La gran cacería
Durante mi ausencia se había proyectado una excursión a Huayrurán, valle cercano donde abundaban los venados.Al día siguiente de mi llegada, el buen tiempo intacto, se resolvió efectuar la cacería. Una veintena de cabalgaduras fueron ensilladas y después del gran desayuno la caravana se puso en marcha. Mi tía Ema se excusó de participar alegando una dolencia. Alfredo tampoco lo hizo.
Luego de atravesar el bosque de eucaliptos, tomamos un sendero que yo no conocía. Era una quebrada por donde antiguamente había circulado un río, del cual solo quedaba el cauce seco. En esa tierra calcárea crecían zarzas, cactos, tunares y bajos arbustos que parecían alimentarse del sol. Al fondo se veían unos cerros bermejos hasta cuya falda debíamos llegar. Leonardo y los suyos, como de costumbre, iban a la cabeza. Cerrando el grupo venían los menores; Felipe y Tuset cabalgaban al lado de Lola y de Leticia.
Las dos hermanas —Leticia vestía de amazona— estaban resplandecientes. Entre ellas existía una secreta emulación. Era Leticia, sobre todo, la que trataba de imponerse. No permitía jamás que Lola se le adelantara y en los parajes más difíciles era siempre la que tomaba la iniciativa y buscaba los atajos más peligrosos guiada por un instinto infalible.
Desde el comienzo me reuní con Lola y Felipe. A pesar del desvanecimiento que sufriera la noche anterior, Lola estaba fresca y alegre. Felipe, a su lado, no dejaba de hablar, de cantar. Yo lo notaba rejuvenecido, prodigando una vitalidad que envidiaría un muchacho. Pronto noté que mi presencia lo importunaba. Yo conocía sus límites, sus pequeñas defecciones, y él se sentía delante de mí como un actor jugando un papel falso. No tuve más remedio que retrasarme y buscar la compañía de Jacinto.
La hermosa mañana, lejos de reconfortarlo, había puesto sobre él un brochazo de triste luz. Por primera vez noté que su rostro rígido y descolorido parecía enjalbegado, tenía algo de mascarilla de muerto. De inmediato comenzó a hablarme del valle de Huayrurán, pero al hacerlo sus ojos no se desprendían de Lola.
—¿Y le diste mi encargo? —preguntó de pronto.
—Sí —respondí.
—¿Qué dijo ella?
No supe qué contestar. Me resultaba embarazoso transmitirle su mediocre interés por aquel aprendizaje.
—Me parece que no tiene tiempo —dije al fin.
—¡No tiene tiempo! —exclamó—. ¡Para eso no tiene tiempo, pero para bromear, para cantar, para bailar, sí! Es una idiota. Se ríe de todo lo que dice Felipe... Sin embargo, monta bien, ¿has visto? ¿Has visto cómo ha saltado ese charco?
En un recodo alcanzamos a Tuset y Leticia. Mi prima había obtenido de Leonardo el permiso de venir armada y se le había procurado una pequeña escopeta de perdigones que ella ceñía en bandolera. Cuando pasamos cerca de un alto tunar divisó una tuna roja que había madurado antes de estación y de inmediato se le antojó comerla. Tuset desmontó para buscar una rama a fin de desprender la fruta de un golpe. Como se demorara, yo me acerqué a la planta y, empinándome sobre los estribos, alcancé la tuna. Sus espinas me penetraron en las yemas de los dedos. En ese momento me acordé del consejo de Felipe y tiré con fuerza de la fruta. Cuando la desprendí se la entregué a Leticia, la mano ardiendo de escozor.
—¿No te has hecho daño? —me preguntó, mirándome asombrada.
Yo me limpié las espinas en el cabello, como había visto hacer a los indígenas.
—¿Qué importancia tiene? —le contesté.
—¡Claro que tiene importancia! Se te puede infectar la mano y perder hasta el brazo. Yo no quiero tener primos mancos.
—Mis manos no te hacen falta —respondí brutalmente.
Ella me miró irritada y tiró la fruta al suelo. Espoleando su caballo se adelantó. Tuset, distraído, seguía buscando una rama y yo aproveché para seguir a Leticia. La persecución me enardeció. Ella había abandonado el sendero y se internaba por la maleza que brotaba de la cal, levantando una nube de cenizas. Pronto la divisé tratando de saltar una tapia que se interponía en su camino. Su caballo se resistía tirando el pescuezo hacia arriba.
