La pequeña revuelta

Debía de haber sucedido algo muy grave. Al día siguiente, durante el curso de la mañana, Leonardo, Felipe y el sordo tuvieron una larga entrevista en el escritorio. El sordo protestaba diciendo que no quería regresar a la mina y Felipe lo abrumaba con injurias.

—¡Pues entonces iré yo! Ya verás cómo tratar a esa gente. A los peones hay que manejarlos a patadas, si no se nos trepan hasta el codo.

Leonardo le recomendaba calma, pero Felipe no admitía razones.

—Denle una escopeta al negro Reynaldo y los dos subi­remos a la mina. ¡Y habrá jaleo, te lo juro!

La discusión continuó hasta mediodía. Luego Felipe apareció en el dormitorio, el rostro congestionado. Sus es­fuerzos por eludir mis preguntas fueron vanos. Su propia excitación lo obligó a hablar.

—Los peones se emborracharon y quisieron atacar al capataz. A este le entró miedo y lo primero que hizo fue saltar sobre su mula y picarla para la hacienda. Yo ya lo decía: a ese sordo se lo iban a comer vivo. Hay que tener los pantalones bien puestos.

—¿Y por qué lo atacaron?

—¡Tú no conoces a esa gente! Cuando los indios se em­borrachan se ponen pesados, exactamente como nosotros, con la diferencia de que son más numerosos y, por lo tanto, peores. Debe de haber sido por lo del accidente, durante el velorio.

Recordé que durante mi permanencia en la mina los peones me habían preguntado varias veces por el «Colorado», como le decían a Felipe. Todos le tenían ojeriza. La violencia de su carácter había dejado entre ellos muchos malos recuerdos.

—Lo peor de todo es que tengo muchas cosas que ha­cer en San Gabriel —suspiró Felipe—. Pero de todas ma­neras subiré mañana. Una advertencia: no digas nada a las mujeres.

Poco antes del almuerzo, estando yo en el patio, Lola se me acercó y me tomó del brazo. Se la veía inquieta, a pesar de lo cual, para disimularlo, canturreaba entre labios con una voz muy fina.

—Vamos a conversar —me dijo, conduciéndome a su dormitorio.

Cuando ingresamos, Leticia estaba extendida en su cama, los brazos debajo de la nuca. Tenía un camisón de dormir extremadamente ligero que se le adhería al cuerpo como una gasa. Al verme cerró los ojos y fingió dormir.

Lola comenzó a hablarme de su vida en «Los Naranjos», como se llamaba la hacienda de su madre. Al hacerlo, se había reclinado sobre la almohada y asumía modales lán­guidos que me confundían. Sus ojos me exploraban con amistad, con una condescendencia casi maternal. Yo me sentía mal en su presencia, y no dejaba de observar la for­ma como su busto se inflaba cada vez que un suspiro in­terrumpía su relato. Me irritaba, sobre todo, el que me con­siderara inmune a la provocación. Apenas la atendía. Evo­caba su imagen sobre la hierba, el día anterior, al pie de los melocotoneros, y sentía envidia por Felipe.

—¿Qué cosa es lo que sucede? —me preguntó de pron­to—. ¿Por qué todos están tan nerviosos?

—No sé —repliqué.

—Algo debe de haber pasado. ¿Ese hombre que vino ayer, no es el capataz? He oído decir que Felipe va a subir

a la mina.

—Quizás.

Lola se dio cuenta de que mi reserva era forzada y cam­bió de tema. Comenzó a preguntarme por mi vida en Lima. Presentí que me estaba tendiendo una emboscada.

—¿Conoces a tía Herminia? —dijo al fin.

—He vivido tres meses en su casa.

—¿Es cierto que es bastante vieja? Felipe dice que es mayor que él, y que es un lío estar casado con una cincuentona.

—Tal vez. Hasta tiene canas.

Lola quedó pensativa.

—Felipe no la quiere —murmuró—. Dice que es muy renegona, que todo el día no hace otra cosa que chillar.

