1. Para comprender las complejas razones que condujeron a la programada extinción de los judíos es necesario tener en cuenta factores de la más diversa índole. Conviene especialmente insistir en la importancia que tuvo el crecimiento demográfico, que registró un ritmo superior al 2% anual. Las razones de este aumento deben buscarse más en el retroceso de los índices de mortalidad, que en el hecho de que los matrimonios judíos fueran jóvenes y, en consecuencia, fecundos, pues esto no constituía novedad. De hecho, el crecimiento de la población judía, reluctante a los métodos anticonceptivos, se situó tres o cuatro veces por encima de la sociedad civil circundante. Eran escasos los matrimonios mixtos, entre el 4 y el 6% en el conjunto de los países de Occidente y prácticamente nulos en Oriente. Los rabinos eran conscientes de que tales uniones traían una merma al judaísmo y procuraban impedirlas. Hasta hoy siguen insistiendo en evitar las relaciones de sus jóvenes con los que proceden del mundo gentil. La Iglesia, por su parte, se mostraba de acuerdo con autorizar dichos matrimonios bajo condición de que los hijos fueran bautizados.
La distribución de los judíos a principios de siglo era estimada del modo siguiente: 5,5 millones en Rusia, 2,5 en el Imperio austrohúngaro, 2,5 en Estados Unidos, 0,6 en Alemania, 0,3 en Rumanía, 2,5 en Inglaterra y cantidades que oscilaban en torno al 0,1 en Holanda y Francia. Los demás países contaban con una población inferior. Resulta imposible hacer una estimación, ni siquiera aproximada, de los judíos que habitaban entonces en países musulmanes. Como consecuencia de los pogroms, iniciados en 1881, se había producido un intenso movimiento migratorio hacia América que alcanzó esta vez a los países del Sur, donde Argentina llegaría a registrar una muy abundante colonia judía. Los que llegaban a América eran portadores del dolor y la protesta por las persecuciones y malos tratos que estaban sufriendo.
La única solución, pensaban todos ellos desde el dolor profundo, consistía en conseguir que los judíos vivieran en un suelo que pudieran llamar suyo. En Europa predominaban los que creían que este suelo no podía ser otro que el de Eretz Yisrael (se llamaban a sí mismos Jobebé Sion, esto es, amantes de Sión). Pero América abría una perspectiva diferente, pues los inmensos espacios de las praderas, desiertos y pampas, desprovistos de habitantes, podían permitir un ensayo semejante al que los mormones realizaran en Utah, creando un estado dentro de la Unión (Am Olam).
Cuando el número de judíos norteamericanos alcanzó la cifra de los dos millones y medio, sin que hubiera previsiones de que fuera a detenerse en su crecimiento, la dirección del pensamiento cambió. Los ricos e influyentes no querían ser otra cosa que norteamericanos, viviendo en las ciudades, pero en todas. Los pobres, que eran mayoría, tampoco veían ventaja en un aislamiento en tierras desoladas: ellos eran sastres y buscaban empleo en las nuevas fábricas que empleaban la confección en serie. Explotados al principio por las empresas capitalistas, sabían entrar en ellas y dominarlas. Levy es el judío que ha dejado su nombre en esa prenda típica del western, pantalones de lona azul resistente, que han llegado a dominar el mundo. Las aldeas o las granjas no les servían, salvo como productoras de clientela.
En el curso de una generación todo cambió. Ahora la presencia de los judíos era bien visible. En 1914, Nueva York contaba ya con 1.350.000 judíos y no era posible prescindir de su voto en la carrera política. A 350.000 alcanzaban los de Chicago y Varsovia; 200.000 moraban en Budapest y 175.000 en Filadelfia. Londres, Odesa, Lodz y Viena contaban con nutridas poblaciones, estimadas en 150.000 almas. Los judíos habían triunfado ya en las profesiones que consideramos liberales y muchos de ellos habían alcanzado una posición tan elevada que, sin renunciar a ser judíos, podían prestar ayuda a sus compatriotas. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos que se hicieran en Rusia, Palestina, Estados Unidos y Argentina para devolverles a la vida agrícola o ganadera, la vida judía se desarrollaba preferentemente en las ciudades. Estaba todavía lejos el momento en que cambiara esta tendencia. Por otra parte había disminuido la importancia de la Banca judía, porque las empresas, modificando radicalmente su estatuto, eran ya sociedades anónimas en que la propiedad se transfería al capital. Además, las grandes familias —Mendelssohn, Blerchvöder, Königs, Waeter, Bischoffshei— se habían convertido al cristianismo y procuraban olvidar sus orígenes.
No puede hablarse de una industria judía tal como en siglos pasados era lícito aludir a los créditos como una actividad judía. Pero algunos nombres asoman con gran relieve. Ludwig Loewe se especializó en la fabricación de armas. Levy inventa los mencionados pantalones. Emil Rathenau funda la AEG y aparecen por entonces la Hirsch Copper and Brass. Destacaban sobre todo en las editoriales y periódicos. Por ejemplo, el Berliner Tageblatt y el New York Times procedían de capital judío que, de esta manera, podía influir en la opinión pública mundial distribuyendo noticias por sus agencias y formando opiniones con sus artículos. La tercera parte de la industria azucarera en Rusia pertenecía a capital judío. En Alemania, como en todos los países de Occidente, el nivel medio de vida de los judíos aumentó, pero en Rusia seguían predominando los obreros, aunque, entre éstos, comenzaban a destacarse algunas cualidades como la capacidad de ahorro y la preparación intelectual. Todo ello despertaba la animosidad de los otros obreros.
2. Desde poco antes de 1870 la cuestión jurídica podía darse ya por resuelta: en todo el mundo occidental se había alcanzado la igualdad de derechos. Sin embargo, había comenzado ya un rechazo moral que era mucho más fuerte, consecuencia, en gran parte, de que se hiciera más visible la presencia de los judíos, de sus comunidades aparte, de su religión y, especialmente, de su dinero. Se apuntaba hacia los ricos. El antijudaísmo cristiano, que había durado hasta los inicios de la Edad Moderna, había sido un fenómeno religioso, aunque tuviera luego otras concomitancias: los judíos eran vistos como radicales pecadores al rechazar al Mesías, convirtiéndose con sus doctrinas en peligrosos enemigos de la verdadera fe; pero esta circunstancia cesaba en el momento en que admitían a Cristo y se bautizaban. Ahora el antisemitismo, que continuaba las denuncias de aquél, atribuía el mal a la raza, es decir, a la propia naturaleza que no puede cambiar, y consideraba a los asimilados como un peligro todavía mayor, ya que se convertían, desde dentro, en elementos dominadores para la propia sociedad. Este antisemitismo —paralelo de las explosiones nacionalistas— se presentaba, además, con pretensiones científicas, en un momento en que se creía que la raza constituía la dimensión esencial del ser humano.
