1. De acuerdo con las fuentes cristianas, Jesús de Nazareth, fundador del cristianismo, ha tenido que nacer antes de ese 13 de marzo del –4, «en los días del rey Herodes». No vamos a ocuparnos aquí de esta otra religión, nacida del judaísmo y separada muy pronto de él. Los historiadores romanos apenas si ofrecen menciones de pasada; las encontramos en Suetonio, Tácito, Plinio y Dión Casio. Es natural: para Roma se trataba de un mero episodio marginal, apenas digno de mención. Las dos noticias que se contienen en las Antigüedades judaicas de Flavio Josefo, redactadas, en torno al año 90, se suponen manipuladas o simplemente interpoladas, de modo que, a lo sumo, podemos atribuir al famoso historiador judío, las siguientes palabras, sin que tengamos de ellas absoluta seguridad: «Jesús, coetáneo de Poncio Pilato, atrajo hacia sí a muchos judíos con sus enseñanzas, murió en la cruz y sus discípulos dijeron que había resucitado; un hermano de Jesús llamado Jacobo gozaba de gran prestigio entre los judíos de Jerusalem algunos años más tarde». En el Talmud babilónico se producen menciones que presentan a Jesús como un embaucador que arrastró a muchos judíos y con sus discípulos Mathai, Nikai, Nezer, Buni y Todah, causó a Israel mucho daño.
Ésta es la conciencia que la tradición judía conservará en la Edad Media. Por su parte, Roma estaba viviendo, en estos años, una conciencia de plenitud: el año 38 a.C. Augusto había ordenado cerrar las puertas del Templo de Jano, como si el ecúmene mediterráneo empezara a vivir una nueva Era de paz absoluta y de plena autoridad, como indicaba el nombre por el que quería ser recordado. Dispensados del culto idolátrico, los judíos no lo estaban, en modo alguno, de las obligaciones que comportaba ser súbditos del emperador. El dies natalis del emperador debía celebrarse cada año con grandes fiestas. Herodes había dado ejemplo tratando de cumplir sus dos obligaciones, con el Templo y con el emperador, escrupulosamente.
La conciencia de debilidad de los judíos se compensaba con la tensa esperanza en una intervención divina como ya se había producido en otras ocasiones. Tras la amarga experiencia de los Asmoneos dicha esperanza se revestía de formas diversas. Los autores del Manual de Disciplina, del rollo de la Guerra y del Comentario a Habacuc, presentes en la biblioteca de Qumram disparan flechas de odio contra los romanos, ocupantes extranjeros, y contra «los últimos sacerdotes de Jerusalem», que cedían ante la corrupción. Los sectores próximos a los fariseos se inclinaban, en cambio, por una mayor precisión en el cumplimiento de los deberes religiosos.
Los datos que las pacientes investigaciones han podido reunir, nos revelan que la opinión entre los judíos no era unívoca, salvo en ese punto clave de anhelar la restauración de Israel. Los herodianos, poderosos en dinero e influencia, aspiraban a defenderse de Roma mediante el refuerzo de la autoridad del rey. Los saduceos aspiraban a conservar la verdadera fe reduciéndola a un mínimo de exigencias. Los fariseos creaban un mundo aparte. Y más allá de estas corrientes, que se movían dentro de la ley, estaban los extremistas que podemos englobar dentro del calificativo común de zelotes.
2. Al filo de la muerte, Herodes el Grande había tomado algunas disposiciones en relación con los tres hijos destinados a sobrevivirle: Arquelao, el mayor, hijo de Malthake, la samaritana, retendría el título de rey, pero Antipas que prefería ser llamado Herodes, gobernaría en Galilea y Perea, y Filipo la Gaulanitide, Traconitide, Batanea y Banías, gozando de cierta autonomía en sus decisiones. Salomé, la hermana y consejera, retendría el gobierno de tres ciudades con un depósito de 500.000 dracmas. Tales disposiciones no podían considerarse efectivas hasta que Roma las confirmase haciéndolas suyas. Arquelao preparó su viaje a la capital del Imperio anunciando que, a su retorno, los impuestos serían rebajados. Antipas decidió acompañarle.
Las cosas no se presentaban demasiado fáciles. El anuncio de la muerte de Herodes había provocado fuerte reacción en Jerusalem, donde los fariseos presentaban a Judas y Matatías como mártires, reclamando el castigo de los consejeros que decidieran su muerte. Arquelao pidió a Quintilio Varo el envío de refuerzos y una legión vino a instalarse de modo permanente en Palestina. Cuando el aspirante a rey subió al barco que debía conducirle a Roma, dejaba tras de sí dos consecuencias; un reguero de sangre, fruto de sus represalias, y una guarnición romana frente al Templo de Jerusalem. Un jefe de publicanos, Sabino, representante de las grandes empresas, instalado en el palacio de Herodes, estaba organizando ya la gran oficina encargada de canalizar los impuestos, que no iban, naturalmente, a ser disminuidos.
Augusto recibió a ambos hermanos, escuchó sus peticiones, se informó del testamento de Herodes, pero demoró la respuesta: una comisión que presidiría el nieto del emperador, hijo de Agripa, Cayo César (que falleció el mismo año) se encargaría de proponer la mejor solución para Palestina. Había, en este gesto, una afirmación: Roma tomaba las decisiones sin limitarse a confirmar lo que otros decidieran, sin que esto significara dejar de tener en cuenta los servicios prestados. El Sanhedrin confirmaba esta tesis enviando de nuevo una copiosa delegación a solicitar nuevamente que se restaurara la plena autoridad religiosa del Templo asumiendo directamente el Imperio la autoridad temporal. Según Josefo fueron cinco mil los judíos de la Diáspora que se sumaron a la petición que es congruente con la que, según el IV Evangelio, «respondieron (a Poncio Pilato) los príncipes de los sacerdotes: nosotros no tenemos más rey que al César» (Jn. 19, 15).
Llegaron a Roma, desde Palestina, pésimas noticias de revueltas. Un esclavo de Herodes, que respondía al nombre de Simón, proclamándose rey, pasó Jericó a sangre y fuego. Estallaron otros brotes en Judea, y también en Galilea. Quintilio Varo decidió que era necesaria su presencia en Jerusalem, al mando de sus tropas, de modo que la rudeza del castigo sirviera de saludable ejemplo: dos mil cruces, siempre según la noticia de Flavio Josefo, adornaron el camino de su particular ascenso a la ciudad santa. Los habitantes de Séfora, aldea cercana a Nazareth, que acogieron a otro rebelde, hijo de Ezequías, fueron, sencillamente, vendidos como esclavos: su solar, esquilmado, serviría luego a Antipas para fundar una aldea de gentiles. Hay razones para suponer que los daños causados en este momento por la intervención del procónsul de Siria, no fueron inferiores a los que se producirían el año 70.
Sopesando cuidadosamente noticias e informes, el emperador llegó a una conclusión: no convenía a Roma en estos momentos la anexión directa de un territorio tan conflictivo, estando vigente el estatuto de religión lícita; tampoco era conveniente prolongar el poder que Herodes tuviera. En consecuencia, dividió el reino, rebajando además la categoría de sus gobernantes: Arquelao, con título de etnarca, gobernaría Judea, Samaría e Idumea; si sus méritos le hacían acreedor, se le podría dar más adelante título de rey. Herodes Antipas y Filipo tendrían el gobierno que su padre les asignara, con rango de tetrarcas y dependiendo directamente del procónsul de Antioquía. Gaza, Hippos y Gadara fueron reconocidas como polis, dotadas de autonomía administrativa e igualmente dependientes del procónsul. De este modo la unidad del reino se había esfumado y las guarniciones romanas instaladas en varios puntos estratégicos revelaban lo que Palestina había llegado a ser: un territorio sometido a ocupación militar.