En ese momento entró Ema. En su rostro había esa mascarilla de impertinencia que siempre adoptaba cuando estaba resuelta a poner en práctica su autoridad, su malicia o su mala fe. Un rato se paseó por el cuarto sobre sus altos tacones. Por último se acercó a Leticia y comenzó a reson­drarla por estar aún acostada.

—¡Tuset está en la sala preguntando por ti!

Lola había quedado callada. En el silencio que se hizo sentí que la atmósfera se cargaba de violencia, de malestar. Tuve la tentación de retirarme, pero la presencia de las mu­jeres, al mismo tiempo que me rechazaba, me retenía. Tenía curiosidad por saber qué podrían decirse a la sombra de los grandes testigos.

—¿Y qué tal estuvo la cacería? —preguntó Ema dirigiéndose a Lola—. No me has contado nada.

—Estuvo bien —respondió secamente Lola.

—Tú no cruzaste el río, ¿verdad? Felipe tampoco... Ah, el pobre Felipe desde que se fue la «gringa» ha perdido la puntería.

Lola se había puesto encarnada.

—Así son los hombres —prosiguió Ema—. Cuando se les va la mujer quedan hechos unos tontos. Yo creo que la «gringa» le dio chamico o alguna otra cosa por el estilo. Ah, pero es verdad, tú no conociste a la «gringa».

—No —dijo Lola.

—Era una mujer horrible. No sé cómo Felipe pudo ha­berse enamorado de ella. No tiene ni pizca de gusto, el hombre. Así deben de ser de feas todas las mujeres que tie­ne en Trujillo. ¿No es verdad? —preguntó, dirigiéndose a mí.

El hecho de que me tomara como garante de sus intri­gas me irritó.

—¡No conozco a nadie! —respondí.

—¡Ah, te haces el zonzo! Conque quieres apañarlo, ¿no? Pero yo he visto las fotos de ellas y Felipe me ha leído hasta las cartas. En realidad, yo creo que él no las toma en serio. Es un mujeriego y nada más.

Lola se levantó. Tenía el rostro descompuesto.

—Voy a tomar un poco de sol —dijo, y se dirigió al patio.

Ema la siguió con la vista y cuando la vio desaparecer rompió a reír con tanta fuerza que lloró a lágrima viva.

—¡La muy pícara! Y todavía se hace la inocente cuando ya puede comer con su propia mano. No veo las horas de que se vaya a sus montañas... Y eso de los ataques es un embuste. Los finge para que le hagan masajes en el pecho y para sacarle plata a su padre...

Durante un rato siguió hablando, dirigiéndose tan pron­to a mí como a Leticia, que continuaba tendida, los ojos entrecerrados. Al ver la poca audiencia que merecían sus palabras, se retiró refunfuñando.

Quedé ovillado en la cama de Lola. La representación de Ema no dejaba de asombrarme. Nunca la había visto tan fuera de sí, acompañando sus gritos de ademanes tan gro­seros. Hubiera querido salir para buscar a Lola y hacer cau­sa común con ella, pero la presencia de Leticia me detenía. La indiferencia con que había asistido a toda la escena, sin dignarse abrir los ojos, era alarmante. Yo la interpretaba como un signo de insensibilidad.

—Las cosas andan mal... —dijo, de pronto, sin mover­se de la cama.

Su voz tuvo un tono de adultez que no le conocía.

—Creí que estabas dormida —observé.

—Sabías que estaba despierta, ¿por qué mientes? Te he visto mirar a Lola con la boca abierta, luego a mi mamá. Lo único que haces es mirar. A mí también me has mirado. Parece que nunca has visto una camisa de noche.

Levantándose, dio unos pasos por la habitación y quedó inmóvil, con los brazos cruzados.

—Las cosas andan mal. Hace mucho tiempo que lo he notado. Desde que tú llegaste. Has traído la mala suerte.

—Por eso me iré de aquí cuanto antes.

—Sería lo mejor. Pero, ¿adónde vas a ir? ¿Acaso tienes casa? ¿Acaso tienes amigos? A veces me das pena.

