1. Hasta muy avanzado el siglo XIX únicamente Holanda e Inglaterra reconocieron a los judíos derechos civiles, aunque todavía no religiosos. Hubo conciencia de que se había entrado en un proceso sumamente lento, que los judíos, sin embargo, aceptaban con optimismo porque entendían que se trataba de ir superando etapas hacia esa meta de completa igualdad que se llamaba emancipación. Desde 1657 se les había declarado súbditos en las ciudades holandesas, aunque no podían ostentar cargos públicos porque en éstos se exigía un juramento calvinista antes de tomar posesión. Un obstáculo con que tropezarían también los católicos cuando de nuevo se les permitiera aflorar a la luz pública. A finales del siglo XVII, cuando Guillermo de Orange les admitió, tenían la categoría de extranjeros domiciliados, aunque con la ventaja de no tener que pagar el impuesto que a los demás se exigía.
En 1740 se dictó una ley que autorizaba a reconocer derechos de súbditos a todos los judíos que acreditasen llevar siete años viviendo en las colonias. Quedaban exentos de prestar juramento cristiano en el momento en que, según la ley, declaraban su fidelidad al monarca. Se hizo, en 1753, una propuesta en los Comunes para que las mismas condiciones se aplicasen a los residentes en Inglaterra, pero las protestas que se alzaron fueron tan clamorosas que hubo que retirar tal moción. El Gobierno británico decidió obviar esta oposición retirando los impedimentos y gravámenes que obstaculizaban la participación en las Compañías de comercio y en las operaciones de Bolsa. Sólo en 1826, esto es, con muy poca anticipación respecto a los otros países europeos se lograría la equiparación económica. Por estos mismos años estaban siendo admitidos en España, aunque eran muy escasos en número.
La plena libertad religiosa tardaría mucho en producirse; en el fondo, dependía de que se fuera disipando la confesionalidad del Estado. Mientras esto llegaba, los judíos estaban autorizados a practicar su religión en privado, pero sin manifestaciones públicas que, por otra parte, no querían. En España no llegó hasta la promulgación por parte del Concilio Vaticano II del Esquema sobre libertad religiosa, al que Franco quiso acomodar las leyes de su Estado; pero éstas afectaban también a ortodoxos, protestantes y musulmanes. El país más adelantado en esta materia fue Estados Unidos, que suprimió en su Constitución cualquier requisito o impedimento de carácter religioso. La Revolución francesa, pese a su solemne Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, procedió con más lentitud porque pretendía que el judaísmo quedara sometido a las mismas limitaciones que se habían impuesto al clero cristiano.
Es preciso tener en cuenta las dificultades con que, todavía, tropezaba el problema. Salvo Frankfurt, Praga y Worms, donde las comunidades judías habían conseguido sobrevivir a duras penas, siendo breves los períodos de expulsión, todas las demás existentes en Europa en el siglo XVIII eran nuevas. En su mayor parte habían surgido, además, del retorno de los conversos sefardíes al judaísmo, mostrando tendencia a restablecer las estructuras organizativas que tuvieran en la península Ibérica: a su frente se hallaba un consejo (maamad) que se renovaba cada año, pero que era también el encargado de elegir a los que debían sucederle. La primera generación había sido educada en el cristianismo, católico o luterano, y por eso su formación judía resultaba escasa aunque acaso, por esta razón, libre de influencias místicas. Este modelo es especialmente aplicable a Holanda, Inglaterra y América.
En Alemania las comunidades nuevas se formaban cuando un judío de Corte ganaba la confianza del príncipe y estaba en condiciones de llamar a otros correligionarios; en este caso se adoptaba el sistema de organización askenazi, que otorgaba el poder a un consejo compuesto por potentados y rabinos. Se conservaron siempre cuatro cosas: el tribunal rabínico que orientaba la vida de los miembros de la congregación; la escuela religiosa (Talmud Torah); el hospital, y la sala de reuniones. En esas nuevas comunidades se mostraba un especial aprecio hacia los sabios talmudistas. Los ricos de la comunidad tenían a honra que sus hijas se casasen con estos sabios, a los que proporcionaban medios para sostenerse y ampliar sus estudios. De uno de estos matrimonios saldría, por ejemplo, David Oppenheim, que llegó a poseer una fabulosa biblioteca. El empeño de estos judíos estaba puesto en borrar las diferencias de modas y costumbres que les separaban de los cristianos: el judaísmo, religión ante todo, no debía seguir un camino distinto del que las organizaciones cristianas habían adoptado. Las noticias que llegaban del Este y de la proliferación de movimientos como el sabbateísmo o el hasidismo, les asustaban.
2. Como una consecuencia de estas aspiraciones a lograr la emancipación, que dominan en los ambientes judíos de Europa, se produce un fenómeno que tendrá especiales incidencias posteriores en el Imperio y en Rusia, el cual se conoce bajo el nombre de Haskalá (Ilustración), y que aparece como una secuela del que había dominado en los ambientes europeos a lo largo del siglo XVIII. Supone, entre otras cosas, una incorporación de las corrientes judías al proceso que se estaba dando en la cultura occidental; como ella, conocerá las tres fases consecutivas de racionalismo, romanticismo y realismo. Sus representantes fueron llamados maskilim, que significa sabios, instruidos o civilizados, pero tomando estas palabras en el sentido que damos ahora al término progresistas. Aspiraban a que los judíos, sin perder su identidad religiosa, asimilasen la ciencia y la cultura europeas. Para decirlo con las palabras que utilizaba Moses Mendelssohn, verdadero fundador del movimiento, se trataba de derribar las barreras que separaban a los judíos de la sociedad cristiana, logrando una asimilación que juzgaban imprescindible en el camino de la emancipación.
Los hasidim denunciaron la Haskalá contagiando con sus aprensiones a las comunidades del Este de Europa: señalaba el camino que conducía a la extinción de la entidad religiosa judía. El tiempo pareció darles la razón, porque la mayor parte de los hijos de Mendelssohn y de muchos de los ilustres haskilim acabarían abrazando el cristianismo, ya que éste era el modo absoluto de eliminar la separación. El gran músico Felix Mendelssohn, a quien tanto admiramos, nació cristiano, como también Carlos Marx. De hecho, no eran pocos los hebreos ilustrados que proponían el repudio de toda la tradición rabínica. No es posible hacer una definición exhaustiva de la Ilustración judía porque una de sus características es, precisamente, la gran variedad de posturas que sus miembros adoptaban. En el fondo abría el debate en torno a una cuestión esencial, que iba más allá de las intenciones de sus protagonistas: el judaísmo es, además de una religión, una cultura, un orden de valores, un modo de ser, de tal manera que, aunque se pierda la fe, se puede seguir sintiendo y viviendo como judío, esto es, siendo judío. A la inversa, la aceptación de la fe mosaica no sería suficiente para convertir a alguien en judío. En definitiva, Israel es una nación y la condición de judío debe adquirirse por nacimiento. Merced a la Ilustración no fueron pocos los judíos que iniciaron un proceso de desnacionalización, integrándose en la cultura de las lenguas de los países en que habitaban.
Moses Mendelssohn (1729-1786), nacido en Dessau e hijo de un copista de rollos de la Ley, trataba de construir un puente entre cristianismo y judaísmo a fin de conseguir que los cristianos amasen a los judíos. Para ello juzgaba imprescindible que estos últimos olvidasen el yidish, sus costumbres y sus vestidos, haciendo vida común con los demás ciudadanos. Siguió estudios de Filosofía en Berlín, donde contrajo estrecha amistad con Lessing, y fue el primer judío que escribió y publicó exclusivamente en alemán. En 1763 obtuvo el premio de la Academia de Prusia por su obra Evidez der metaphyssischen Wissenschalten. Estaba fuera del ghetto, tenía una gran fortuna y había entrado en la intelectualidad germánica alcanzando los niveles más altos. En su casa se reunía uno de los salones más afamados de Alemania, al que acudían intelectuales judíos y gentiles indistintamente. Sostenía que el judaísmo era una religión y, como tal, una de las dimensiones fundamentales de la persona humana, no dudando de su verdad, antes sosteniéndola en debates famosos como el que mantuvo con el pastor Lavater. Lessing, sin contar con su autorización, publicó sus «Discursos filosóficos» (Philosophische Gespräche), pero la obra que causó gran revuelo por la novedad de sus exposiciones fue el Phaedon (1767), que es un tratado acerca de la inmortalidad del alma.