Al principio, como ya hemos comentado, los socialistas europeos aceptaron la tesis, entonces difundida, de que los judíos eran los autores del capitalismo. En 1845 Alphonse Toussenel publicó un libro, Los judíos monarcas de esta época, defendiendo y explicando esta opinión, que alcanzó amplia resonancia. Aunque más adelante la actitud de los partidos socialistas organizados cambiaría, entre las masas obreras se mantendría la receptividad al argumento tradicional; el antisemitismo podría contar siempre con amplio respaldo popular. En las filas del primer socialismo, el más radical en cuanto a su marxismo, destacaron muy pronto algunos descendientes de judíos que estaban, naturalmente, alejados de la religión; nombres que forman una especie de plana mayor de la revolución, como Carlos Marx, Ferdinand Lasalle, Moses Hess, Kurt Fisher —el que intentaría en Baviera el primer ensayo comunista— Rosa Luxemburg, Trotski y Bela Kun. Aunque ninguno de ellos podía considerarse verdaderamente judío, en el sentido correcto que hemos de dar a esta palabra, bastaban para proporcionar el argumento contrario: los judíos eran los crea dores del comunismo.
Por otra parte, el nacionalismo, al afirmar con énfasis que la nación se identifica con un «espíritu» (Volksgeist), rechazaba rigurosamente lo que era ajeno. En Alemania, donde Lutero era siempre presentado como la raíz en el tiempo de aquella «nobleza de la nación alemana», el cristianismo podía ser presentado como esencialmente contrario al espíritu judío. Los partidos políticos, obligados a dirigirse a las masas en busca de votos, no tardaron en descubrir que el antisemitismo se los procuraba en abundancia. Muchas frases imprudentes podían sembrar la desconfianza. Cuando Bismarck reprochaba a sus rivales el antisemitismo, estaba contribuyendo a fomentarlo. Por ejemplo, cuando calificaba a Eduardo Lasker de ser «la enfermedad de Alemania», esta injuria podía entenderse referida a la condición de liberal tanto como a la de judío. Y, naturalmente, había sectores que preferían la segunda alternativa.
Desde 1871 Alemania aparecía unida bajo el imperio de Bismarck, que estableció una Constitución que fortalecía el poder ejecutivo, pero otorgaba a todos los súbditos —también a los judíos— derecho de voto, libertad religiosa y equiparación legal. El canciller no era, en modo alguno, un antisemita; entre sus amigos y colaboradores tenía también judíos. Su decisión en el Congreso de Berlín de 1878 sirvió a la libertad y emancipación de los judíos de Rumanía. El pánico económico de 1873 había causado un gran daño a los judíos, ya que desde ciertos sectores se les atribuyó ser causantes de la depresión con sus operaciones financieras. Otto Glagau, en una serie de artículos publicados en el periódico católico Germania, alimentó muchos resentimientos. En 1879 Wilhelm Marr publicó un panfleto, Victoria del judaísmo sobre el germanismo, en el que continuaba las tesis de aquél respecto a que el poder efectivo había pasado a manos de los judíos, de modo que todos los males que padecía Alemania procedían del judaísmo. Fue Marr, precisamente, quien acuñó el término antisemitismo.
Un capellán de la Corte imperial, Adolph Stöcker, que estaba muy influido por las corrientes del nuevo pietismo, decidió fundar un partido cristiano capaz de llevar a cabo una «saludable reforma social», restableciendo una Alemania «germánica y cristiana», para lo que era necesario combatir «la supremacía judía». Acudió al antisemitismo de Marr y al argumento de que los judíos eran los inventores del capitalismo para conseguir un gran número de adeptos. Hasta 1914 su influencia fue considerable, porque los argumentos que manejaba fueron aceptados por las corrientes conservadoras, aunque nunca consiguió crear el partido de masas que hubiera permitido ejercer un papel en la política. Heinrich Treitschke, historiador, combatió con aspereza la inmigración judía, porque constituía el advenimiento de un elemento híbrido que impediría el desarrollo de la cultura aria. Él acuñó la frase que utilizaría abundantemente el nacional-socialismo: «los judíos son nuestra desgracia». Un antiguo socialista, Eugen Dühring, llegaría a decir que los crímenes rituales que practicaban todavía los judíos no eran otra cosa que una supervivencia de los sacrificios humanos que se practicaban en su primitiva religión.
El aspecto más preocupante para los judíos venía de que el Partido Conservador se hiciese cargo de una parte de la demagogia antisemita. El resultado de esto fue que ésta alcanzó «el más alto nivel de aceptación social», como indicaba Helmuth von Gerlach. En 1880, el mismo partido se declaró opuesto a la creciente influencia que tenían los judíos, reclamando que se adoptaran disposiciones para que no pudiesen ingresar en los cuerpos de oficiales del ejército, de funcionarios y de académicos. A partir de este momento, una asociación que se llamaba «Movimiento berlinés» se lanzó a la recogida de firmas destinadas a impedir la llegada de más judíos a Alemania. A finales del año 1882, un Congreso Internacional antisemita celebrado en Dresde propuso la constitución de una Alianza internacional cristiana para oponerse a la que, desde París, crearon los israelitas. Desde 1875 el diputado húngaro Istóczy comenzó a reclamar su expulsión; en 1878, en el momento de celebrarse el Congreso de Berlín propuso, ya como solución concreta, enviar a todos los judíos a Palestina, limpiando de este modo el territorio alemán.
Las autoridades no respaldaban el antisemitismo, pero éste cobraba tanta influencia en los medios populares alemanes que tampoco se atrevían a tomar medidas eficaces para atajarlo. Las raíces del odio, del temor y de la desconfianza, crecieron. Para cada judío el gentil (yentl, para usar el término yidish) era un enemigo en potencia. Este recelo mutuo permitía casos como el de Tiszaesler, donde se dijo que había tenido lugar un crimen ritual; el infundio fue creído y se produjeron víctimas mortales entre los hebreos. De este modo, conforme avanzaba el siglo XIX, iban incrementándose las demandas de una solución para «el problema judío». Hitler no inventó el antisemitismo; le bastó llevarlo a sus últimas consecuencias. Hasta Ricardo Wagner escribiría un panfleto, El judaísmo en música, desarrollando tesis antisemitas; había hecho del germanismo ario la base fundamental para sus óperas, a las que el Führer, años más tarde, rendiría una especie de culto idolátrico.
La actitud de los católicos fue distinta en Alemania y en Austria. A causa del Kulturkampf los residentes en Alemania defendían el derecho de las minorías, incluyendo la judía. El partido del Zentrum, que contaba con la alta dirección del obispo de Maguncia, Manuel von Ketteler, luchó desde 1871 por esta causa. Pero en Austria, donde los católicos disponían de mayoría absoluta, Augusto Rohling asumió todas las difamaciones y calumnias que se habían vertido sobre los judíos en tiempo pasado, repitiendo muchos de los argumentos de Stöcker. Un discípulo de Rohling es Karl Lueger, fundador de un partido que hacía del antisemitismo la consigna principal, y gracias al cual llegaría a ostentar la alcaldía de Viena hasta 1914. Son los años, precisamente, en que Adolf Hitler, hundido en la miseria, pugnaba por abrirse camino como pintor en aquella misma ciudad.
3. Los pogroms rusos, a que luego hemos de referirnos, provocaron desde 1881 una emigración a Alemania, que era el país más inmediato con posibilidades de ofrecer medios de vida. A los ojos de los antisemitas, el que hasta entonces fuera problema de calidad por la influencia que algunos empresarios judíos llegaran a alcanzar, se convertía ahora en un peligro. Hubo propuestas en la Dieta para que se prohibiera la inmigración: no era conveniente para Alemania contar con más judíos. Hasta 1893 esta ola de preocupación irá creciendo y, aunque no se reflejase en leyes, se hacía cada vez más visible en actitudes y conductas. Aparecían trabajos que se presentaban a sí mismos como resultados de investigación. Paul Legarde, por ejemplo, insistía en que los hallazgos arqueológicos más recientes estaban probando que los judíos no eran originales y todos los elementos de su religión, incluyendo el Edén, el diluvio o la torre de Babel, no eran otra cosa que préstamos tomados de las religiones sumeria y caldea. De ahí llegaba a la conclusión de que el «parasitismo» doctrinal, como el económico, eran consustanciales al judaísmo.