—¡Espera! —grité, y llegando a su lado cogí su bestia por la brida.
Ambos miramos al otro lado de la tapia: se veía una enorme grieta natural. Leticia no se sobresaltó: antes bien, quedó observando la extraña conformación de esa fisura que partía la quebrada y trepaba, incluso, hasta la mitad de la vertiente.
—Siempre debes obedecerme —dije, pero ya Tuset aparecía al galope, radiante, con una hermosa tuna en la mano.
—¡Aquí tengo una mejor! —gritaba.
Leticia parecía fascinada, contemplando la grieta.
—¿Has visto qué honda es? —murmuró pensativa—. Fíjate, Tuset: ni se ve el fondo. Por ella se puede llegar, quizás, al fondo de la tierra, donde dicen que hay candela y plomo derretido. ¿Cómo la habrán hecho? Sería muy bonito irse de cabeza hasta abajo.
—Asombroso —musitó Tuset, y comenzó a seguirla, no sin cierta inquietud.
A mediodía llegamos a Huayrurán. En la orilla del río que mordía la base de la quebrada había una vivienda con gallinero y cuadra. Un mestizo salió a recibirnos, acompañado de su mujer india y de varios rapaces. Era un pequeño propietario de la región amigo de Leonardo. Se llamaba don Casildo. Jisha había salido de San Gabriel una hora antes que nosotros para prevenirlo y sobre la amplia mesa que corría bajo la enramada se veían porongos de chicha, papas sancochadas, ají y muchos platos con cancha. Todos los jinetes habían desmontado y se lanzaron ávidamente sobre este aperitivo. Don Casildo decía que su mujer estaba preparando unos cuyes de chuparse los dedos.
Luego de un breve descanso, Leonardo decidió cruzar el río y empezar la persecución de los venados. Los comerciantes de Huamachuco y el gobernador de Cachicadán fueron de la misma opinión y, envalentonados por la chicha, revisaron sus escopetas y lanzaron sus caballos a través de la corriente. Felipe y Tuset quedaron en el solar, acompañando a las mujeres.
Don Casildo tocaba la guitarra y mientras esperábamos el retorno de los cazadores nos entretuvo cantando huainos festivos y coplas de muleros. Pronto se organizó una pequeña fiesta y los zapateos removieron la tierra. Lola resultó una avezada bailarina, que despertó los celos de Leticia. Al recogerse la falda para girar, enseñaba sus rodillas redondas, tostadas por el sol, y el comienzo de un muslo robusto, que el ojo de Felipe observaba sin descanso. La chicha corría a raudales y hasta Leticia estaba un poco aturdida. Solamente Jacinto permanecía abatido, oculto en la penumbra de un rincón. En un momento se adelantó y le pidió la guitarra a don Casildo y sus dedos, rasgando las cuerdas, pusieron en medio del jolgorio una inmensa pausa dolorida. Todos habíamos escuchado alelados, y cuando terminó le aplaudimos con tal entusiasmo que Jacinto se confundió y abandonó el cuarto.
Ese fue el signo del desbande. Tuset y Leticia salieron por un lado, Felipe y Lola por otro. Me quedé solo, al lado de los dueños de la casa y de Ollanta. Al júbilo había sucedido el sopor. Pesaba un aire de siesta. Tratando de encontrar un sitio donde reposar, salí al campo.
Cerca de la cuadra encontré a Jacinto sentado en una tapia, la mirada perdida en los cerros, de los cuales venía, de cuando en cuando, una detonación.
—Es mala hora para cazar... —murmuró—. Hay que hacerlo a las cinco de la mañana, cuando amanece. Entonces, los venados se despiertan y comienzan a recorrer el bosque por parejas, por grupos... Los machos van delante, olfateando el camino...
Durante largo rato siguió hablando, sin modular la voz, como si recitara un poema o una letanía. Solamente al escuchar unas risas detrás de él se contuvo.
—¿Quiénes son? —preguntó.
Eran Felipe y Lola, que se perdían entre los melocotoneros.