Mendelssohn partía de la Revelación a Moisés en el Sinaí y de los Mandamientos que entonces fueron comunicados: llegaba inmediatamente a la consecuencia de que el judaísmo era la verdadera «religión natural» que preconizaban los ilustrados, base verdadera para todas ellas, lo que la colocaba en un nivel de superioridad. Esa religión natural, que es de «divina constitución» —puesto que el mismo Yahvé la había comunicado a los hombres, estableciéndola—, está dotada de un valor universal pues sus mandamientos, que constituyen el orden de la Creación, se dirigen y afectan a todos los hombres con independencia de las opiniones o creencias que profesen. Matar o mentir o dejar de amar a Dios sobre todas las cosas son verdades y deberes absolutos y no derivaciones de determinadas ideas o doctrinas. En esto se basaba su demanda de absoluta tolerancia: mientras se mantuviera la rigurosa observancia de los mandamientos, que coinciden con el orden que asegura la conservación de la Naturaleza, no había obstáculo para que los pensamientos y las creencias fuesen libres.
Toda esta doctrina comenzó a ser comunicada ampliamente a los judíos en 1778, cuando Mendelssohn publicó una excelente traducción de la Biblia, acompañada de un comentario (Bi’ur) en donde, acudiendo de modo especial a la Guía de perplejos de Maimónides, explicaba cómo el judaísmo, al ser esencialmente un sistema ético, puede permitir la mayor libertad de pensamiento. «Entre todas las leyes y mandamientos de Moisés no hay ninguna que diga debes creer esto o no debes creer esto. Todos dicen: haz esto o no hagas esto». Los rabinos entonces se asustaron, máxime cuando en esos comentarios llegaba a la conclusión de que la coerción sobre los ciudadanos, cuando incumplen la ley, corresponde únicamente al Estado y no a las Iglesias o comunidades religiosas; no podían, por tanto, los tribunales rabínicos reclamar para sí mismos ese poder de coerción.
En esta primera fase, los hombres de la Haskalá trataban de mantenerse en línea con la más estricta adhesión al judaísmo, pero cuando, en 1782, se promulgó el edicto de tolerancia de José II, antes mencionado, que afectaba a los súbditos del Imperio austro-húngaro, muchos vieron en él la oportunidad de avanzar en la ruta de la emancipación. Un discípulo continuador de Mendelssohn, Wessely, publicó, en hebreo —es decir, destinado a sus correligionarios— un ensayo, Palabras de paz y de verdad, en que recomendaba la introducción de cambios muy radicales en la educación judía para acercarse a la sociedad gentil. Los tradicionalistas se asustaron, presentando acusaciones contra los maskilim. Los ilustrados, sin abandonar todavía el tono moderado, fundaron una Sociedad de Amigos de la lengua hebrea (Jebrat Doresé Leson Eber) y comenzaron la distribución de un periódico en este mismo idioma, Hameaser (El Recolector), a fin de defender sus ideas. Tras la muerte de Mendelssohn los debates se harían más agudos, provocando una verdadera división, que se refleja en las fuertes querellas de nuestros días.
En suma, los ilustrados de segunda generación, invocando la memoria de Mendelssohn, elaboraron una especie de programa en defensa del que llamaban «judaísmo puro», esto es, racionalizado, leal a sus fuentes originales y liberado de las muchas adherencias que la tradición o el misticismo habían procurado. En cierto modo puede decirse que añoraban un judaísmo anterior a la caída de Jerusalem y combatían al Talmud y, de manera especial, los preceptos (misvot) que se habían ido añadiendo y a los que consideraban obstáculos que separaban a los judíos de los demás ciudadanos. Se mostraban dispuestos a colaborar con las autoridades, especialmente dentro de los nuevos Regímenes que se iban constituyendo tras las revoluciones. Cuando se convencieron de que los dirigentes religiosos de su nación no iban a apoyarles, acudieron a esas mismas autoridades recabando su ayuda para llevar adelante un programa que a ambas partes convenían: los maskilim reclamaban, ante todo, que los judíos recibiesen una educación laica superior a la religiosa, que los niños aprendiesen el hebreo antes de enfrentarse con la Biblia, a fin de entender la Escritura por sí mismos y no a través de los comentarios de los maestros, y que la Torah y la Misná, como saber, fuesen el cometido de unos pocos, dedicándose todos los demás a adquirir una profesión útil.
Poco a poco, los judíos occidentales que se movían en los ambientes creados por la Ilustración, recibiendo este tipo de enseñanzas, olvidaron el hebreo y cuanto éste llevaba consigo. Los sabios, que tenían que pensar y escribir en la lengua del país, comenzaron a considerarlo «muerto»: podía servir para recitar algunas oraciones pero no para la vida ordinaria. En Berlín (1778) y Frankfurt (1804) se crearon las primeras Escuelas laicas judías. En Prusia y en Austria, que contaban ya con un número apreciable de judíos, las autoridades prestaron todo su apoyo a estos maskilim porque su meta coincidía: se estaba buscando la asimilación. Los judíos ilustrados propugnaban que el pueblo de Israel volviese a la agricultura, predominante antes del 70, porque las profesiones relacionadas con el dinero creaban mala imagen y dañaban la moral.
3. En el momento en que la Haskalá se desarrollaba en Occidente, tenían lugar los repartos de Polonia que consumaban, en 1795, la desaparición de esta nación. Ahora Rusia, que había prohibido la entrada y establecimiento de los judíos en su territorio, se encontraba gobernando la más nutrida población judía del mundo —aquélla, además, en donde el tradicionalismo y el hasidismo habían echado profundas raíces—. Prusia, aplicando su legislación discriminatoria, trató de impedir que aquellos que le habían tocado en suerte pudieran trasladarse a otros lugares dentro de su propio reino. Consecuente con su propia doctrina, el despotismo ilustrado que gobernaba en Berlín pretendía que aquéllos de sus nuevos súbditos que aspirasen a la emancipación, tuvieran que equipararse, en todo, a los demás. De modo que se otorgaban derechos de traslado, de residencia y de ejercicio de determinadas profesiones a cambio de que asumiesen ciertas obligaciones, como el servicio militar, retraso del matrimonio hasta los 25 años, y prohibición de empleo de hebreo o yidish en sus documentos. Tales medidas procuraban una división pues eran muchos los judíos que se resistían.
Los que quedaron sometidos al gobierno ruso fueron clasificados como comerciantes; bajo este nombre se incluían todos los oficios y profesiones que les estaban asignados. A partir de 1788 —esto es, seis años después del primer reparto y antes de que se consumara toda la división—, se les incluyó en los gremios y corporaciones que a cada oficio correspondían. Un decreto de Catalina II del año 1782 disponía que todos los comerciantes tuviesen que vivir en ciudades y no en aldeas, donde el control hubiera sido más difícil. De modo que las primeras disposiciones adoptadas en relación con los judíos tendían a asegurar su sujeción. Hubo protestas: la población rusa se mostraba tan hostil como la de otros lugares. Por eso, en 1791, la zarina decidió que los judíos no pudiesen fijar su residencia fuera de las provincias en que hasta entonces habían vivido. Desde este momento comenzó a formarse en los gobernantes rusos una idea: acaso la solución del «problema judío», es decir, de esa nación sin territorio, pudiera hallarse asignándoles una especie de reserva territorial en la que ejerciesen toda clase de derechos, prohibiendo en cambio su residencia en otros lugares. Pero esa reserva no debía quedar cerrada a los cristianos porque se seguía esperando una conversión.
Es precisamente en el Imperio ruso donde se constata la existencia de un problema judío, expresado en estos mismos términos, lo que implicaba la búsqueda de una solución. Con otras palabras, los revolucionarios franceses coincidían con esta apreciación. El conde de Mirabeau, que había conocido personalmente a Mendelssohn en Prusia y se hallaba influido por el libro de Dohm, publicado como anotamos en 1781, también abogó en favor de una solución que fue adoptada por la Asamblea en 1791 bajo la forma de una ley que hacía a los judíos ciudadanos franceses dotados de los mismos derechos que los demás. Las comunidades de Burdeos y Bayona no ofrecieron dificultad; eran pocos. Pero en Alsacia y Lorena, anexionadas del Imperio germánico, la sociedad cristiana se mostraba recelosa de aquellos que, además, eran muy pobres. La contrapartida de esta ley que ofrecía libertad e igualdad era que tendrían que dejar de ser judíos para ser franceses. Uno de los diputados propuso que los que rehusasen esta condición debían ser expulsados de Francia. En la práctica, la emancipación otorgada por la Asamblea significaba la desaparición de la estructura judicial y administrativa de las comunidades y la conversión de los rabinos en funcionarios pagados por el Estado, como se intentaba hacer con el clero católico.
A pesar de estos obstáculos, la mayor parte de los judíos mostró su simpatía hacia la revolución cuyos ejércitos eran bien recibidos por su parte. Esto influyó seguramente en Alejandro I de Rusia, llegado al trono en marzo de 1801, cuando el Imperio napoleónico y la paz de Amiens parecían consolidar el proceso revolucionario. El zar designó en 1802 una comisión que estudiara el problema proponiendo las soluciones. Ésta formuló dos criterios alternativos aceptando, en principio, que los judíos debían alcanzar plenitud de derechos civiles: a) debían ser educados al modo occidental y reformados antes de que pudieran reconocérseles tales derechos; y, b) había que comenzar concediéndolos, a fin de que luego ellos mismos se reformasen. El resultado de estos trabajos fue el Estatuto concluido en 1804, precisamente un año antes de Austerlitz.