Diversa fue la suerte de los tres hijos de Herodes, sin que ninguno disfrutara del tranquilo ejercicio del poder. Arquelao, que gobernó únicamente hasta el año 6, se hizo famoso por su injusticia e impiedad. Hizo del Sumo Sacerdote un funcionario más de su reino, al que podía designar y relevar. Depuso sucesivamente a Joazar y a Eleazar, que pertenecían a la estirpe de Aaron, y los sustituyó por cierto Jesús, hijo de Sie, sin preocuparse de las denuncias que se presentaban contra su legitimidad. Ya no disimulaba, como su padre: se sentía ante todo idumeo, en parte samaritano, árabe barnizado de helenismo y, en definitiva, libre de las ataduras de la Ley. Una embajada del Sanhedrin aportó a Augusto pruebas al parecer tan contundentes que bastaron para que el emperador dispusiera la prisión y confinamiento de Arquelao en Vindobona (actual Vienne) en las Galias, donde no tardó en fallecer.
Filipo se encontró al frente de un territorio menos conflictivo por la escasa población judía: las tensiones de Galilea o de Jerusalem sólo le alcanzaban de forma indirecta y de este modo pudo gobernar hasta su muerte acaecida el año 33 o 34. De su padre había heredado la voluntad de helenizar sus dominios: al reconstruir Betsaida la llamó Julia, en honor de aquella hija de Octavio casada con Tiberio. En Banías, donde nace el Jordán, levantó otra Cesarea, aunque los indígenas preferían seguir llamándola Panías, en honor del dios Pan.
En las fuentes cristianas Antipas es llamado sencillamente Herodes. Amigo personal de Tiberio, a quien proporcionaba informes confidenciales acerca de la conducta de sus oficiales, edificó en su honor la ciudad de Tiberíades, que aún se alza a orillas del lago de Genezareth. Los judíos se negaron a establecerse en ella porque una parte del solar correspondía a un antiguo cementerio. A diferencia de sus hermanos trataba de mostrarse respetuoso con las costumbres y leyes de Israel aunque no estaba dispuesto a someterse a ellas. Su matrimonio con una hija de Aretas IV respondía a los intereses de la política romana pues sujetaba mejor las relaciones con los nabateos. El año 28 realizó uno de sus acostumbrados viajes a Roma, en donde encontró a una hija de aquel Aristóbulo, el Asmoneo, que en tiempos se proclamara rey, llamada también Herodías. Estaba casada con un pariente que, por la insistente monotonía de los nombres, se llamaba Herodes Filipo aunque no debe confundírsele con el tetrarca de Traconitide. El hombre y la mujer decidieron unir sus vidas despidiendo a sus respectivos cónyuges; contrajeron un matrimonio escandaloso a los ojos de Israel. Ése es el que, con palabras terribles, Juan el Bautista le reprocharía, atrayendo sobre sí la muerte.
3. El emperador pareció finalmente acomodarse a las peticiones que le hicieran los judíos. Manteniendo en sus funciones al Sumo Sacerdote y a los dos Sanhedrines, encargó el gobierno de Judea, Samaría e Idumea a un «procurador» de rango ecuestre, dotado del «ius vitae necisque». Al mismo tiempo la provincia de Siria era pasada de «pro-consular» a «imperial», sustituyendo P. Sulpicio Quirino a Varo a quien se encomendaba una misión más alta, la conquista de Germania y la rectificación de las fronteras. Con Quirino vino el primer «procurador», Coponio. Se iniciaba un tiempo: por vez primera un funcionario romano iba a ejercer la potestad suprema en la santa ciudad de Jerusalem.
La fuerza militar permanente de que iba a disponer el procurador estaba formada por cinco cohortes y un ala de caballería, en total alrededor de 3.000 hombres. Coponio fijó su residencia en Cesarea Maritima, subiendo ocasionalmente a Jerusalem, cuando circunstancias especiales aconsejaban su presencia; de este modo se daba la impresión de que el Templo seguía siendo centro de la vida. Ahora este funcionario de segundo grado iba a disponer el nombramiento y cese del Sumo Sacerdote. Las vestiduras litúrgicas quedaron depositadas en la Torre Antonia, bajo custodia de los soldados romanos. Eran enviadas al Templo para las ceremonias. Importaba mucho a ambas partes que el sacrificio no se interrumpiera.
Entre otras misiones, Coponio tenía una muy especial, la de levantar un censo con fines fiscales, verdadero «empadronamiento». La disposición tomada por Quirino, se aplicaba a todos los territorios dependientes de la provincia de Siria y no afectaba a los sentimientos religiosos de los judíos. Para hacerla más llevadera, el procurador había dispuesto la restauración de Joazar en el Sumo Sacerdocio, enmendando así uno de los daños causados por Arquelao. Como todo sistema de impuestos, el censo de Quirino provocó inquietud. En Gaulanitide se produjo una revuelta, a cuyo frente se hallaba Judas de Gamala, llamado «el Galileo», que contaba con el asesoramiento de un fariseo llamado Sadoq. Josefo aplica a este Judas los peores epítetos. La revuelta concluyó con la derrota y muerte de este promotor, pero el movimiento por él creado, los zelotes le sobrevivió. Este grupo y el término empleado, que en estricto sentido puede indicar que se trata de personas movidas por «el celo de Dios», resultan bastante oscuros. Se trataba, seguramente, de grupos fanáticos, esto es, de aquellos que convierten su propia fe en motor de odio hacia quienes no la comparten. Josefo nos da de los zelotes dos citas literarias. Entre los investigadores modernos, que tratan sobre todo de defender el moderno Estado de Israel, es frecuente hallar una opinión laudatoria.
Los zelotes eran rigurosos en el cumplimiento de la Ley, como los fariseos, afirmando que Dios, único y Padre, es Señor asimismo de la guerra. Incorporaban la liberación nacional a su doctrina religiosa lo que les llevaba a considerar la colaboración con los romanos como un pecado especialmente grave. El nombre tiene su paralelismo en el término arameo qan’anai-ha, que significa celoso o celador y que originó en griego el neologismo kananaioi de donde procede la forma latina deficiente de cananeo. Hay, entre los apóstoles de Jesús, un Simón a quien una vez se apoda el zelote y otra el cananeo.
Otros investigadores insisten en destacar las coincidencias que se producen entre los escasos datos que poseemos acerca de los zelotes y algunas de las doctrinas de los cenobitas de Qumram, especialmente el odio a los kittim. Zelotas y qumranitas van a participar luego en la gran revuelta del 66 al 73 en la que halló la muerte un hijo de el Galileo, llamado Menahem. El cenobio se extinguió inmediatamente después.
