1. Leo Pinsker, partiendo de la experiencia de los pogroms rusos, y Teodoro Herzl, reflexionando sobre el caso Dreyfus, habían llegado a la misma conclusión: la supervivencia de Israel en libertad dependía de que fuera posible el retorno a la Tierra. Pero esta idea tenía un subconsciente religioso mesiánico, al que tampoco se mostraba ajena una parte de la tradición cristiana. Algunas veces, como ya indicamos, se hablaba de un espacio, un suelo, sin insistir demasiado en la identificación del mismo, pero siempre acababa imponiéndose el criterio de que se trataba de un retorno (aliyá) que significaba, también, una especie de recuperación espiritual. Herzl trató de atraer al papa San Pío X a una posición de defensa del sionismo, pero experimentó una negativa: el Secretario de Estado, Merry del Val, le aclaró que siendo «la Historia de Israel la nuestra propia y nuestro fundamento» su restauración se ligaba en el pensamiento católico, a la conversión, y el sionismo era un movimiento que se alejaba de los estrictos valores religiosos. Los sionistas respondieron adoptando una actitud radicalmente crítica hacia el Pontificado.
Fracasados algunos proyectos como el de Uganda, se pasó a la idea del Hogar judío, que no necesitaba plantear de momento la cuestión de la independencia. Bastaba el permiso del Sultán para establecer colonias. Al comenzar la Gran Guerra se planteó al sionismo un problema muy serio: su centro principal se hallaba en Alemania y había recibido promesas de ayuda del káiser Guillermo II; muchos judíos se sentían alemanes y combatieron a su favor en aquella contienda. Pero también Inglaterra y Estados Unidos contaban con la colaboración de las comunidades judías. Muchas cosas cambiaron como consecuencia de esta profunda convulsión. Las esperanzas que se alentaran al conocerse la alianza de Francia e Inglaterra con el zar, se disiparon: continuaban los pogroms y persecuciones. Por su parte los judíos se incorporaron a la revolución. Las oficinas centrales del sionismo decidieron entonces trasladarse a Copenhague, país neutral.
Dentro del sionismo variaban las opiniones. Había dirigentes, como Wladimir Jabotinsky, que pensaban que el único medio para que naciese el Hogar Judío estaba en propiciar la derrota de Turquía, de la que procedería su desintegración. Otros sostenían exactamente lo contrario; únicamente las presiones ejercidas desde Alemania podían obligar al gobierno turco a ceder. Poco a poco se fue imponiendo entre los judíos la idea de que les convenía la victoria británica. En 1915 la sección británica del movimiento sionista, dirigida por Weizmann, se dirigió al Gobierno inglés solicitando oficialmente que protegiese los intereses de los judíos que ya estaban establecidos en Palestina. En aquel momento la guerra en el Cercano Oriente no había alcanzado las dimensiones que llegaría a tener después. Pero el desarrollo de las hostilidades acabó provocando una toma de decisión.
En octubre de 1916 dos delegados, llegados a Londres desde Copenhague, presentaron un memorándum que significaba prácticamente la entrada en guerra de los judíos sionistas al lado de los aliados. Se aceptaba en principio que, al término de la guerra y como consecuencia de la derrota turca, Palestina quedaría sujeta al fideicomiso británico, el cual, a su vez, garantizaría el proceso de inmigración de los judíos, eliminando los obstáculos que se oponían al proceso de colonización. Venciendo la resistencia de otros dirigentes, Jabotinsky, Joseph Trumpeldor y Pinjas Rutenberg decidieron crear la Legión judía que se alineó con los ejércitos británicos. Era la primera vez que aparecía, al cabo de siglos, un esbozo de unidad militar judía. Reticentes al principio —comprendían las consecuencias que podían derivarse— los ingleses acabaron admitiendo que unidades predominantemente compuestas por judíos, tomaran parte en la campaña de Palestina de 1917. El sionismo, desde este momento, se declaraba enemigo de Alemania. Una conducta que muchos, después, no olvidarían.
Los ministros del Káiser pensaron replicar a esta decisión mediante un anuncio público de que apoyarían la creación del Hogar judío, pero pronto se convencieron de que era demasiado tarde. Tutenberg, David ben Gurion e Isaac ben Zwi habían logrado reclutar en América 4.000 voluntarios que pasaron a formar el 39 batallón de fusileros reales. Esto no significaba, sin embargo que Israel fuera una nación en guerra, beligerante. Los dirigentes del sionismo trataron de presentarse como representantes de ella, obteniendo compromisos y condiciones para el momento en que se produjera la victoria. Sokolov hizo al Gobierno francés una demanda concreta en favor del Estado de Israel. Pero, como indicamos ya en otro lugar, fue James Balfour, Secretario británico del Foreign Office, quien entregó el 2 de noviembre de 1917 a lord Rothschild una carta destinada a la Federación sionista en Inglaterra, en la que textualmente se decía que el Reino Unido «observaba favorablemente el establecimiento en Palestina de un Hogar nacional para el pueblo judío y emplearía sus mayores esfuerzos para facilitar la obtención de ese objetivo».
La Declaración Balfour tenía otra consecuencia de singular relieve, ya que el movimiento sionista iba a ser reconocido como único interlocutor válido del Gobierno británico en lo que se refería a las cuestiones de establecimiento del Hogar. Judaísmo y sionismo se identificaban, como si todos los aspectos religiosos o de persistencia de las comunidades existentes debieran quedar al margen. Y el segundo ligó su suerte a la de los aliados, con la esperanza de conseguir, como estaban haciendo otros pueblos, que una victoria de éstos permitiese, al fin, el reasentamiento del Pueblo en aquella Tierra que estaba ligada a sus propias raíces y penetrada de su conciencia histórica. En la práctica los resultados serían un poco inferiores.
2. La Sociedad de Naciones consecuencia de los tratados de Versalles, otorgó a los británicos el fideicomiso sobre Palestina. De este modo el mando militar británico permaneció en el país. Durante la guerra, los altos jefes militares habían adquirido compromisos con los árabes a quienes ofrecieran un restablecimiento de su nación y de las estructuras políticas de largo tiempo atrás. Y en cambio, en los inmigrantes judíos que procedían de los países del Este, contemplaban únicamente bolcheviques. De modo que la política que se adoptó fue la de mantener un equilibrio cuantitativo entre judíos y árabes, conservando y aplicando las leyes turcas que prohibían el asentamiento y compra de tierras sin los permisos pertinentes. Así pues los resultados de la guerra en que directamente participaran fueron, desde el punto de vista judío, moderados. La inmigración hebrea, que tendía a intensificarse, causaba una gran preocupación entre los árabes: no era lo mismo tolerar un número limitado de judíos que enfrentarse con una población que les pudiera superar en número a un plazo previsible.
En el verano de 1918 la comisión Sionista que mantenía los contactos con el Gobierno británico, llegó a Palestina, encontrándose con un ambiente poco cordial. Era lógico que las autoridades del Mandato buscaran la consolidación de éste, y tenían la impresión de que los judíos querían precipitar las cosas. Estos últimos consiguieron dos cosas: las granjas colectivas pasarían de 11 a 29, lo que significaba un notable incremento de población, y se establecieron los fundamentos de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Los sionistas presentaron una reclamación ante el Foreign Office, quejándose de las trabas de los militares que, a su juicio, contravenían los compromisos adquiridos durante la guerra, y lograron que se ampliaran las competencias de la Comisión, que se convirtió en organismo estable. Presidían Menahem Ussiskin y Arthur Ruppin. Las granjas carecían teóricamente de medios de defensa; en la práctica comenzaron a prepararse porque temían ser objeto de agresión.
En el momento de la creación del Mandato existía una yisub, esto es, comunidad judía con ciertas facultades para su administración. Era el punto de arranque para la legitimidad de una comunidad política. De modo que en 1918 decidió elegir un «Comité provisional» que hizo función de Gobierno en la sombra, asumiendo de este modo las relaciones con las autoridades fideicomisarias. Desde el primer momento fijó dos objetivos: impulsar la inmigración de judíos, promoviéndolos a la libertad, y aumentar el número de colonias agrícolas que les proporcionasen medios de vida. Se acordó, también, que los emigrantes pudieran conservar las diferencias que separaban a los residentes en diversos países, guiándose por sus costumbres y conservando sus peculiares rasgos culturales y sus instituciones para el bienestar social. No dudaban en cuanto a la meta final: Israel sería con el tiempo un Estado independiente, cuya bandera tendría los colores blanco y azul, y estaría dotada de un Ejército propio para defensa del territorio. De momento el Ejército resultaba imposible de crear.
Desde 1918 el sefardismo, hasta entonces dominante, comenzó a ser suplantado por el askenazismo. El carácter esencialmente religioso de la yisub también cedió terreno ante el crecimiento del judaísmo que se calificaba de laico. La onda de emigrantes a partir de 1919 fue tan numerosa que se consideró como «tercera aliyá». En ella figuraban los dos principales dirigentes de Poalé Sion, David ben Gurion e Isaac ben Zwi, que venían con el proyecto de crear un gran partido socialista, y único por el momento, al que se puso el significativo nombre de Ajdut Haabodá (Unidad Obrera) porque pretendía agrupar en una sola fuerza a los colonos agrícolas, los antiguos miembros de Poalé Sion y también a los que habían nacido en el propio país, los futuros sabras. Ajdut, movimiento de masas, tenía como todos sus coetáneos, voluntad de convertirse en Partido único; prácticamente lo fue durante bastantes años, ya que agrupaba al 80% de los trabajadores y no había fuera de él ninguna otra fuerza política.
Hasta 1922 el Mandato británico, provisional, era apenas un régimen de ocupación y administración militar. Ni siquiera se habían delimitado las fronteras. Por eso los dirigentes de la Federación Sionista abrigaron el propósito y la esperanza de consolidar Israel, sobre el vacío que dejaba la caída del Imperio turco. Pero no se trataba del organismo anterior al año 70, sino de algo nuevo en sociedad, cultura, economía, acomodado a los principios del socialismo. Los árabes comenzaron a preocuparse ante estos propósitos que significaban la reserva de una parte decisiva del suelo palestino a los judíos, en lugar de reconocérseles el derecho de herencia sobre los antiguos dominios otomanos. Por eso cuando las tropas francesas abandonaron la alta Galilea, retirándose al Líbano y Siria, tres de las colonias, K’far Guiladí, Tel Jai y Jamrá, fueron atacadas por los árabes, que aun no empleaban el nombre de palestinos. En el ataque a Tel Jai murió Joseph Trumpeldor (1 de marzo de 1920). Los británicos tuvieron que acudir para restablecer el orden, dando a los hebreos la sensación de que las colonias sólo podían subsistir bajo la protección de los soldados ingleses.