De acuerdo con este documento los judíos eran, en su estado presente, producto indeseable, que necesitaba ser radicalmente cambiado para que resultara de utilidad al reino —que se presentaba, en la mente de Alejandro, como la santa alternativa de la Revolución—. Se les prohibía vivir en aldeas, hacer arrendamientos, tener posadas o comerciar en alcohol. Se ampliaba la zona de asentamiento a otras zonas de Ucrania y de la costa del mar Negro. Sobrevivían las escuelas judías con fines religiosos, pero los niños tendrían acceso a cualquier otro centro de enseñanza para educarse con los demás súbditos. Todos los documentos serían redactados en la lengua del país correspondiente, relegándose el hebreo a funciones religiosas y el yidish a usos meramente coloquiales. En medio de estas limitaciones el Estatuto era un paso de avance, pero no llegó a ser promulgado. Las grandes guerras contra Napoleón y el esfuerzo patriótico que fue necesario realizar lo impidieron: con la victoria del patriotismo volvieron las antiguas prevenciones contra los judíos.
Napoleón se planteó la cuestión de un modo enteramente semejante: a su juicio, los judíos constituían una nación a la que sería preciso alojar en territorio ajeno o asimilar en el caso de que sus miembros permaneciesen. Los moradores en Alsacia y Lorena —que se seguían mostrando vinculados al Imperio y a las formas de vida tradicionales— plantearon la cuestión aguda de las deudas impagadas presentándola como una de las formas de opresión; no había seguridad de que los préstamos otorgados les fuesen devueltos. El emperador acordó otorgar una demora general de un año, convocando una Asamblea de notables en París, el año 1806, para examinar varias cuestiones. Mientras tanto había dispuesto que sus ejércitos llevaran el tema de la emancipación en la punta de sus bayonetas. Dondequiera que los ejércitos revolucionarios llegaban se suprimían las limitaciones legales que venían desde antiguo. De este modo, los judíos de Alemania, Holanda, Italia o Polonia aclamaban a Napoleón como a un libertador. Los judíos comenzaron a asumir funciones administrativas y de gobierno, y se incorporaron a aquellos mismos ejércitos. El mayor entusiasmo se registra en Polonia porque coincidía con los sentimientos de la población no judía que veía resurgir su reino.
La Asamblea de julio de 1806 reveló una de las cuestiones discordantes: Napoleón quería que se prohibiese la poligamia, se admitiese el divorcio, se acabase con la usura y, sobre todo, que fuesen estimulados los matrimonios mixtos como vehículo adecuado a la integración. Comenzaban a surgir las dificultades, pues quedaba al descubierto el propósito imperial que consistía en hacer desaparecer el judaísmo. Las autoridades imperiales convocaron al gran Sanhedrin en París, en febrero de 1807, a fin de que éste, en nombre de la nación judía, sancionara los acuerdos tomados. Aguardaba a los interesados una profunda decepción que se hizo visible cuando se publicaron los dos edictos de 1808. Por el primero, todas las comunidades judías en el Imperio quedarían sometidas a un Consistorio Central que sería único interlocutor válido con el gobierno para las cuestiones que afectasen a los intereses judíos. El segundo fijaba las limitaciones: quedaba prohibido el asentamiento en la zona nordeste de Francia; al Estado correspondía ejercer la supervisión sobre deudas y préstamos; ciertos oficios no podrían practicarse sin po seer la licencia correspondiente, y a los judíos se impedía hacer uso de la licencia de sustitución en el servicio militar. «Infame» fue el calificativo que los judíos aplicaron al segundo edicto.
4. La caída de Napoleón vino acompañada de la invalidación de todas sus leyes. A pesar de todo, no se retornó a la situación anterior a la Revolución, porque se habían creado hábitos e intereses que lo impedían. El Congreso de Viena, al intentar una reordenación de la vida en Europa —bajo la influencia de Alejandro I y de sus doctrinas acerca de la universalidad del Cristianismo—, admitió que era necesario reconocer a los judíos «derechos civiles», pero sin concretar demasiado. En adelante, el problema judío pasaba a ser competencia de las naciones que allí se habían reunido. Naturalmente, hubo diferencias entre unas y otras, pero puede decirse que a lo largo del siglo XIX tuvo lugar el avance espectacular de la equiparación de los judíos en todo el Occidente, un hecho que responde de lleno a la Emancipación. Lo que las leyes no podían otorgar era un gesto de simpatía por parte de la sociedad cristiana. El antisemitismo permaneció, agudizándose además en determinadas coyunturas.
Coincide la emancipación de los judíos con ese otro fenómeno que afecta a toda la sociedad y que podemos definir como secularización. La comunidad cristiana perdía su universalidad y se convertía en un sector específico de la población, cada vez más reducido. De este modo era más fácil equiparar en el trato ambas religiones. Por ejemplo, desde 1831, los rabinos comenzaron a percibir emolumentos del Estado francés, los mismos que se otorgaban a los sacerdotes católicos. Cuando en 1905 triunfó la política llamada laica, esas gratificaciones fueron suprimidas a unos y otros. Los brotes de antijudaísmo, que llegarían a hacerse muy graves con los nacionalismos y con el Estado soviético, devolvieron a los judíos conciencia de su identidad y de cómo las propuestas de asimilación eran engañosas, pues implicaban siempre propuestas de renuncia radical al judaísmo.
En la práctica, emancipación, asimilación y conversión a la gentilidad venían a ser caras de la misma moneda. Los judíos comenzaban prescindiendo de la barba, del vestido peculiar y de los signos externos de identificación. Ya eran, pues, como los demás ciudadanos. Usaban exclusivamente la lengua del país, aunque en sus ceremonias religiosas siguieran empleando los libros hebreos. El cristianismo no era ya contemplado como una abominable idolatría politeísta, sino como «otra» religión tan digna de respeto como la propia. Los aspectos diferenciales, en doctrina o costumbres, comenzaron a ser puestos en duda. Aumentaban los matrimonios mixtos cuyos vástagos eran normalmente educados ya como cristianos, puesto que se trataba de asimilar. Cuanto más se elevaban estos judíos en el seno de la sociedad, mayor era la tendencia a cortar las relaciones con la comunidad, olvidando su condición de judíos.
Tras la desaparición del Imperio napoleónico, desaparecieron las reticencias que se crearan en 1809 y se contempló por los judíos aquella época como una edad progresista a la que era preciso volver. En la práctica, aunque las leyes hubiesen quedado en suspenso, nadie se atrevió a suprimir las concesiones y reconocimiento que se les otorgaran. La revolución liberal en Francia decidió, en 1831, que sacerdotes católicos, pastores protestantes y rabinos judíos fuesen tratados en plano de igualdad, porque todos ellos prestaban un servicio a la comunidad. Podemos decir que la integración fue, en Francia, más rápida y completa que en los otros países europeos, influyendo sin duda el creciente espíritu laico, pues el apoyo a los judíos era entendido muchas veces como una manifestación de enemistad hacia la Iglesia católica. Pero el ascenso social no se limitó a este país. Pensemos en Juan Álvarez Mendizábal, que en los años 30 dominó el gobierno español dirigiendo la guerra contra el carlismo. Desde mediados del siglo XIX comenzaron a encontrarse judíos en los más altos puestos de responsabilidad del Estado. Alfonso Cremieux fue el ministro de Justicia que abolió la esclavitud en las colonias y la pena de muerte para los delitos políticos, y Achille Fould fue ministro de Estado y Finanzas con Napoleón III. Naturalmente, abundaban los banqueros judíos. Desde 1860 se creó la Alianza Israelita Universal, con objeto de prestar ayuda a los judíos pobres en otros países y para colaborar con Montefiore en el proyecto de reasentamiento en Tierra Santa.
Ascenso y poder económico eran fuertes argumentos en favor de las tesis de los que sostenían que el judaísmo era la urdimbre sobre la que se sostenía el capitalismo en su marcha imparable. Había, pues, un invisible poder judío, no por ello desprovisto de eficacia. Los grandes doctrinarios que en el tránsito hacia el siglo XX se invocarán como explicación del antisemitismo, como Charles Fourier o J. Toussend, proceden de esta época, lo mismo que la leyenda de los Protocolos de Sion. Episodios como la bancarrota de la Empresa Unión General en 1882, y luego el proceso Dreyfus, perjudicaron mucho a los defensores del judaísmo, incluso después de que se hubiera restablecido la justicia. Lo importante y positivo, sin embargo, estaba en los amplios sectores europeos que habían cambiado su mentalidad del recelo por la de la estima. En la gran persecución nazi sólo un 30% de los judíos en Francia pudo ser descubierto. Y ni uno solo de los que consiguieron llegar a España fue devuelto por un Gobierno que, además, organizó el rescate de cierto número de sefardíes.