Coponio gobernó hasta el año 9. Le sucedieron, por este orden, Marco Ambíbulo (9-12), Antonio Rufo (12-15) y Valerio Grato (15-26). Este último no sólo fue el más duradero, sino, de acuerdo con las fuentes judías, el más importante. Él depuso al Sumo Sacerdote Hanna (es el Anás de las fuentes cristianas) sustituyéndole cierto José, apellidado Caipha. Los judíos siguieron tratando a Hanna con la misma deferencia que cuando ostentaba el supremo oficio. La administración romana no trajo, como esperaban los enemigos de Herodes, una mayor libertad de movimientos para el Sanhedrin y las autoridades del Templo; sí, en cambio, un mayor rigor en la percepción de los impuestos. Además de las contribuciones directas que devengaba la tierra (tributum soli), y de las que gravaban a las personas (tributum capitis) los romanos se mostraron muy hábiles para establecer impuestos indirectos, campos de acción para las lucrativas publica que tantas veces hemos mencionado. Nadie, ni siquiera en los sectores más espiritualistas, escapaba a las esperanzas de una liberación política que algunos presentaban ya como inmediata.
Una estela de piedra, hallada en Cesarea Maritima, nos pone en contacto directo con ese quinto procurador de Judea, Poncio Pilato (26-36). De origen samnita, se ha supuesto que formaba parte del equipo de fieles al prefecto del pretorio, L. Aelio Sejano, siendo emperador Tiberio. Filón le describe como violento, venal, codicioso y altanero. Inmerso, como sus antecesores, en una atmósfera bien cargada, desconfiaba de los judíos, a los que probablemente odiaba: tenía de su religión un conocimiento superficial y, como buen romano, tendía a considerarla como una superstición, esto es, supervivencia, propia de bárbaros. Cuando subió por primera vez a Jerusalem para instalarse en la Torre Antonia, hizo que sus soldados desplegasen las insignias con la imagen divina del emperador. Los judíos protestaron, considerándolo idolatría y el procurador, mejor informado, cedió ordenando que se plegasen los estandartes. En fechas posteriores imprecisas se registraron dos incidentes: obligó a que se entregase dinero del tesoro del Templo para invertirlo en la construcción de un acueducto entre Jerusalem y Betlehem alegando —lo que era en gran medida cierto— que el Templo iba a ser beneficiario principal de esta obra; más tarde hizo colocar escudos dorados con el nombre de Tiberio sobre los muros del palacio de Herodes. Pilato será el encargado de emplear su poder, «ius gladium» para ordenar la crucifixión de Jesús de Nazareth. La fecha más probable para este acontecimiento decisivo es el año 29.
4. Los años de la década de los 30 a los 40 del siglo I, cuando se produce el nacimiento de la Iglesia cristiana, todavía muy vinculada al judaísmo, presencian en Roma la oscura tragedia que liquida la propaganda montada por Augusto en torno a la honestidad y filantropía al servicio del Imperio. Se descubre la conjura de Sejano para eliminar a los parientes del emperador y convertirse él mismo en su sucesor y el culpable es ejecutado con toda su familia. A Tiberio quedan únicamente dos parientes, un paranoico, Cayo Germánico a quien los soldados llamaron Calígula por sus sandalias demasiado grandes, y un tartamudo Claudio, que exageraba sus defectos para evitar la violenta eliminación. Herodes Agripa, hermano de aquella Herodías que pidiera a su marido la cabeza de Juan el Bautista, figuraba entre los amigos de confianza de Calígula. Pilatos se hallaba en la lista de sospechosos.
En estas circunstancias, el año 35, surgió en Samaría un nuevo cabecilla del zelotismo, que arrastró en pos de sí a mucha gente anunciando que iba a proclamar el reino de Israel en la montaña de Guerizim. El procurador decidió adelantarse a los sucesos, hizo ocupar el monte y causó muchas víctimas entre los rebeldes. Vitelio, que gobernaba en Antioquía, recibió a un tiempo tres noticias: la protesta de los samaritanos por la crueldad con que Pilato estaba procediendo; la guerra que Aretas IV había emprendido para vengar el repudio de su hija; una orden del emperador para que ayudara en esta coyuntura al tetrarca Herodes. Depuso entonces a Pilato enviándole a Roma para que diera cuenta de sus actos al emperador. Pero Trajano murió (16 de marzo del 37) antes de que el procurador llegara a su presencia. Perdemos el rastro de Poncio Pilato.
De este modo se cerraba una primera etapa, de organización de la procuradoría de Judea. Aquellos treinta años habían servido para hacer de Cesarea Maritima la capital administrativa de un territorio con tres distritos, importante desde el punto de vista militar y también del mercantil. La principal preocupación de los primeros procuradores había sido evitar las rebeliones; no tenían fuerzas suficientes para someterlas de modo que tenían que recurrir a la autoridad superior de Antioquía, dando la sensación de que no eran capaces de mantener la paz. Efectuado el censo la administración romana estaba en mejores condiciones para percibir los impuestos, por medio de las publica que establecieron dos oficinas principales, una en Cafarnaum, al lado del puerto, y la otra en Jericó donde se menciona a cierto Zakkai, jefe de publicanos, extraordinariamente rico. Los procuradores tenían que realizar maniobras incorrectas para disponer de fondos. Todos los impuestos de la procuraduría pasaban al Fisco, esto es, al tesoro del emperador.
Se habían reservado al procurador las causas criminales sobre las que las autoridades judías carecían de jurisdicción. El Sanhedrin seguía ostentando la suprema autoridad religiosa, que se extendía a muchas cuestiones que hoy juzgaríamos puramente civiles, incluyendo en ella también a los moradores de la Diáspora. Mal delimitados los ámbitos de jurisdicción, los romanos consentían muchas veces a las autoridades locales administrar justicia, porque ellos carecían de medios. En casos en que se produjera profanación del Templo, el Sanhedrin, compuesto ahora por 70 o 71 miembros, tenía poderes para dictar una sentencia de muerte, aunque ésta debía ser confirmada por el procurador antes de que pudiera ejecutarse. Dentro del Sanhedrin, que los griegos consideraban como una Boulé, los tres sectores, sacerdotes, levitas y jajanim (escribas o doc tores de la Ley) formaban grupos diferenciados. Aunque el Sumo Sacerdote tenía derecho a presidir cuando asistía a las reuniones, el Sanhedrin contaba con presidente propio, de la estirpe de Hillel, como fueron Gamaliel el Viejo o su hijo Simón.
No puede decirse que, en esta primera etapa, hubiese resistencia al poder romano; las clases altas se acomodaron bien a la situación y las noticias de los evangelistas parecen indicar un buen entendimiento entre el Templo y la Torre Antonia. Sin embargo, se estaban produciendo tres motivos de descontento: los soldados, que eran auxiliares reclutados en diversas partes, despreciaban y maltrataban a la población; los abusos de los publicanos hacían aun más gravoso el peso de los impuestos; y la custodia ejercida sobre las vestiduras litúrgicas se interpretaba como una especie de profanación.
Con la muerte de Tiberio la influencia de Herodes Antipas llegó a su fin. Sus parientes en Roma gozaban en cambio de gran influencia. Berenice, hija de Herodes, había casado con Alejandro, hermano del filósofo Filón, que aparecía como una especie de cabeza de la politeuma alejandrina. Mariamme lo hizo con otro de estos dirigentes llamado Demetrio. Pero ninguno tan influyente como Agripa, compañero de estudios del joven Cayo César Calígula que ahora sucedía a Tiberio. Habiendo muerto Filipo, el nuevo emperador entregó sus dominios a este joven, al que otorgó además el título de rey. Esto no afectaba a la procuradoría de Judea, en donde se suceden Marcelo (36-37) y Marullo (37-41) sin dejar huellas, ni a los de Antipas. Pero Agripa preparó su viaje a Palestina con la pompa propia de los reyes como si fuera ya el continuador del gran Herodes. En Alejandría (verano del 38) tocado con las insignias reales pretendió ejercer autoridad también sobre los numerosos judíos que en aquella ciudad residían.