3. La Declaración Balfour fue interpretada por Weizman y también por los grandes políticos británicos del momento como Churchill, Smuts —que había tenido a sus órdenes la brigada judía— y Chamberlain como el primer paso en un programa que tenía por objeto incrementar la población judía en Palestina hasta que llegara el momento en que pudiera establecerse una República independiente de Israel. El 27 de febrero de 1919 los tres grandes dirigentes del Sionismo, Weizman, Sokolov y Ussishkin, comparecieron ante el Consejo Supremo Aliado para presentar sus demandas concretas, en su calidad de combatientes: a) libertad para trasladarse a Palestina y fundar nuevas colonias; b) reconocimiento desde aquel instante de plenos derechos civiles y políticos a los judíos allí residentes, y c) otorgar a la Agencia Judía las funciones de representante de toda la Comunidad, operando en consecuencia como una verdadera cabeza.
En este preciso momento el representante de la Alianza Israelita universal, presentó las precauciones que a muchos miembros de esta asociación embargaban: eran muchos los judíos que no que rían abandonar los países en los que residían, ni que se introdujera confusión alguna en cuanto a sus derechos nacionales en ellos. Era evidente que el Estado de Israel en Palestina no estaría en condiciones de albergar a todos los judíos que había en el mundo y que para los que vivían plenamente incorporados a las naciones que les acogieran, podía plantearse la cuestión muy delicada de la doble lealtad, pues, ¿se puede servir a dos banderas, la de las barras y estrellas y la de las franjas azules y blancas sin que aparezca un conflicto? Weizman declaró que de momento esta cuestión ni siquiera se planteaba: lo único que la Federación Sionista demandaba, en la mesa de las negociaciones, era el reconocimiento de un gobierno autónomo para el hogar judío y que las licencias de emigración alcanzasen los 70 u 80.000 judíos al año, los cuales recibirían allí una educación enteramente hebrea y una integración en estructuras que fuesen únicamente suyas.
Al avanzar las negociaciones de paz se vio claramente que el Oriente Próximo iba a ser dividido desigualmente entre dos potencias: Francia tendría Siria y Líbano —justificando este segundo caso con la necesidad de proteger a la abundante población cristiana— y el Reino Unido, con fórmulas diversas, controlaría todo lo demás, desde la frontera turca hasta la de Indochina. De este vasto dominio formaría parte el fideicomiso sobre Palestina. Algunos miembros del yisub elevaron sus voces de protesta: todo iba a resolverse en la creación de una nueva colonia británica, «ni judía, ni nacional, ni hogar». No les faltaba razón porque lo que en 1919 se estaba planteando era una demora en la creación del prometido Hogar nacional. Cierto es que, en aquellos momentos, la población judía representaba apenas el 10% del total de la existente en Palestina, insuficiente para establecer un Estado. Se necesitaba un plazo para que llegaran nuevos emigrantes y creciera significativamente el número de los nacidos en el propio país.
Estaba también el problema árabe. Durante la guerra el Reino Unido había aprovechado el descontento árabe hacia Turquía para mover en su favor la resistencia. El compromiso era el establecimiento de una gran nación que abarcase a todos. A veces se ha introducido confusión en el problema al identificar árabe con musulmán. Al final de la guerra surgieron diferencias y disociaciones en esta nación, utilizadas a veces por los británicos para hacer más necesaria su presencia. Faysal, el hachemita, instalado en Damasco y titulándose rey, intentó una maniobra en Londres entrevistándose con Weizman. Si Inglaterra estaba dispuesta a cumplir absolutamente su compromiso con la nación árabe, ésta no veía inconveniente en que se asignara a Israel una parcela de suelo palestino: a fin de cuentas Isaac e Ismael eran hijos del mismo padre, Abraham. Ambos firmaron un acuerdo el 3 de enero de 1919, vacío desde el primer momento porque la política británica y francesa había experimentado un giro radical. Faysal no tardaría en ser arrojado de Damasco viéndose reducido a Irak.
Los árabes que habitaban en la zona se mostraron irritados por el acuerdo a que había llegado Faysal. El 2 de julio de 1919 un Congreso nacional celebrado en Siria rechazó la idea de que pudiera crearse un Estado judío, elaborando los argumentos que han llegado hasta nosotros: aquella tierra era propiedad de los árabes y les estaba siendo arrebatada contra todo derecho; Jerusalén era una ciudad santa del Islam y sólo él, verdadera y definitiva revelación, podía poseerla. Como una consecuencia de esta toma de posición se produjeron ya violentas agresiones contra establecimientos judíos en los años siguientes. El mandato británico, aprobado por la Sociedad de Naciones el 24 de julio de 1922, imponía al Reino Unido dos obligaciones que desde el primer momento se hallaban en conflicto: crear el Hogar judío —término ambiguo, ciertamente, pues podía entenderse como refugio o autonomía— y al mismo tiempo proteger los derechos de los otros habitantes de Palestina. No se contemplaba la solución radical de crear dos territorios con moradores judíos y árabes separados, sin duda porque, entre otras cosas, Gran Bretaña deseaba consolidar de algún modo su permanencia en la zona. Inmediatamente los árabes comenzaron a organizar grupos de resistencia, aprovechando la experiencia de Galilea. El primer asalto a tiendas judías en Jerusalén se registró en abril de 1920.
Lloyd George pidió a sir Herbert Samuel, de ascendencia judía y miembro importante del Partido Liberal, que aceptara el nombramiento de Comisario en Jerusalén, tranquilizando de este modo a los judíos. Weizman, mientras tanto, había conseguido silenciar las otras corrientes de opinión, dando así al sionismo plena responsabilidad y protagonismo. Quedó fijada la tesis: al mandato británico que era, por su misma naturaleza, provisional, debería suceder un Estado nacional judío e independiente, con sistema democrático, para lo que era preciso incrementar sustancialmente su población. Samuel, tratando de mantener el equilibrio y salvaguardar la paz, convocó un Consejo General Musulmán a fin de que cumpliese, en relación con la población árabe, las mismas funciones que estaba desempeñando la Agencia Nacional judía. Esfuerzo baldío: los árabes se sentían legítimos dueños de la tierra y recordaban las promesas que durante la guerra se les hicieran. Algunos oficiales británicos les mostraban abierta simpatía.
A su llegada a Jerusalén, Herbert Samuel encontró un ambiente borrascoso: trece judíos habían muerto en el asalto a establecimientos de Yafo, en mayo de 1921, y en pocos días el número de víctimas se elevó a 43. Los judíos habían solicitado a la comandancia militar la autorización para crear una milicia capaz de defender sus establecimientos, y se les había negado. Pétaj Tikvá sufrió un asalto y entonces los colonos, en secreto, comenzaron a comprar armas. De modo que dos movimientos opuestos y armados se hallaban frente a frente. Samuel detuvo momentáneamente la inmigración, esperando los resultados de una investigación. El resultado de la misma fue que los árabes eran indudablemente agresores, al tomar la iniciativa del recurso a las armas, pero que el sionismo, con su propaganda de que se emplease sólo mano de obra judía, también estaba contribuyendo a la inquietud.
4. Volviendo a 1919 y a las exigencias del Congreso nacional árabe, el enfrentamiento, que se traducía en violencia, aparecía como una verdadera cuestión doctrinal. Los árabes afirmaban que, concluido el dominio turco y recobrada de este modo la libertad, a ellos correspondía el ejercicio del poder político en la que era su tierra. Eder, vicepresidente de la Comisión sionista, opuso este otro razonamiento. En virtud de la Declaración Balfour, los aliados vencedores estaban obligados a convertir Palestina en un Hogar nacional judío, lo que significaba fase previa para un Estado; no cabía, por tanto, que en el mismo suelo se constituyeran dos Hogares al mismo tiempo; en consecuencia, a las autoridades judías debía reconocérseles el derecho a tener milicias armadas para el mantenimiento del orden y a los árabes, destinados a ser únicamente súbditos en aquel Estado, no. El Gobierno británico y sir Herbert Samuel, rechazaron esta demanda. El apoyo árabe comenzaba a ser muy importante en el esquema internacional y no era posible prescindir de él: de modo que los derechos de los «palestinos» —es en este momento cuando se empieza a utilizar este nombre, como si los judíos nacidos allí no lo fuesen— tendrían que ser salvaguardados.
Duraban los debates en la Sociedad de las Naciones cuando un nuevo e importante personaje apareció en escena: Amin el-Husseini fue nombrado gran Mufti de Jerusalén. Desde su posición de intérprete de la ley religiosa (Shariya) podía, por medio de fatwas, dirigir la conciencia y la conducta política de sus súbditos palestinos. En los treinta años siguientes sería el inspirador del movimiento de resistencia. En marzo de 1921 sir Winston Churchill viajó a Palestina tratando de estudiar sobre el terreno la situación. Fue entonces cuando convenció al emir Abdullah para que se proclamase dueño de Transjordania, fijando en el Jordán los límites con Palestina y manteniéndose bajo el rígido protectorado británico. Oficiales ingleses se encargarían de instruir el más sólido ejército de la región, garantía de su mandato, llamado Legión árabe. De este modo se lograba una clarificación territorial: Palestina era el andén litoral desde el río y los dos mares interiores, Tiberíades y Muerto, hasta la costa del Mediterráneo. Los límites con el mandato francés en Siria/Líbano estaban ya establecidos.
Como resultado de esta visita el famoso político redactó un Libro Blanco que fue publicado en 1922, en el cual proponía una solución: establecer, mediante elecciones, un Gobierno autónomo en Palestina. En aquellas circunstancias dicha propuesta significaba el establecimiento de un dominio árabe absoluto, y de la religión musulmana, ya que los judíos eran una exigua minoría y los cristianos una representación casi insignificante. Claro es que el Libro contemplaba el fenómeno de la inmigración, aconsejando regularla a fin de acomodarse a las posibilidades económicas del país. A pesar de todo, los palestinos rechazaron el proyecto. El mandato británico hubo de iniciarse sin perspectivas de cambio inmediato.
Los árabes musulmanes temían especialmente dos cosas: iban llegando nuevos inmigrantes al país, de modo que la relación entre ambas poblaciones llegaría a cambiar en plazo relativamente próximo. En efecto, en 1930 el censo judío registraba ya los 160.000 individuos y no había señales de que fuese a disminuir el ritmo de crecimiento; las diferencias económicas entre las dos sociedades eran muy acusadas, ya que las granjas productivas, las empresas eléctricas, las fábricas y las explotaciones de potasa, todo era judío. Cambiaban rápidamente muchos aspectos: había ahora 110 establecimientos agrícolas y 2.500 empresas industriales de muy diverso tipo. Teniendo en cuenta los judíos que abandonaban el territorio en busca de otras perspectivas, se registraba un incremento de alrededor de 8.000 personas por año. Las condiciones de vida, como consecuencia del crecimiento y del escasísimo desarrollo del entorno, eran durísimas. Muchos de los que venían e incluso entre los que nacieran allí, se desanimaban, de modo que en 1927 y 1928 se registró una disminución y no un aumento de la población judía. Desde este punto de vista muchos pensaban que era un error, por parte de los palestinos, no aceptar el programa de Churchill, pues una autoridad predominantemente árabe podía consolidar tal superioridad. Tampoco avanzaban los programas de colectivización. En aquellos momentos había ya 28 kibutz y 24 mosab; de modo que el régimen de kibutzim, contra lo que en Occidente se pensaba, nunca fue dominante.