Cuando Bismarck pudo contar con el apoyo de los conservadores tuvo que aplicar medidas restrictivas en relación con el empleo de judíos, aunque nunca prescindió de ellos en forma completa. En las elecciones de 1892 los conservadores incluyeron en su programa una propuesta encaminada a eliminar a los judíos de todos los puestos importantes para la vida nacional; de este modo pensaban arrebatar votos a los demás partidos. En este momento, sus enemigos radicales socialdemócratas se manifestaron por primera vez contrarios al antisemitismo; pero es dudoso que se tratara de una convicción firme y no de una estrategia electoral. Los enemigos del judaísmo disponían ya de una literatura relativamente abundante, que iba a desembocar en la obra del inglés que trasladara su residencia a Alemania, H.S. Chamberlain, titulada Fundamentos del siglo XIX. Tomando las doctrinas de Hegel y las observaciones de Herder, en el más puro racismo, y guiándose por los argumentos del conde de Gobineau, Chamberlain explicaba el suceder histórico como una lucha entre «arios» creadores y «semitas» destructores. Llegaba a la conclusión de que Jesús no era judío, sino un descendiente de arios que habían sido llevados a Galilea por los asirios para sustituir a las diez tribus perdidas de la Casa de Israel, y que San Pablo había actuado como un infiltrado fariseo en el cristianismo, el cual debía ser depurado de las ingerencias paulinas. Muchos centenares de ejemplares de este libro fueron repartidos.
El antisemitismo no era un fenómeno alemán; Francia se mostraba a este respecto mucho más activa. En 1882, cuando la entidad bancaria Union Générale, que se fundara por un grupo católico, tuvo que declararse en quiebra, se lanzó la noticia de que se trataba de una maniobra del capitalismo judío que, de este modo, avanzaba un paso en el dominio de la economía occidental. Cuatro años más tarde, Eduardo Drumont publicaba La Francia judía, en que recogía las tesis de Gobineau y Chamberlain acerca del proyecto judío de dominación universal; llegaba a la conclusión de que era necesario confiscar y repartir todas las propiedades de individuos de esta nación. El libro, que alcanzó extraordinaria difusión, siendo inmediatamente traducido al alemán, inglés, español y polaco, se presentaba como si se tratara del resultado de una investigación científica. Es fácil explicar su éxito: la República, salida de la derrota de 1870 y de la desunión entre los monárquicos, se había inclinado al peculiar sectarismo que a sí mismo se definía como laicidad. Monárquicos, católicos, militares, bonapartistas o, simplemente, patriotas hallaban en el judaísmo un buen objeto de denuncia: de él partía el odio a la vieja Francia victoriosa, ahora arruinada.
En 1891 treinta y dos diputados presentaron una propuesta para que se decretara la expulsión de los judíos. Drumont comenzó a publicar pocos meses más tarde un periódico, La libre parole, para defender sus ideas y doctrinas. Desde él lanzó la idea de que también el fracaso de la Compañía del Canal de Panamá, que pasaría a manos inglesas, no era otra cosa que resultado de una maniobra del mismo origen.
Los ánimos estaban sumamente exaltados. Puede decirse, en consecuencia, que hasta 1914 el antisemitismo fue más fuerte y más radical en Francia, como una consecuencia de las tensiones políticas internas. Es un dato que no puede ni debe olvidarse: con frecuencia los hebreos han sido víctimas de conflictos a los que eran ajenos; y esta constatación es válida incluso en la durísima persecución nazi o soviética.
El caso del capitán Alfred Dreyfus proporciona el ejemplo más relevante de este estado de nervios. En 1894 el servicio de contraespionaje francés descubrió que el agregado militar alemán en París estaba recibiendo información de un oficial de Estado Mayor con preparación técnica del nivel que Dreyfus había alcanzado. Siendo éste judío, la acusación se volcó contra él. Un juicio secreto lleno de defectos, en que algunas de las pruebas aducidas se ocultaron a la defensa, concluyeron con una condena a perpetuidad en la Isla del Diablo, siendo degradado. Pero el nuevo jefe del contraespionaje, coronel Georges Picquart, comprobó que se seguía pasando información a los alemanes y pudo descubrir que el autor era el comandante Ferdinand Esterhazy, cuya escritura coincidía con la de los documentos atribuidos a Dreyfus. Se había cometido un error escandaloso que el Estado Mayor quiso ocultar, destinando a Picquart a otro puesto y sustituyéndole por Hubert Henry, un amigo de Esterhazy. El nuevo jefe del contraespionaje ignoraba que Picquart tenía fotografías de los documentos probatorios.
Se reclamó una revisión del proceso y el hermano de Dreyfus acusó a Esterhazy. Éste último reclamó un tribunal marcial para justificarse, lo que consiguió con facilidad merced a la cooperación de Henry. En este momento, el famoso novelista Emilio Zola, que era el más sobresaliente de los literatos del «laicismo», publicó una carta abierta al Presidente de la República, J’accuse, en que culpaba al Ejército de proteger a Esterhazy contra toda justicia. El Ejército citó a Zola ante un tribunal para que probase su acusación, cosa que él no podía hacer; por eso emigró a Inglaterra. El asunto se enturbiaba: los dos sectores políticos enfrentados usaban el caso de espionaje como un arma contra sus enemigos; en medio quedaban dos víctimas inocentes, el capitán Dreyfus y el judaísmo, a los que se teñía de ser traidores a Francia. Henry, consciente del mal que había hecho y de su conducta imperdonable, se suicidó.
El embajador italiano pudo demostrar ante el Gobierno francés que uno de los documentos usados contra Dreyfus era una falsificación. Esterhazy, temiendo ser condenado, huyó a Londres (1896) donde hizo una confesión completa. El Ejército cometió un nuevo error: repitiendo el juicio contra Dreyfus se apreciaron «circunstancias atenuantes», señalándosele una pena más leve. El Estado Mayor creía ponerse a salvo, con esto, de sus propios errores y lo que lograba era destruirse más a fondo. Sin embargo, hasta 1905 no se produjo la declaración de inocencia de Dreyfus, que fue ascendido a comandante y condecorado con la Legión de Honor. Picquart llegaría a ser general y ministro de la Guerra; era, además, católico practicante. Clemenceau fue el principal beneficiario del escándalo, que perjudicó a los enemigos de la Tercera República.
A la vista de los dramáticos sucesos posteriores se ha creado una interpretación incorrecta, como si el antisemitismo fuese predominantemente alemán. En estas décadas que marcan el tránsito del siglo XIX al XX, era mucho más fuerte en Francia, en Rusia y en Austria. La situación se explica mejor en la frase de una carta del banquero judío, Max Warburg, a su hermano en 1913, desde Hamburgo: «no hay antisemitismo abierto, pero laten sentimientos antisemitas». Guillermo II no era enemigo de los judíos, aunque se mostraba sensible ante las denuncias que desde los sectores conservadores y prusianos se formulaban. Fue amigo de algunos judíos, como Alberto Ballin (1857-1918) fundador y director de la principal compañía de navegación, la Hamburg-American Line (HAPAG) y consejero del káiser en muy diversos asuntos, especialmente financieros. Ballin, junto con el judío inglés Ernest Cassel, que también tenía origen alemán, trabajó intensamente para conseguir una entente anglo-germana que evitase la guerra, poniendo límites a la carrera de armamentos. Al producirse la primera guerra, los judíos se hallaban integrados de tal manera que combatieron con las naciones respectivas.
