Una decisión importante

Pasaron tres semanas. Yo las recuerdo como las más recogidas, las más caviladas de mi residencia en San Gabriel. Los incidentes anteriores habían dejado su larva y mi cora­zón comenzaba a pudrirse.

Fue, en primer término, la muerte del agrónomo la que me enseñó a mirar la vida como un espectáculo incoheren­te. Yo lo recordaba aún conversando con Felipe acerca de su matrimonio, del alegre porvenir que lo aguardaba. Yo ha­bía sufrido, tiempo antes, la muerte de mi madre como un incurable desgarramiento, pero esta muerte vino a pausas, como corolario de una larga enfermedad, luego de haber presentado su carta de visita. El agrónomo, en cambio, ha­bía caído en un recodo del camino, con todos sus sueños a la grupa. Yo pensaba que podía haber tenido hijos, que po­día haber sido feliz, que tal vez lo merecía. Ahora se des­componía bajo una tierra extraña, sin que nadie se acordara de él. De Trujillo no había venido ninguna respuesta a la carta que enviara mi tío Leonardo. Muchas veces me acer­qué al cementerio, cuyo sosegado recinto me atraía. Era un cuadrilátero rodeado de una muralla, una cruz en cada aris­ta. El portón de madera siempre abierto invitaba al acceso. Sus goznes crujían en el silencio del campo despertando una población de pájaros salvajes. Se veían cruces inclina­das, con tristes coronas a manera de collares, y una sola lápida: la del padre de Leonardo. La muerte era bella en aquel rincón, pero era también imperdonable. Yo regresaba de esas caminatas con un gran vacío en el alma y unas ganas invencibles de maldecir el cielo.

La captura del reo, por otra parte, lejos de reconfortarme, aumentó mi congoja. Yo sospechaba que era ino­cente. La misma noche de su encierro mi tío Leonardo me pidió que acompañara al guardia al calabozo y me entregó un farol. Cuando ingresamos, el indio estaba tendido de es­paldas, las manos atadas, sobre la banqueta que corría a lo largo de la pared. El guardia llevaba un pote con chicha y un pedazo de pan. De un tirón lo hizo caer al suelo y allí lo pateó con sus botas.

—¿Así que te haces el imbécil? —gritaba—. ¡Ya verás cuando lleguemos a Santiago!

El indio solo gruñía. Una de las cocineras lo reconoció y dijo que era Seferino Trigo, sordomudo de origen. Pero nadie le prestó atención. La justicia se administraba en la sierra genéricamente. Los individuos no interesaban. Se pre­sumía que un indio había matado al viajero y era necesario conducir uno a Santiago, no importaba cuál. Los guardias eran mestizos con autoridad y odiaban a los comuneros, que eran indios sin mandato, así como temían a los blan­cos, que eran señores con poder.

La imagen de Leticia, además, se había infiltrado hasta en mis sueños. Su decisión de casarse con Tuset me llenaba de rabia, de perplejidad. Después de nuestra entrevista en el terrado la veía circular por la casa y en mis ojos el rencor estrangulaba al deseo. Había atado a su cintura el puñal de madera y no se desprendía de él ni a las horas de las co­midas, diciendo que era para «defenderse de los crimina­les». Sin embargo, yo tenía la certeza de que me temía, de que me espiaba. Julia andaba siempre a mi alrededor, siguiéndome los pasos.

En ese tiempo mi trato se redujo a Jacinto y a Alfredo. El primero estaba recuperado de su depresión y cumplía con diligencia todos los pequeños encargos que constituían el grueso de sus obligaciones: vigilar el ordeño de las vacas, ir a Mollepata por cigarrillos. Por distracción acepté que me diera clases de mandolina. Él afirmaba entusiasmado que yo tenía «condiciones». Empecé a sentir cierto placer en correr la uña de carey sobre las cuerdas. Pero pronto me aburrí, como me aburría todo lo que no se presentara a mí bajo la forma de una pasión.

