante este siglo largo, de reajuste y reinserción, y todavía bastante después, una pregunta golpeaba la conciencia judía: ¿cómo era posible que los judíos de la Península Ibérica, donde formaban un contingente numeroso, se hubieran resignado ante el decreto de expulsión sin oponer ninguna resistencia? Hoy se tiende a pensar que una de las causas de tal pasividad se encuentra en el hecho de que la mayor parte de los dirigentes, siguiendo el ejemplo de Abraham Seneor, escogieron el bautismo, dejando al grueso de la población sin mando. También ha debido de influir el recuerdo de las tormentas del 91; cualquier resistencia traería consigo reacciones violentas mucho más crueles. Algunas de las explicaciones dadas por los protagonistas como Abravanel o ben Verga han sido mencionadas con anterioridad. Pero son importantes las que formularon algunos maes tros de las generaciones siguientes. Rabi Simjá Luzzato dice que los judíos se hallaban dispersos y, tendiendo a atribuir todos los sucesos a una Causa superior, son proclives a la pasividad. Otros dos rabinos, Jehuda Aryeh de Módena y el propio Salomon ben Verga hilan más fino: la profunda religiosidad induce a la resignación, mientras que las condiciones de hombres apaleados durante mucho tiempo, les empujaba a creer en un milagro.
De hecho, es cierto que el nuevo exilio estimuló las esperanzas mesiánicas como aparecen en Isaac Abravanel. La expulsión era, por tanto, el término final de la prueba que Dios había dispuesto para los judíos, anunciando ya de modo inmediato la salvación. En este aspecto se comprende la tendencia hostil que las responsa rabínica muestran hacia los conversos, que habían preferido acogerse a la religión de sus dominadores. Verdaderos réprobos, habían cambiado la fe por una cierta seguridad material. Rabi Yoel añadía que eran víctimas de un engaño, pues los gentiles no les admitían y tratarían de destruirlos por todos los medios a su alcance. Tras esta actitud se esconde, sin duda, un profundo pesimismo.
Comenzaron a cambiar las opiniones cuando se tuvo noticia de lo que había sucedido en Portugal, donde los judíos, concentrados en ciertos lugares, habían sido bautizados colectivamente. Algunos habían escapado a esta abominación recurriendo al suicidio. Conversos a la fuerza, sin otra alternativa que la muerte. De este modo culminaba el drama del gallut tal y como anunciara Moisés: «seréis conducidos a adorar dioses de piedra y de madera». Años más tarde surgieron algunas curiosas y fantásticas leyendas acerca de algunos ilustres judíos, entre los que se situaba a Abraham Seneor, que se habían sacrificado a fin de permanecer al lado de los Reyes, prestando de este modo ayuda a Israel y procurando medidas en perjuicio de la odiosa Iglesia católica. De este modo se podía justificar el apoyo a los criptojudíos que demostraban, además, su buena fe retornando al judaísmo. Hayyim Vital, el discípulo y continuador de Isaac Luria en Safed recogió, en esta ciudad y en Damasco, muchas de estas leyendas, componiendo con ellas el libro titulado Séfer hajezyonot.
10. Paralelamente, sefardismo y askenazismo dieron sus respuestas acerca de la significación de este contraste en las interpretaciones. Pueden sintetizarse en las doctrinas enseñadas por dos sabios muy sobresalientes varias veces mencionados, Luria, que significa el nuevo pensamiento sefardita desde Safed, e Isserles que, en Cracovia, ostentaba la dirección intelectual del askenazismo polaco. Ambos murieron en el mismo año, cerrando así una etapa en la historia judía, la del reasentamiento de Israel en nuevos hogares, ahora más cerca, en todo caso, de la meta de Jerusalem. En Safed renació el pensamiento místico judío bajo la forma de la Qabbalah, desarrollada ahora en extensión y en profundidad. Pasó entonces a convertirse en una doctrina secreta que los maestros transmitían a sus discípulos y éstos a los que venían después, formando una cadena. Dos rasgos deben anotarse especialmente: el estudio más intenso del Zohar, con la consecuencia de dar a la Escritura un sentido místico, y la creencia firme en que los últimos acontecimientos anunciaban la próxima llegada del Mesías. Varios fueron los anuncios que quedaron incumplidos.