Sus parientes, Antipas y Herodías, se sintieron alarmados: parecía que el título de rey colocaba al tetrarca de Galilea bajo su dependencia. La mujer convenció al marido de que les convenía ir a Roma, recordar los servicios prestados y obtener garantías. Pero antes que ellos llegaron al emperador las denuncias que Agripa, por medio del liberto Fortunato, tan influyente, le enviaba: de acuerdo con ellas, el tetrarca había conspirado en favor de Sejano, manteniendo además contacto con los partos, enemigos de Roma. Calígula envió a la pareja a pudrirse en un lugar olvidados de las Galias. Era el año 40. Quedaban a Calígula pocos meses de vida y de locura. Los dominios que fueran de Antipas pasaron a manos de Agripa.
5. Las protestas alejandrinas tuvieron consecuencias desfavorables para los judíos, a los que era fácil presentar como enemigos del Imperio. Calígula proyectaba introducir cambios sustanciales en la estructura política abandonando el sistema del Principado para entrar en una basileía de carácter divino, unificadora. Aunque no podía sentir la menor inclinación hacia este programa, Agripa decidió mantenerse firme al lado del emperador, moderando sus ímpetus. Nieto de Herodes el Grande y de Mariamme, se sentía heredero de la legitimidad de los Asmoneos y aspiraba, sin ninguna duda, a restablecer la unidad del reino cuidando de su prosperidad. No carecía de partidarios. Pero los problemas eran ya muy serios. El reinado de Calígula había significado en Palestina un giro hacia la revuelta al parecer irreversible.
Avidio Flacco, prefecto de Egipto, reclamó de los judíos un gesto de lealtad: debían participar en el culto y los sacrificios que se ofrecían al «genus» del emperador. Ellos se negaron invocando las disposiciones renovadas por Julio César que les reconocía el estatus de una «religio licita». Para un romano era difícil entender por qué declaraban incompatibles sus creencias con aquel acto de fidelidad y reconocimiento del emperador. Una delegación, presidida como dijimos por Filón, fue enviada a Roma; el filósofo dejaría constancia de ella en su Legatio ad Caium. También los griegos alejandrinos despacharon una embajada que presidía Apión, el personaje mencionado en el escrito de Flavio Josefo rebatiendo los alegatos de éste. Calígula escuchó a ambas partes absteniéndose de tomar entonces ninguna decisión.
Pero en Palestina la cuestión se presentó bajo tonos muy diferentes. Un publicano, Erennio Capiton, denunció que en la pequeña ciudad de Jamnia (Yabné) los judíos habían destruido un altar dedicado al emperador. Calígula, encolerizado ordenó entonces no sólo que el altar fuera restaurado sino que una imagen suya, con atributos divinos, fuera entronizada en el Templo de Jerusalem. El nuevo legado imperial en Siria, P. Petronio, comprendió que esta disposición, para cuyo cumplimiento le sería necesario disponer de abundantes solados, podía convertirse en una señal para la rebelión. Decidió ganar cuanto tiempo le fuera posible; en consecuencia escribió a Calígula que había encargado la obra a los fundidores de Sidón que eran los mejores, aunque la calidad del trabajo requeriría un plazo largo.
Gran número de judíos había comenzado a concentrarse en Ptolemaida y Tiberías preparando la gran protesta. El año 40 los ánimos estaban muy exaltados. Las autoridades romanas temían que el alzamiento, de producirse, contagiara a las ciudades de la Diáspora pues no se hallaba en juego una cuestión simplemente política sino que afectaba a la identidad misma del Pueblo de Israel. El asesinato de Calígula (24 de enero de 41) proporcionó un compás de espera aunque no apaciguó los ánimos de los exaltados. Claudio, el tartamudo, iba a presidir los destinos de Roma durante trece años (41 al 54) mostrándose como moneda de dos caras: por una parte aparecía como el gobernante prudente, conocedor de los problemas y capaz de aplicar las soluciones acertadas; por otra era el hombre débil ante las mujeres de su propia familia que se burlaban de él y repartían despojos del poder. Claudio restableció las leyes protectoras de los judíos, pero les expulsó de Roma, para evitar alborotos que, según Suetonio, se habían producido a causa de la aparición de los cristianos; castigó también a los que ejecutaran violencias contra los judíos en Alejandría. Herodes Agripa había participado directamente en los sucesos que le permitieron alcanzar la púrpura.
Por agradecimiento o por convicción, el nuevo emperador decidió establecer el reino de Israel como estaba en la época de Herodes el Grande, utilizando a su nieto como instrumento para la pacificación y la defensa. Suprimió en consecuencia la procuradoría de Judea, Samaría e Idumea que volvieron a ser provincias del reino. Previamente Herodes Agripa había sido elevado al rango de «proconsular» a fin de que pudiera ejercer sus funciones sobre una doble base. El reino se restauraba pues en una persona que, ante todo y sobre todo era «romana». Compañero de orgías de Druso, endeudado como todos los jóvenes aristócratas, protegido por Antonia la Mayor, aquella hija de Marco Antonio y sobrina de Octavio, que pagó varias veces sus cuentas, incurso en las suspicacias de Tiberio y exaltado al trono por Calígula, se convertía ahora en una pieza clave para la reestructuración de la frontera oriental que a Claudio preocupaba.
Antes de regresar a Palestina hizo su correspondiente subida al Palatino ofreciendo, como buen magistrado, el sacrificio debido al «genius Augusti». En la tradición judía, sin embargo, figura con una opinión favorable mostrándole preocupado sobre todo por el bienestar de la nación. También él, con más evidencia que Claudio, tendrá que enfrentarse con la cuestión cristiana en Jerusalem pues esa década de los años 40 del siglo I indica un crecimiento rápido de la nueva religión. Parece que su decidida actitud en esta cuestión favoreció que los judíos le recibieran bien.
6. La nación judía dominaba ya, en el Cercano Oriente, un amplio espacio territorial dentro del cual se mantenían los samaritanos como en una isla, en torno al santuario de Guerizim. Aunque las cifras que proporciona Flavio Josefo son exageradas, puede admitirse que Palestina era entonces una región muy poblada. La Mishná posterior dirá de ella que estaba dividida en tres sectores, Perea, Galilea y Judea con notables diferencias entre sus moradores en los aspectos religiosos. Los autores greco-latinos situaban ya a Jerusalem entre las ciudades grandes del ecúmene romano pues en ella estaba el eje de la vida intelectual. La segunda en orden de importancia era Jericó. Amatus en Transjordania y Perea en el país de los nabateos también merecían mención. Galilea, que había alcanzado buena densidad de población, contaba con mayoría de judíos.
Innumerables peregrinos subían a Jerusalem en las grandes festividades, dando la sensación de muchedumbres. Aquí seguían enseñando los grandes maestros como Simeón ben Gamaliel y Yojanán ben Zakai, que continuaban la lista de los sabios de tiempo pasado. También Jesús de Nazareth, aunque de manera esporádica, había enseñado en el Templo. Desde la época de Herodes se había adoptado la práctica de cambiar con frecuencia los titulares del Sumo Sacerdocio: Caifás (18-36) y Jananyá ben Nedebai (47-52) pueden considerarse excepcionales. La norma es que permaneciesen un año o apenas unos meses en el oficio. Algunas familias sacerdotales se repartían los cargos más lucrativos, dando la sensación de que constituían una oligarquía: los Beto procedían de Alejandría; los Hanan dieron a Jonathan ben Hanan y a Hanan ben Hanan; los Fiabi disputaban su influencia a las otras dos.