Alfredo, por su parte, me preocupaba. Cada día lo veía más transparente, más tembloroso. Sus orejas parecían cás­caras de cebolla y a través de ellas se filtraba la luz. Por compasión hacia él me decidí a hablar un día con Leonardo y le dije que yo podía darles clases a sus hijos y que más tarde los enviaría a Santiago. Leonardo aceptó, luego de examinar mis libretas de estudios, donde se veían muy bue­nas calificaciones, muchas de ellas falsificadas.

Empezó, entonces, mi breve magisterio. Las clases se realizaban en el comedor, después del almuerzo. Yo les ha­blaba de historia, de geografía, de botánica, sin ninguna dis­ciplina, a medida que afloraban mis recuerdos escolares. Alfredo me escuchaba con los ojos abiertos de admiración. Ollanta, en cambio, comenzaba a jugar con las migajas y pronto se quedaba dormido. Leticia asomaba a veces al umbral, quedaba un rato obser­vándome y, haciendo una mueca, terminaba por retirarse.

En una de estas clases, hablando del imperio de los in­cas, Alfredo me preguntó si esos indios que trabajaban en la hacienda eran los mismos que habían constituido tan po­deroso reino, y al responderle yo que sí, él sostuvo que era imposible, porque los indios de antaño eran guerreros, fuer­tes, sanos, alegres y los de ahora, en cambio, estaban llenos de piojos, no tenían zapatos y solamente comían «papas y quinua».

Yo quedé desconcertado, sin saber qué contestarle. Días más tarde pensé sobre este mismo asunto y lo consulté con mis tíos. Mis preguntas les parecieron escabrosas, pues se limitaron a darme respuestas vagas o tontas. Esto me com­probó que ellos se habían convertido en los custodios de una verdad que no se atrevían a revelar, pero que yo algún día descubriría, por mí mismo, al ver cómo caían las horas allí, cólera sobre cólera.

Mi tío Leonardo, entretanto, continuaba preocupado por la suerte de su cosecha. Era el único en la hacienda que vivía plenamente los problemas de la tierra. Felipe era un mercenario, sin ningún lazo sentimental con San Gabriel. Él había trabajado en todas las provincias del Perú sin echar jamás raíces y no le costaba nada, en último término, levantar sus tiendas y partir en busca de otros horizontes; Leonardo, en cambio, antes de acostarse, cavilaba con el termómetro en la mano, y su ojo espiaba el cielo seco donde no se veía una nube.

El precio del tungsteno, además, seguía bajando. La guerra terminaba. Era curioso ver cómo vivíamos en la hacienda ese fenómeno. A miles de kilómetros de distancia de los campos de batalla, protegidos por un océano, por una selva virgen, por una cordillera, lejos de los apetitos de las grandes potencias, la guerra era para nosotros un juego de ajedrez, una esplendorosa novela de aventuras. Cuando llegaban los periódicos de Lima nos los arrancábamos de las manos para leer los grandes titulares. Había discusiones apasionadas. Felipe era partidario de los alemanes. Leonardo, en cambio, que en su juventud había soñado con París, amaba a los franceses y se le hacía agua la boca ha­blando de las francesas. Yo seguía estas discusiones adop­tando tan pronto una posición como la otra. Todos los argumentos me parecían razonables y, al mismo tiempo, ineficaces para despertar una convicción. Mi gran preocu­pación era saber de qué hablarían los periódicos cuando la guerra terminara, cómo llenarían esas enormes páginas que, desde que tenía uso de razón, había visto siempre cubiertas de batallas y de aparatos de destrucción. Jacinto, a quien hice esta consulta, me respondió con la clarividencia que a menudo lo caracterizaba:

—¡Bah!, ¡no te preocupes! Hablarán de la paz.