La más importante de las operaciones judías en este tiempo, fue la compra del valle de Jezrael, tan asociado a episodios de la antigua Historia de Israel. Se trataba de un espacio de más de 500 kilómetros cuadrados, infestado por la malaria y, en consecuencia, improductivo. El Fondo Nacional judío, al margen del Comité ejecutivo sionista, aportó los fondos necesarios. En pocos años se transformó, dando origen a la zona agrícola más productiva de todo el país. Las autoridades británicas ofrecieron entonces a los árabes el valle de Beisán, a fin de atraer población de fuera de Palestina que compensara el crecimiento de población judía. Llegaría a convertirse en política del Mandato esa conservación del equilibrio.
5. El Comité creado en 1918 había previsto el reconocimiento de comunidades locales (quebilá ibrit) de carácter laico, sustitutorias de las antiguas religiosas, las cuales elegirían sus representantes para constituir la Asamblea (Asefat hanibajrin) que asumiría el principio de autoridad sobre todos los miembros del yisub. Comenzó a emplearse ya entonces el término hebreo Kneset Israel para definir a la Asamblea. De ella emergía un Comité ejecutivo, Vaad laumí que ejercía funciones comparables a las de cualquier gobierno. Sus competencias estaban más limitadas que en los países de Occidente dado el carácter religioso del Pueblo; por ejemplo, todo lo referido al matrimonio, familia y vida, seguían siendo competencias del rabinato. Desde 1921 se reconoce en Israel la autoridad de dos grandes rabinos, el askenazi (Abraham Isaac Kook) y el sefardí (Yaacub Meir). Es una cuestión difícil de entender por personas que no conozcan suficientemente la estructura judía.
El Agudat Israel no fue incluido en la Kneset porque tenía autorización para organizarse por su cuenta. De este modo comenzaron a florecer los sindicatos, formando unidad. Fue en ellos en donde nació la idea de crear, al margen de cualquier permiso británico, una fuerza defensiva llamada Haganá; los creadores de la misma decidieron que no fuese una milicia del Partido, como estaban naciendo en los sistemas totalitarios, sino un precedente del futuro Ejército nacional, aunque la Organización sindical, Histadrut, la controlase. De modo que los jefes de Haganá eran responsables de sus acciones ante el Secretario General de la Histadrut que, en aquellos momentos, era David ben Gurion. Había notables diferencias en relación con lo que estaba sucediendo con el sindicalismo europeo, cada vez más dependiente de los partidos políticos. En Israel crecía como una fuerza con características propias.
La Histadrut, creada en 1920, es Central sindical única, en la que se integran todos los obreros israelitas. Pese a esta unidad orgánica, considerada allí ventajosa, no se han formulado contra ella críticas internacionales como sucedería con la Organización Sindical española entre 1939 y 1975, porque pudo contar siempre con el respaldo del Mapai que en 1930 se crearía integrando todos los partidos y grupos de izquierda. Dueña de grandes empresas, por ejemplo las centrales eléctricas, la Histadrut dispone de reservas económicas propias mediante las cuales puede sostener y dirigir entidades educativas, culturales y financieras. Pero no se limita a la enseñanza profesional; también en hebreo se imparte una educación congruente con el ser religioso judío. No obstante, al proclamar rigurosamente su laicismo, despertaba y despierta aún fuerte oposición en los partidos y movimientos religiosos. A partir de los años 20 comenzaron a llegar desde Europa grupos ortodoxos, para quienes el contacto con el suelo de Israel —un sentimiento que comunicaban a otros agnósticos— era una experiencia de reencuentro con la Alianza. K’far Hasidim lleva este nombre porque sus creadores habían sido cien familias hasídicas. Al lado de los kibutz que alardeaban todavía de agnosticismo radical, empezaron a crearse otros de confesión religiosa. Los mosab, creciendo en número, abrían posibilidades a los judíos que seguían fieles a su religión.
La Histadrut, fiel a su cometido de Organización Sindical, tenía a su cargo la construcción de viviendas para los obreros y emigrantes, proporcionar asistencia sanitaria y mantener lo que llamamos ahora seguridad social. Constituye ahora, pasados ochenta años, uno de los elementos esenciales de la vida israelita, precisamente porque elimina discordias y emulaciones entre sindicatos de diversas tendencias, adelantándose a la política de muchos Estados en relación con el bienestar. Pero la línea de acción que el Vaad laumí seguía, despertaba oposición bastante fuerte en el Sionismo internacional.
En el Congreso de Karslbad, algunos importantes dirigentes criticaron tanto al Movimiento como a las organizaciones que en este momento operaban en Israel, acusándolos de ser demasiado condescendientes con la administración inglesa. Weizman y Jabotinsky se enzarzaron en áspera discusión; el primero defendía la política cautelosa porque todavía debían considerarse inmaduras muchas de las obras creadas en Palestina, mientras que el segundo reclamaba el paso a una acción brusca, proclamando el Estado de Israel cuya primer providencia sería nacionalizar la tierra a fin de distribuirla únicamente entre los judíos. En el Congreso de Basilea del año 1927 pudieron presentarse informes comprobados de que toda la obra realizada hasta entonces estaba en crisis, y ello afectaba al prestigio y credibilidad del Sionismo: la cuarta aliyá, procedente sobre todo de Polonia, no había podido ser absorbida; muchos obreros estaban sin trabajo, quebraban algunos negocios por falta de clientela y entre los judíos se extendía el desaliento, contagiando a aquellos que emigraban desde Israel buscando medios de vida. Aunque Weizman seguía ostentando la presidencia, las quejas y el malestar iban creciendo.
Los nacionalistas árabes habían comenzado a difundir panfletos antijudíos en los que se incluían muchas de las calumnias y difamaciones que en tiempos pasados tanta animosidad despertaran: ahora decían que los judíos habían asesinado a Cristo y envenenado a Mahoma; eran, por tanto, el Pueblo deicida, digno de castigo. Se extendió un espíritu de violencia que aumentaría en los años siguientes, conforme llegaban noticias de que en Europa despertaba el antisemitismo con su mayor rigor. A finales de 1929 se produjeron nuevos motines en Jerusalén, Yafo y otros lugares; en Safed fueron asesinadas 18 personas. Las autoridades del Mandato decidieron que se abriera una investigación. El resultado fue que aunque los autores materiales de los desórdenes eran los árabes, podía considerarse que la política sionista despertaba en ellos el temor de que iban a ser despojados de la tierra, de modo que, si se pretendía ser coherentes con el mandato de la Sociedad de Naciones, era imprescindible adoptar una política que impidiera el crecimiento de una de las dos naciones a costa de la otra, obligándolas a vivir en paz. En definitiva se trataba de sujetar la inmigración árabe e israelí a tales condiciones que se alejase el peligro de que los primeros llegasen a ser dominados por los segundos.
Esta vez el esquema británico fue aceptado por los árabes y rechazado tanto por la Asamblea del yisub como por la Sociedad de Naciones, pues significaba el aplazamiento, sine die, de la consolidación del Hogar judío, que necesitaba imprescindiblemente ciertas dimensiones para generar un Estado. Pero las autoridades inglesas, cada vez más preocupadas por la evolución de los asuntos en el orden mundial, decidieron llevarlo a la práctica: si la población árabe no encontraba trabajo, había que impedir la inmigración de obreros judíos que vinieran a arrebatárselo. El Libro Blanco del Secretario de Colonias, lord Passfield, y el informe Hope-Simpson fueron determinantes para esta política que consistía en tomar las medidas necesarias para impedir que los judíos pudieran superar en número a los habitantes del país. Es la causa de que en el momento en que comenzaban las persecuciones nazis, las puertas de Palestina permaneciesen cerradas a los fugitivos que trataban de encontrar alguna tabla de salvación. Weizman y muchos dirigentes sionistas dimitieron, y las protestas de las organizaciones sionistas obligaron al primer ministro británico a publicar una carta en la que negaba que fuera a prohibirse la emigración de los judíos.
Todas estas circunstancias provocaron un descontento general en las filas del sionismo: Weizman ya no fue reelegido para la presidencia, que ocupó Nahum Sokolow. El Mapai tomaba ahora una dirección casi absoluta en la Ejecutiva del Movimiento, impulsando un giro a la izquierda cada vez más radical. El comienzo de las persecuciones en Alemania y su contagio a otros países, así como la negativa de muchos puertos a recibir a los judíos aceleró la emigración de éstos a Palestina, de modo que, en 1939, ya sumaban medio millón de almas, base suficiente para la creación del Estado. Los laboristas comenzaron un acelerado plan de desarrollo: se estableció un servicio económico que garantizaba la compra de las cosechas de las 233 granjas agrícolas existentes, aprovechando la coyuntura favorable que la guerra creaba en la demanda de los mercados. El laborismo coincidía, además, con un incremento de la propiedad privada: ahora había 68 kibutz y 71 mosab, de modo que el segundo modelo superaba al primero y las empresas cooperativas a uno y otro.
Crecía la tensión con los árabes, que se dejaban ganar por la propaganda del antisemitismo. Las amenazas de bloqueo hacia los establecimientos judíos fueron creciendo. Las autoridades judías tuvieron que organizar un sistema para el abastecimiento de granjas y poblados, ya que no era posible acudir a las aldeas y mercados de los árabes. Pese a todo el crecimiento de Israel, en los años 30, se hizo rapidísimo; muchos de los que llegaban huyendo de Europa traían consigo dinero que podían invertir en empresas industriales cuyos productos se vendían sin dificultad. Por ejemplo, la producción de potasa, que se cifraba en 9.000 toneladas en 1932, alcanzó la 63.500 en 1939 y aún tenía perspectivas de crecimiento. La producción de electricidad, en el mismo plazo, pasó de 3 a 25 millones de kilovatios/hora. Abrió sus puertas el Tecnicon de Haifa, primera Universidad Politécnica del país.
Se iniciaba el fraccionamiento político, que es una de las características fundamentales de la vida pública en Israel, sin que pueda hacerse un juicio definitivo acerca de las ventajas y perjuicios que esta situación presenta. En las elecciones de 1931, en que se trataba de cubrir los 71 puestos de que se componía la Asamblea, el Mapai obtuvo 31, los revisionistas 16, el Mizraji 5, repartiéndose los 19 restantes entre grupos muy pequeños. De este modo, el laborismo se convertía en fuerza principal, pero sin mayoría absoluta; nadie estaba en condiciones de moldear el país a su antojo y sólo eran posibles gobiernos de coalición que obligaban a tener en cuenta los intereses y puntos de vista de los sectores religiosos. Fue entonces cuando los revisionistas, unidos a otros grupos más nacionalistas, decidieron crear su propia fuerza militar para la defensa, porque entendían que la Haganá estaba excesivamente ligada al Histadrut y al socialismo; la llamaron Irgun Bet.