Antes y después del Congreso de Viena la emancipación era ya un hecho consumado en Holanda y en Bélgica. Hasta 1941 los judíos considerarían a Holanda como el país que les brindaba mejores condiciones. Tampoco en Italia se suprimieron las ventajas que les otorgara Napoleón, aunque hubiera retrocesos legislativos en el reino de Cerdeña, Módena y los Estados Pontificios. La Iglesia estaba a la defensiva a causa de la revolución liberal y de sus efectos; como los judíos aparecían asociados a todos los movimientos antipapales, el recelo hacia ellos aumentó. España y Portugal carecían ahora de comunidades criptojudías que pudiesen aflorar, pero las leyes de libertad religiosa, sin haber anulado expresamente los decretos de expulsión, permitieron a algunos judíos instalarse en estos países ya durante el siglo XIX sin que se produjeran manifestaciones de antisemitismo, pero sin que las leyendas difamatorias se anulasen.
Italia es un caso singular. El proceso de unificación, preparado de largo tiempo atrás y ejecutado en un plazo relativamente breve, a mediados del siglo XIX, fue emprendido por la Casa de Saboya, cuyos miembros se titulaban reyes de Cerdeña, contando con el apoyo de todos los partidos anticlericales, incluyendo también a la Masonería, de modo que, en ciertos aspectos, parecía una lucha contra la Iglesia católica. Los judíos se sumaron a ella, participando, por ejemplo, en las fuerzas movidas por Garibaldi. En consecuencia, la conquista de Roma en 1870, culminando el proceso, fue saludada como una victoria también para el judaísmo. La equiparación en el nuevo reino de Italia fue completa: hubo ministros y hasta un presidente de Gobierno judíos. Pero esto mismo alimentaba los recelos de los católicos que veían en ellos enemigos de la Iglesia. Corrientes de antisemitismo estuvieron fluyendo hasta la Segunda Guerra Mundial.
5. El siglo XIX se ha caracterizado en todo el mundo por el extraordinario crecimiento demográfico. Los judíos superaron a todos los demás pueblos en este aspecto, pues pasaron de 2,5 millones de individuos a 7,5. Las razones se encuentran en el descenso en la tasa de mortalidad, el papel sólido de la mujer en la familia, siendo ella la dueña del hogar, la estabilidad de los matrimonios, el escasísimo porcentaje de hijos ilegítimos, la falta de consumo de alcohol y el espíritu de solidaridad que ponía a cubierto de la miseria. Todos estos datos actuaban con más fuerza en Occidente que en Oriente, por lo que la proporción entre askenazis y sefardíes se alteró, significando éstos al final del período tan sólo un 19% del total. La abundancia de reservas humanas permitió una fuerte emigración a Francia, Inglaterra, ciertas regiones de Rusia pero, sobre todo, a América.
Los grandes núcleos del judaísmo fueron: el Imperio ruso (4 millones), Austria-Hungría (1 millón), Alemania (550.000) y Estados Unidos (250.000). El vigoroso crecimiento de Sudamérica es posterior. Se concentraban de manera especial en las ciudades, dando origen al nacimiento de desmesurados barrios judíos: Varsovia registraba 125.000 y por encima de las 50.000 almas se encontraban en Berlín, Viena, Odesa, Budapest y Nueva York. Una minoría en todas estas ciudades llegaba a insertarse en las capas más elevadas de población, pero la mayor parte, siendo emigrantes pobres, venían a engrosar el proletariado urbano. Como la vida religiosa tradicional se conservaba mucho mejor entre los pobres que entre los ricos, a las diferencias económicas se sumaron también las religiosas.
Esa misma diferencia se acentuaba al comparar las juderías del Este con las del Oeste. Aquí la progresiva liberación de los siervos impuso cambios que alejaban a los judíos del campo y les insertaban en la ciudad: ya no podían ser arrendatarios de las fincas señoriales; también perdieron sus posadas y se les prohibió el comercio de alcohol. Había tres oficios —sastres, sombrereros y joyeros— en los que lograban desenvolverse; era difícil, en cambio, que pudieran incorporarse a otros. De ahí que se dedicaran al comercio, tanto al por mayor como al menudo. Aportaron a esta actividad un manejo hábil de la propaganda y también la especialización en dos extremos: las mercancías muy caras, que alimentaban el lujo, y los productos baratos de carácter popular.
La influencia que en el siglo XVIII poseyeran los «judíos de Corte» era ahora patrimonio de los grandes banqueros. Bastan unos pocos nombres para que comprendamos su importancia. Gerson von Bleichröder ayudó a Bismarck en sus grandes operaciones financieras, en el manejo de los recursos que necesitaba durante la guerra y en el cobro de las indemnizaciones impuestas a los vencidos. Ya hemos explicado cómo Achille Fould fue ministro de Finanzas de Napoleón III y de cómo la política del Segundo Imperio permitió una verdadera proliferación de empresarios judíos. Los hermanos Pereira fundaron el Crédit Mobiliaire y aportaron los primeros capitales para la construcción del ferrocarril. Rothschild gestionó para Disraeli la compra de las acciones del Canal de Suez, que permitirían a la larga a Gran Bretaña apoderarse de esta vía de comunicación. Éstos fueron los banqueros más famosos en Europa; a ellos habría que añadir Poliakov en Rusia y Hirsch en el Imperio otomano. Reuter, que creó la famosa agencia de noticias británica, era judío, como lo era también Wolff, que hizo lo propio en Alemania. Pero era, precisamente, esta serie de datos la que el antisemitismo presentaba como prueba de que un siniestro poder judío se alzaba sobre el mundo.
La emancipación, que borraba las diferencias entre judíos y no judíos, tropezaba en Inglaterra con un obstáculo difícil de salvar, ya que el rey —en este caso Victoria— era cabeza de la Iglesia. De modo que el juramento «por la verdadera fe de un cristiano», que implicaba sumisión al anglicanismo, era exigido en muchos lugares, incluyendo las grandes Universidades como Oxford o Cambridge. Se eximió de él a los católicos en 1829, como una de las reformas que impulsara el duque de Wellington y, sobre este precedente, también a los judíos en 1837. Este último año Moses Montefiore fue elegido sheriff y la reina le nombró caballero. Disraeli, aunque de origen judío, figuraba como anglicano. En 1847, el barón Lionel de Rothschild fue elegido miembro de la Cámara de los Comunes. A propuesta del primer ministro esta sección del Parlamento, por abrumadora mayoría, acordó dispensarle del juramento, pero la Cámara de los Lores se negó en redondo, impidiendo a Rothschild ocupar su escaño. En 1858 se tomaría el acuerdo de que los juramentos se prestasen por separado. De este modo, un judío podía entrar en la Cámara Baja pero no en la alta.
6. El espíritu de emancipación, difundido por Europa mediante las disposiciones legales napoleónicas, alcanzó incluso a Prusia. En las comarcas renanas incorporadas al Imperio estuvo vigente el Código del emperador. Muchos otros Estados alemanes copiaron el modelo, invocando sobre todo el Estatuto de José II de Austria de 1781. Tras la derrota de Iena (1806), se acometió en Prusia un plan completo de reformas entre las que se incluye el decreto de 1812, que otorgaba a judíos y gentiles igualdad de derechos. La concesión pareció a muchos prematura, pues despertó abundantes recelos en la nobleza prusiana. Los judíos, ahora muy numerosos en Berlín, contribuyeron al desarrollo de la economía prusiana, pero pronto se desataron las críticas porque había quienes los calificaban de elemento disolvente. De cualquier modo y durante estos años iniciales del siglo XIX la equiparación parecía lograda: Dorotea Mendelssohn, hija del famoso pensador, sostenía un salón literario. Otros semejantes funcionaban en casa de las familias Herz o Varnhagen von Ense. Nombres y apellidos se van confundiendo.
Éste es el medio ambiente en que se desarrolla el romanticismo judío, que tiene en Heinrich Heine su principal representante. La conciencia de los reformadores era muy clara a este respecto. El canciller Hardenberg y el ministro de Educación Alejandro von Humboldt, que representaba a su país en el Congreso de Viena, sostuvieron con vehemencia el principio de la equiparación de los judíos y, con ayuda de Metternich, lograron introducir un artículo en la Confederación Germánica que debía suceder al Santo Romano Imperio garantizándola. Fue una libertad menos efectiva en la práctica de lo que parecían prometer las palabras. Nadie se atrevería en adelante a legislar de distinta manera, pero la obediencia a las disposiciones estaba lejos de conseguirse. Muchos dirigentes judíos protestaban también de las propuestas de emancipación, porque les parecía ésta una especie de disolvente final para el judaísmo.