Jerusalem mantenía relaciones muy vivas con los judíos de la Diáspora, que recaudaban entre ellos el medio siclo para el Templo y viajaban con frecuencia para lucrar los beneficios de la peregrinación. Muchos jóvenes hacían larga estancia en la ciudad para recibir las enseñanzas de los grandes maestros. Tal es el caso de Saulo, venido de Tarso para formarse «a los pies de Gamaliel» como él mismo recordaría. Estos judíos de la Diáspora que se hacían notar por su número, hablando griego, eran calificados normalmente de «helenistas» y actuaban como transmisores de la cultura griega. Reflejaban indirectamente los beneficios que la larga paz romana estaba produciendo, especialmente a las empresas mercantiles. Sin embargo, Palestina sufría perjuicios a causa de los frecuentes disturbios, ya que la agricultura —trigo, viñedo, olivar— y la ganadería eran los medios fundamentales de vida. Huertos bien cuidados recibían daño de los soldados. Una minoría de ricos, algunos de los cuales podrían calificarse de opulentos, ejercía la dirección de los asuntos.
Puede decirse que la fuerza del judaísmo, antes de la ruina del Templo, radicaba ya en la Diáspora: el desarrollo del comercio forzaba una emigración que iba cada vez más lejos, impulsando además un proselitismo que llegaría a hacerse importante antes de que le suplantaran las misiones cristianas. La comunidad de Babilonia, con amplias conexiones en Asia, era la única que permanecía fuera del ámbito de poder romano. Había judíos en todo el valle del Nilo, hasta Assuán, aunque la politeuma de Alejandría actuaba como su cabeza, y también de Berenice y de Cirene. La documentación detecta la presencia de judíos en Siria, Asia Menor, Chipre, Creta, Delos, Melos, Grecia, Roma e incluso España aunque aquí el número fuese todavía muy reducido. Aunque desempeñaban una gran variedad de oficios —en Egipto la agricultura seguía siendo actividad primordial— la artesanía parece haber predominado. Pasado el peligro que significara Calígula, se había regularizado el estatus jurídico de los judíos que estaban exentos de obligaciones religiosas aunque no de la obediencia a las leyes.
Caracterizaba a la vida judía el monoteísmo más riguroso. De ahí el escándalo que significaban los cristianos al afirmar la divinidad de Jesucristo y la existencia de tres personas en ese único Dios, Yahvé. Algunos judíos abandonaban su fe para integrarse en la vida común, pero no se registra la existencia de desviaciones que pudiéramos calificar de herejías. Al desaparecer el profetismo, que hablaba en nombre de Dios, se incrementó la creencia en los ángeles, intermediarios entre Dios y los hombres y también la noción de que una gran batalla debía librarse entre el Bien y el Mal. Pero en la Torah se hallaba la clave definitiva; podían producirse debates en torno a las interpretaciones y gestos que podían derivarse de la misma, pero en modo alguno discutir o modificar su texto. La observancia de la Torah era la que daba su sentido a la vida del hombre.
Junto a la Torah se desarrollaba la Halakhah, es decir, la Tradición, ley oral que se refiere a las formas mediante las cuales el cumplimiento de aquélla puede alcanzarse con más precisión. Con el tiempo llegaría a convertirse en el gran cuerpo de doctrina práctica. Se enseñaba a los niños la lectura desde edad muy temprana para que pudiesen acomodarse a ella. Se remontaba a la memoria de los zugot. Por eso el Talmud llegaría a decir que «cuando murió raban Gamaliel el Viejo, dejó de existir la gloria de la Ley». En la memoria cristiana, Gamaliel ocupa también un puesto. Zakai, como veremos, será el encargado de recoger la herencia del hillelismo. La principal acusación que se dirigirá contra San Pablo, también desde algunos sectores cristianos, será la de quebrantar las normas halákhicas para hacer más accesible la doctrina a los gentiles.
La institución de la sinagoga puede considerarse como resultado final de un gran movimiento de cambio: en ella se enseñaba a orar, estudiar y tener vida en común, con una predisposición al sacrificio personal; antes perder la vida que renegar de la fe. Las esperanzas de restauración nacional estaban unidas a la misión universal que se asignaba al judaísmo ya que todos los pueblos, según la promesa, estaban destinados a poner su mirada en Jerusalem. Los Imperios que se suceden, según el Libro de Daniel, no hacen otra cosa que prefigurar ese tiempo de plenitud en que el Mesías era presentado, unas veces como rey de Israel y otras como soberano salvador para todas las naciones. El cristianismo nació y creció en este ambiente; la Diáspora hizo posible su prodigioso desarrollo. También para un cristiano, con mayor radicalidad todavía, la pérdida de la vida debía preferirse a cualquier atentado contra la fe.
El mundo romano estaba preparado por misioneros judíos que habían venido difundiendo su religión. Sus actividades preocuparon ya a Tiberio que, el año 19, abrigó incluso el proyecto de prohibir su residencia en Roma. La desintegración del paganismo, reducido a ser un conjunto de ceremonias en torno al orden político, facilitaba la penetración del monoteísmo judío, que aparecía provisto de mayor fundamento intelectual. Ese proselitismo despertó una animadversión hacia los judíos que comenzaron a ser calificados de «enemigos del género humano». Varron, sin embargo, elogia en los judíos que destierren las imágenes y un pequeño folleto anónimo, De sublimitate, contiene elogios del Génesis y de Moisés. Pero la postura normal es la de Tácito y Apión: el judaísmo era presentado como un peligro muy grave para la existencia del Imperio. El crecimiento del cristianismo, que los romanos al principio diferenciaban mal de sus orígenes judíos, atraería hacia él las persecuciones, operando además en el sentido de una restricción en el proselitismo judío.
Predominaba, en aquellos años de tensión, el atractivo de la literatura apocalíptica porque trataba de descubrir los secretos del mundo de los cuales depende el futuro. El Libro de Enoch proporciona la visión trascendente de un Hijo del Hombre que establecerá la justicia universal, mientras que los fragmentos conservados de la Ascensión de Moisés anuncian ya el término de la lucha en que Dios vencerá a Satán. No es extraño que el mensaje cristiano contuviera referencias a estas ideas que estaban en el aire. La abundante literatura que se produce en la Diáspora emplea siempre el griego como idioma; los judíos le daban preferencia sobre el latín. Pero esto no significa que tales obras sean una aportación más al helenismo, realizada por autores judíos; sus temas están siempre relacionados con el judaísmo. Esto sucede también con los historiadores, Flavio Josefo y Justo de Tiberíades, que escriben sólo acerca de Israel. Cuando Teódoto trata de imitar a Homero escoge como tema de su poema épico las hazañas de los hijos de Jacob. Y el dramaturgo Ezequiel pone a uno de sus dramas el sugerente título de Éxodo. Los postreros libros de los Macabeos apuntan a buscar una comparación entre judaísmo y helenismo para demostrar así la superioridad del primero.