El antisemitismo fue, en Alemania, un producto de importación procedente de Austria, a través de las ideas de Georg von Schönerer, Karl Lueger y Lanz Liebenfels; arraigó allí, como pudo haberlo hecho en otro país. También hay un factor interno que no puede descuidarse a la hora de intentar una comprensión completa del fenómeno. La República de Weimar fue acogida con entusiasmo por los judíos, que aportaron a ella dos de sus principales protagonistas: Hugo Preuss, que redactó la Constitución tomando como modelo la soviética, y Walter Rathenau (1867-1922) que fue ministro de Reconstrucción nacional y más tarde de Asuntos Exteriores, aceptando las onerosas reparaciones de guerra y firmando el tratado de Rapallo. Para los nacionalistas se trataba de un buen argumento: la República de Weimar, obra de los judíos, consumaba esa puñalada por la espalda que significaba la derrota de 1918. Hitler utilizó luego este argumento y, en los primeros años, hasta 1941, cuando la mayor parte del pueblo alemán veía en él el restaurador de la fuerza y poder de la nación, pudo contar con el asentimiento de amplios sectores de opinión.
La gran depresión de 1923 pudo presentarse también como una maniobra judía, alegando que las grandes empresas que ellos controlaban habían escapado de la hecatombe gracias a su internacionalismo. Hitler, austríaco a fin de cuentas, recogió todas las leyendas y difamaciones y las empleó brillantemente en su inflamatoria retórica. Las leyes antijudías de Nuremberg de 1935 fueron aprobadas por un Parlamento que había sido elegido, respondiendo todavía a la voluntad popular; y en ellas se negaba a los judíos, por el mero hecho de serlo, hasta la justificación de su propia existencia. No tardó en volverse a los ghetos, lo que significaba violencias. La Iglesia católica no tardó mucho en percibir algo de lo que venía, aunque todavía no se habían producido las órdenes de exterminio. En 1937 Pío XI, que había publicado en sendas Encíclicas la severa condena de los dos totalitarismos, el nacional-socialista (Mit brennender Sorge) y el soviético (Divini Redemptoris) hizo una afirmación que está siendo sistemáticamente olvidada, y es la de que los cristianos «espiritualmente todos somos judíos».
4. Al morir asesinado el zar Alejandro II (1881) se extendió ampliamente el rumor de que los judíos eran autores del crimen. No los únicos, ciertamente, puesto que se culpaba por igual a todos los movimientos revolucionarios. El nuevo zar, Alejandro III, impulsado por su ministro Pobedonotsev, anunció el retorno a la autocracia. Desde marzo y abril de aquel mismo año se registraron violencias y pogroms en Ucrania, caracterizados por el asalto y saqueo de las propiedades judías, dando ocasionalmente lugar a violaciones y asesinatos. Salvo en Odesa, donde la judería era importante, en ningún lugar se tomaron medidas para defender a los israelitas. Creció entonces el número de los que, entre éstos, se inclinaban en favor de los partidos de la extrema izquierda: sólo la destrucción del Estado de los zares podía dar origen a una liberación. Como consecuencia de esta difícil situación, aquellas autoridades que desataban la persecución contra los judíos creían estar defendiendo al Estado de sus enemigos revolucionarios. El conocido ministro del Interior, Ignatiev, famoso por sus medidas represivas, creyó al principio que los alborotos que se estaban produciendo en las aldeas de la Franja eran intentonas revolucionarias; cuando tuvo noticias más correctas explicó cómo el «furor popular» se estaba volviendo contra «los explotadores judíos». E hizo nombrar comisiones que investigasen los perjuicios que para la sociedad rusa irrogaba la presencia de los judíos.
Poco antes de que fuera destituido por su excesivo rigor, Ignatiev publicó las «ordenanzas provisionales» de mayo de 1882, restringiendo drásticamente el permiso de residencia. Cualquier autoridad local podía solicitar la expulsión de los individuos que juzgara indeseables, siendo a éstos imposible establecerse en otra aldea; los judíos debían ser concentrados en ciudades insalubres. Cualquier judío que abandonara la aldea de su residencia podía ser impedido de regresar. No podrían desempeñar oficios que convinieran a los cristianos ni trabajar en los días de fiesta de éstos, comprar ni arrendar tierras. El empobrecimiento se generalizó, y la emigración pasó a ser la única perspectiva de supervivencia. En 1884 fue cerrada la Escuela de Artesanía de Zhitomir con el argumento de que servía para dar superioridad a los trabajadores judíos sobre los cristianos. El Gobierno ruso, durante los reinados de Alejandro III y Nicolás II, no ocultaba su inclinación favorable a que los judíos se fueran, porque de este modo se resolvería el problema; mientras tanto, trataba de mantener sujeta a su población mediante leyes rigurosas.
En 1883 fue creada una Comisión encargada de revisar todas las disposiciones vigentes, estudiando medios para resolver el problema que planteaba la abundante población, sólo mermada por la emigración. Estaba presidida por el conde Pahleu y trabajó intensamente durante tres años. Llegó a la conclusión lógica de que, desde el punto de vista ruso, todo el problema radicaba en la existencia de una población ajena conviviendo con la propia; en consecuencia, la solución estaba en otorgar a ésta los mismos derechos y obligaciones que al resto de los súbditos, liquidando de este modo las diferencias; si todos los judíos se convertían en rusos, el judaísmo dejaría de existir. Alejandro III rechazó sin embargo la propuesta. Había motivos de otro tipo que le inducían a ello.
También los judíos que trataban de penetrar en los círculos revolucionarios tropezaban con insuperables dificultades. Ante todo tenían que abrazar el ateísmo materialista, esto es, rechazar a Dios y la Alianza. Además, en algunos de ellos, como era el caso de los que dirigían Narodnik o Bakunin, se seguían manteniendo las consignas de que los judíos eran parásitos sociales que habían introducido el capitalismo para explotar a los pobres. Las vejaciones, pogroms y violencias de que se hacía objeto a los judíos no entraban en el programa de los primeros revolucionarios. Más tarde serían empleados como un instrumento de denuncia contra la tiranía del zar. En agosto de 1891 el partido revolucionario, Narodnaya Volya, publicó un folleto incitando al pueblo a alzarse contra los ricos judíos. Mientras tanto, los ministros de Alejandro III tomaban otras medidas, como limitar el número de médicos militares, impedir el acceso a otras profesiones o establecer cupos en los estudios superiores. Se fijaron multas para castigar a las familias que no enviaban sus hijos a servir en el Ejército. Veinte mil judíos fueron expulsados de Moscú en 1891; medidas semejantes se tomaron en Kharkov y San Petersburgo. La emigración no era fácil: había que disponer de dinero y sobornar a oficiales y guardas de frontera. Por eso se constituyeron asociaciones fuera de Rusia para prestar ayuda a los que, en definitiva, eran fugitivos.