Entraba en juego una cuestión distinta. Contra Napoleón y la revolución que éste significaba, se había alzado un pueblo, no unos príncipes; y él encarnaba el «espíritu nacional alemán», el Volkgeist, como si se hubiera vuelto a los momentos en que Lutero apelaba a la dignidad de dicha nación. Desde esta posición romántica, apelando a la historia y a los sentimientos, se trataba de enfrentarse con «la cuestión judía». Surgió una abundante literatura, en pro y en contra, que se enfrentaba con aquel problema que significaba la presencia del medio millón de judíos. Friedrich Rühs, historiador, y Jakob Fries, filósofo, coincidieron en un principio de respuesta: los judíos constituyen una nación y como tal es imprescindible tratarla. Ahora bien, una nación dentro de otra constituye un disolvente para esta segunda. En consecuencia, definían el judaísmo en Alemania como «una enfermedad prolífica de personas, cuya fuerza crece mediante el poder del dinero». Desde esta posición era muy fácil derivar hacia las calumnias: se trataba de ladrones y de traficantes en bienes robados, de modo que la única posibilidad de asimilación residía precisamente en que dejasen de ser judíos. Esto era precisamente lo que algunas autoridades ju días denunciaban: la emancipación no significaba otra cosa que la desaparición del judaísmo.
Pero Fries había ido mucho más lejos: consideraba «una acción inmensamente importante la de liberar a nuestro pueblo de esa plaga». De modo que la conciencia de que Alemania necesitaba de alguna clase de solución final para el problema del judaísmo, a fin de que se afirmara sin traumas su Volksgeist, data de los comienzos del siglo XIX. Fue entonces cuando Hartwig von Hunt-Darowski escribió un terrible panfleto, El espejo de los judíos, difundido en el clima de exaltación que provocara la guerra contra Napoleón y todos sus aliados; en él identificaba a los judíos con criminales sin posible remisión. Apuntaba a tres soluciones que, con indiferencia, juzgaba igualmente válidas: venderlos como esclavos, matarlos —«no considero que matar a un judío sea un pecado o un crimen; no es más que una simple infracción policial»— o devolverlos a Tierra Santa, de donde no tenían que haber salido. De modo que en la etapa última de las guerras contra Napoleón los sentimientos antijudíos se exacerbaron. Hubo en 1819 motines contra los judíos en diversos lugares.
7. Nunca faltaron a los antisemitas ejemplos que alegar en apoyo de estas andanadas de odio. Los judíos habían estado con la Revolución y aplaudían al paso de los soldados de Napoleón que aportaban las leyes emancipadoras. Además, ahí estaban los Rothschild, sirviendo a todos para crecer en su propio poder. Procedían de Frankfurt-am-Main, una ciudad considerada como refugio supremo de los judíos, que habían podido conservar su residencia, en condiciones de inferioridad, y estrechada entre dos límites, la cloaca y la muralla que la hacían insalubre. Cuando los antepasados del linaje pasaban por la calle tenían que ceder la acera a cualquier gentil o quitarse el sombrero delante de cualquiera que se lo exigiese. Aquí surgió el hombre genial, Mayer, que comenzó prosperando con un negocio de ropas usadas.
En 1785 Mayer había reunido suficiente dinero, que le permitió cambiar de casa y dedicarse al negocio de las antigüedades y del cambio de moneda; sus clientes eran ahora los ricos, incluyendo al príncipe de Hesse-Cassel, Guillermo IX, que le convirtió en su principal agente. Podía manejar mucho dinero de depósitos ajenos y desplegar sus dotes de cambista y agente de créditos. Sus cinco hijos pudieron repartirse el mercado: Nathan se instaló en Londres, Jacobo en París, Solomon en Viena y Karl en Nápoles; Amschel había permanecido en Frankfurt, donde seguía estando el núcleo esencial de aquella tela de araña que iba creciendo por toda Europa. Cuando Guillermo IX tuvo que huir ante las tropas de Napoleón, los Rothschild permanecieron, emancipados, guardando y defendiendo el patrimonio del príncipe. Además, Nathan estaba en Londres, al otro lado del frente, poniendo su talento y sus medios al servicio de la causa británica. Él organizó la financiación del ejército que vino a Portugal y España. Disponiendo de agentes a uno y otro lado, se podía prestar servicio a Napoleón y hacer llegar subsidios a quienes le combatían.
De este modo, al acabar la guerra, hubo en Europa la sensación de que se había constituido un «cuarto poder». Los Rothschild, que se contaban entre los vencedores, organizaron un sistema de comunicaciones con palomas mensajeras y señales luminosas que anunciaba ya el telégrafo; disponían, además, de un barco permanentemente situado en Dover para cruzar el Canal. Sus noticias eran las más rápidas, pero sobre todo las más fiables, porque los hermanos tenían acceso a las fuentes de decisión de los distintos reinos. Solomon, en Viena, ganó la confianza de Metternich y de Federico Gentz, los cuales comentaban con él las grandes líneas de la política. Jacobo sirvió en París a Luis XVIII, Carlos X y Luis Felipe, sin que la revolución de 1830 pareciera afectarle en lo más mínimo. Dinero de la Banca permitió el trazado de la red de los ferrocarriles franceses. Hasta mediados del siglo XIX las cinco Casas de la Banca Rothschild, a menudo enfrentadas entre sí por la divergencia de intereses, actuaron como agentes financieros de los gobiernos con que se relacionaban. Luego fueron estos mismos gobiernos los que comenzaron a generar los instrumentos que necesitaban, obligando a los grandes empresarios judíos a insertarse en el ámbito de los negocios privados. En esa primera etapa, los Rothschild consiguieron ventajas para sus correligionarios. En 1822 los judíos quedaron equiparados en Frankfurt a los demás ciudadanos.
Es exagerado decir que fuesen una mano oculta tras el poder. No había mucha diferencia con el papel que desempeñaran en la Edad Media sus lejanos antecesores: podían conseguir créditos y préstamos para los príncipes y, a cambio, solicitaban de éstos favores para su persona o para su pueblo. La sección británica prosperó sin tregua, otorgando a los miembros de esta familia un puesto entre la nobleza. Pero en Alemania tropezó pronto con recelos y limitaciones. Crecía el nacionalismo alemán y, a través de él, se iba insertando una idea: que la emancipación de los judíos, procurada desde fuera, era un perjuicio para la nación alemana. Se emplearon los textos de Lutero para demostrar que el judaísmo iba contra «la nobleza de la nación alemana». No faltaban quienes dijeran que Rothschild con sus negocios y Reuter con su agencia de noticias, ambos internacionales, estaban trabajando para impedir que Alemania fuese una nación.
Grandes figuras de la cultura europea sufrieron los efectos de este rechazo. Heinrich Heine (1797-1856), el famoso poeta romántico —cuyas composiciones han servido de texto a los más importantes músicos—, autor del conocido poema Lorelei, fue calificado de antigermano. Aunque se bautizó buscando alguna forma de asimilación, recibió tales muestras de repulsión que en 1831 se estableció en Francia, ejerciendo como periodista. Ludwig Börne (1786-1837) que escribió muchos artículos contra la política del gobierno alemán, también justificaría muchos de los insultos. Los nazis, en los años 30, condenarían a la hoguera los libros de ambos autores.
Razones muy complejas confluyen para hacer que la emancipación hiciera escasos progresos en Alemania o Italia durante el siglo XIX. A los ojos de los exaltados nacionalistas o de los que sentían nostalgia hacia un pasado que las revoluciones destruyeran, los judíos eran un obstáculo. En aquellos países que en fecha relativamente temprana les expulsaran, los odios y prejuicios contra los judíos habían desaparecido. No era éste el caso de Alemania o de Italia, donde siempre habían permanecido comunidades vivas. Heine y Börne vieron en la revolución de 1830, y en general en los movimientos hacia el liberalismo, una especie de esperanza final; ni uno ni otro se sentían especialmente religiosos. Heine llegaría a afirmar que «la libertad es una nueva religión, la religión de nuestro tiempo, y los franceses el pueblo elegido». Y Börne reclamaba para Alemania que se convirtiera en «casa de libertad». Pero había, entre los judíos religiosos, otra corriente decidida a colocar la fe por encima de cualquier consideración política y desconfiaban de la Haskalá y de su consecuencia, la emancipación, ya que una y otra les parecía una amenaza a su propia existencia. Tradición era la palabra clave de esta segunda tendencia.
8. No podemos, pues, formular una visión unívoca del judaísmo. También entre los gentiles se advertían fuertes divergencias cuando se trataba de enfocar el problema. En los círculos liberales que marchan en defensa de la libertad, predominaba el sentimiento de la emancipación, siempre y cuando ésta sirviese también para que los judíos abandonasen el apego a sus tradiciones. Liberalizar la religión; así lo reclamaba también H.E.G. Paulus, teólogo luterano y uno de los promotores de la que se llamaría luego «teología liberal». Creía que el arcaísmo de la religión hebrea era causa de los serios problemas que el judaísmo significaba. De modo que el antisemitismo germano se alimentaba de dos argumentos, el religioso que denunciaba el arcaísmo de la tradición judía, y el nacionalista que les contemplaba como un obstáculo para la maduración del Volksgeist.