7. Herodes Agripa intentaba el retorno a los mejores tiempos de su abuelo, presentándose a sí mismo como pacificador de una comunidad integrada plenamente en la «pax romana». Subió al Templo para cumplir ostensiblemente los ritos dispuestos por la Ley y buscó la colaboración con los fariseos. Había concertado el matrimonio de su hija Drusilla con un hijo del rey de Commagene, sirviendo de este modo los intereses de Roma, pero cuando el novio se negó a ser circuncidado, deshizo el compromiso. De acuerdo con las instrucciones de Claudio, se ocupó preferentemente de la defensa, ampliando las murallas de Jerusalem para englobar el barrio en que se hallaba la piscina de Betesda, y proyectó incluso una conferencia de reyes fronterizos para adoptar comunes medidas de defensa. El año 42 o 43 tomó las primeras medidas contra los cristianos, dando muerte a Jacobo, el hijo de Zebedeo, esto es, al apóstol que ahora se venera en Santiago de Compostela.
Los resultados finales de esta política no llegaron a percibirse pues falleció prematuramente el año 44; las fuentes judías coinciden con las cristianas en descubrir un designio de Dios en esta muerte. Para Claudio la desaparición de Agripa constituía un percance serio: quedaban de él un varón demasiado joven, Marco Julio Agripa, y tres mujeres, Berenice, casada con un pariente que gobernaba un minúsculo territorio en el Líbano, Mariamme y Drusilla. Aunque a Agripa II se reconocieran honores reales, el emperador decidió restablecer los procuradores en Judea; éstos daban cuenta de sus actos al legado de Antioquía o al emperador en Roma. En Antioquía fue donde, por primera vez, los discípulos de Jesús comenzaron a ser llamados cristianos.
Flavio Josefo anota que los procuradores de esta segunda etapa se mostraron menos comprensivos y más rapaces: se tiene, en consecuencia, la sensación de que, desde Roma, se estaban difundiendo criterios de mayor dureza. Cuspio Fado (44-46) y Tiberio Alejandro (46-48) —este último era sobrino del filósofo Filón y, por tanto, hebreo— mantuvieron la línea de respeto a las costumbres judías y al sacrificio en el Templo. Pero Cuspio tuvo que enfrentarse ya con revueltas armadas que le obligaron a medidas de represión. Tiberio Alejandro dispuso, por vía de ejemplo, que dos hijos de Judas «el Galileo» llamados Jacobo y Simón fueran públicamente crucificados. Desde el año 48 fue procurador de Judea Ventidio Cumano. Cuando Agripa II, el año 50, alcanzó la mayoría de edad, la situación no varió. Al rey se reconocía únicamente una especie de jefatura sobre la etnia de los judíos, pero el territorio quedaba a disposición de las autoridades imperiales.
Cada vez era más necesaria la presencia de fuerzas militares porque se sucedían revueltas de zelotes y sicarios, que convertían el terrorismo en forma principal de lucha. Eran cada vez más numerosas las víctimas entre los judíos que no se mostraban especialmente entusiasmados con la revuelta. Flavio Josefo, testigo presencial, indica los esfuerzos que los saduceos y parte de los fariseos realizaron para evitar la que, con toda seguridad, se convertiría en catástrofe. En este sentido la persecución contra los cristianos, que Agripa inició, secundado por el Sumo Sacerdote, Hanna, hijo del que mencionan los evangelistas, puede interpretarse como un intento para desviar la atención. Tuvo como consecuencia la dispersión del cristianismo que afectó de manera especial a las comunidades de la Diáspora.
Agripa intentó poner en juego las influencias de que aún gozaba en Roma para reducir los poderes de los procuradores, pero fracasó: los círculos imperiales probablemente se inclinaban en favor de las medidas de rigor contra los judíos que habían llegado a hacerse molestos incluso en la propia capital del Imperio. El rey logró, al menos, que Cumano fuera relevado a causa de la dureza con que sofocara una rebelión. Le sustituyó Antonio Félix (52-60) que pertenecía al mismo círculo de libertos y servidores de Antonia, la Menor. Se hallaba, por consiguiente, cerca de Agripa. La desmedida venalidad y concupiscencia de que hizo gala, defraudaron las esperanzas de los Sumos Sacerdotes Jonathan y Ananías: en tales condiciones era muy difícil frenar el espíritu de revuelta. Josefo llega a decir que el procurador se entendía con los terroristas para que le ayudasen a desembarazarse de sus enemigos, entre los que se hallaba el propio Sumo Sacerdote Jonathan. Lo que puede considerarse como cierto es el íntimo maridaje que entre el rey y el procurador se produjo: Félix separó a Drusilla, hermana de Agripa, de su marido para convertirla en su concubina. El rumor público afirmaba que Agripa era el amante de su hermana, Berenice, a la que encontraremos luego en concubinato con el emperador Tito.
Son estos los años de la prisión de Saulo, a quien los cristianos llaman San Pablo, el cual, conducido a Cesarea Maritima, pudo satisfacer la curiosidad del procurador, Agripa II y sus hermanas. El sucesor de Félix, Porcio Festo (61-62) se encargaría de remitirle a Roma, donde no tardaría en encontrar la muerte, lo mismo que Pedro. Aprovechando la inesperada muerte de Festo y la vacante en la procuraduría, el Sumo Sacerdote Hannah pudo juzgar y condenar, como blasfemos, a Jacobo, el «hermano del Señor» y otros dirigentes de la comunidad, recurriendo, como en el caso de Esteban, a la lapidación. El nuevo procurador, Albino (62-64) depuso de inmediato al pontífice sustituyéndole por Joshua bar Damneo. Estas persecuciones señalaron la definitiva ruptura entre judaísmo y cristianismo. El primero negó al segundo el derecho a compartir su estatus de «religio licita». A su vez los cristianos, en el momento de la insurrección, se negaron a tomar parte en ella, afirmándose rotundamente en la Diáspora y prescindiendo en la práctica de sus vínculos con Jerusalem. Aunque no estamos demasiado seguros de las fechas, puede darse por firme la noticia de que, en el 67, la grandes figuras de la Iglesia primitiva, Pedro, Pablo, Jacobo, habían desaparecido.
8. Estalló finalmente la Gran Rebelión, aquella que provocó la destrucción del Templo, anuncio de la demolición de la vieja ciudad de Jerusalem. Seis aspectos deben ser tenidos en cuenta, a fin de medir la importancia del acontecimiento. La conciencia de Pueblo elegido, sujeto a la alianza con Yahvé, que tenía Israel, chocó finalmente con la que el Imperio romano abrigaba, de ser la solución para todos los problemas. Los judíos conocían la desigualdad cuantitativa entre uno y otro pero se había despertado en ellos una fuerte esperanza mesiánica: como en otras ocasiones recordadas por la Biblia, Dios haría que los pocos, desde la Verdad, venciesen a los muchos. En la terrible contienda se enfrentaban el monoteísmo judío y la idolatría romana: si Israel era la obra de Dios, el Imperio no podía ser otra cosa que el poder de Satán. Los romanos, que habían establecido un riguroso control sobre el Templo y manejaban a su arbitrio los impuestos, estaban prestando su apoyo a la población greco-siria, como si en sus planes entrara la destrucción paulatina de Israel. El alzamiento, en consecuencia, podía considerarse como batalla por la supervivencia. Roma invocaba su papel de garantía del orden; esto era falso pues el terrorismo y el bandidaje se extendían sin que pudieran controlarlo las autoridades.