Al subir al trono Nicolás II (1894-1917) los partidos revolucionarios dieron un giro de 180 grados e incluyeron en sus programas la defensa de los judíos y su plena equiparación con los otros sectores oprimidos de la sociedad. Esta conducta sirvió para que el Gobierno se convenciese de que la revolución no era otra cosa que el procedimiento adoptado por los judíos para destruir la «santa Rusia», que era la quintaesencia del cristianismo. Conforme aumentaban los atentados terroristas y la violencia, crecía el antisemitismo de todos los sectores que estaban relacionados con el Gobierno. El nuevo zar, aunque personalmente fuera un hombre de inclinaciones muy moderadas, estaba convencido de que la autocracia paternal era el único sistema aplicable en su Imperio. Apareció una organización para defenderla, la llamada Guardia Negra de la Unión del Pueblo Ruso. Los dirigentes judíos se dirigieron en demanda de ayuda al Santo Sínodo, la verdadera cabeza de la Iglesia: el procurador del mismo replicó que la solución del problema judío, a su juicio, pasaba por que la tercera parte de ellos se convirtiesen, otra tercera parte emigrase, y la última restante muriese.
Siguiendo las huellas del Libro del Kahal antes mencionado, en 1903 Paul Krushevan publicó un Plan para la conquista del mundo por los judíos, en que trataba de explicar el problema de un modo original: todo hombre odia a aquellos a quienes injuria; por eso se hace insoportable para los judíos el nombre de Cristo. Son, pues, los enemigos del cristianismo. En 1905 un monje, Sergio Nilus, hizo una revelación acerca de la conspiración judía. Siete sabios, los más conspicuos, se habían reunido en 1897 para redactar un programa de veinticuatro puntos a fin de llevar a cabo su plan de dominación. Esos eran los Protocolos de los sabios de Sion. Se trataba, según los inventores de este libro, de provocar guerras y revoluciones, corromper la prensa y la educación, reducir a los cristianos a la pobreza mediante el desarrollo del capitalismo y establecer una especie de supergobierno en la sombra al que todos quedasen finalmente sometidos. La derrota de 1904-1905, y la subsiguiente revolución eran consideradas como la primera parte en la ejecución del plan. Nicolás II prohibió la difusión del libro porque estaba convencido de su falsedad. Nilus dijo entonces: «supongamos que los Protocolos son falsos; la evidencia de los hechos, sin embargo, demuestra que el programa y el propósito existen». Los emigrados de 1917 difundieron por Occidente el libro y sus tesis. Bastaba con mostrar el ejemplo de Trotski para convencer de que la revolución era trabajo de judíos.
Una casualidad quiso que Philip Graves, hermano del conocido novelista Robert Graves, corresponsal del Times en Constantinopla, entrara en posesión de un libro anónimo francés, que nada tenía que ver con los judíos: se trataba de una sátira escrita en 1864 por Maurice Joly contra Napoleón III. Pero el periodista pudo comprobar que Nilus no había hecho otra cosa que copiar su texto atribuyendo a los judíos lo que en aquél se asignaba al emperador. Tres artículos, publicados en agosto de 1921 en el famoso diario británico, demostraban la falsificación. Aunque los judíos trataron de dar la más amplia difusión a tal denuncia, en muy amplios sectores se siguieron admitiendo los Protocolos como si respondiesen a una realidad. Mucha gente los admitió. Entre otros Henry Ford, en América, pues estaba convencido de la existencia de la conspiración judía. Y para Hitler los Protocolos constituían la revelación de la «gran mentira» o, lo que es lo mismo, la «intriga política, la técnica de la conspiración, la subversión revolucionaria, así como la prevaricación, decepción y organización» que constituyen la acción del judaísmo internacional.
Durante la guerra de 1904 se dijo que los judíos se habían puesto de acuerdo con Japón para perturbar el orden interno de Rusia. El Gobierno comenzó a subvencionar y a dar organización a la Guardia Negra a fin de que actuase contra revolucionarios y judíos. Aunque el Zar cedió ante la Duma, tratando de abrir camino a la representación, la situación no experimentaba mejoras. En Kishinev, capital de Besarabia, estalló un progrom recomendado desde un periódico, causándose 50 muertos y 500 heridos. En el motín de Odesa murieron 300 judíos. Hasta 1907 no conseguiría Stolypin restablecer el orden. En 1911, en Kiev, Mendel Beilis fue acusado de haber cometido asesinato ritual en un niño. Fue un proceso largo y muy sonado: los mejores abogados de Rusia actuaron en él hasta que, en 1913, el tribunal decidió exonerar a Beilis por falta de pruebas. Muchos no creyeron en su inocencia.
La influencia de la política rusa se hizo extensiva a todo el Imperio de los zares y aún más allá. En Polonia se hicieron traslados forzosos y se decretaron expulsiones, que continuaron durante la Primera Guerra. En Rumanía, en 1912, la suspensión de derechos civiles a los judíos se extendió a las regiones recientemente incorporadas al pequeño reino. Funcionaba aquí una Liga antisemita, desde 1895, la cual se proponía como meta lograr la emigración de los judíos sometiéndolos a presiones que no pudieran soportar. Incluso aquellos que, en Europa Oriental, sentían piedad por los judíos contemplaban como única solución la integración final de éstos en la sociedad cristiana. En resumen, el judaísmo era un obstáculo que debía desaparecer.
5. La consecuencia más importante de este amplio movimiento antisemita fue, probablemente, el despertar de una conciencia nacional judía. En la segunda mitad del siglo XIX surgen, entre los propios hebreos, algunos grandes pensadores que se ocupan de dilucidar qué es ser judío, y establecen dos principios: los judíos, dondequiera que estén, forman una nación que se basa en la posesión de un pasado común y en la esperanza de conseguir la restauración; la política al servicio de dicha nación tiene que ser hecha por los propios judíos, y sólo por ellos. Esto no implicaba renunciar a las ayudas que pudieran venir de fuera. Dicho planteamiento tenía además la ventaja de hallarse al hilo de la evolución general que se producía en Europa, donde se estaban desarrollando los nacionalismos y donde la herencia de la Ilustración podía darse por concluida. Desde el punto de vista de los altos dirigentes de las comunidades judías, y en especial los religiosos, la Haskalá aparecía como un evidente fracaso: no había conseguido que los gentiles reconociesen al judaísmo en la plenitud de su valor y sí, en cambio, para que los jóvenes abandonasen la tradición de sus mayores y dejasen de ser judíos.
Los nuevos nacionalistas no rechazaban los valores que los maskilim propusieran ni las reformas que debían operarse, pero querían que se hiciesen desde dentro, sin sacrificar lo que el judaísmo es y significa. No querían la emancipación individual, a costa del abandono de su condición, sino que los judíos fuesen reconocidos como nación; una consecuencia, en cierto modo inevitable, sería la de reclamar la posesión de un Estado soberano. Puede apreciarse, en estos decenios, una especie de tensión interna: se trataba de defender el pasado, dando sin embargo al judaísmo aires de modernidad, destacando de este modo sus grandes valores culturales; al mismo tiempo era preciso recobrar el orgullo de ser judío, ya que era un signo de superioridad y no una mácula.
La idea dominante era la del retorno a Palestina, ya que ésta era el Eretz Yisrael, sin que fuera posible concebir otra solución desde el punto de vista religioso. No obstante, algunos sostenían otros proyectos pues la urgencia consistía en disponer de un suelo. Antes de 1840 Mordejay Manuel Noah preconizaba ya la idea de una reserva judía en los Estados Unidos, situándola cerca de Nueva York. Como hemos indicado hubo otros proyectos. Aún vendrán más en lo sucesivo.