En Italia, las revoluciones liberales aparecieron como una demanda de anticlericalismo y persecución contra la Iglesia. Los judíos no eran solamente colaboradores de estos movimientos hacia la unidad, sino también beneficiarios de una situación que, en nombre de la unidad nacional, daba pábulo a doctrinas contrarias a la fe de la Iglesia, amparadas bajo el calificativo de modernismo. En 1864 Pío IX, precisamente aquel a quien los movimientos liberales saludaran con gran entusiasmo, condenaría los errores del modernismo, haciendo una lista de aquellos que atentaban contra la rigurosa conciencia de dignidad humana sostenida por el cristianismo. No se puso atención en tales errores concretos: tradicionalistas y revolucionarios coincidieron en decir que el Papa había condenado al liberalismo. En consecuencia, se montó contra el Pontífice una campaña de descrédito que era resultado de la decepción que muchos sufrieran al ver que Pío IX no había respondido a las esperanzas que los nacionalistas en él depositaran.
Aunque el reino de Cerdeña había sido en 1815 el que más se distinguiera en su reacción contra las leyes napoleónicas y, por ende, contra el judaísmo, todo cambió a partir de 1848 cuando los monarcas de la Casa de Saboya asumieron la dirección del programa liberal de unificación de Italia. Cavour, primer ministro desde 1851, se sirvió incluso de los garibaldinos —en cuyas filas, como dijimos, militaban numerosos judíos— para llevar a cabo la incorporación de Sicilia, Nápoles, Milán, Florencia y Venecia. En todas partes, conforme se iba produciendo la anexión, entraban en vigor las leyes emancipadoras. De este modo, los Estados Pontificios, y especialmente Roma, de donde los judíos nunca fueran expulsados, se convirtió en un espécimen de arcaísmo legislativo. Las leyes italianas de 1867 no eran en aquéllos de aplicación.
Se organizó una propaganda política que, entre otras cosas, intentaba presentar a Pío IX como Papa retrógrado y antisemita; los efectos de la misma han durado hasta hoy. En el fondo, la batalla se estaba librando entre quienes, con el Pontífice, defendían la doctrina tradicional de la Iglesia y los que querían modificarla en aras de una «puesta al día». Se esgrimió el caso Mostaza como si en él hubiera tenido directa intervención Pío IX. Una sirvienta de esta familia, al comprobar que un niño de seis años padecía una grave enfermedad, hizo que le administrasen el bautismo, según a ella, cristiana, habían enseñado para casos de emergencia, sin cuidarse de que era judío. De acuerdo con la doctrina de la Iglesia, ley en los Estados Pontificios, el bautismo es sacramento indeleble. La policía se hizo cargo del niño y lo envió a un monasterio para que fuese educado. Al llegar a la mayoría de edad, el neófito optó por el cristianismo, con tal decisión, que sería ordenado sacerdote. Pero el escándalo fue utilizado como un crimen de sangre a la inversa: los cristianos robaban niños judíos para convertirlos.
Nos engañaríamos si creyéramos que el judaísmo en Italia se reducía a estos aspectos políticos, apasionados como sucede en todos los procesos nacionalistas. Pocos autores revistieron la importancia de Samuel David Luzzato, llamado Shadal (1800-1865), nacido en Trieste e hijo de un carpintero. Las dificultades económicas de la familia no le impidieron alcanzar un grado tal de conocimiento de la literatura hebrea que, en 1829, se le nombraría profesor de la Escuela rabínica de Padua. Desdichado en su vida familiar —primero murió su mujer, tras larga enfermedad, luego su hijo mayor y su única hija— buscó refugio precisamente en lo que él llamaba «judaísmo de sentimiento». «El hebreo es mi pasión y el renacimiento de su literatura, el sueño más hermoso de mi vida». Autor de cuarenta libros y de una enorme suma de artículos, es contado entre los fundadores de lo que en Alemania se llama ciencia del Judaísmo (Wissenschaft des Judentums).
Moviéndose entre los rigores de la ortodoxia y el misticismo de la Qabbalah, defendía con ahínco la tradición racional de la religión y del pensamiento hebreos. Pudo demostrar que el Zohar carecía de la antigüedad remota que sus adeptos le asignaban, pues había sido redactado en Segovia en el siglo XIII. Luzzato pretendía devolver el judaísmo a la realidad que ya tuviera, lejos de extremos, presentándolo como una aportación decisiva para el progreso humano, alternativa del antropocentrismo helenista. Muchas de sus afirmaciones exegéticas, que molestaron a sus contemporáneos, han sido confirmadas después. Hombre de cultura universal, le interesaban todos los aspectos del saber humano.
Los Krochmal, padre Nachman (1785-1840) e hijo Abraham (1823-1888) se habían adelantado a Luzzato en este esfuerzo para presentar al judaísmo como una parte esencial del progreso humano. Procedían de Brody, en Galitzia, y habían sido educados en el hasidismo, pero al trasladarse a Berlín se convirtieron en discípulos y fieles continuadores de Mendelssohn. Influidos por los grandes pensadores de su tiempo, Kant, Fichte, Lessing, Schelling e incluso Vico, llegaron a ser firmes defensores de la haskalah. Nachman fue propuesto como Gran Rabino, pero él rehusó: el estudio le parecía tarea más importante. Coincidiendo con la corriente dominante en Alemania, buscaba la clave del judaísmo en una interpretación de su historia. Su obra fundamental, Moreh Nevukhei ha-Zeman (Guía de perplejos del tiempo) constituye la primera muestra entre los judíos de una aplicación de la metodología de Hegel. Para Krochmal, el mundo es escenario de dos fuerzas en conflicto de las que el hombre es a la vez creador y paciente. La mano de Dios en el proceso histórico es evidente y la misión que Él ha encomendado a Israel consiste en instruir a la Humanidad en el Espíritu Absoluto, una tarea —advierte a los cristianos— que no termina con el advenimiento de Jesús. Pero no rehuye tampoco la consideración de la importancia que tiene la actividad humana. Frente a los ilustrados, su culto al héroe, su creencia en el progreso indefinido y su confianza en la inteligencia humana, vuelve su atención a las masas y también al Volksgeist: el judaísmo es, en consecuencia, también la manifestación de un espíritu popular.
9. Como el Congreso de Viena había anulado todas las grandes novedades jurídicas introducidas por la Revolución y el Imperio, sin sustituirlas por otras, en Alemania, dividida, esta consecuencia fue interpretada de diversas maneras. Algunas ciudades aceptaron a los judíos; otras los devolvieron a los ghettos; otras, en fin, los excluyeron.
Pero en las décadas siguientes fue creciendo una tendencia a otorgarles la emancipación, porque esto convenía al desarrollo económico de esa nación que pugnaba por resurgir. En 1843 la Dieta prusiana aprobó una ley confirmando el Estatuto de 1812, y declarando que los judíos tendrían derecho a acceder a todos los oficios y profesiones, siempre que no les estuviesen expresamente prohibidos. En aquel momento no podían ser jueces, policías, gobernadores, profesores de religión o de disciplinas en el ámbito de las Humanidades. Pero en todos los demás derechos de la persona quedaban equiparados a los cristianos.
En 1847 un converso del judaísmo, Friedrich Julius Stahl, en su libro La actitud del Estado cristiano ante el deísmo y el judaísmo, argumentaría que los derechos civiles y humanos presentes en la cultura europea eran producto del Cristianismo. En consecuencia, su vigencia y aplicación eran inseparables de la fe, debiendo negarse el acceso a ellos a quienes no la profesasen. Judíos desempeñaron un papel destacado en la dirección y ejecución de los movimientos revolucionarios de 1848 en Alemania. Pero las esperanzas que los nacionalistas pusieran en Federico Guillermo de Prusia para crear una monarquía alemana unida fracasaron cuando el rey de Prusia rechazó la propuesta de la Asamblea de Frankfurt. Evidentemente quería ser rey de Alemania, pero no llegar a esta condición mediante una especie de contrato con movimientos liberales. Miembro de la delegación que hizo la oferta era el judío Gabriel Riesser, a quien el monarca hizo una incisiva pregunta: «¿Es cierto, herr doktor, que Vd. está también convencido de que no puedo aceptar la corona siendo incircunciso?»
1848, que es el año del Manifiesto comunista, vio surgir también una corriente antisemita en las filas del socialismo, que consideraba a los judíos como creadores del capitalismo y, por consiguiente, un factor negativo. Pero eran sobre todo las corrientes ateas las que no podían olvidar que el judaísmo era, ante todo, una religión y, como tal, inserta en las acusaciones de Ludwig Feuerbach, cuyas doctrinas seguiría el marxismo al pie de la letra. Friedrich Daumer, al afirmar que el cristianismo era fuente de todo mal, extendía su acusación al judaísmo, de donde aquél naciera y en el que se conservaban huellas de los primitivos sacrificios humanos, los cuales habían pasado a los símbolos de la liturgia de la Iglesia. Bruno Bauer, ya en 1843, al escribir Acerca de la religión judía, argumentaba que mientras no se desprendiesen de su religión, los judíos no podían ser útiles.