—¿Adónde irán? No hay que permitir que se vayan muy lejos.
—Déjalos —sugerí.
—No, vamos a buscarlos —repuso él saltando de la tapia.
Los dos ingresamos en la huerta. Jacinto dilataba las narices y extrajo su honda del bolsillo.
—Por acá debe haber palomas.
En la espesura de la huerta nos extraviamos. Yo me había entretenido en arrancar algunos abridores y pronto perdí de vista a Jacinto. Después de errar largo tiempo entre los frutales me detuve súbitamente. Había escuchado un rumor cerca de la tapia que marcaba el límite de la huerta. Avanzando con sigilo alcancé a divisar a Felipe, con el dorso inclinado sobre la yerba. Lola estaba reclinada de espaldas, la falda resbalando sobre sus muslos. Sus manos contenían fuertemente a las de Felipe, pero no lograban impedir la acción de su cabeza, que se abatía en movimientos ágiles sobre su cuello. Quedé largo rato contemplando ese juego. La resistencia de Lola me enervaba, como si fuera yo quien la sufriera. Hubiera querido que aflojara sus músculos y quedara inerme, como Julia, aquella tarde, sobre el alfalfar... Unos pasos me hicieron volver la cabeza. Era Jacinto que se aproximaba.
—¡Toma, estás acá! ¿Les has encontrado?
Yo le corté el paso.
—No hay nadie. Deben de haber saltado la tapia.
—Me lo imaginaba —dijo, y dando media vuelta, emprendió el retorno, con la cabeza caída.
Un gorrión, cantando en una rama, lo distrajo. Aprestando su honda, templó el elástico y le encajó un tiro preciso que le destrozó un ala. Recogiendo al pájaro lo puso en su mano y lo contempló desconcertado.
—Él no tiene la culpa —murmuró, mientras yo me alejaba.
Cuando me acerqué a la casa escuché la voz de Leticia, que hablaba con don Casildo.
—¿Así que tú tampoco crees que yo puedo cazar? Si mi papá me hubiera dejado ir, le hubiera metido un tiro al venado entre los dos ojos.
Al verme quedó silenciosa. Cogiendo la guitarra comenzó a jugar con sus cuerdas. De la cocina venía un olor a guiso que excitaba el apetito.
—¿Dónde está Tuset? —le pregunté.
—Se ha quedado dormido en el bosque.
—La chicha da mucho sueño —comentó don Casildo, e ingresó en la cocina.
Al encontrarse a solas conmigo, Leticia colgó la guitarra y salió a la enramada, su carabina en la mano.
—¿Adónde vas? —le pregunté.
—¡Qué te importa!
Cerca de la casa había un centenar de eucaliptos que formaban un reducto espeso.
—No me sigas —dijo Leticia, volviéndose hacia mí. A pesar de ello la alcancé.
—Quiero decirte una cosa —comencé.
—Tú siempre dices cosas aburridas o estúpidas.
—He venido expresamente de la mina para hacer las paces contigo.
—¿Y por qué las paces? Nosotros no estamos peleados.
—A veces me parece que sí... A veces me parece que me odiaras.
Leticia se echó a reír con tanta desenvoltura que me desarmó.
—¡Qué iluso eres! Yo no tengo tiempo de odiar a nadie. ¡Y no me vuelvas a hablar! Si quieres que te permita estar a mi lado, cierra la boca —y se internó en el bosquecillo.
Yo la seguía a pocos pasos, sintiendo crujir la hojarasca bajo sus botas. Caminaba con cautela, mirando entre los árboles, como acechando una presa. De pronto se llevó el índice a la boca.
—Allí está —susurró, y me señaló a Tuset que, recostado contra un árbol, el sombrero sobre la frente, roncaba con placidez. Durante largo rato lo contempló con esa expresión petulante que ponía en sus labios casi una palabra de insulto.
—Me ha provocado hacer una cosa —murmuró de pronto—. Me ha provocado dispararle un perdigón.
—¿Estás loca?
—No —respondió levantando la carabina—. Yo siempre hablo en serio. Lo voy a despertar de un tiro.