En esos días habían llegado nuevos huéspedes a la hacienda. Entre otros, dos hacendados que viajaban hacia el interior y el gobernador de Cachicadán. Este era un indio de pura estirpe, pero con un barniz criollo que lo hacía pintoresco. Tenía toda la dentadura de oro y usaba un her­moso poncho de vicuña. Era, además, letrado, gracioso, la­dino, terrible cuando discutía, despiadado cuando quería burlarse de alguien. Había estado en Lima algunos años y hablaba con suficiencia de varios diputados amigos suyos a quienes nadie conocía.

Cachicadán era una aldea de las inmediaciones, célebre por sus aguas termales que brotaban de la tierra a una temperatura de 70 grados. Mi tío Felipe decía que no había nada mejor que un baño en esas aguas después de una borrachera. Contaba también el caso de un amigo suyo que, yendo borracho a bañarse, había caído en un surtidor de agua hirviendo y se había «cocido como un pollo».

Mi tío Leonardo había hecho venir al gobernador para utilizar su influencia en la obtención de mano de obra, lle­gada la época de la cosecha. Por este motivo lo agasajó con magnificencia. Aparte de las grandes comilonas, se le obse­quió una yegua fina de la cuadra, cajones de naranjas, los mejores jamones ahumados. Yo comencé a comprender que esos cargos de provincia, en apariencia insignificantes, goza­ban de una serie de regalías que los volvían codiciables. El cholo prometió el oro y el moro, dijo que hablaría con el jefe de la comunidad de Angasmarca y que comunicaría sus resultados. El único que no creía en esas promesas era Jacinto.

—Hará lo mismo en todos los fundos de los alrededores —decía—. Y cuando tenga tantas yeguas como para formar una manada se reirá a toda mandíbula de nosotros.

Una tarde Leonardo recibió una carta de Santiago. Du­rante la cena comunicó que Tuset anunciaba su próxima vi­sita. Yo, que para protegerme de Leticia había levantado una muralla de pequeñas y pacientes ocupaciones, me vi atacado en mi reducto y mis temores redoblaron. Por Al­fredo supe que Leticia aún no había hablado con Leonardo sobre el noviazgo, pero la venida de Tuset precipitaría ese suceso. Lo que más me mortificaba era el semblante de ale­gría con que Leticia recibió la novedad y desde el día si­guiente comenzó a coserse un traje nuevo.

Sin fuerzas para librar una batalla, busqué compensación en la lectura. Yo había leído ya todos los libros de la ha­cienda, incluyendo gruesos tomos de veterinaria que me aburrieron. Con el dinero que había ahorrado —propinas de Felipe y de Leonardo— encargué un lote de libros a San­tiago y cuando me llegaron me encerré en mi habitación y empecé a vivir por procuración las emociones que no me brindaba la vida. Eran, en su mayoría, novelas de Dumas. Durante muchos días me entusiasmé con las aventuras de D’Artagnan, me enamoré de Andrea de Taverney y aprendí la dinastía de los Capetos a través de sus intrigas palaciegas y de sus mosqueteros. Mi entusiasmo duró poco, sin embar­go, y muchas veces quedaba pensativo, el libro abierto entre las manos, convencido de que la vida real era distinta, que en la vida real, por ejemplo, Porthos no hubiera llegado a ser jamás barón de Pierrefonds. La vida real estaba llena de trampas, de oscuras amenazas contra las cuales no podían ni la virtud ni el heroísmo. La gente moría sin saber por qué, los amantes eran traicionados, y los pobres de espíritu no veían nunca el reino de la justicia. Mi desesperación to­caba uno de sus límites. Fue entonces cuando un suceso imprevisto vino en mi auxilio y yo vi en él la posibilidad de una salvación.

En la carpintería de la hacienda habían construido unos complicados aparatos para cribar el mineral de la mina. Mi tío Felipe estaba encargado de transportarlos y partiría den­tro de breves días. Yo le rogué que me llevara consigo. Du­rante la cena mi proyecto cobró envergadura y le dije a Leonardo que pensaba quedarme una larga temporada en la mina para aprender algo del oficio.