Nació, por esta misma época, el otro argumento: que el socialismo revolucionario era producto de los judíos. Uno de los dirigentes de la revolución de 1848, Moses Hess —era llamado «el rabino socialista»— fue condenado a muerte e indultado, sumándose entonces al movimiento sionista que, de hecho, trataba de prescindir del factor religioso. Judío era el fundador del Partido social-demócrata, Ferdinand Lasalle (1825-1864) y lo fueron después, en los primeros años del siglo XX, muchos de los protagonistas de las revoluciones, como Kurt Eisner, Rosa Luxemburg, Bela Kun o León Trotsky. Judío era especialmente Carlos Marx, cuya propuesta de esa especie de Reino de Dios pero sin Dios, en el paraíso comunista, parece reflejar sentimientos mesiánicos inconscientes.
Marx, descendiente de una familia que diera varios rabinos, había sido bautizado cuando su propio padre decidió convertirse al luteranismo a fin de integrarse plenamente en la sociedad alemana siendo abogado. Recogiendo los argumentos de Feuerbach y de Bauer, el joven Marx, convencido de que es científicamente demostrable la no existencia de Dios, afirmó que para los judíos es el dinero el verdadero núcleo de su fe. Es el dinero el que les permite hacerse dueños del mundo. Para el autor del Manifiesto, el judaísmo era la antítesis del comunismo, enseñando el desprecio a la teoría científica fuente única de verdad, y también a la imagen que lleva como consecuencia al arte, así como fomenta el egoísmo. «Para lograr la emancipación de los judíos —esto enseñó— debe emanciparse la sociedad de los judíos». De este modo, pues, los extremos llegaban a coincidir y se presentaba a los judíos como responsables tanto del capitalismo como del comunismo. No es extraño, pues, que tanto el régimen de Hitler como el de la URSS coincidieran también, finalmente, en perseguir a los judíos.
Dirigentes judíos aparecieron en el Congreso de Frankfurt en mayo de 1848; naturalmente, mostraban especial empeño en conseguir la igualdad de derechos. Encontraron oposición en sectores revolucionarios con los que no contaban. Por ejemplo, en Bohemia y Moravia se les describía como colaboradores del poder alemán. Cuando la revolución fue dominada, los gobiernos de los Principados alemanes comenzaron a otorgar en sus respectivos países Constituciones que incluían, en general, la emancipación de los judíos: éstos pasaban a ser reconocidos como miembros de una secta distinta de la religión oficialmente imperante. En aquellos Estados en que los súbditos pertenecían a una sola nacionalidad, ésta parecía ser la solución suficiente; pero en aquéllos que contaban con gentes de distintas naciones, los judíos aparecían como fuentes de conflicto. Por eso, Gabriel Riesser —que llegó a ser vicepresidente del Congreso de Frankfurt— y Joseph Goldmark defendieron la tesis de que una Alemania unida, esto es, formando una sola nación, daría mejores perspectivas para la integración de los judíos.
En consecuencia, en esas dos décadas de los 50 y 60 del siglo XIX se manifestaron como firmes partidarios de la unidad alemana. Pero como ésta significaba, también, una tendencia a la expansión, en los otros países podía presentarse a los judíos como defensores del pangermanismo. Cualquiera que fuese la nacionalidad que escogiesen, serían presentados como una amenaza por aquella otra nación que temía o recelaba de ésta. Por eso Adolf Fischof llegó, ya entonces, a la conclusión de que los judíos debían convencerse a sí mismos de que eran una nación propia y no podían integrarse en otra. Automáticamente surgía la demanda imprescindible: ¿dónde estaba el solar en donde dicha nación pudiera establecerse?
Caso típico es el que nos ofrece Suiza, donde sólo había una población judía en Aargau, marginada del resto de los ciudadanos. En 1862 se propuso uno de los clásicos plebiscitos helvéticos con objeto de otorgarle igualdad de derechos. El voto fue negativo. Sólo en 1874, y mediante el procedimiento de incluir una pequeña referencia en el texto de la nueva Constitución, que fue aprobada, pudo introducirse el reconocimiento de derechos.
10. La emancipación de los judíos orientales, mucho más numerosos que los occidentales, y sometidos a la autoridad, directa o indirecta, del zar, tropezó con muy serios obstáculos. La política de Alejandro I y Nicolás I se presentaba a sí misma como integradora de la Santa Rusia en sus valores tradicionales y como protectora de los campesinos, que se mostraban víctimas de la opresión de los judíos. Por eso después de la guerra se reiteraron, con nuevo vigor, las disposiciones que impedían a éstos instalarse en las aldeas, y también se limitó el número de ciudades en las que estaban autorizados a fijar su residencia. Para ambos zares la solución conveniente para el problema seguía estando, como en los viejos tiempos, en la conversión. En 1817, en relación con los principios emancipadores manejados en el Congreso de Viena, Alejandro dispuso la creación de una «Sociedad de cristianos israelitas» presentándola como la maduración de los emancipados. Ella se encargaría de mostrar las ventajas de todo tipo que iban a ofrecerse a los que se bautizasen. Lo cierto es que no tuvo mucho éxito. Por otra parte, siempre que se escoge el camino de favorecer una determinada decisión, aparece la presión moral sobre los que no la adoptan. Los judíos que se negaban a convertirse fueron objeto de ella.
En 1827 Nicolás I suprimió para los judíos el derecho de recurrir a la cuota, esto es, al canon que podía pagarse a cambio de no hacer el servicio militar, un procedimiento vigente en los demás países europeos hasta muy avanzado el siglo XX. Se imponía, pues, el reclutamiento forzoso a una parte de la población judía. Los soldados eran alistados a los 12 años y permanecían hasta los 37 bajo las armas; por este procedimiento se esperaba que, aislados de su familia y sometidos a las convenientes presiones, los reclutas olvidasen su judaísmo. Hubo bautismos que pueden ser calificados de imposición. Algunos reclutas se suicidaron, viendo en este gesto una confesión radical de su judaísmo. Muy pronto surgió el negocio de compra o rapto de niños judíos para suplir de este modo a los hijos de los ricos, que pagaban: fue considerado como una profesión (japer). Se obligaba a las propias comunidades judías a elegir de entre sus miembros el cupo correspondiente de soldados; sobre sus autoridades descargaba así el odio de los convecinos. En general, se escogía a los menos obedientes.
El Estatuto que se otorgó a los judíos en todo el territorio del Imperio ruso, el año 1835, fue una repetición del de 1804, suprimiendo incluso algunas cláusulas. En 1840, Nicolás I decidió crear una comisión que estudiase y propusiese fórmulas, siempre dentro del principio de conseguir una plena integración. Se dijo entonces que todo el problema surgía a causa de la Tradición, que les obligaba a obedecer el Talmud como si tuviese un origen divino y les impulsaba a vivir segregados del resto de la población esperando la llegada del Mesías. La solución venía a coincidir en gran medida con la que proponían los maskilim: educar a los jóvenes en las mismas escuelas de los cristianos, apartándolos de las enseñanzas judías, abolir la comunidad (kahal) sometiendo a todos los judíos a la jurisdicción ordinaria, prohibir el uso de ropa específicamente judía, clasificarlos de acuerdo con las profesiones y oficios que desempeñasen, y restringir el número de los que careciesen de oficio propio.
Se considera como introductor de la Haskalá en Rusia a Isaac Baer Levinsohn (1788-1860), que había servido como intérprete durante las guerras contra Napoleón, lo que le permitió establecer contacto con dirigentes políticos e incluso con el propio Zar. Se hallaba en relación con los maskilim de Galitzia, cuyas ideas compartía. Su primera obra, que despertó la alarma en las comunidades judías, que fue Dibré saddiqim (Palabras de los justos), sugería a las autoridades rusas un vasto plan enderezado a convertir a los judíos en artesanos y agricultores, creando escuelas que les apartasen de las enseñanzas rabínicas y de los rigores de su religión. Baer, que nunca pudo gozar de posición económica holgada, vivió en una casi absoluta soledad. Expuso todo el plan de transformación del judaísmo en un libro publicado en 1828 gracias a una subvención que le fue proporcionada por el Zar: Tehuda ben Israel (Testimonio de Israel), que completó luego con el Bet Yehudá (Casa de Judá), en que trataba de explicar qué cosa es, culturalmente, el judaísmo. Su rechazo de los excesos religiosos no le impedía abrazar las ideas que otros pensadores judíos —y luego algunos no judíos— comenzaban a difundir. Era Israel el depositario de una doctrina superior sobre la dignidad de la naturaleza humana, la cual estaba en el deber de transmitir al resto de la Humanidad. Para ello, juzgaba necesario despertar una nueva conciencia en el judaísmo ruso que le apartase de la rutina y humillación pasiva en que estaba viviendo. En Viena publicaría un alegato contra la leyenda de los crímenes rituales, que estaban aflorando de nuevo en Alemania y otros países de Europa.