6. La consolidación de los establecimientos judíos —que desde 1931 habían reanudado su crecimiento— coincidió con la vasta propaganda europea que renovaba la idea de la existencia de un plan judío para alcanzar la dominación universal, fortaleciendo la animosidad árabe: el sionismo, combatido en otros muchos países, resultaba a sus ojos una clara demostración de los métodos que empleaban los israelíes para apoderarse de un territorio. Muchos intelectuales se sumaban ahora a un nacionalismo panárabe que iba aflorando y no tenía más remedio que ver en Inglaterra y Francia imperialismos que mermaban su libertad y corrompían sus creencias y costumbres. En Palestina estallaron nuevamente motines, que los agentes de las potencias del Eje trataban de estimular. El nuevo comisario británico, Arthur Wauchope, ya en 1935 propuso como un medio de aplacarlos, que se estableciese una Asamblea legislativa reducida en que apareciesen representadas las tres comunidades existentes en el país, 11 árabes, 7 judíos y 3 cristianos, sumándose a ellos 5 funcionarios gubernamentales para impedir que ninguno de los grupos pudiera imponer su voluntad. Los judíos rechazaron la propuesta porque juzgaban que se hallaba en abierta contradicción con el compromiso de los aliados de crear un Estado judío.
Surgía así la contradicción en el ámbito internacional: el sionismo reclamaba de las potencias democráticas, a las que consideraba sus aliadas, el cumplimiento de un compromiso que las circunstancias presentes —las leyes de Nürenberg son de setiembre de 1935— hacían más urgente: pero la tensión que la guerra de Abisinia y la de España anunciaban, obligaba a los anglosajones a estrechar sus lazos con los árabes. Los partidos nacionalistas en Siria y Egipto, que también reclamaban el cese del protectorado, manifestaron su absoluta solidaridad con la causa palestina e iniciaron sus contactos con las potencias del Eje recabando su apoyo. En abril de 1936 el Consejo Supremo Árabe propuso al Mandato británico una solución conminatoria: crear de inmediato un Estado Palestino democrático, en que los judíos fuesen ciudadanos como los demás, pero prohibiendo radicalmente la inmigración y la compra de tierras. La aplastante mayoría árabe garantizaba un parlamento en que la mayoría absoluta fuese inconmovible.
El temor a que los árabes se inclinaran en favor del Eje, impulsó al Gobierno británico a enviar una comisión, presidida por lord Peel, para —a la vista de la demanda del Consejo— elaborar una nueva política. Esta comisión entregó su informe el 7 de julio de 1937. Se había comprobado que la emigración judía había traído a Palestina grandes progresos económicos y sanitarios, los cuales explicaban, entre otras cosas, que se hubiera registrado un incremento de la población árabe al disminuir la mortandad y ofrecerse más trabajo. Inglaterra no podía desentenderse de sus obligaciones con los judíos, que estaban siendo sometidos a muy dura persecución, pero necesitaba conservar la amistad de los árabes a fin de impedir que éstos se echaran en los brazos de Hitler. Por eso recomendaba limitar la acogida de judíos a una cuota de 12.000 al año.
Por primera vez en este informe, aunque de manera tímida e imprecisa, se apuntaba una solución que destruía por la base la propuesta del Comité Supremo Árabe: se crearían dos Estados, uno judío y el otro árabe, con poblaciones distintas, y separados por una zona de seguridad que debía retener Inglaterra y en la que entraban Jerusalén, Betlehem, Lidda, Ramlah y Yafo. El informe había sido aprobado por el Gobierno británico que redujo todavía más el cupo de inmigración: sólo 8.000 personas por año. Los sionistas vieron en el informe Peel una puerta de escape para sus problemas, pues un Estado exclusivamente judío, aunque fuese pequeño, garantizaba su libertad. Cierto es que había, fuera de Palestina, voces de alarma. La partición solucionaba el caso de los que ya vivían en aquel territorio, pero ninguna ayuda podía prestar a los que se sentían amenazados por la muerte o algo peor. De modo que, aunque la mayor parte de los dirigentes del Mapai apoyó la partición, un sector del partido, dirigido por Berl Katznelson, la rechazó. La misma actitud adoptaron los otros grupos de la derecha nacionalista. Tampoco el rey Abdullah, aunque veía en la partición un procedimiento para ampliar su propio territorio, haciendo del Jordán eje para su reino, se atrevió a defenderla en voz alta.
El problema fue examinado en un Congreso árabe reunido en Bludan (Siria), en el mes de septiembre de 1937 y rechazado absolutamente. Amenazó a Inglaterra con buscar el apoyo de otros aliados en el caso de que Inglaterra siguiese insistiendo. En el Congreso sionista de Zurich, aunque la opinión mayoritaria sospechaba que el informe Peel era apenas una maniobra para que el Reino Unido pudiera prolongar su Mandato, autorizó a sus representantes a negociar sobre esta base. A fin de cuentas el objetivo esencial era conseguir que un Estado palestino llegara a existir.
Ahora el destino de Tierra Santa había dejado de ser una cuestión exclusivamente palestina, entre judíos y musulmanes habitantes en un mismo territorio, para convertirse en cuestión panárabe. Para el nacionalismo que guardaba el recuerdo de las promesas británicas durante la guerra, se estaba produciendo una invasión y un despojo de un espacio que, siendo suyo, formaba un elemento indispensable para su futuro. Estimulados por el éxito que en la primera fase estaban obteniendo las potencias del Eje, guerrilleros árabes organizados, comenzaron una guerra cuyo último objetivo era expulsar a ingleses y a judíos conjuntamente; asesinaban incluso a aquellos palestinos a los que consideraban colaboracionistas. El mando supremo británico decidió detener a los miembros del Comité enviándolos como prisioneros a las islas Seychelles. El Muftí consiguió escapar y llegó a Berlín, donde fue recibido por el Führer a quien prometió la ayuda de sus seguidores. Muchos de los dirigentes ingleses, en la primera fase de la guerra, pensaban que la protección al sionismo era entonces una política equivocada, proporcionando al Eje unos peligrosos aliados que podían destruir la retaguardia indispensable en el Oriente Próximo.
A pesar de todo se iba abriendo camino, poco a poco, la idea de que una partición del territorio sería, a fin de cuentas, una solución adecuada para el conflicto: dos naciones, dos Estados. En medio de un clima de violencia, que indicaba el preludio de una guerra, continuaba la llegada de nuevos contingentes israelitas: entre 1935 y 1939 se habían producido 55 nuevos asentamientos, algunos de los cuales, como Jomá-Migdal (Empalizada y Torre) eran ya verdaderas fortalezas. Las unidades árabes iban ganando en disciplina, preparación y eficacia, porque ahora estaban bajo el mando de oficiales expertos que les enseñaban. En medio de esta situación, la Haganá y el Irgun Sebai Leumí se separaron porque mantenían opiniones diametralmente opuestas. La primera quería colaborar con la policía y el ejército británicos en el mantenimiento del orden, organizando una unidad de 20.000 hombres distribuida en patrullas de vigilancia (garifim) a fin de defender los asentamientos, pero evitando una ruptura irreparable a la que podría conducir el ataque a establecimientos árabes. El Irgun quería responder a la violencia con la violencia, sin detenerse cuando los británicos trataran de amparar a los árabes.
Antes de que se rompieran las hostilidades entre Alemania y los aliados, las autoridades del Mandato decidieron que había que tomar medidas serias contra los grupos terroristas, de manera especial contra el Irgun, que se había lanzado a la violencia. El antiguo convento-fortaleza de los caballeros de San Juan en Akko (Acre) fue habilitado como prisión de máxima seguridad, procediéndose a ejecuciones de los terroristas más peligrosos que podían capturar. La Haganá aspiraba, mientras tanto, a convertirse en el núcleo en torno al cual se organizara el futuro ejército israelí.
En febrero/marzo de 1939 se celebró una conferencia en el palacio de St. James acerca de esta cuestión: como los árabes se negaron a sentarse en la misma mesa que sus enemigos, hubo que celebrar reuniones en salas separadas. La propuesta británica prescindía de la sugerencia final del informe Peel para volver a la idea de creación de un solo Estado palestino, abarcando a aquellos dos pueblos que ni siquiera eran capaces de sentarse en torno a una mesa. Dicho Estado, que tendría un período de rodaje de diez años, siempre bajo la estrecha vigilancia del Mandato británico, tendría que basarse en el principio de que sus súbditos tendrían el mismo número de miembros. Por eso durante los cinco primeros años los judíos podrían introducir 75.000 personas, lo que añadiría 375.000 almas a la población de esta nacionalidad ya existente. Alcanzada de este modo la paridad, los cupos de inmigración que se estableciesen tendrían que contar con el consentimiento de los árabes.
La propuesta contó con el repudio más completo que podía esperarse. No sólo los asistentes, también los Comunes y la Sociedad de Naciones declararon que se trataba de algo inviable. Un Estado mixto bajo tales condiciones, sólo podía ser semillero de discordias. El XXI Congreso Sionista —que se celebró en Ginebra en agosto de 1939, cuando faltaban apenas días para que las tropas alemanas invadiesen Polonia—, examinó la situación en Palestina. David ben Gurion, a quien preocupaba sobre todo la suerte del Estado de Israel, propuso entonces ir a un enfrentamiento con el Mandato británico que había llegado a convertirse en el principal obstáculo: los delegados replicaron entonces que si faltaba el apoyo británico nada podrían hacer contra la persecución en Alemania, cada día más dura. Al comenzar la Segunda Guerra los representantes del yisub declararon ante las autoridades de Palestina que estaban dispuestos para hacer la guerra contra Hitler.
7. No cabe duda de que el Holocausto, conocido tardíamente, ejerció una gran influencia sobre los que se hallaban implicados en el problema, moviéndolos a quemar etapas y precipitar las decisiones: resultaba imprescindible que los judíos pudieran contar con un Estado. No podía rehuirse la conciencia de que Hitler y sus colaboradores no habían inventado el antisemitismo, ni la exasperación de conceptos de raza y de nación; todo ello estaba en el ambiente y a los nacionalsocialistas sirvió para lograr la adhesión de muy amplios sectores de la sociedad alemana, trabajados por la propaganda y los planteamientos que se presentaban a su vez como científicos. Un Partido nacionalista alemán, que entre 1920 y 1924 dispuso de 96 escaños en la Dieta, ya empleaba, como punto esencial de su propaganda, la necesidad de liberar a Alemania de los judíos. La influencia de las obras de Oswald Spengler, Decadencia de Occidente y Años decisivos, traducidas además a muchos idiomas, se debe a que no se presentaban como panfletos sino como serias interpretaciones de la Historia.