En los precedentes detectamos un trasfondo social. El malestar había arraigado entre los pobres, cargados de deudas, víctimas especialmente de una situación difícil, agravada además por circunstancias exteriores. Cuando la revuelta estalló y sus dirigentes se hicieron dueños del país, también los ricos quisieron sumarse a ella para ocupar los puestos de dirección. Pero el movimiento no se extendió a la Diáspora, de modo que no vino ninguna ayuda desde el exterior. La simpatía con que podía verse la independencia de Is rael quedaba compensada por el temor que inspiraban los extremismos. El propio Flavio Josefo, que sería contado al principio como uno de los dirigentes, acabaría poniéndose al servicio de Vespasiano. En el interior mismo de la revuelta se detectaron profundas divisiones afectando muy seriamente a la dirección de la lucha.
Es importante describir el orden de los sucesos. A través de Joshua ben Damneo el antiguo Sumo Pontífice, Ananías, recobró su influencia. Él convenció al procurador Albino para que negociara con los terroristas ofreciéndose como mediador: un intercambio entre los prisiones de los romanos y las personas secuestradas, y una indemnización a cambio de una tregua, permitieron a los sicarios llegar a la sensación de que habían obtenido una victoria. Supo Albino que iba a ser relevado —estamos ya en el año 64— y decidió rematar la operación vendiendo su libertad a los presos que no juzgó conveniente ejecutar. Dice Flavio Josefo que entonces «las prisiones quedaron vacías pero el país se llenó de ladrones».
En opinión de Tácito el último de los procuradores, Gesio Floro, con sus medidas de rigor colmó la paciencia de los judíos empujándolos a la revuelta. Es muy probable que se tratara de un proyecto deliberado: pues sólo un enfrentamiento con la rebelión sería capaz de liquidar el terrorismo. Suspendió la política de concesiones, buscó el apoyo de los sectores más helenizados de la población y de los abundantes no judíos, y trató de demostrar que Roma podía y sabía gobernar con mano de hierro. Frecuentes disturbios habían tenido lugar en Cesarea Maritima, donde los judíos reclamaban el reconocimiento de los mismos derechos que los primeros colonos asentados en ella que no eran judíos. Floro cobró a los hebreos la respetable suma de ocho talentos a cambio de aceptar sus reclamaciones; pero luego dispuso que se cumpliera la sentencia imperial (mayo del 66) que reservaba a los griegos la politeía. Muchos judíos abandonaron Cesarea para instalarse en Narbata donde no se les reducía a una posición subordinada.
Nerón, que sucediera a Claudio como emperador, estaba ahora modificando su política para instalarse en un riguroso teocentrismo: a él correspondía la divinidad. Floro reclamó la entrega de 17 talentos del oro, desde el Tesoro del Templo, para ser remitidos al divino emperador. La resistencia que los sacerdotes opusieron se convirtió en motín y las dos cohortes enviadas a restablecer el orden, fracasaron en su intento. Ahora los rebeldes, dueños del Templo habían comenzado a transformarlo en una fortaleza. Los saduceos y, en general, los sectores moderados que seguía capitaneando Ananías pidieron a Berenice que interviniera: se podía llegar a un acuerdo pactado si Agripa II acudía a Jerusalem y, con él, Cestio Galo, procónsul de Siria. Este último se negó a acudir personalmente —era merma para su dignidad— y delegó su representación en un tribuno, de nombre Napolitano. Estaban en marcha las negociaciones cuando llegó la noticia de que los zelotes, en un golpe de mano, se habían apoderado de la formidable atalaya de Masada, una de las grandes construcciones de Herodes. Estamos ya en la primavera del 66. Durante otros siete años Masada será el símbolo de la empeñada voluntad de resistencia de Israel. A ella acudirían los cenobitas de Qumram abandonando su establecimiento.
Los moderados, en su empeño por conseguir la paz, ofrecieron a los rebeldes que se suspendería la mención del nombre de Nerón en el diario sacrificio del Templo, pero ellos exigieron a Agripa que enviara a Roma mensajes de protesta en su propio nombre a lo que no se atrevió. Todos los esfuerzos para conseguir una negociación resultaron inútiles: rebeldes y terroristas, dueños de la calle, daban un sentido cada vez más político, de lucha por la independencia y menos religioso. En los combates del verano del 66 los zelotes se apoderaron de la torre Antonio acuchillando a la guarnición romana, pusieron fuego a las casas de Berenice y de Agripa II y asesinaron a Ananías. Los cristianos abandonaron el país sumido en la revuelta. Tampoco las polis se sometieron: en ellas los judíos comenzaron a ser perseguidos. El Sumo Sacerdote dispuso que se suspendiera el sacrificio que se ofrecía en nombre del emperador, pasando de este modo a la declarada desobediencia.
Cestio Galo desde Antioquía ordenó a la legión XII, de guarnición en Siria, que interviniera; uniendo a ésta sus cohortes y la guardia personal de Agripa, el procurador iba a disponer de 30.000 hombres. Con ellos subió desde la costa hacia Jerusalem tratando de tomarla por sorpresa, pero no tuvo éxito. En el repliegue hacia Cesarea los legionarios sufrieron, a causa de las guerrillas, pérdidas tan graves que se desmoralizaron. Israel parecía abandonada a su suerte, como un territorio dividido, devuelto a la independencia, sumamente frágil. Gran parte de los fariseos se mostró contraria a la revuelta, pues con ella se comprometía la existencia misma del Pueblo. Existe en nuestros días, especialmente tras las eficaces excavaciones dirigidas por Yedin, cierta tendencia a magnificar el ejemplo de Masada, como si fuera la manifestación de la resistencia judía, cuando no pasó de ser un episodio agónico de una batalla perdida: fueron los fariseos, precisamente, sustrayéndose a los efectos de la revuelta armada, los que aseguraron la pervivencia del judaísmo. Nuestras escasas fuentes literarias, Tácito y Josefo, de manera especial, nos ayudan a comprender mejor el episodio.
En el verano del 66, cuando la Gran Rebelión se consolida, se percibe la existencia de dos sectores distintos, de muy difícil colaboración entre sí. Los zelotes, protagonistas iniciales del alzamiento y responsables de la onda de violencia que le había precedido, estaban dirigidos por Simón bar Ghiora («el hijo del prosélito») y Johannan bar Levi, llamado comúnmente Juan de Giskala por ser éste el lugar de su nacimiento. Los sectores moderados seguían a Jospeh bar Gorion y al antiguo Sumo Sacerdote Hanna, que desencadenara la persecución contra los cristianos. Ambos sectores se enfrentaron en una especie de lucha por el poder, a la que no faltaron episodios violentos. Josefo (Joseph bar Matatías) que figuraba como gobernador de Galilea, cuenta que Juan de Giskala trató de asesinarle y que salvó su vida arrojándose al lago de Genesareth. También explica que el propósito del que hemos llamado sector moderado no era otro que obtener de los romanos buenas condiciones para una capitulación. Al final los extremistas impusieron su dominio, aplicando a los propios judíos los conocidos métodos del terrorismo: el propio Hanna y el hijo de Gamaliel, Simón, se contaron entre sus víctimas.