En la década de los años 50 del siglo XIX, el periódico Hamaguid comenzó a difundir las ideas de dos rabinos orientales que proponían una especie de reajuste en las esperanzas mesiánicas. Judah Solomon Hai Alkalai (1798-1878), rabino mayor de Serbia, influido por el nacionalismo expansivo en los Balkanes, publicó en 1834 un folleto, Shema Yisrael (Escucha Israel) en que defendía que el retorno a Palestina debía ser resultado de un programa y esfuerzo humano, y no una especie de milagro como esperaban los piadosos. Su coetáneo Tzevi Hirsch Kalischer (1795-1874), rabino en Thorn (Prusia) convocó en esta ciudad una conferencia de rabinos (1860) y expuso en ella la misma doctrina que explicara en su libro Derishat Zion (Contemplando Sion), coincidente con la del anterior. La redención de la nación judía no podía tener lugar fuera de la Tierra, según habían afirmado persistentemente sus antecesores. No había que esperar más: era llegado el momento de emprender el retorno. Haim Luria fundó en Frankfurt una sociedad que debía encargarse de reunir el dinero necesario para comprar tierras en Palestina, muy escasamente poblada a la sazón, y donde los beduinos estaban dispuestos a vender, instalando en ellas granjas. La población judía entonces existente tenía un carácter eminentemente religioso y vivía de la cooperación de otras comunidades y del pequeño comercio y artesanía. De modo que se trataba de un cambio social, con retorno a las raíces del Pueblo.
Moses Hess, en su libro Roma y Jerusalem (1862) reclamaba el apoyo del Segundo Imperio francés para llevar a cabo la tarea de crear un Estado, negociando adecuadamente con Turquía. Muchos antisemitas se sumaron a la idea, por motivos diametralmente opuestos: el día en que existiera un Estado judío se podría llevar a cabo el programa de la expulsión. No eran, sin embargo, muchos los judíos que, como el famoso historiador Graetz, acogieran con calor la idea. Se presentaban dificultades. Para llevar a cabo la empresa de restaurar la Tierra era preciso despojarse de cuanto se poseía, recorrer largas distancias y comenzar de nuevo partiendo de cero. ¿Quién garantizaba que no iban a encontrarse allí los emigrantes en medio de un ambiente hostil? A finales del decenio de 1870, Eliézer ben Yehudá (Perlman) añadió un argumento decisivo, más allá del simple aprovisionamiento de un espacio. Cada nación necesita de un centro espiritual cuando trata de restaurarse, como estaban haciendo las otras naciones de Europa. Para los judíos ese centro se hallaba entre el Jordan y el mar Mediterráneo, porque era Israel.
En el verano de 1880 surgió en Bucarest una sociedad que se proponía, concretamente, reclutar judíos que estuviesen dispuestos a trasladarse a vivir en Palestina. La difusión de los pogroms por el sur de Rusia aceleró el proceso de emigración y trajo un visible incremento en el número de los que estaban dispuestos a instalarse como agricultores en Palestina. Los estatutos de la Hermandad de Sion (Ajvat Sion) creada en Rusia afirmaban que no habría solución para el problema hasta que no se hubiese establecido un gobierno judío en Israel; el objetivo de la emigración, por tanto, se definía como el establecimiento allí de una mayoría en la población en aquel territorio establecida. El proyecto de establecerse en Palestina encontraba, sin embargo, grandes inconvenientes, pues el Gobierno turco tenía prohibida la entrada a los hebreos; la población judía allí existente desde tiempos antiguos tropezaba con muy serias dificultades. Estamos prácticamente en la etapa inicial del Sionismo.
Un grupo de escritores tomó en sus manos y difundió la idea de una «patria» judía, preexistente y que debía ser recuperada. En él destacó de modo especial M.L. Lilienblum (1843-1910), llamado Leon Pinsker, un médico maskil que durante años había defendido tenazmente la emancipación, pero que se había convencido de que ésta no traía la solución. En 1882 publicó un libro en el que sostenía la tesis de que el miedo que los gentiles sentían hacia los ju díos, carente de base, se disiparía en el momento en que los judíos pudieran organizarse como un pueblo más, independiente y dueño de un territorio separado. Propugnaba la convocatoria de un Congreso mundial que arbitrase los medios que se necesitaban para llevar a cabo la compra de tierras que se necesitaban en Palestina. Pinsker se convirtió en el presidente de la sociedad Jobebé Sion que pudo convocar para el 6 de noviembre de 1864 una conferencia en Katowize, a la cual asistieron 40 delegados. De modo que la Asociación estaba ya en pie. Estableció su sede principal en Odesa y una especie de delegación en Varsovia. Sus recursos eran tan escasos que ni siquiera pudo prestar auxilio a las dos primeras colonias agrícolas que se establecieron, Petá Tikvá y Guedará, patrocinadas especialmente por el dinero de los Rothschild. A pesar de todo, la Jobebé Sion consiguió sobrevivir, logrando en 1890 que se le reconociera un status legal en calidad de Sociedad de ayuda a labradores y artesanos judíos en Siria y Palestina: las sumas que logró recaudar, siempre modestas, se invirtieron en obras de beneficencia.
En este momento, se sumó al Movimiento Asher Ginzberg, llamado Ahad ha-Am (1856-1927), talmudista muy bien preparado, que procedía de una familia hasídica aunque había tornado después su atención e interés a la filosofía occidental. Sus dos visitas a Palestina, en 1891 y 1893, llegaron a convencerle de que se estaba siguiendo un camino equivocado. A la doctrina de Herzl, de que nos ocupamos a continuación, él oponía un «Sionismo cultural». Antes de que se pudiera abordar el retorno a la Tierra era preciso resolver el problema de fondo del judaísmo. Él lo contemplaba como una forma de vida, «Hebraísmo», que había surgido como una consecuencia de la lucha entre profetas y sacerdotes gracias a la herencia moral farisea. Todo esto se había debilitado y desconcertado a causa del exilio que había convertido el hebraísmo en judaísmo, sustituyendo la conciencia colectiva por la individual. Era imprescindible reconstruir la primera para que Palestina llegara a convertirse en el centro espiritual del judaísmo. Creó una especie de Orden nueva para jóvenes, la Bené Mosé (Hijos de Moisés), cuya misión era propagar el entusiasmo nacionalista por todas las comunidades. Esto era lo que significaba el retorno. Una de las consignas era devolver al hebreo su papel y función de lengua viva.
6. De este modo nació el sionismo. En 1882 un grupo de estudiantes fundó en Viena la sociedad llamada Kadima. Su objetivo no estaba muy claro: se trataba de defender la cultura y cuanto el judaísmo, amenazado por ese rebrotar de los odios, significaba. Fue entonces cuando, en aquella ciudad, Nathan Birenbaum, que había creado el diario Selbstemanzipation utilizó por primera vez el término Sionismo para designar el proyecto de retorno a Tierra Santa. Surgieron adeptos, todavía en número no muy grande ni tampoco con ideas demasiado claras. En la primera reunión que los sionistas celebraron en París en 1894 no lograron establecer una organización estable. Pero entonces se sumó al movimiento el doctor en leyes por la Universidad de Viena Theodor Herzl (1860-1904), que había renunciado a la abogacía para ser periodista y se hallaba en París en calidad de corresponsal del Neue Freie Presse de su país natal, en el momento en que se celebraba el proceso contra Dreyfus. Se sintió conmovido en su dignidad de hombre y de judío al comprender la injusticia que se estaba cometiendo y ver cómo se desataban los odios contra los judíos. La emancipación no era la verdadera solución para el problema.