Friedrich Deliitsch, experto en antigüedades asirias, explicaba que el judaísmo no era sino una desviación perversa de las viejas culturas babilónicas y calificaba a los israelitas como esencialmente inmorales y criminales. Hans Günther, Los orígenes raciales del pueblo germánico (1922) sostenía como verdad científica que la pureza de la raza era plataforma de superioridad, mientras que el mestizaje constituía empobrecimiento. Arthur Dinter, El pecado contra la sangre fue el inventor de esta frase que tanto servicio prestaría luego al Führer. El antisemitismo era, por tanto, algo que estaba en la calle: bastaba con recogerlo. Muchos cristianos no se percataron que, al atacar en su raíz la cultura, religión y pensamiento judíos, se les estaba atacando a ellos mismos. Ésa fue la advertencia que quiso hacer Pío XI con la frase antes mencionada de que «espiritualmente todos somos judíos».
Los dirigentes políticos, que habían introducido el término «nacional» en un partido que se llamaba socialista obrero, daban a esta palabra el mismo contenido que a raza. De este modo la mejor defensa de la nueva Alemania que se proponían crear estaba en la pureza de sangre. Boicots contra los establecimientos judíos y actos de violencia mal reprimidos tuvieron lugar antes de que, en enero de 1933, contando con el apoyo de lo que quedaba de Zentrum, Hitler llegara a ocupar la Cancillería. Desde el primer momento —así lo había inscrito en su libro Mein Kampf redactado algunos años antes— explicó que uno de los objetivos fundamentales del Régimen consistía en eliminar a los judíos de la vida alemana. El 1 de abril de aquel mismo año fue declarado «día del boicot a los judíos» a fin de demostrar a éstos que no se les quería. Fueron muchos los establecimientos que en ese día comenzaron a prohibir la entrada, estableciendo la consigna de «jüden aus». Sistemáticamente comenzaron a ser expulsados de todos los puestos importantes a fin de sustituirlos con arios.
El 15 de septiembre de 1935 fueron aprobadas las llamadas «leyes de Nürenberg» que privaban a los judíos de derechos políticos y prohibían los matrimonios mixtos, estimulando el divorcio de los ya contraídos. No se trataba de un retorno a las situaciones de la Edad Media, sino de un rechazo absoluto. Sería considerado judío todo aquel que tuviera tres abuelos judíos; los demás pasaban a la consideración de mestizos en diverso grado. La conversión resultaba a su vez indiferente. Todas las empresas judías tendrían que ser transferidas a propietarios arios. Ninguna familia judía podía tener una criada gentil de menos de 45 años, para evitar indeseadas relaciones sexuales. Los judíos estaban obligados, desde entonces, a llevar como distintivo en su ropa exterior, un «escudo de David». Es posible que en el primer momento las autoridades nazis consideraran como buena solución la de que los israelitas emigraran, dejando desde luego su capital en Alemania.
Al principio los judíos, como sucediera en ocasiones anteriores, trataron de organizarse a fin de resistir las medidas que consideraban transitorias. El gran rabino de Berlín, Leo Baeck, se encontraba al frente de este proyecto que, entre otras cosas, trataba de evitar la ruina que amenazaba: pero una de las soluciones favoritas de los comités de resistencia era, precisamente, favorecer la emigración, llevándose consigo cuanto pudieran. A principios de 1938, la tercera parte de los judíos residentes en Alemania habían abandonado el país. Aquéllos que se instalaron en países limítrofes fueron luego capturados al producirse la ocupación alemana, proporcionando víctimas para los campos de concentración. El Congreso Judío Mundial decretó entonces el boicot a los productos alemanes. Pero como los que intentaron llegar a Estados Unidos e Inglaterra fueron rechazados y devueltos, Hitler pudo tener la sensación de que nadie iba a preocuparse por la suerte de los perseguidos.
De este modo la primera de las soluciones contempladas por los dirigentes nazis —librar a Alemania de sus judíos mediante el exilio—, fracasó. En 1938, tras la anexión de Austria, que aportaba otros 190.000 judíos, el número total de los que se hallaban sujetos a la jurisdicción del III Reich, ascendía a 540.000. Comenzaron en consecuencia a prepararse los programas para una nueva fase; el objetivo de la eliminación era invariable. Hasta el comienzo de la guerra, los nuevos dueños de Alemania tuvieron la sensación de que las dimensiones del problema les permitían resolverlo con los medios que estaban a su disposición y, por eso, las primeras medidas tendían a privar a los judíos de todos los medios de vida: quedaron suprimidas las comunidades para romper el espíritu de solidaridad; se hizo inventario de todas las propiedades de cuantía superior a 5.000 marcos; prohibidos los nombres gentilicios, todos los he breos tendrían que incluir Israel o Sara a fin de permitir su identificación; se invalidaron los títulos que permitían ejercer la medicina o la abogacía, y se habilitaron campos de concentración para los que, viniendo de fuera, no fueran devueltos a su lugar de origen. El interés de los judíos se iba centrando en salir de Alemania, sustrayendo a sus autoridades el control de sus bienes, en lo posible.
El 7 de noviembre de 1938 un consejero de la Embajada alemana en París fue asesinado por un judío. Los nazis decidieron entonces montar una gran operación de represalia que llamaron «noche de los cristales rotos» (9 de noviembre) para destruir, en un motín popular, como antaño, la mayor cantidad posible de establecimientos judíos; en el curso de ella se produjeron 90 muertos. Como una consecuencia de estos desórdenes, 26.000 dirigentes judíos fueron detenidos y conducidos a campos de concentración y, como castigo por haber alterado el orden, se fijó en un billón de marcos la multa que los judíos, en su conjunto, estaban obligados a pagar.
8. El quebranto que, en el curso del año 1938, había sufrido la comunidad judía de lengua alemana, era ya decisivo. Ninguna capacidad de resistencia le quedaba. Pero los dirigentes del III Reich —que aceptaban al pie de la letra las consignas que Hitler resumiera en su libro, ahora convertido en lectura universal—, entendieron que mientras quedase un judío en su suelo era necesario continuar la lucha. Fueron pocos los que consiguieron ocultar su identidad o procurarse la protección personal de algunos altos dirigentes del Partido, la Marina o el Ejército, como aquel ingeniero que hizo posible el hundimiento del Hood al primer disparo y fue presentado a los marinos españoles como una muestra de que la persecución no era tan radical como se decía. Ya en junio de 1939 la «representación nacional» fue sustituida por un nuevo organismo que, bajo el nombre de «unión general», se hallaba bajo control de la Gestapo. Ésta preparaba ahora sus listas. El objetivo seguía siendo que los ju díos huyesen, abandonando sus bienes. Esta fase de la política antisemita se prolongó hasta el 31 de octubre de 1941.
A pesar de la guerra otros 150.000 judíos huyeron de Alemania y 100.000 de Austria. De modo que el programa, en su segunda fase, parecía cumplirse. Las reacciones de Occidente ante esta emigración fueron negativas: aunque se protestaba de que Alemania estuviera violentando la voluntad de los judíos, no había buenas disposiciones para acogerlos. Muchos eran devueltos en la frontera. El Reino Unido se declaró dispuesto a recibir un cierto número de niños. Sólo la República Dominicana se mostró generosa anunciando que acogería a 100. Polonia y Rumanía, como en general los otros países del Este habían iniciado ya antes de la guerra su particular persecución.
Tras la conquista de Polonia, tan rápida que no dio lugar a grandes movimientos de población, millones de judíos pasaron a depender del gobierno alemán. Cambiaron radicalmente las perspectivas y se volvió a examinar aquel viejo proyecto que fiaba la solución del problema al establecimiento de una reserva que permitiese concentrar los judíos en un determinado territorio y, naturalmente, en condiciones tan desfavorables que impidieran el crecimiento o forzaran a la huida. Lublin fue el nombre que se manejó. Este proyecto, que fue conocido por el Gobierno español por vía indirecta, pronto se abandonó. El comienzo de la invasión de Rusia, en donde muchos judíos perecieron, complicó todavía más el problema.
El paso de la primera fórmula —expulsión— a la segunda —agotamiento— se venía gestando desde algún tiempo atrás. Al comenzar la guerra, los judíos fueron excluidos del servicio militar; no eran alemanes. Pero el 12 de diciembre de 1939 se dictó un decreto que movilizaba a todos los judíos entre 14 y 70 años para la realización de trabajos relacionados con la guerra. Se trataba de una nueva forma de esclavitud que aumentaría rápidamente los índices de mortalidad. Gestapo y SS recibieron el encargo de controlar los barrios judíos a fin de que el decreto tuviera riguroso cumplimiento: rodeados de muros desempeñaban el papel de verdaderos campos de prisioneros. Desde el verano de 1941 se pasó a una segunda fase en el tratamiento del problema. Las leyes antisemitas, con algunas variantes, se extendieron a todos los países ocupados y a los aliados del Reich. Los judíos quedaban desprovistos de toda protección. Suiza, que hubo de cuidar sus fronteras evitando el tránsito de judíos para no atraer represalias, el Vaticano y la Península Ibérica, se convirtieron en puertas de escape, como lo era Suecia gracias a su posición marginal. En Rusia, los judíos eran tratados como peligrosos bolcheviques por las fuerzas de ocupación, y asesinados. Aunque los cálculos globales son difíciles, disponemos de algunos datos que permiten suponer que varios centenares de miles de judíos fueron eliminados: en Babi Yar, cerca de Kiev, murieron 34.000, de los que 11.000 perecieron en los dos primeros meses.
Así pues, la segunda fase en el tratamiento del «problema judío» consistió en aprovechar su fuerza de trabajo. Para ello se reordenaron los ghetos, cerrándolos cuidadosamente a cualquier relación con el exterior. Eran muy escasas las noticias que en otros países se tenían acerca de los métodos que desarrollaba la persecución. Se evaluaba económicamente el posible rendimiento que los judíos pudieran tener. Cada gheto poseía un consejo directivo (Judenrat) al que se incorporaban las personas de más prestigio, pues de este modo se aseguraba la obediencia como un bien. Quedó establecido que las raciones alimenticias se otorgarían de acuerdo con la rudeza del trabajo. Hasta 1942 los judíos orientales creyeron que ésta era la solución definitiva, hasta el fin de la guerra, y trataron de acomodarse a ella a fin de sobrevivir.
De todas formas la emigración resultaba imposible: organizaciones secretas procuraban el traslado subrepticio hasta la frontera española desde donde podían continuar viaje. Los sefarditas que podían proveerse de pasaporte español de acuerdo con una ley que databa de los años 20, también podían escapar del sistema. En los ghetos las deficiencias alimenticias y sanitarias elevaron el porcentaje de víctimas, pero los supervivientes organizaron una vida interior, con cafés, tiendas, lugares de esparcimiento. La consigna era, como otras muchas veces con anterioridad, soportar la persecución esperando que el tiempo la liquidaría.