En resumen, el movimiento siguió una trayectoria de refuerzo del extremismo, apartando de su camino precisamente a los sectores religiosos. Nerón, tras comprobar que la Diáspora no ofrecía dificultades, optó por el sometimiento a la fuerza encargando a Vespasiano, el más acreditado de sus generales, la dirección de las operaciones con las fuerzas procedentes de Siria y de Egipto: total, 60.000 hombres. Vespasiano, que llevaba a Tiberio Alejandro, sobrino de Filón, entre sus oficiales, procedió con gran cautela, contando siempre con que era mayoría entre los propios judíos la que formaban los partidarios de la rendición. Así pues emprendió el sometimiento de las fortalezas, una por una: al caer Jotapata se entregó Joseph bar Matatías, a quien el futuro emperador convirtió en su cliente, pasando a llamarse Flavio Josefo. Cayeron luego Tanque, Gamala, el Tabor y Giskala. Toda Galilea estaba sometida. Era evidente que Israel no se hallaba en condiciones de resistir el poder de Roma. La crisis del 69 —asesinato de Nerón, batalla entre los cuatro pretendientes, elevación del propio Vespasiano a la púrpura— obligó a una breve suspensión. Tito, hijo de Vespasiano, asumió el mando. Junto a él estaba Berenice, la hermana de Agripa II, a la que había prometido, al parecer, tomar en matrimonio a cambio de su colaboración. Tampoco pudo conseguir la rendición de los rebeldes.
Antes de que se cerrara el asedio, uno de los grandes maestros del fariseísmo, Johannan ben Zakkai, llamado Rabban («nuestro maestro») tomó la decisión de abandonar Jerusalem llevando consigo sus libros y su doctrina. Consiguió de Tito que se le permitiera residir en Yabné, donde continuaría sus enseñanzas. Muchos recordaban que, refiriéndose a él, el gran Hillel le había calificado de «padre de la generación futura». Decisión, la suya, trascendental para el judaísmo que iba a perder el Templo pero no la sinagoga. Es preciso recordar que las dos enseñanzas que de manera especial se señalaban en ben Zakkai eran: Dios prefiere la misericordia a los sacrificios; y la continuidad del judaísmo depende de la fidelidad a la Tradición de los padres y del amor a la Torah, no de una determinada Tierra o de un Templo.
9. En la Pascua del año 70 Jerusalem quedó rodeada por los campamentos de aquellos 60.000 soldados, encuadrados en cuatro legiones y en las correspondientes fuerzas auxiliares. Esta vez no representaba a Roma un funcionario mediocre sino el hijo y heredero del emperador, Tito Flavio, a quien la propaganda posterior calificaría de «delicia del género humano». Uno de los campamentos, el mayor, se encontraba sobre el monte Scopus donde hoy se encuentra uno de los campus de la Universidad hebrea, dominando la ciudad santa; otro estaba en el monte de los Olivos, frente al Templo, al otro lado del torrente de Cedrón, precisamente en el lugar en donde la tradición cristiana situaba las palabras de Jesús anunciando la ruina de Jerusalem. El 17 del mes de Pánemos, que corresponde aproximadamente a nuestro julio, Juan de Giskala metió a sus zelotes en el Santo por necesidades de la defensa. El sacrificio hubo de interrumpirse porque el lugar había sido profanado y no precisamente por los gentiles. Giskala y sus colaboradores, Eleazar ben Simeón y Simón bar Giova, estaban dispuestos a apurar la resistencia hasta el último extremo.
Algunos historiadores tratan de rectificar los juicios excesivamente duros que Flavio Josefo, el «traidor de Jerusalem» como a veces le llaman, ha formulado contra los zelotes, así como la tendencia, lógica, a justificar su conducta y también a disculpar a los romanos. Pero no tenemos ningún testimonio que pueda contraponerse al suyo, y no estamos autorizados a sustituir sus afirmaciones contundentes por otras hipótesis. La apreciación que él refleja y que responde bien a lo que pensaban Tito y sus colaboradores es la siguiente: Jerusalem se hallaba dominada por un partido de tercos nacionalistas, asesinos de quienes mostraban moderación, dotados de valor indomable, pero usando de procedimientos terroristas para hacerse obedecer. Se preparaba pues, un holocausto semejante al de Numancia o al de Cartago y esto no convenía en absoluto al prestigio romano.
Tito no carecía de consejeros que le ayudasen a comprender los términos del problema. De una manera especial recurría a los consejos de Tiberio Alejandro que era ahora el jefe de su Estado Mayor. El judaísmo ya no era aquel reducido territorio en torno a Jerusalem, sino que se hallaba extendido por el Mediterráneo, formando parte del Imperio. De este modo la destrucción deliberada del Templo podía tener consecuencias irreversibles sobre las relaciones entre el Imperio y dicha comunidad. De ahí que el comandante romano prefiriese una capitulación que evitase los daños materiales. Los rebeldes estaban decididos a resistir a toda costa y la ciudad hubo de tomarse, barrio por barrio. El 5 de agosto de nuestro calendario, que era el noveno día del mes de Loos en aquel año 70, los soldados romanos prendieron fuego a las puertas del Templo por el lado norte y las llamas se contagiaron a los pórticos. Aquella tarde Tito convocó a sus oficiales a una reunión urgente: era de todo punto cierto que, al día siguiente, la resistencia sería aplastada; el príncipe y Tiberio Alejandro advirtieron muy seriamente a todos que el Templo, cabeza y corazón del judaísmo, tenía que ser preservado. La orden se redactó en estos términos. Josefo, que nos lo dice, estuvo presente. La tradición judía insiste en cambio, en que la destrucción del Templo obedeció a una orden concreta dada por Tito.
Durante una noche interminable, los soldados romanos se ocuparon en apagar el fuego de las puertas, aventando las pavesas para dejar expedito el camino al asalto del día siguiente. Pero el amanecer los valientes defensores judíos, a la desesperada, efectuaron una salida intentando ganar tiempo. Tito acudió y, como era su costumbre, estuvo luchando en primera fila para sostener el ánimo de los legionarios, hasta que consiguieron rechazar a los zelotes al interior del Templo; demasiado fatigado hubo entonces de retirarse a su tienda, situada en el solar vacío de la antigua torre Antonia, a fin de reponerse. La batalla no podía ya interrumpirse y, en la confusión de la lucha, un soldado romano arrojó una tea encendida por la ventana del Santo de los Santos, que comenzó a arder porque estaba fabricado con material poco consistente. Cuando Tito reapareció, gritando órdenes para que se apagara el fuego, era demasiado tarde: nadie puede escuchar en medio del tumulto que significa una operación de asalto. Subían ya las legiones por la explanada, matando a cuantos enemigos encontraban a su paso, mientras las llamas, lamiendo la madera de los viejos edificios, propagaban la destrucción devoradora. Apenas si pudieron rescatarse algunos objetos sagrados que fueron llevados al campamento. En el Arco triunfal de Tito, en Roma, que aún se conserva, hay un panel en que se reflejan como despojos de guerra el candelabro de los siete brazos (menorah), la mesa de oro y algunos instrumentos musicales.
Los vencedores profanaron el Templo, esta vez de modo definitivo. Sobre el solar del mismo, siete siglos más tarde, se elevaría la mezquita de Omar. Ni siquiera es posible saber dónde se ubicaba exactamente el Santo. De acuerdo con el relato de Josefo, Tito se había visto arrastrado mucho más lejos del punto que se había propuesto. Roma decretó la anexión directa del territorio de modo que hasta 1948 los judíos serían una nación sin tierra, un pueblo disperso por todos los caminos. Para la tradición cristiana se habían cumplido las palabras de Jesús —«no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea demolida»— clausurándose de este modo la Antigua Alianza. En la práctica lo que acaecía era una inversión en los términos: a la Diáspora correspondía ejercer el protagonismo en la existencia judía.