En ese momento no supe si creerle. La experiencia me había vuelto desconfiado.

—Pero ¿hablas de verdad? —pregunté.

—Yo siempre hablo de verdad. ¿Te acuerdas ayer en Huayrurán, cuando apreté el gatillo? ¡Pobre Tuset! Debe­rías ir a verlo.

—¿Por qué hiciste eso?

—Por nada, porque se me antojó. Pero ya es tiempo de cambiar, ¿tú no lo crees? De ahora en adelante voy a cam­biar. Me aburro de ser siempre igual... Fíjate, me voy a pintar un lunar.

—¿Para qué?

—Mientras dure el lunar sobre mi cara seré una mujer distinta. Te juro que no me conocerás.

—El lunar no durará.

—Es posible, quizás no dure ni siquiera una mañana...

Quedamos silenciosos. Yo no cesaba de contemplar a Leticia. Advertía en ella, por primera vez, algo de exquisito, de inverosímil, de irreductible a toda definición. Yo apre­taba la boca porque sabía que si no mediaba ese esfuerzo sería capaz de decir disparates o de gritar. La emoción de­bía poner en mis labios algo de convulsivo porque Leticia, a su vez, me examinaba con perplejidad.

—Parece —dijo—, parece que fueras a llorar.

Eso era lo que sentía: un nudo de lágrimas en la garganta. Las hubiera dejado correr si es que Leticia no lo ad­virtiera. Desde el centro de la habitación me amenazó con el dedo.

—Lamentaciones a la otra esquina. Anda, vete que me voy a vestir.

La obedecí sin objeción y me retiré en puntas de pie como si temiera destruir un hechizo.

El almuerzo fue penoso. Lola estaba meditabunda y apenas podía tragar un bocado de comida. Felipe, a su lado, se desvivía por divertirla y al no conseguirlo comenzaba a perder la paciencia. Leonardo estaba ceñudo y silencioso. Ema, desde la cabecera, sonreía para sí y parecía festejar una victoria secreta. Jacinto, en un rincón, oponía al rumor impreciso de la conversación su rostro imperturbable de yeso. Pero era sobre todo Leticia la que estaba irreconoci­ble. En su mejilla derecha tenía un enorme lunar, y atendía a Tuset con una inhabitual solicitud. Solo tenía ojos para él y se encargaba ella misma de pelarle su fruta y llenarle su copa.

Un pequeño detalle no dejó de sorprenderme. Yo había notado desde el día anterior que uno de los comerciantes de Huamachuco miraba con cierta insistencia a Tuset. Hubo un momento en que no pudo más y, alzando la voz, le pre­guntó si había estado alguna vez en Huamachuco.

—No —respondió Tuset secamente, y volviendo la cara hacia Leticia prosiguió su conversación.

El comerciante quedó mirándolo un rato con esa expresión estúpida del hombre a quien demuestran un absurdo.

Hacia el atardecer Felipe y yo estábamos en el dormitorio. El mal humor de mi tío no había hecho sino crecer después del almuerzo. Repetidas veces Lola había rehuido su compañía para reunirse con Jacinto o Leonardo y, por último, se había encerrado en la sala para jugar a los naipes con un grupo de huéspedes. Felipe, quien a pesar de su ex­periencia con las mujeres era expeditivo y no entraba en su­tilezas, había abandonado la partida y furioso hablaba de un viaje a Trujillo, de unas vacaciones a Lima. En ese mo­mento Jisha penetró en el cuarto y le dijo que un grupo de mineros preguntaba por él.

—¡Caramba! —exclamó Felipe, y calándose el som-brero salió al patio.

Yo lo seguí. Cerca de la puerta falsa distinguí a Parián, a Molina y a una docena de peones que conociera en la mina. Eran, en su mayoría, los más viejos, los que hablaban español. Dos mujeres los acompañaban. Felipe avanzaba hacia ellos marcando el paso, el mentón levantado, con su aire típico de hombre de carácter. Yo me retrasé y me quedé a una veintena de pasos, observándolo.