El 20 de enero de 1942, en unos locales de la calle Wansee de Berlín, se reunieron altos dirigentes nazis para examinar la marcha del problema; estuvieron presentes, por lo menos, Heydrich, Müller y Eichmann, que constataron, a la vista de las cifras manejadas, que el ritmo era extremadamente lento. Por vez primera se habló entonces de que la extinción del judaísmo tenía que venir como consecuencia del exterminio de los judíos. Los informes cuantitativos que poseían eran erróneos: la cifra de once millones de judíos que entonces se manejó, era incorrecta. Hubo un acuerdo: había que hacer creer que los que se sometían podían salvarse y, también era conveniente extraer al máximo la fuerza de trabajo para lograr un principio de utilidad. Desde marzo de 1942, conforme aumentaban las dificultades del Reich, se inició el traslado de los judíos aptos desde los ghetos a campos de trabajo, donde el régimen era tan duro que los índices de mortalidad se agudizaron. Esta operación denominada «realojo» tenía por objeto disponer de grandes campos, situados «al Este». Se les había provisto de cámaras de incineración técnicamente muy avanzadas, que permitían hacer desaparecer muy rápidamente los cadáveres. Comenzaba el exterminio bajo esta consigna: la muerte debía producirse al término de un período de trabajo que permitiera un balance de beneficios.
Fue una operación que acreditaba el desarrollo técnico conseguido. Para un historiador resulta de extremada dureza cualquier referencia, pero es imprescindible conocerla para tener un juicio adecuado acerca de los hechos acaecidos. En julio de 1942 se comunicó al gheto de Varsovia que 6.000 judíos iban a ser diariamente «realojados». El presidente del Judenrat de la capital, Adam Chernikov, se suicidó, evitando de este modo cualquier responsabilidad en el cumplimiento de la orden. Según cierto informe de Himmler de finales de 1942, en los campos instalados en Polonia se había producido ya el «realojo» de 1.274.166 judíos. A partir de esta fecha las llegadas comenzaron a disminuir. Pero entonces el gheto de Varsovia intentó, a la desesperada, un alzamiento que le permitió resistir entre el 18 de enero y el 19 de abril. Nadie pudo prestar ayuda, de modo que el barrio entero fue demolido y su población destruida.
Desde el verano de 1942 la operación de «realojo» se había hecho extensiva a los países ocupados en el oeste, Francia y los Países Bajos especialmente. En la mentalidad judía actual se halla muy arraigada la conciencia de que en aquella dramática hora no fueron ayudados.
Esto provoca desconocimientos e injustas ingratitudes, aunque responde a una dolorosa realidad. El mundo occidental no tuvo plena conciencia de lo que sucedía hasta el término de la contienda y dejó de prestar el auxilio que en aquella ocasión se necesitaba. Por ejemplo, los británicos se negaron a aceptar una operación de intercambio de judíos por material y también una operación de rescate de 70.000 personas en Rumanía. Sólo tardíamente se han podido conocer los esfuerzos de algunos gobiernos y de personas para salvar lo que fuera posible. El hecho de que España estuviese entonces gobernada por Franco ha influido mucho en el silencio con que se han rodeado operaciones de salvamento que afectaron a millares de judíos. Los rusos se mostraron tan hostiles como los alemanes, no aceptaron judíos en sus guerrillas, prefirieron ocultar lo que estaba sucediendo y, en las últimas etapas de la guerra, ejecutaron también operaciones de limpieza. Desde el 7 de abril de 1942 estaba comenzando a funcionar un Comité judío antifascista que agrupaba a los que querían servir al comunismo y la revolución.
9. Desde el comienzo de la guerra se presentaron propuestas para que el yisub organizara una fuerza militar que combatiera en las filas de los aliados, teniendo en cuenta que Alemania se presentaba como la enemiga radical del judaísmo. Pero los ingleses desconfiaban: podía ser la vía indirecta para que el Hogar judío dispusiera de un ejército o servir a los árabes de motivo para que se inclinasen en favor del Eje. Sólo después de la caída de Francia, cuando la situación se tornó extraordinariamente difícil, los británicos accedieron a que se reclutase un batallón de infantería, los Buffs, en la propia Palestina. En este momento con el Muftí en Berlín, la simpatía de los árabes se inclinaba predominantemente en favor del Eje. Para evitar mayores protestas, las autoridades británicas cerraron el acceso de los judíos a Palestina. De este modo los fugitivos que llegaron en el barco Atlantic fueron reexpedidos a la isla Mauricio, y los del Patria sólo fueron admitidos después de que la Haganá hicieran volar las calderas del barco causando la muerte a 200 personas y poniendo en peligro de naufragio a todas las demás.
En abril de 1941 las tropas de Rommel llegaban a El Alamein. Se autorizó entonces la recluta de 3.000 judíos. Al producirse la revuelta de Rachid Ali en Iraq, el Irgun proporcionó preciosa ayuda a los ingleses. Nuevas reclutas tuvieron que autorizarse cuando la nueva ofensiva de Rommel hizo temer una entrada de los alemanes en Egipto. De este modo los judíos estaban recibiendo un entrenamiento militar que les resultaría precioso en los años futuros. Por primera vez la Haganá dejó de dedicarse a labores estrictamente defensivas y comenzó a preparar unidades de choque, que constituirían luego el Palmaj. Para el Hogar judío en Palestina, la guerra significó un indudable avance hacia la maduración.
Pasó mucho tiempo antes de que se conociesen las operaciones de exterminio. Hasta finales de 1942, todo el problema parecía centrarse en esos millares de judíos que huían de la Europa ocupada, en su mayor parte por la vía de España y Portugal, y a los que había que buscar acomodo. A principios de 1942, Weizman presentó a los gobiernos inglés y norteamericano una propuesta para que se proclamase ya la República de Israel, y ésta se encargaría de absorber a los fugitivos como ciudadanos propios. Esta propuesta, que implicaba la libertad de entrada en Palestina —no se habían precisado los límites del nuevo Estado— fue objeto de conversaciones en el Hotel Biltmore de Nueva York en mayo de 1942 y aprobada en noviembre por la ejecutiva sionista. Se entendía que la inmediatez quedaba referida al término de la guerra, cuando hubieran de cesar las autoridades militares.
Tras la victoria en el norte de África, que parecía consolidar el dominio británico sobre el vasto mundo árabe, los ingleses comenzaron a desconfiar de los judíos a quienes atribuían, no erróneamente, que habían llegado a construir en Palestina «un Estado dentro del Estado». Temían, sobre todo, que la constitución de unidades militares fuese tan sólo el anuncio de una insurrección. Iniciaron, en consecuencia, un programa de desarme de la Haganá y de los grupos internos de seguridad constituidos en las granjas. Trataron sobre todo de desprestigiar al yisub ante los norteamericanos, presentando a los kibutzim como extremistas del marxismo y como la verdadera forma de organización israelí. De hecho, los judíos compraban armas robadas en arsenales británicos y las autoridades, de cuando en cuando, efectuaban requisas. Las primeras noticias acerca del exterminio que se estaba produciendo en Europa no fueron creídas; parecía demasiado exagerado; los dirigentes del yisub tenían puesta su confianza en que los aliados no consentirían tales cosas. Pero a finales de 1943, cuando el holocausto era un hecho comprobado, agentes judíos fueron lanzados en paracaídas con el propósito de organizar redes de resistencia o de fuga. De los 32 enviados murieron siete y otros doce fueron capturados. Esta acción de comandos sirvió para demostrar que los británicos no estaban dispuestos a modificar sus planes para intentar la salvación de los judíos.
Muchas circunstancias coincidieron para provocar una ruptura entre las organizaciones judías de Palestina y las autoridades del Mandato. Durante la guerra, el Reino Unido mostró absoluto interés en conservar, después de la contienda, el control que venía ejerciendo sobre el Oriente Próximo porque de éste iba a depender en el futuro el mercado del petróleo, esencial para la restauración económica de un mundo tan profundamente perturbado. Los extremistas judíos llegaron entonces a la conclusión de que nunca sería creado el Estado de Israel. Años atrás, dentro del Irgun, había surgido una facción radical, Leji (Lojamé Jerut Israel, que significa Luchadores por la Libertad de Israel) dirigida por Abraham Stern. En 1940 Stern había intentado entrar en contacto con Alemania e Italia pretendiendo que nazis y fascistas le ayudasen en un levantamiento que arrojara a los ingleses de Palestina. Los métodos del Leji eran los usuales de las bandas terroristas: atentados, voladuras, asesinatos indiscriminados. Stern, capturado por los ingleses, sería ejecutado en febrero de 1942, pero el movimiento le sobrevivió.
La Haganá se encontró en una posición difícil: los miembros del Irgun Lejí eran judíos y su meta era la misma, aunque los procedimientos podían volver a la opinión pública contra Israel. La situación llegó a un punto de ruptura cuando los dirigentes del Irgun, en enero de 1944, hicieron suyas las tesis del difunto Stern y declararon la guerra al Mandato británico: asaltos, sabotajes, atentados y robos se intensificaron; el 5 de noviembre de aquel año dos de sus miembros, que fueron detenidos, asesinaron a lord Moyne, ministro de Estado para el Próximo Oriente. Ante el tribunal que les juzgó, los asesinos no dieron la menor señal de arrepentimiento; al contrario, se jactaron de su hazaña. Los ingleses solicitaron entonces la colaboración de la Haganá para acabar con el terrorismo y ésta accedió. La causa de la libertad de Israel estaba siendo gravemente comprometida por aquellos desviados asesinos. Pero esta especie de conflicto que enfrentaba Haganá e Irgun, sembraba el desconcierto entre la población israelí. Sirvió, sin embargo, para reforzar el papel de Ejército nacional judío que la Haganá había decidido asumir. Desde setiembre de 1944 figuraba en el ejército británico una Brigada judía con 25.000 hombres; las últimas operaciones de la guerra permitieron a éstos recibir la adecuada formación de combate.
10. Se estaban produciendo profundos cambios en el mundo, que ejercían gran influencia en la situación interna de los judíos. La que éstos percibían como más importante era que los Estados Unidos tomaban la dirección de la política mundial, desplazando al Reino Unido a un nivel secundario. El Imperio británico no sobreviviría a la contienda. Por esta razón y también por el interés preferente que el Gobierno de Londres mostraba hacia las naciones árabes, el movimiento sionista decidió confiar en los americanos. El 1 de febrero de 1944 el Congreso, en Washington, aprobó una resolución que implicaba dos directrices a su política: libre emigración de los judíos a Palestina y creación del Estado de Israel. Roosevelt la apoyó durante aquel año. Pero en febrero de 1945, poco antes de su muerte, celebró una entrevista con Ibn Saud, rey de la Arabia Saudí, y percibió claramente el interés de las grandes Compañías petrolíferas norteamericanas en mantener estrechas relaciones con las nuevas naciones árabes, que controlaban los yacimientos del crudo.
Para muchos dirigentes de la política en aquellos años postreros de la guerra, Palestina, región marginal en todos sus esquemas, resultaba un problema difícil de entender; poseía un toque de emoción únicamente para aquellas personas religiosas que veían en la tierra la raíz de sus creencias. Contaba en aquellos momentos con una población de 650.000 judíos y una cifra ligeramente mayor de árabes. ¿Cómo se podía pretender la instalación de la millonaria población judía en aquellos estrechos espacios que formaban parte de un desierto? Las restricciones a la emigración no habían cesado. Muchos de los fugitivos y de los supervivientes de la persecución aguardaban en instalaciones provisionales el momento de poder trasladarse a Palestina: sólo en enero de 1944 se autorizó a un barco de refugiados que partió de España, el acceso a aquellas costas.