Yo quedé paralizado: el gesto con que Leticia se encaraba la carabina era igualmente fiero, igualmente incontenible y casi instintivo, al que Jacinto, minutos antes, adoptara para abatir al gorrión. El aire de familia fue instantáneo. Cuando Leticia oprimió el gatillo y Tuset gritó, la carabina cayó de sus manos. Yo le di la espalda y hui hacia la casa.
Felipe y Lola regresaban en ese momento, briznas de yerba adheridas a la ropa. Mi rostro debía estar descompuesto porque Felipe avanzó un poco hacia mí.
—¿Qué pasa?
—¡A Tuset le ha entrado un perdigón!
Felipe se dirigió a pasos rápidos hacia el bosque. Yo quedé frente a Lola. La gravedad, el cansancio que expresaba su semblante me recordaron nuevamente al de la madre de Jacinto. Estas extrañas correspondencias entre los rostros, entre los ademanes, me turbaron. Me creí alucinado.
—Me voy —dije avanzando hacia la cuadra.
—¿Cómo? ¿No esperas a los cazadores?
—Estoy harto de cacerías —añadí, y saltando sobre mi mula tomé el camino de San Gabriel.
A la hacienda llegué cuando atardecía. El patio estaba desierto. Sentándome bajo una arcada traté de poner un poco de orden en mis sentimientos. La vida en San Gabriel comenzaba a parecerme indigna. En el trayecto había tomado una serie de resoluciones, muchas de ellas contradictorias, que una inercia congénita me impedía poner en práctica. Pensaba que sería necesario pasar una temporada en Trujillo. Pero Leonardo aún no me había pagado mi sueldo por el trabajo en la mina. Tal vez era mejor esperar. Después del noviazgo de Leticia la situación quizás mejoraría.
La casa estaba solitaria y comencé a recorrerla. Sus gruesas paredes silenciosas, la penumbra de sus corredores, ejercían sobre mí un hechizo singular. Esa construcción debía de ser muy antigua, databa probablemente de la época de la colonia. El piso era de ladrillo, las puertas estaban gastadas y lustrosas por el uso. Muchas generaciones de terratenientes debían de haberse sucedido bajo ese techo. Leonardo era solo el epígono de una vieja casta. Había en su gravedad, en sus modales, algo de gran señor sobreviviente y desesperado. Marica era el lazo con la tradición. Si ella pudiera hablar contaría seguramente historias terribles.
Sin darme cuenta me encontré, de pronto, en el terrado. Bajo el hato de paja donde en una ocasión me entrevistara con Leticia, descubrí una serie de utensilios extraños: el puñal de madera, unos anteojos, lápices, un cuaderno con dibujos. Comprendí, entonces, que Leticia debía de haber escondido esos objetos allí para librarlos de la curiosidad ajena. Aquel lugar debía de ser algo así como su torre encantada donde ella acudía a revivir los sueños de su infancia.
Cuando descendí, al pasar junto al comedor, sentí un profundo suspiro. Desde el umbral distinguí a mi tía Ema, sentada a la cabecera de la enorme mesa, solitaria, la barbilla apoyada en la mano. La luz del crepúsculo que penetraba por el balcón ponía en su expresión un juego de sombras que la volvían increíblemente vieja. Tan ensimismada se encontraba que no advirtió mi presencia. Me aparté de ese lugar consternado.
Hacía mucho tiempo que había oscurecido cuando en el sendero se escuchó el ruido de una gran cabalgata. Asomándome a la ventana vi el tropel de los excursionistas que penetraban en el portón. La vida renació en el patio de San Gabriel.
Durante la cena solo se habló de la cacería, de los tres venados que yo había visto en la cocina, los ojos vidriados, la fina lengua encarnada asomando entre los dientes blancos. Tuset estaba exaltado. Para extraerle el perdigón del brazo le habían dado medio litro de aguardiente y al lado de Leticia, sin memoria del accidente, era el hombre más feliz de la noche.
Cuando más tarde, en la sala, se avecinaba la hora del baile, una figura apareció en el umbral. Era el sordo, con el poncho rasgado y la bufanda colgándole de la cabeza como una venda. Apenas Leonardo lo vio se acercó a él y ambos se perdieron por el corredor. Poco después Leonardo reapareció, el ceño encrespado, y llamó a Felipe. Los dos se retiraron discutiendo en alta voz.