Cuando llegó al centro del grupo, los indios se quitaron los sombreros y arquearon el espinazo. Felipe empezó a gri­tar, levantando un puño cerrado. Su amonestación era cada vez más enérgica. De pronto, en breves segundos, la situa­ción cambió. Parián extrajo un costal de debajo de su pon­cho y con un movimiento hábil se lo introdujo a Felipe por encima de la cabeza. Luego vi caer a Felipe bajo una lluvia de golpes.

Mi primera intención fue correr en su auxilio, pero el miedo me paralizó. Retrocediendo, me precipité hacia la sala. Leonardo y sus amigos conversaban, bebían, jugaban a las cartas.

—¡Están matando a Felipe! —fue lo único que atiné a decir.

Leonardo saltó fuera de la habitación, seguido de los más decididos. Tía Ema lo acompañaba.

—¡Corre el cerrojo a los portones! —me gritó Leonar­do mientras cruzaba el patio.

Cuando me dirigí a cerrar la puerta principal vi que Rey­naldo, Jacinto y otra gente de la hacienda convergían desde diferentes puntos al lugar de la brega.

Para cerrar la puerta falsa tuve que cruzar el ángulo del patio donde se desarrollaba la lucha. Era una confusión de sombreros, de ponchos, de botas que rasgaban el aire, de aullidos, de estertores. Algunos indios estaban armados con garrotes. Reynaldo blandía la tranca de una puerta. Con el rabillo del ojo vi que Felipe, liberado del costal, la frente ensangrentada, estrellaba sus puños en la cabeza de Molina, mientras una india lo tiraba del cuello. Cuando pude cerrar la puerta el combate proseguía. Sus resultados eran incier­tos. Jacinto luchaba a brazo partido con un peón. Tía Ema corría de un lado para otro, dando un golpe por aquí, un arañón por allá. Leticia, refugiada bajo un umbral, mor­diéndose los dedos, presenciaba la riña, y a veces avanzaba un pie hacia delante como si se aprestara a huir o a inter­venir. El gobernador de Cachicadán hacía molinetes con su bastón y sus impactos eran demoledores. Leonardo había corrido hacia la armería. Uno de los comerciantes se arras­traba por el pasillo, sangrando por la nariz.

Al caer la noche el combate estaba definido.

Algunos revoltosos se habían rendido. Otros huyeron hacia las puertas y fueron atrapados con las manos en los cerrojos y molidos a patadas. El único que resistió hasta el final fue Parián. Cuando ya sus compañeros eran introduci­dos al calabozo por Tuset y Leonardo, que portaban fusiles, él pretendió revolverse y alcanzó a Felipe con un golpe de través. La pelea se reinició entre los dos solos. Trenzados, rodaron por el patio; levantándose, volvían a caer, se estre­llaban contra las columnas, hacían crujir las puertas. En una de sus múltiples revolcadas Felipe se levantó y Parián quedó en el suelo. Estaba sin conocimiento. Entre dos personas lo condujeron cargado al calabozo.

Hasta medianoche Ema y Lola estuvieron curando a los heridos. La sala parecía el vestíbulo de un hospital. Todos los combatientes tenían contusiones, a excepción del sordo, quien solo intervino al final, pretextando que no había oído el griterío. El único grave era un comerciante de Hua­machuco, que había perdido cuatro dientes de un garrotazo. Felipe tenía una herida en la cabeza, pero eran sobre todo sus puños los que habían sufrido. Bromeando decía que los indios tenían la quijadamuy dura.

La inquietud de Leonardo tardó mucho en disiparse. Temía que el resto de los mineros estuvieran merodeando por los alrededores y esperaran la madrugada para entrar por los tejados. Solamente se tranquilizó cuando un grupo armado inspeccionó los cuatro caminos de la hacienda sin encontrar trazas de personas.

Reforzándose los cerrojos de la prisión, se veló hasta el día siguiente.