Isaac Luria (1534-1572) había nacido en Jerusalem pero, tras una estancia prolongada en Egipto, llegó a Safed el año 1569, precedido ya de extraordinaria fama, pese a su juventud. Asceta muy riguroso, sería llamado el «Santo león» (Ari) de la Qabbalah. Rodeado de un pequeño número de discípulos que, después de su muerte, difundirían sus enseñanzas, puede considerarse como el creador de la escuela mística de Safed. Sus ideas son extraordinariamente complejas y difíciles de explicar. Afirmaba haber tenido visiones espirituales y contactos con las almas de los muertos. En la leyenda aparece como el santo que asciende al cielo, revestido de ropajes blancos, que descubría en el gorjeo de los pájaros la voz de los santos. Se cuenta de él que, en cierta ocasión, un hombre le confesó todos sus pecados declarando, por sí mismo, que era digno de muerte en la hoguera: fue a comprar la leña para ejecución de la sentencia. Pero Ari le convenció de que esta pena era digna de los gentiles, ya que entre los judíos se hacía morir al condenado derramando en su boca plomo derretido. Fue a comprar el plomo. El rabino le ordenó entonces recitar la oración de los moribundos y que se tendiera en el suelo cerrando los ojos; luego derramó en su boca agua dulce. Levantó luego al penitente que, a partir de este momento, llevó una vida ejemplar.
La Creación del Universo había estado precedida, según la doctrina de los qabbalistas, por una «contracción de Dios sobre Sí mismo» (tzimtzum) que hizo posible la existencia fuera de Él, una existencia que podía incluir el mal. De modo que la Naturaleza no puede ser considerada como una emanación de Dios sino como algo distinto de Él. Gershom Scholem ha explicado de qué modo esta concepción qabbalista venía a configurar el primer exilio: «Dios se exilió a la interioridad de su Ser». La primera Creación quedó sumida en la confusión a causa de la «ruptura de los vasos» en que se contenía la luz primigenia. Sus restos han caído sobre las esferas inferiores. Pues en el Universo existen varias esferas de emanación divina, las sefirot, que contienen una irradiación luminosa que procede de Dios, aunque sólo las tres primeras son capaces de contener adecuadamente la luz divina original. Las otras seis, inferiores, son el resultado de la ruptura de los vasos de la luz, reteniendo en sí mismas fragmentos y destellos de la luz divina. Una parte de tales fragmentos se hundieron definitivamente en la impureza y el mal; son las clipot (cáscaras). La «divina Presencia» (Sejiná), está todavía en el exilio, retraído Dios sobre Sí mismo, como más arriba anotamos; por eso el mundo es defectuoso. Cuando los destellos de la luz, atrapados en las vasijas rotas, sean recuperados, podrá comenzar la redención de Israel y del mundo entero. Tal restauración (tikkun) se asocia a la doctrina del Mesías.
El instrumento de la redención, que alcanza a todo el mundo, es la Torah, con sus mandamientos: cumpliéndolos se perfeccionan los judíos y también todos los demás hombres. La doctrina mística trae consigo una explicación profunda del destino de la Humanidad y del secreto íntimo que rodea la Historia de Israel. Hay un claro paralelismo, una relación de semejanza entre el exilio de Dios, replegado sobre Sí mismo, y el de su Pueblo. Los qabbalistas admitían la transmigración de las almas (guilgul) porque veían en ella un proceso de perfeccionamiento. En cambio, quien comete el mal, quien viola las prohibiciones que han sido establecidas por la Torah o incumple sus preceptos, no se perjudica únicamente a sí mismo, sino que permite que se extienda por el mundo la raíz del mal, ya que libera a Samael, que es la personificación de ese mismo mal. Toda la doctrina se mueve entre dos sentimientos contrapuestos, el profundo amor a la Sejiná, divina presencia, y el aborrecimiento, más profundo si cabe, hacia el pecado que perpetúa el mal y la destrucción del mundo.