En mayo de 1895 explicó al barón Hirsch cuál era su programa: había que evacuar a todos los judíos de Europa y devolverlos a la Patria original a fin de que crearan allí el Hogar judío. Sólo de este modo conseguirían ser los judíos como los demás hombres. Inició una campaña de prensa en enero de 1895 y en el mes siguiente publicó el libro que sería clave en el Sionismo: El Estado judío; intento de una solución moderna de la cuestión judía. Herzl sostenía que, mientras continuara la situación en que se desenvolvían los judíos, el antisemitismo nunca llegaría a desaparecer; una nación dentro de otra suscita el odio. Por eso la solución no podía llegar por otro medio que el de obtener un territorio en cualquier parte del mundo donde Israel pudiera reconstruir Sion. No se refería expresamente a Palestina, pero era evidente que ésta ocupaba el primer lugar en la lista. El libro fue acogido con entusiasmo por los sionistas. Herzl hizo un viaje a Constantinopla para proponer a las autoridades turcas un principio de arreglo: los capitalistas judíos se mostraban dispuestos a solucionar la difícil situación económica que el país atravesaba a cambio de la entrega del territorio que necesitaban para alojamiento del Pueblo.
Es preciso no olvidar que esta idea de crear un Hogar en el Próximo Oriente gustaba también a aquellos países que querían librarse de los judíos habitantes en su territorio. Por eso Theodor Herzl, que tenía una idea bastante clara de las corrientes políticas dominantes, no se conformaba, como otros, con un proyecto de paulatina infiltración mediante colonias agrícolas en un país que seguía sometido a un gobierno ajeno. Pensaba que los problemas de antaño se repetirían. Era imprescindible una decisión política clara, como la que se produjo medio siglo después, que entregara a los judíos un territorio sobre el que pudieran construir un Estado. Se trataba de una idea estrictamente política, que tropezaba con la resistencia de muchos rabinos y dirigentes religiosos. Fue, sin embargo, aceptada por una asamblea de sionistas alemanes y austríacos celebrada en Viena en marzo de 1897. Decidió fundar un periódico, Die Welt a fin de disponer de una adecuada plataforma para la difusión y explicación de su doctrina.
Se iniciaba una dolorosa andadura de medio siglo, un tiempo que parece corto, pero que se tornó en difícil a causa de los terribles sucesos que durante él tendrían lugar. Algunos de los niños nacidos entonces alcanzarían a ver el nacimiento del Estado de Isr ael. Al principio no se empleaba esta palabra, para no despertar desagradables suspicacias. El I Congreso sionista se celebró en Basilea (29 de agosto de 1897); la fuerte oposición de los religiosos contribuyó a que se acentuara el carácter laico del Movimiento, que pudo contar con la simpatía de los partidos de izquierda. El acuerdo que se tomó hacía referencia a la creación de un Hogar Judío en Palestina que estuviera garantizado por las leyes internacionales y las grandes potencias. Hermann Schapira consiguió que fuera aceptada la propuesta de constituir un fondo suficientemente copioso para permitir la compra de tierras, ya que la propiedad tenía que constituir la base de ciudadanía en aquel Hogar.
El II Congreso tuvo lugar en 1898. Sin alterar los presupuestos de la idea de Herzl, se acordó acelerar la constitución de las colonias agrícolas. El creador del Sionismo viajó a Jerusalem para coincidir con Guillermo II en la visita que éste realizara: dadas sus relaciones con el Imperio turco se esperaba de él que consiguiese la autorización requerida en Constantinopla. Los proyectos imperialistas del káiser iban por otros derroteros. De modo que los dos primeros esfuerzos que se hicieron para alcanzar una solución política no dieron mucho resultado. Faltó a Herzl el respaldo que necesitaba para cumplir su compromiso de restablecer las finanzas turcas.
Ahad ha-Am había criticado ásperamente los proyectos de Teodor Herzl: la población judía había alcanzado tales dimensiones numéricas que no era posible concentrarla en un territorio reducido, limitado, como era el de Palestina, escasamente dotado de recursos económicos. Cuando fracasaron las gestiones con el Sultán y el Káiser, se produjo en el interior del sionismo un fuerte movimiento de oposición contra su director, al que se reprochaban tres cosas: confiar en la diplomacia internacional en lugar de hacerlo en el pueblo judío; pedir a los sionistas que se abstuviesen de intervenir en la política de los países en que vivían, cuando de ello dependía el bienestar de sus correligionarios; y tratar de desentenderse de la tradición y de la cultura judías para sumergirse en un laicismo absoluto. Así, en diciembre de 1901, al celebrarse el V Congreso, se presentó un grupo, en el que figuraban importantes intelectuales como Jacob Bernstein-Kogan, Leo Motzkin, Haim Weizmann, Martin Buber, y Berthold Feiwel que, siguiendo la línea de Ahad, reclamaban ante todo la afirmación de los caracteres nacionales judíos, clarificando la ideología sionista.
Según el criterio de éstos, que llegarían a ejercer una gran influencia en el movimiento, el sionismo debía enfrentarse con toda clase de prejuicios religiosos, establecer una democracia interna a fin de que la voluntad de la mayoría pudiera imponerse, y desarrollar intensa actividad cultural. Al año siguiente, 1902, dentro del sionismo surgió un sector, promovido por los judíos ortodoxos, que se denominó Mizraji (Centro espiritual), que reclamaba una actitud declaradamente religiosa. El sionismo, pues, partiendo de una base de unidad sustancial, el retorno al ser judío, ofrecía ya una amplia gama de posibilidades. Pero el religioso nunca pasó de ser minoritario.
7. Los fundadores pensaban en la Tierra de Israel, pero no como única posibilidad. Perdidas sus esperanzas de una solución turca y germánica, Herzl acudió a Inglaterra, estableciendo contacto con Rothschild, que era miembro de la Comisión real británica para la emigración. Propuso entonces a Chamberlain, Secretario de Colonias, y a lord Landsowne, Secretario del Foreign Office, un plan para llevar a cabo la colonización de toda la península del Sinaí, prácticamente deshabitada, sirviendo de este modo de cobertura al Canal, que ya era uno de los instrumentos esenciales del Imperio británico. En el curso de estas negociaciones, los británicos propusieron la solución Uganda, un territorio cuya población podía ser trasladada fácilmente a otros lugares y que, siendo una meseta, ofrecía condiciones climáticas más favorables. También podía convertirse en uno de los ejes del Imperio.
En 1903 Herzl aceptó la propuesta y, ante el VI Congreso sionista, explicó su idea. Uganda podía ser una solución puente, permitiendo a los judíos erigirse en Estado, desde el que sería fácil luego negociar una especie de intercambio. Se levantó un clamor de protesta: sionismo no era otra cosa que retorno a Sion, como indicaba su propio nombre. Herzl no negó este razonamiento: era indudablemente el destino final, pero había la urgencia de proporcionar a los desesperados fugitivos del Este un lugar propio en que pudieran rehacer su vida. Como él falleció el 3 de julio de 1904, la propuesta de Uganda fue declarada inviable y abandonada. Pero algunos dirigentes sionistas, entre ellos Israel Zangwill, Moses Mandelstaum y Nahman Syrkin, mantuvieron algún tiempo esta idea: si era imposible establecerse en Palestina, sería preciso buscar otro territorio alternativo.