Sin embargo se trataba de un problema agudo y urgente porque el antisemitismo no había cesado y eran muchos los que meneaban la cabeza pensando que algo tenía que haber en los judíos para que se les odiase con tanto encarnizamiento. Los que regresaban de los campos de concentración no podían disimular el rencor por el abandono en que se les había tenido, y tropezaban también con un ambiente de hostilidad. Decenas de judíos fueron asesinados en Polonia al entrar en ella las tropas soviéticas. En Kiev, cuando les fueron devueltas sus viviendas, se produjo un motín popular. Durante la guerra los laboristas ingleses habían apoyado el proyecto de creación de un Estado judío, y en abril de 1944 presentaron un plan que, aunque pudiera parecer demasiado drástico, resultaba el más acorde con la realidad, según la experiencia demostró más tarde: se asignaría a los judíos un espacio que sería exclusivamente suyo y los árabes que habitaban en él recibirían una indemnización suficiente para instalarse en otro lugar sin que sufriera merma su nivel de vida; de este modo habría un Estado de Israel con ciudadanos hebreos y otro Estado árabe libre de ellos.
Pero cuando el Partido ganó las elecciones de 1945 renunció a este programa y mantuvo la política de restricciones a la inmigración. Truman protestó: era imprescindible asentar en Palestina otros 100.000 judíos, aliviando la situación de muchos desamparados. Attlee no respondió, pero su ministro de Exteriores, Bevin, en ciertas declaraciones del 13 de noviembre de 1945 explicó que Inglaterra sentía el mismo interés por los judíos y por los árabes y que no podía, en justicia, inclinarse por uno de ellos. Temía, por otra parte, la reacción del mundo islámico que se estaba dibujando ya como una gran potencia mundial. Por otra parte entendía que Palestina no iba a resolver el problema de «los judíos», sino solamente de «unos pocos». Propuso que una Comisión angloamericana estudiase el asunto. El Gobierno británico, para estas fechas, había vuelto a la idea de un Estado palestino para árabes y judíos.
La Comisión fue constituida y pudo emitir su informe el 30 de abril de 1946. La solución, a su juicio, exigía una prórroga del Mandato británico, ahora en nombre de las Naciones Unidas, la admisión inmediata de 100.000 judíos para establecer el equilibrio numérico entre las dos poblaciones, y libertad de compra de tierras para el capital judío. De este modo se liquidaba una de las cuestiones, la superioridad cuantitativa de la población árabe. El Gobierno inglés recibió pausadamente el informe y dijo que, antes de que pudiera llevarse a la práctica, resultaba imprescindible desarmar a todos los ejércitos ilegales que estaban funcionando en el territorio.
11. Ante esta actitud que significaba, a su juicio, una dilación sin término del status quo vigente, los extremistas del sionismo, esta vez sin que la Haganá ofreciera mucha oposición, decidieron pasar a la acción violenta, reactivando la inmigración clandestina y realizando actos de contundente terrorismo contra ferrocarriles, barcos, puestos de policía e instalaciones a fin de demostrar a los británicos que no estaban en condiciones de ejercer el Mandato si les faltaba la cooperación judía. Cualquier negociación implicaría, para estos últimos, una capitulación. Tales extremistas contaban con el apoyo moral de muchos judíos que no querían ir a otra parte que a la Tierra que consideraban suya. El Palmaj también se sumó a la ofensiva: una noche voló todos los puentes de la frontera y aunque las autoridades militares procedieron a detener a más de mil personas (29 de junio de 1946) no consiguieron descubrir a los culpables.
El Palmaj, brazo armado de la Haganá, blasonaba de no haber causado víctimas entre la población. El Irgun, en cambio, pretendía forzar la marcha precisamente con actos sangrientos espectaculares como la voladura de la Secretaría General del Mandato o la espectacular demolición del Hotel Rey David, en la que murió entre otros muchos, el diplomático español Arístegui. La réplica inglesa consistió en un endurecimiento: el barco Exodus, que había salido de Francia, fue detenido y ametrallado en alta mar, obligándose a sus pasajeros a desembarcar en Hamburgo. El film de Otto Preminger sobre la novela de Leo Uris altera seriamente los acontecimientos para dar una versión de propaganda favorable a los judíos, pero sin relación con la realidad. Gran Bretaña hizo, entonces, un último esfuerzo para conservar su preeminencia en Palestina, consistente en dividir el territorio en cuatro trozos: uno para los judíos, equivalente al 17%, otro para los árabes, comprendiendo el 40% y dos, sumando el 43% restante, quedarían bajo su dominio. Cuando esta propuesta fue rechazada por ambas partes, Attlee declaró que pasaba el asunto a las Naciones Unidas, a fin de que ellas decidiesen.
En este nuevo escenario —eran muchas las naciones ausentes— se produjo una rápida inflexión cuando Gromyko, en nombre de la URSS, declaró su apoyo a la creación del Estado de Israel. No era extraño: los soviéticos contemplaban al sionismo como un movimiento afín a su propia ideología y sabían, además, que el nacimiento de la nueva República les permitiría trasladar allí muchos judíos desde sus dominios. Se trabajó rápidamente. A finales de agosto de 1946 una Comisión de la ONU decidió que la mejor solución era el reparto del territorio, dejando a Jerusalén y los Lugares Santos cristianos como zona internacional supervisada por ella misma. Había que solventar dos dificultades: que la zona asignada a Israel tuviera predominio judío, y que cada uno de los dos Estados dispusiera de recursos económicos para sobrevivir, de modo que los criterios de unidad geográfica no fueron tenidos en cuenta. Se advirtió al mismo tiempo que los dos Estados, judío y palestino, tendrían que establecer una muy estrecha cooperación económica sin la que no lograrían sostenerse.
El acuerdo no había sido unánime: tres de los once miembros de la Comisión habían votado en favor de edificar en Palestina un solo Estado, árabe y judío al mismo tiempo. Pero era satisfactorio para los judíos porque les aseguraba el 63% del territorio. Para los árabes se trataba de un fraude, ya que se les asignaba menos del 30% cuando eran los antiguos habitantes y propietarios del espacio en cuestión. En la Asamblea General se originaron fuertes discusiones en torno a esta distribución lográndose reducir la parte judía hasta el 55 % del territorio. El 29 de noviembre de 1947 el plan de partición fue aprobado por mayoría de votos, estableciéndose dos fases para su ejecución: desde el 1 de febrero se declararía libre la inmigración y el 1 de agosto del mismo año las tropas británicas abandonarían el territorio.
En estos momentos el yisub contaba con 650.000 miembros y una fuerza disciplinada pero pequeña y mal armada, la Haganá. Los palestinos, apoyados por los Estados árabes limítrofes, rechazaron el plan de partición, que consideraban radical injusticia y decidieron incorporarse a Transjordania, que pasó a llamarse Jordania, reclamando el sometimiento o expulsión de los judíos que habitaban en el que consideraban «su» territorio. Ninguno de los dos bandos aceptó el plan de Internacionalización de los Santos Lugares, apoyado por el Vaticano y por los países católicos, ausentes en aquellos momentos de la ONU en su mayor parte. Ni el Irgun ni el Lejí acataron las órdenes de cesar el fuego y aumentaron sus violentas acciones terroristas. Los mandos de la Haganá y la Agencia judía, que había comenzado a actuar como Gobierno provisional, condenaron ásperamente aquellas prácticas porque desprestigiaban al judaísmo ante los otros países, pero no pudieron frenarlo hasta que estalló la guerra.
Ante la perspectiva de próxima creación de un Gobierno, comenzaron las luchas entre las diversas facciones. La principal fuerza política era, sin duda, el Mapai, si bien dada la estructura social e ideológica del Pueblo de Israel, nunca podría alcanzar la mayoría absoluta que le permitiera regir Israel como Partido único. Sin embargo un sector del mismo, Mapam (Mifléguet Hapoalim Hameujédet, Partido Obrero Unificado) reclamaba un régimen de inspiración marxista, sumando Israel al bloque soviético. Durante los primeros años, la influencia de este bloque de izquierdas se mantuvo incontrastable, hasta que los intereses judíos y rusos cambiaron, y los segundos se colocaron al lado de los árabes. De ahí que, pese a la ayuda que el Gobierno español prestara durante el holocausto, esta noticia se ocultara —los sectores religiosos siempre mostraron su gratitud— e Israel votara con el bloque soviético en forma sistemática.
Weizmann, que conservaba gran influencia sobre el sionismo —sería el primer presidente de la República— se mostró partidario de la partición acordada, arrastrando así las opiniones. Gran Bretaña anunció que retiraría sus tropas en la fecha prevista, poniendo fin al Mandato, pero que el plan le parecía una pésima solución. Los árabes anunciaron por su parte que iban a la guerra para expulsar a los judíos del territorio usurpado, y comenzaron a organizar sus unidades bajo el mando de oficiales británicos. Todo el mundo islámico se declaró enemigo de Israel y las naciones árabes se prepararon para una guerra que, dada la desproporción de fuerzas, parecía decidida de antemano. Ante estas perspectivas y aunque en este tema parecía que las opiniones de las dos grandes potencias eran coincidentes, los norteamericanos retiraron su apoyo a la ejecución del plan después de aprobado, diciendo que era preferible establecer un fideicomiso de la ONU hasta que se pudiera encontrar una solución negociada.
12. Terribles sufrimientos acompañaron a los judíos en esta especie de gestación del Estado de Israel. La vieja Jerusalén, dividida en tres zonas, y los barrios anejos a la poblada de judíos, quedaron prácticamente aislados. La Haganá decidió que la primera y principal operación tenía que consistir en abrir el camino hacia la ciudad santa, lo que daba a la guerra una dimensión distinta. Se trataba de la «operación Najson». Bloqueados, sin víveres ni municiones, dominando los árabes todo el recinto de la vieja ciudad, los judíos parecían condenados a sucumbir en aquellos estrechos límites. No hubo declaración de guerra. Los combates comenzaron cuando todavía las tropas británicas se hallaban en Palestina.
Los árabes proyectaron atacar y destruir un kibutz, Mismar Haemec, como una señal de advertencia: era lo que esperaba a los judíos que no se fueran. Pero éstos rechazaron el ataque obligando a los agresores a dispersarse. Entonces el Irgun montó una operación de represalia sobre la aldea de Deir Yasin, asesinando a un gran número de palestinos, sin respetar a mujeres ni a niños. El golpe de terror, que proyectó una sombra de ignominia, tuvo como consecuencia que muchos árabes huyeran a zonas más seguras, iniciando de este modo una emigración que se prolongaría durante años. Este temor permitió a los judíos, presentes todavía los británicos, tomar posesión de Haifa, Safed, Tiberías, Yafo —que estaba previsto fuera palestina— y Akko, tomada el 17 de mayo de 1948. La venganza árabe por Deir Yasin consistió en asaltar un convoy de médicos y enfermeras que se dirigía a Monte Scopus, donde radica el Hospital de la Universidad hebrea. Los ingleses no intervinieron y todos los componentes del grupo murieron asesinados. Duras contiendas, sin duda, pero permitieron a los judíos una ventaja: antes de que se consumara la evacuación inglesa, habían logrado establecer la continuidad en las comunicaciones de su territorio, con la excepción de Jerusalén.