A partir de este momento se produjeron fuertes tensiones entre los propios judíos porque los maskilim apoyaban las reformas del Zar, tratando de reconducirlas a su favor. Había, pues, un apoyo fuerte de las autoridades a quienes preconizaban la emancipación, entendiendo por ésta una asimilación completa y final. El Gobierno ruso dispuso una estricta censura sobre los libros publicados en hebreo; para mejor ejercer esta vigilancia sólo dos imprentas, la de Vilna y la de Kiev, fueron autorizadas a trabajar con estas letras. Se formuló un vasto plan de creación de escuelas, cuya dirección se encomendó a Moses Lilienthal, un maskil nacido en Alemania que había cobrado fama rigiendo una escuela en Riga. Los dirigentes de las comunidades rechazaron este programa, que consideraban tan sólo una malvada maquinación. Más que nunca, la palabra Tradición se convirtió en una consigna.
A pesar de esta resistencia, se llevó adelante el programa, enviando a los judíos a escuelas que contaban con directores cristianos. Varios maskilim de Vilna elevaron al gobierno una demanda para que se prohibiera el uso de los vestidos tradicionales. De momento, las autoridades rusas no se atrevieron a ir tan lejos, pero quedó establecido un impuesto especial para quienes los utilizasen. En 1850 y 1853 se establecieron ya disposiciones que ponían impedimento al uso de la kapota (ese abrigo largo que aun sirve como distintivo a ciertos grupos ortodoxos), del gorro de piel (streimel), de los bucles y de una especie de traje talar que los piadosos ha bían puesto en boga. Pues todo esto, que no estaba de moda en Occidente, podía interpretarse como discriminación y signo de atraso.
Una amplia y enérgica política, encaminada a conseguir a toda costa la integración, fue aplicada desde este momento. No se presentaba como producto del antisemitismo sino, al contrario, de la emancipación. Por eso la apoyaban los judíos que formaban la minoría de ilustrados. Integrados en profesiones ciudadanas, estos ilustrados buscaban por todos los medios a su alcance una equiparación. Se suprimió la vieja organización de los kahal, y aparecieron al frente de las comunidades nuevos funcionarios que eran recaudadores de contribuciones. La medida más dura consistió, sin embargo, en dividir a la población judía en cinco categorías, atribuyendo a cada una de ellas diversas ventajas, como se hiciera en Prusia, buscando así la ruptura de la solidaridad interna: comerciantes, granjeros, artesanos, ciudadanos permanentes (esto es propietarios, rentistas o religiosos) e inútiles a los que se consideraba como verdaderos parásitos. Entre estos últimos la cuota de reclutamiento era triple de la de los primeros. Volvía a prohibirse a los judíos residir en las aldeas. Moses Montefiore, que contaba con el respaldo del gobierno británico, hizo en 1846 un viaje a Rusia para conseguir que estas medidas se detuviesen, pero no tuvo éxito. Los rusos podían alegar que todo lo que estaban tratando de imponer a los judíos en su país era, exactamente, lo que en Occidente ellos mismos reclamaran como un proceso de emancipación.
Fue de este modo como la Ilustración tuvo, en Europa del Este, un significado muy distinto del de Occidente. Para los judíos tradicionales que incluso en su imagen exterior resultaban extraños para los ciudadanos europeos, se atentaba contra su identidad. Después de la guerra de Crimea (1853-1856) se decidió revisar todas estas medidas que no habían tenido éxito, dándoles, en todo caso, un sentido más aperturista. Coincidía esta política con el reinado de un nuevo Zar, Alejandro II (1855-1881), que intentaba reformas liberales para su monarquía.
Se suprimieron las reclutas de niños de 12 años, buscando una cierta equiparación con las obligaciones de los cristianos. Aunque la Corte consiguió detener una propuesta del ministro del Interior que les otorgaba libertad de residencia, se admitió que los titulados universitarios pudiesen acceder a cargos públicos (1856), y en 1862 se autorizó el ejercicio de la medicina y de la farmacia a quienes tuviesen las certificaciones correspondientes, aunque las hubiesen obtenido en universidades distintas de la del Estado.
La primera etapa del reinado de Alejandro II estuvo señalada por una tendencia hacia soluciones correctas, aunque lentas, porque era preciso vencer resistencias. En 1865, los comerciantes de la primera clase fueron autorizados a residir donde quisieran; la autorización se extendió luego a los artesanos y, en 1867, a los soldados. En el Gran Ducado de Polonia, que estaba dotado de administración propia, los judíos estaban autorizados a poseer bienes raíces. Todas estas medidas favorecían a una minoría de ricos pero no resolvían el problema, porque la mayoría de los judíos orientales tenían como seña de identidad la pobreza.
La revuelta polaca de 1863 y el atentado contra el Zar en 1865, cambiaron el rumbo de la política liberal, devolviendo Rusia a una autocracia bastante rigurosa. Se acentuó el antisemitismo en que coincidían los ortodoxos demasiado rigurosos, los nacionalistas y los paneslavistas. El rápido crecimiento de la población había hecho aumentar el número de los judíos desprovistos de medios de vida, buhoneros o vagabundos, cuya presencia servía para aumentar el temor y la desconfianza. Todos los partidarios de un Estado ruso fuerte defendían la necesidad de eslavizar a la población en lugar de dar estímulo a las minorías nacionales que podían provocar rebeliones. Volvieron a difundirse noticias acerca de crímenes de sangre atribuidos a judíos. Un converso, Jacob Brafman, publicó en 1866 el Libro del Kahal —que era en realidad el libro de actas de los dirigentes de la comunidad de Minsk— con una introducción destinada a demostrar que los judíos, un Estado dentro del Estado, conspiraban para destruir en el mundo el Cristianismo y subyugar a Rusia. De esta obra se hizo una edición oficial que fue repartida a todos los funcionarios. Como primera medida se dispuso la clausura de todas las escuelas judías, obligándose a los alumnos a concurrir a las escuelas públicas. Aparecieron en la prensa artículos vehementes, que incitaban a la violencia contra los judíos. Cuando, en la Pascua de 1871, estalló el primer motín contra los judíos en Odesa, que pronto se reprodujo en otros lugares, el Gobierno entendió que todo esto formaba parte del complot denunciado por Brafman.
En los principados del Danubio, la revolución de 1848 planteó del mismo modo la cuestión de la igualdad de derechos. Aunque reino independiente, Rumanía se hallaba bajo la influencia rusa; las querellas en torno a la cuestión judía se hicieron graves desde el primer momento: los independentistas, con tendencia liberal y deseosos de encontrar adhesiones, defendían la concesión de plenos derechos a los judíos, pero los grandes terratenientes, que formaban el sector dominante, se opusieron. Cuando la Asamblea legislativa comenzó a tratar este asunto, se produjeron motines en la calle —organizados, indudablemente—. En 1867, siguiendo la misma línea que el nuevo Gobierno ruso, Bratianu comenzó una política discriminatoria, expulsando de las aldeas a los judíos y obligando a los más pobres a exiliarse, afirmando que ellos eran los que habían introducido la epidemia de cólera en el país. Rechazados en Hungría y Bulgaria, algunos de los expulsados se ahogaron en el Danubio. Fue un gran escándalo que condujo a la dimisión de Bratianu, sin que ello significara el término de los motines. Adolphe Cremieux y Moses Montefiore viajaron entonces a Rumanía, en 1866, y obtuvieron la promesa del Gobierno de que la persecución sería detenida. En la práctica nada se hizo. En 1872 y 1873 estallaron pogroms en Rumanía que no eran sino reproducción de los que estaban produciéndose en Rusia. Algunas potencias, como Estados Unidos y Turquía, que parecían ajenas a estas cuestiones, intervinieron por vía diplomática. El Sultán, que necesitaba del respaldo de la comunidad sefardí, amenazó con enviar tropas si las persecuciones no cesaban inmediatamente.
Fue entonces cuando los dirigentes judíos decidieron llevar el asunto de los derechos judíos ante el Congreso de Berlín de 1878, en donde, por iniciativa de Bismarck, iba a plantearse la ordenación política de los Balkanes. El canciller alemán prestó todo su apoyo a una propuesta que hacía depender la estabilidad y apoyo a los tres Estados segregados del Imperio turco —Serbia, Rumanía y Bulgaria— de que se estableciese la igualdad de derechos para todos los habitantes. Esta resolución fue globalmente aceptada. El delegado de Rusia en aquella Asamblea hizo observar entonces a los occidentales que estaban incurriendo en el error de creer que los ju díos de aquellos países orientales eran iguales a los de Francia e Inglaterra, pues estos últimos querían la integración plena, que los suyos precisamente rechazaban. Serbia y Bulgaria aceptaron la resolución del Congreso; Rumanía la rechazó.