La existencia completa del judío cobra sentido únicamente cuando trabaja para restaurar la Sejiná en todo su esplendor. La redención, por tanto, consiste en el rescate de esa «presencia divina», que se consigue mediante la observancia cuidadosa de los mandamientos. Para algunos de los que retornaban a Tierra Santa todo esto venía a centrarse en una esperanza, ya inmediata, de la aparición del Mesías. Abravanel lo había anunciado así al filo del año 1500. Hayyim Vital (1543-1620), nacido en Safed, pero que desde 1595 fijó su residencia en Damasco, en donde se consideraba a sí mismo como una especie de Mesías en potencia, recogió y ordenó las enseñanzas de Luria en un libro que tituló Etz Hayyim (Árbol de vida), mediante el cual las enseñanzas del gran místico alcanzaron extraordinaria difusión.
11. En consonancia con estos sentimientos y esperanzas, que calaban hondo en el ánimo de aquellas generaciones que se sentían especialmente golpeadas por la persecución y el exilio, se despertaron las expectativas mesiánicas. Dios no podía olvidarse de su Pueblo y debía acudir en su auxilio. De cuando en cuando aparecían líderes que se presentaban a sí mismos como Mesías o anunciaban ya la inmediata presencia de éste. Son muy numerosos y no es posible recoger todos los nombres. Destacan entre ellos R. Aser Lemlein, que predicó el mesianismo en Italia y David Reubení, que utilizaba su nombre para proclamarse príncipe de la tribu de Rubén, una de las «perdidas de la Casa de Israel». Afirmaba que esas diez tribus habían conseguido reunir un enorme poder al otro lado de los montes de las Tinieblas y que vendrían en auxilio de sus hermanos judíos para liberarlos del poder de los musulmanes.
El movimiento mesiánico más famoso, desconcertante y perjudicial para el judaísmo, es el que personifica Shabbetai Tzevi (1626-1676), nacido en Esmirna, y destacado dentro de su comunidad tanto por sus estudios como por el ascetismo de su existencia. Pronto contó con un pequeño círculo de seguidores a los que, contando sólo 22 años, comunicó revelaciones que había recibido de lo alto, entre ellas el hecho de que habiendo nacido el día 9 del mes Av estaba llamado a ser el Mesías. En Salónica, Constantinopla y Jerusalem recibió el apoyo de numerosos adeptos, y también las censuras de los rabinos, que le expulsaron de las sinagogas. En El Cairo casó con una niña superviviente de una matanza, cuyo nombre, Sarah, fue interpretado en sentido místico por sus seguidores. De la mayor importancia fue el hecho de que en el verano de 1665, Nathan de Gaza (1644-1690) se uniera al movimiento: proclamó que Shabbetai era el Mesías, y él mismo su «profeta» anunciado. Viajó mucho predicando la nueva doctrina.
A diferencia de Shabbetai —probablemente un ciclotímico con cambios radicales en la conducta—, Nathan era hombre austero, de gran rigor de pensamiento, que permaneció fiel a sus ideas incluso después de la apostasía de su supuesto Mesías. Tomando las doctrinas qabbalistas de Luria, enseñaba que el alma del Mesías debía descender primero a la oscuridad de las esferas inferiores para recoger allí los restos dispersos de la primera Creación, emprendiendo entonces la restauración. Esta interpretación le permitía justificar la apostasía de Shabbetai; era precisamente su descenso mesiánico al mundo inferior.