En el mundo exterior había la firme convicción de que cuando se declarase la independencia, los judíos serían arrojados al mar. Es muy posible que el Reino Unido contara con esta conciencia con el resultado de que una demanda perentoria de ayuda le permitiese prorrogar la duración de su mandato. Esto no se produjo. David ben Gurion pudo convencer a los suyos de que era preciso enfrentarse con su destino; el holocausto había demostrado que ya no había retirada. El Estado de Israel nació en consecuencia el 14 de mayo de 1948, siendo inmediatamente reconocido por la URSS y los Estados Unidos, a los que, con cierta parsimonia, siguieron otros países. Veinticuatro horas más tarde los árabes tomaron la ofensiva. Muy pronto se demostró que el grado de preparación de éstos era deficiente: sólo la Legión jordana, provista de mandos ingleses, comenzando por el general a quien llamaban Glubb Pacha, demostró estar en condiciones de medirse con las fuerzas israelíes: tomó la ciudad vieja de Jerusalén y convirtió Latrun en una fortaleza que cerraba el camino hacia la capital. Los judíos intentaron el asalto de Latrun y fueron rechazados con muy graves pérdidas. Pero en cambio lograron destruir una intrincada senda en la montaña, la convirtieron en difícil carretera y llevaron víveres y pertrechos a los que defendían Jerusalén; con cierto sentido del humor la consideraron su «camino de Birmania».
Así concluyó la primera de las tres fases en que se divide la guerra de la Independencia. El 11 de junio de 1948, mediante presiones de Naciones Unidas, que habían nombrado mediador al conde Folke Bernadotte, se concertó una primera tregua que duraría un poco menos de un mes. Tiempo suficiente para que llegaran nuevos inmigrantes y el Estado de Israel refundiera todas las milicias dispersas en un Ejército sujeto a disciplina, Sáhal (Sabá Haganá Leisrael, es decir, Ejército de Defensa de Israel). El Irgun pretendió operar por su cuenta: el 20 de junio el buque Altalena, cargado de armas y pertrechos, llegó a la costa. El Sáhal exigió que todo el material le fuese entregado, pero el Irgun, que había contratado mercenarios, se negó. Las fuerzas israelíes atacaron y hundieron el barco restableciendo así la más rigurosa disciplina. Bernadotte hizo una propuesta: entregar el Neguev a los árabes, ampliando de este modo su territorio, y Galilea a los judíos, pero dejando que Haifa fuera puerto internacional. Las dos partes rechazaron la propuesta.
El 9 de julio comenzó la segunda fase de la guerra, que duró diez días. Ahora los judíos acreditaban su superioridad: tomaron Nazareth, Lidda y Ramlah, ensanchando poderosamente la comunicación con Jerusalén, aunque sin sobrepasar los límites de la ciudad nueva. Cuando, el 19 de julio, se concertó una nueva tregua, Bernadotte explicó que para que fuese el comienzo de una paz era preciso autorizar a los árabes huidos a que volvieran a sus hogares. De todos estos bienes se había dispuesto ya. Miembros del Lejí asesinaron al conde en Jerusalén. Estalló un escándalo diplomático de grandes proporciones que obligó al Gobierno de Israel a tomar medidas más severas de control sobre sus extremistas.
La tercera fase de la guerra fue la más larga: los judíos la iniciaron el 15 de octubre de 1948 poniendo en marcha la operación Joab, consistente en la conquista del Neguev, con Beerseba, allí en donde la Biblia señalaba la existencia de agua en el subsuelo. También se completó la ocupación de Galilea, hasta el borde del monte Hermon. De modo que cuando el 7 de enero de 1949 se concertó un nuevo alto al fuego, Israel disponía de un territorio mucho mayor del que en principio se le asignara, y además compacto, mientras que Jordania conservaba Samaria al norte con Nablus, las tierras en torno a Hebron al sur además de la franja de Gaza, bajo administración egipcia. Un Estado palestino, en estas condiciones, parecía inviable. Éstas fueron las condiciones que se aceptaron en una conferencia celebrada en Rodas bajo el patrocinio del nuevo mediador de la ONU, Ralph Bunche. Desde este momento, y aunque no se produjera un reconocimiento oficial por parte de los árabes, la existencia de Israel estaba consolidada.
Detenemos aquí nuestros Apuntes acerca de la Historia del judaísmo: la consolidación del Estado de Israel indica ya el comienzo de una nueva trayectoria. El destino de Jerusalén, en cambio, no se había cumplido: la vieja ciudad se hallaba ahora en manos de Abdullah y la referencia a la explanada se refería a las Mezquitas y no al Templo: los judíos no tenían ni siquiera acceso al muro occidental. Israel acogía, de hecho, a una pequeña parte de los judíos entonces existentes; la inmensa mayoría continuaba en aquellos países que antes les dieran acogida. Quedaba todavía millón y medio de supervivientes de las persecuciones. Israel pudo absorber 850.000 y Estados Unidos 150.000; los demás se dispersaron, aunque en general se negaban a regresar a los lugares de origen. Por ejemplo, unas pocas decenas de miles tuvieron la oportunidad de restaurar la en otro tiempo floreciente comunidad española. Buscaban especialmente países desarrollados o en vías de serlo, con lo que se incrementaba la tendencia a la asimilación; todos usaban habitualmente la lengua del país en que vivían y aquellas otras que necesitaban para sus investigaciones o negocios, reservando el hebreo para los servicios religiosos.
Era grande el porcentaje de universitarios en los medios judíos, tanto dentro como fuera de Israel. Al mismo tiempo los nuevos medios intelectuales sentían gran interés por la literatura hebrea y las tradiciones y cultura israelitas, ya que allí estaban las raíces mismas del pueblo y de su manera de ser. Lo más importante era que entre los gentiles aumentaba el interés por todo lo que dicha cultura había significado. Por primera vez empezaban a existir personas y grupos que superaron la tolerancia para entrar en el afecto. La imagen del judío banquero y rico se borró: en su lugar aparecía el amigo, aquel con quien se compartían los saberes.
La emigración desde el norte de África, en donde las comunidades judías se encontraban incómodas a causa de la exaltación antisemita que reinaba en los ambientes musulmanes, se dirigió preferentemente a Israel, pero también a Francia, reforzando la comunidad existente, y a España, donde adquirió bastante importancia. La mayor densidad de población seguía estando en la Unión Soviética, con 2,5 millones de personas, a las que se ponían muchos impedimentos para emigrar, especialmente económicos, ya que el Estado ruso entendía que debía ser indemnizado por los estudios que les habían sido proporcionados.
Grandes grupos de colonos agrícolas de Argentina fueron a Israel para recobrar de este modo su identidad. En el mundo entero las comunidades judías se sintieron solidarias con el nuevo Estado, contribuyendo eficazmente a su supervivencia. Las que se mantenían en Yugoslavia, Hungría y Rumanía, después de la tormenta, conservando su vida tradicional, eran ya poco significativas.
La Segunda Guerra y el retorno de Israel produjeron significativos efectos en muchos sectores. Por ejemplo, la Iglesia católica, aunque defraudada en sus esperanzas acerca de una internacionalización de los Santos Lugares —razón por la cual no reconoció al nuevo Estado— cambiaría en 1963 su actitud, recomendando el diálogo y entendimiento con los judíos y retirando palabras y expresiones que pudieran considerarse ofensivas. En la URSS, el drama vivido y la esperanza de restauración nacional despertaron los sentimientos judíos en favor de su propia identidad, rechazando la absoluta asimilación que se les exigía; esta restauración comportaba el restablecimiento de sus costumbres religiosas. Desde 1949 Stalin inició una campaña contra los judíos a los que presentaba como esbirros de Occidente. Ilya Eherenburg, servidor del stalinismo antes de que inventara la palabra deshielo como epitafio del Secretario General, publicó el 21 de setiembre de 1948 un artículo en que fijaba la posición oficial del régimen respecto al sionismo, el nacionalismo judío y el Estado de Israel, denunciándolos como amenazas para la causa del proletariado universal. En 1952 se les acusó de pretender crear una república independiente en Crimea; muchos de sus dirigentes fueron detenidos y ejecutados. Luego se alegó que el sionismo no era otra cosa que una trama para disfrazar el espionaje norteamericano. El 13 de enero de 1953 Pravda dio la noticia de que se había descubierto un complot de médicos judíos que, valiéndose de su profesión, proyectaban asesinar a los altos dirigentes soviéticos. Después de la muerte de Stalin se publicó que se trataba de un invento de la KGB para justificar las represalias que se estaban desencadenando contra los israelitas.
El antisemitismo en la URSS, sin embargo, continuó afirmándose como en los antiguos días. De las 400 sinagogas que aun se registraban en 1953 como funcionando en el amplio territorio, sólo se conservaban 100 diez años más tarde. Todas las viejas calumnias y falsedades, esgrimidas ahora en defensa del sistema, fueron recogidas en una publicación oficial, Judaísmo sin disfraz, de Trofim Kitchko, distribuida en millares de ejemplares. Convertida en aliada de las naciones árabes, la URSS definió la guerra de los Seis Días como «agresión israelí». Se elevaron entonces las tasas de los permisos de emigración; las organizaciones de ayuda judía, fuera de la URSS tuvieron de este modo que enviar grandes cantidades de dólares para rescatar a sus correligionarios.
La intensa emigración ha sido causa de que Israel se presente como una comunidad humana muy diversificada: existen incluso judíos negros. De ahí que el sentimiento nacional no pudiera encauzarse hacia el contenido étnico. El retorno a la fe es uno de los signos distintivos. Muy intensa al principio, dicha emigración se ha detenido, normalizándose; en ciertos años se ha registrado incluso un mayor número de salidas que de entradas. Siendo ya un Estado de características normales son muchos los jóvenes que buscan fuera su progreso social o educativo. Muchos son los problemas que se acumulan sobre el Estado de Israel después de medio siglo de existencia, aunque curiosamente, contra lo que se esperaba, nunca tuvo que padecer la debilidad militar. Las sucesivas guerras —Canal, 1956; Seis Días, 1967; Yom Kippur, 1973— se han saldado con victorias judías a veces espectaculares, que permitieron llevar los límites de ocupación hasta el Jordán, abarcando un espacio que ofrece perspectivas geográficas más homogéneas. Pero esto ha traído dos problemas de difícil solución: la existencia de territorios militarmente ocupados, que no pertenecen al Estado, y la presencia de una población árabe que crece a un ritmo mucho mayor que la israelí. Esto abre a los palestinos la posibilidad de enfocar la guerra desde otro ángulo, el de la subversión interior.