—Te vas a morir de frío —me respondió—. Ni yo mis­mo, que estoy acostumbrado, puedo resistir más de tres días. Allí no hay estufa, ni siquiera botella de agua calien­te. Hay que meterse en la cama con un ladrillo calentado al horno.

Todo esfuerzo por disuadirme fue inútil. Argüí que que­ría trabajar, ganar dinero, llegar a ser capataz. Por último Leonardo, para darme gusto, terminó transigiendo.

—Haremos la prueba. Vete por unos días, pero si te sucede algo no me eches después la culpa.

Yo inicié los preparativos con el mayor júbilo. En mi maleta coloqué mi ropa más gruesa, los libros que no había leído. Jacinto me regaló un par de botas que le quedaban pequeñas, las que empecé a usar días antes de la partida, sintiéndome ya una persona importante.

En uno de esos días de agitación, Alfredo penetró en mi cuarto. Estaba visiblemente nervioso y bajo su chompa parecía ocultar algo.

—Te voy a dar a guardar esto —dijo entregándome un paquete—. Te lo llevarás a las minas. Pero eso sí, júrame que no lo abrirás.

Yo estaba acostumbrado a las extravagancias de Alfredo y, prometiéndole cumplir su pedido, guardé el paquete en mi maleta. La atención que requerían mis asuntos hizo que pronto me olvidara de él.

Por fin llegó la víspera del viaje. El entusiasmo que había desplegado me tenía rendido, y como al día siguiente partiríamos al amanecer, me recogí temprano en mi dor­mitorio. Estirado en la cama, veía entrar y proliferar las sombras por la ventana, cuando observé que alguien estaba a mi lado, contemplándome. Era Leticia. La sorpresa me hizo dar un grito.

—¡Calla! —murmuró ella—. Entré despacio porque creí que estabas dormido —y se retiró hacia la ventana.

El corazón comenzó a arderme en el pecho y me pesaba de tal manera que no podía incorporarme ni abrir la boca. Leticia había apoyado sus manos en el alféizar y contra el atardecer veía recortado su perfil, como una sombra china.

—He sabido que te han llegado unas novelas de Santiago —continuó— y quiero que me prestes algunas.

Me levanté de un salto y me dirigí hacia el conmutador para encender la luz. En la oscuridad me tropecé con Leticia y sentí que su mano me cogía las muñecas. Su rostro estaba muy cerca del mío y apenas distinguía el óvalo de su cara y sus ojos terriblemente grandes y líquidos en la penumbra.

—No debes irte a la mina —dijo, cogiéndome la otra mano.

Quedé un momento desconcertado, no sabiendo si se trataba de una orden o de una súplica, pero luego, obede­ciendo a un impulso ingobernable, la tomé por la cintura y la oprimí con tanta fuerza que su talle pareció quebrarse entre mis manos. De su garganta salía un gemido. Tuve la impresión de que estaba llorando.

—No quiero quedarme sola —murmuró, golpeán-dome el pecho con los puños cerrados.

No supe qué decir. La besé en los cabellos, en las sienes, cuando, de improviso, se encendió la luz en el com­partimiento de Felipe. Leticia se apartó de mí y se retiró con presteza. Debió cruzarse con Felipe, porque este apa­reció en el umbral y quedó mirándome, con una expresión cómica, mientras ensayaba un silbido.

—¿Listo para el viaje? —preguntó.

No le contesté. Sin desvestirme caí nuevamente en la cama. Al ver mi maleta preparada tomé la decisión de no partir. A las cuatro de la mañana, sin embargo, cuando Fe­lipe despertó, ultimé mecánicamente mi equipaje y pron­to estuve listo para la jornada.

Cuando partimos comenzaba a amanecer.