Porque Shabbetai había sido proclamado Mesías en la sinagoga de Esmirna en diciembre de 1665. Se despertó un gran entusiasmo al proclamarse un espíritu de penitencia que debía preparar la redención universal que se iniciaría con un milagroso retorno del Pueblo a la Tierra de Israel. Organizó una Corte suntuosa como si fuera un rey. Hubo muchas leyendas contrarias a su persona que no deben ser tomadas en cuenta. Lo cierto es que, en pocos meses, despertó enorme entusiasmo entre los judíos. Muchos vendían sus casas para aportar medios. Habiendo anunciado que el año 1666 sería el del comienzo de la redención, el Mesías se dirigió a Constantinopla para reclamar al Sultán la devolución del reino de David. Fue arrestado y enviado a Abydos, donde las autoridades turcas le consintieron cierto margen de libertad. Para sus seguidores, Abydos se convirtió en Migdal Oz (Torre del Poder), y allí organizaron, con la participación del propio Shabbetai, el sacrificio pascual del cordero. Denunciado por cierto Nehemiah Cohen, fue conducido ante el tribunal del Sultán, seguramente con el propósito de condenarle a muerte. Siguiendo los consejos de un médico de Mahomed IV, que era también apóstata judío, el Mesías se convirtió al Islam para salvar su vida y fue enviado a una pequeña aldea de Albania, donde murió oscuramente diez años después. La confusión provocada por este inesperado final no impidió que algunos pequeños grupos de sabateístas sobrevivieran. Nathan de Gaza fue juzgado en Venecia por un tribunal de rabinos; ello no obstante, seguiría predicando hasta su muerte la doctrina: ahora el Mesías, descendido a lo profundo, preparaba el retorno y la redención.
12. En la primera mitad del siglo XVII el pensamiento religioso sefardí influyó sobre los maestros askhenazíes, que se plantearon la búsqueda de razones últimas que pudiesen explicar la naturaleza del exilio. Pero en ellos, como consecuencia precisamente de estos contactos, se hizo evidente una inclinación hacia el racionalismo, aplicado a la comprensión de la fe. En Italia ya Rabi Obadiah Sforno (1475-1550), médico y gran talmudista, en sus comentarios bíblicos, recomendaba excluir el ascetismo y las penitencias corporales de la vida de piedad, porque Dios ama la naturaleza humana, que lleva la impronta de su imagen y semejanza, y reclama su cuidado. Este amor no se limita a los judíos sino que se extiende a todos los hombres. En su principal obra, Or Ammim (Luz de las naciones), combatió las teo rías aristotélicas acerca de la eternidad de la materia, la naturaleza de las almas y la omnisciencia divina.
La doctrina de que el exilio formaba parte de los planes de Dios sobre Israel, siendo un proceso de purificación que anunciaba el momento del rescate, se extendió ampliamente por las comunidades que estaban procediendo a reconstruir su asentamiento en nuevos lugares. Sin embargo, no fue universalmente compartida. Surge —en la segunda mitad del siglo XVI— la que podríamos llamar raíz más antigua del sionismo, haciendo del exilio un mal del que era preciso liberar al Pueblo. Lo explica de una manera especial Rabi Jehudá Loew ben Bezazel (1525-1609) a quien llamaron el Maharal de Praga, el cual hizo el siguiente razonamiento: el exilio es antinatural pues ninguna nación puede hallarse desarraigada de su tierra y sometida y subyugada por otra. Siendo la situación contraria al orden mismo de la naturaleza, no puede ser permanente; en consecuencia, sólo hay dos soluciones posibles para este problema: la desaparición de Israel absorbida por las naciones que la rodean, o su propio restablecimiento como reino que fue. Edom —tal es el nombre que Bezalel asigna a la Cristiandad— e Israel son tan distintas como agua y fuego. No pueden, por consiguiente, unirse. Es, por tanto, imprescindible su restablecimiento. Al Pueblo que Dios eligió ha sido dado como dote el mundo, pero sucede ahora que el mundo no es digno de él; cuando lo sea, habrá llegado el momento de cumplir el designio de Yahvé, esto es, que Israel gobierne el mundo. Le parecía que ésta era la interpretación correcta de los textos proféticos, cuando afirmaban que todos los pueblos de la tierra acabarían volviendo su mirada hacia Jerusalem.