Los judíos orientales eran los más afectados por el problema, pero en ellos la idea del retorno aparecía estrechamente vinculada al recuerdo de la Alianza y a las promesas mesiánicas. En Odesa, Menahem Uscishkim propuso, como solución urgente para los perseguidos en Rusia y otros lugares, el retorno al programa inicial; esto es, establecimiento de granjas agrícolas en Palestina que transformasen la vida del país, haciéndolo judío. Para ello era imprescindible reunir mucho dinero. En julio de 1905, el VII Congreso sionista adoptó esta propuesta, sin rechazar sin embargo el estudio de otras alternativas. Ahora el problema, presentado con caracteres de urgencia para las comunidades que vivían en el Este, y de forma muy distinta para los que se habían acomodado en Occidente, suscitó disyunciones. En las reuniones que, fuera del Congreso, celebraban los sionistas en Rusia desde 1898, se imponía otra corriente de opinión que llegaría a desempeñar un papel muy importante en los comienzos del Estado de Israel, y que se mostraba divergente tanto de la «Facción democrática» como de los «Mizraji» respecto al contenido que debía darse al Sionismo. Los rusos abogaban por un laicismo mucho más radical del que sostuvieran Herzl y los fundadores del movimiento.
Los primeros sionistas habían afirmado que el retorno a Israel tenía que ser precedido de un restablecimiento del judaísmo, pero dando a éste un contenido nacional, no religioso. Los años que siguieron al I Congreso acentuaron esta tendencia: el judaísmo es una nación que abarca por igual a creyentes y no creyentes. Desde 1901, en el V Congreso, la opinión antirreligiosa se mostró dominante. Fue entonces cuando surgió el «Mizraji», según anotamos, escogiendo como lema la propuesta de Isaac Reines de Lida, uno de los grandes rabinos de Vilna: «La Tierra de Israel para el Pueblo de Israel de acuerdo con la Torah de Israel». Las tensiones en el interior del Sionismo fueron formidables. Desde fuera, tanto los discípulos del Gaon de Vilna como los hasidim mostraron el rechazo hacia las tendencias laicas. Pero estas últimas consiguieron imponerse en el X Congreso (1911), donde se acordó que las actividades culturales y educativas tendrían en adelante el signo del laicismo.
Los religiosos convocaron un gran Congreso en Katowice (mayo de 1912), rechazaron el Sionismo y fundaron el Agudat Israel, que se mostró contrario al Sionismo y a la Agencia judía. «Mizraji» y «Agudat» crecieron en paralelo: el primero no abandonó el Sionismo, mientras que el segundo, rechazándolo, aceptaría cooperar en el naciente Estado. No tardaron en aparecer, en ambos, tendencias socialistas que reprochaban a los primeros dirigentes ser demasiado burgueses: Poel Mizraji y Poalei Agudat Israel. Con el tiempo, las dos ramas del Mizraji se unirían para constituir el Partido Nacional religioso, mientras que las dos nacidas del Agudat permanecen separadas. Sin embargo, en el moderno Estado de Israel, a partir de 1949 todos los partidos religiosos, sin perder sus matices, tienden a formar un frente único cuya influencia en la Knesset, al no existir ninguno capaz de alcanzar mayoría absoluta, ha conseguido trasladar a los tribunales rabínicos las cuestiones relacionadas con la religión: matrimonio, divorcio, legitimidad, observación del sabbath, leyes dietéticas, etc.
Entretanto había tenido lugar en Rusia la revolución de 1905, que pretendía ser un paso decisivo hacia la introducción de un sistema liberal parlamentario. Fueron muchos los judíos que se sumaron a ella con la esperanza de que se cumpliera aquel punto del programa que hablaba del reconocimiento de los derechos de las nacionalidades, lo que podía significar para los judíos la constitución de un gobierno propio con competencias amplias en salud, educación, ayuda, emigración y práctica religiosa pública. Los candidatos judíos no formaron un partido propio, sino que se presentaron a las elecciones formando grupo coaligado o integrado con otros. De cualquier modo se trataba de un repudio radical de las tesis de Herzl que negaba al Sionismo el derecho a mezclarse en las contiendas políticas de otros países. No era bueno para el judaísmo que pudiera presentarse a los judíos, en cuanto corporación, alineados con determinadas opciones. La propaganda antisionista tendería a identificar al Sionismo como una opción de la izquierda revolucionaria.
Por eso se trató de impedir en Austria que los israelitas constituyesen un partido propio. Una conferencia celebrada en Praga en 1905 decidió que los judíos podían participar en las elecciones y en los debates políticos, pero haciéndolo a título individual y dentro de los partidos que se hubiesen constituido; el sionismo no era un partido. El acuerdo no fue respetado. Austria contaba con una abundante población judía que podía desempeñar un papel decisivo. De modo que en 1906 quedó registrado un partido nacional judío austríaco decidido a luchar por el reconocimiento de sus derechos. Los dirigentes de dicho partido eran, todos, sionistas. Sin desanimarse por los escasos resultados obtenidos en las elecciones, fue convocado en Cracovia un Congreso a fin de redactar un programa que permitiera unir todas las fuerzas y así obtener el reconocimiento de los derechos que a la nación judía correspondían. Como en Rusia, el Imperio austro-húngaro, con su estructura multinacional, abría perspectivas que otros países no tenían.
Había un defecto sustancial en aquella conciencia nacional: faltaba el idioma, ya que el hebreo era una lengua muerta. Los judíos habían adoptado la forma de expresión de aquellos países en los que moraban. El yiddish no podía aspirar a un reconocimiento. Mezcla de hebreo, eslavo y alemán, predominaban en él los elementos germánicos, como en el ladino de los sefarditas se advertía el dominio de las viejas palabras castellanas. Predominaba entre los judíos europeos, que llegaban a considerarle como una especie de signo de identidad, cultivando su literatura. Pero tropezaba con dos inconvenientes: era demasiado alemán y, para los ortodoxos rigurosos, carecía de ese signo de lengua sagrada que corresponde únicamente al hebreo. El Sionismo acabaría recomendando el recurso a un hebreo moderno, como lengua viva.
En el decenio anterior a la guerra de 1914, el Sionismo político y el práctico se equilibraron. El primero aspiraba al reconocimiento de un derecho de los judíos a poseer un espacio territorial propio; el segundo estaba practicando ya la erección de establecimientos agrícolas, verdaderas poblaciones, en Tierra Santa. En el VIII Congreso que tuvo lugar en La Haya, se había decidido crear la Agencia judía, dirigida por Arthur Ruppin, con la misión de comprar tierras en Palestina y llevar a cabo su repoblación previa: cuando el número de judíos en aquel país fuese suficiente sería llegado el momento de proclamar en él un Estado. En el IX Congreso, celebrado en Hamburgo, los partidarios de esta colonización, dirigidos por emigrantes rusos —Weizmann, Tschlenow y Ussiskin— comenzaron a imponer este criterio. Desde entonces la idea del retorno, presentada como una nueva alliyah, esto es, un ascenso, se hizo predominante. Israel tenía que renacer de sus cenizas en la propia Tierra que le viera surgir a la existencia.