La influencia intelectual del sefardismo, al extenderse a las comunidades orientales, implicaba el riesgo de que la tradición intelectual askenazí se viera relegada a un segundo plano. Moses Isserles (1525-1572), a quien hemos mencionado en más de una ocasión, trabajó para evitarlo. Nacido en Cracovia, aquí fundó y dirigió una yeshivah, que se convirtió en la más importante de Polonia. Si Caro se apoyaba en sus viejos maestros españoles y en Maimónides, prescindiendo de los askenazis, Isserles decidió hacer una compilación de éstos valiéndose del Sefer haturim de R. Asher que, aunque rabino de Toledo, representaba la tradición alemana: tal es la Darjé Mosé, esto es, «Senda de Moisés». Era una alternativa a la obra de Caro, «La Casa de José», que había sido redactada por éste en Adrianópolis, antes de trasladarse a Safed. Cuando el resumen abreviado de esta obra, Suljan aruf (La mesa preparada), comenzó a difundirse por las comunidades orientales, Isserles decidió introducir en ella modificaciones y comentarios de modo que pudieran formar un todo. Las llamó significativamente Mappah que significa mantel, ya que se trataba de cubrir la mesa. De este modo, una síntesis entre las dos corrientes podía ahora difundirse entre los askenazis sin dificultad.
De este modo ambos, Caro e Isserles, pasaron a ser considerados como los dos grandes maestros cuyas enseñanzas y consejos debían seguir todos los judíos. La imprenta contribuyó mucho a que se difundieran sus enseñanzas. El segundo de ambos, en otra obra, Torat ha-Olah (Doctrina de la Ofrenda), en que explicaba la significación del Templo y del sacrificio, también se ocupó de desentrañar el sentido último del exilio. Descubrió entonces ante los judíos una doctrina que también el calvinismo haría suya: los mandamientos de la Ley de Dios contienen indudables beneficios espirituales, pero están ordenados ante todo al bien del cuerpo y a la conservación de la naturaleza; de este modo, el progreso y la riqueza deben considerarse como un don de Dios, querido por el mismo Yahvé. Es cierto que se puede ser pobre y virtuoso, pero es que Dios sabe que son personas que no serían capaces de superar la prueba de la riqueza, de modo que al no otorgársela, Dios les garantiza su virtud. De cualquier modo, la conquista de la riqueza es resultado de méritos virtuosos. Isserles no era partidario de la difusión de la Qabbalah.
No todos los maestros askenazis aceptaron esta doctrina, que tuvo, sin embargo, amplia difusión. Por ejemplo, Rabi Efraim Selomó de Luntshits, recogiendo doctrinas tradicionales, hizo una crítica acerba de los ricos, denunciándolos como aquellos que llevan una existencia corrompida. Tal era la experiencia de los siglos medievales en que los judíos poderosos recurrían incluso a la fuerza para someter a los pobres. Y éstos últimos sufren a causa del orgullo que la opulencia despierta precisamente en los ricos. Añadía que una doctrina como la que Isserles pronunciaba equivaldría a decir que Dios favorecía a los gentiles, que eran ahora los pueblos ricos, mientras que Israel resultaba el menesteroso. Lo importante era el cumplimiento de los preceptos por parte de los judíos, sin que éstos se dejasen arrastrar al error por sus propios dirigentes.
Las comunidades que muy lentamente emergían de la oscuridad y de la persecución, trataban de convencer a la sociedad cristiana con que se hallaban en relación, de las ventajas que para ella significaba n su presencia, recurriendo a dos argumentos: la utilidad de su colaboración y los beneficios que proporcionaba la libertad religiosa. A este último se inclinaban las sectas protestantes, que se iban fragmentando. En 1638 se imprimió en Venecia un libro de R. Simjá Luzzato, Ensayo sobre los judíos venecianos, explicando estos aspectos a los católicos.
El judaísmo era un viejo monumento y debía ser conservado y cuidado. Como carece de reino, no puede llevarse fuera las ganancias que produce como hacen los extranjeros. Ningún peligro puede venir de una comunidad que carece de poder político. Prosperan, atraen capitales y viven con la nostalgia de Jerusalem.
Los rabinos insistían ahora cerca de sus propios educandos en el valor absoluto de la Misná; sin el conocimiento adecuado del texto verdadero no era posible entrar en el Talmud. Para ello era importante que poseyesen también un adecuado conocimiento de la Historia. En 1592 se publicó la primera gran Crónica, Sémaj David. Su autor, discípulo de Isserles y de Bezazel, había escogido este título, «Vástago de David», para vincular al judaísmo europeo con sus raíces en la Tierra de Israel.