Los desvelados

Durante toda la noche estuvieron los detenidos desfilan­do por el escritorio para ser interrogados. Eran en total trece, incluyendo a las mujeres. La mayoría estaban magullados y daban elocuentes muestras de arrepentimiento. Le echaban la culpa a Parián, que los había emborrachado y traído con mañas a San Gabriel. Las mujeres lloraban y ha­cían escenas sublevantes. Muy pocos fueron los que formu­laron quejas directas que explicaban en parte el origen del motín. Decían que el sordo los trataba mal, los hacía traba­jar hasta caída la noche y no les había permitido velar ni enterrar dignamente a su compañero difunto. El sordo se defendió de esos cargos y acusó a los indios de borrachos, de ladrones, de haber intentado asesinarlo. Al final declaró que no regresaría a la mina y que renunciaba a su puesto de capataz.

El resultado de todo esto fue que los trabajos de la mina fueron suspendidos. Parián —cuyas contusiones no le habían permitido salir del calabozo— y Molina fueron rete­nidos. Al resto se les liquidó del libro de planillas, a pesar de que algunos se tiraron al suelo y rogaron continuar en el trabajo. Leonardo fue inflexible. Un mensajero fue enviado a la obra a comunicar la suspensión de los trabajos hasta la llegada de un nuevo capataz.

Yo asistí a todas estas escenas dominado por una multi­tud de sentimientos ambiguos. Durante el curso de la con­tienda —en la cual me abstuve de intervenir por temor, no por imparcialidad— me había aterrado la idea de que los re­voltosos pudieran imponerse. Apenas osaba imaginar lo que entonces hubiera sucedido. Leonardo decía que todos hu­biéramos sido degollados. Yo había deseado vivamente el triunfo de la gente de la hacienda y no sin cierta perver­sidad vi caer a Parián abatido por los golpes de Felipe. Des­pués de todo, era la suerte de las personas con quienes con­vivía, de quienes me trataban como uno de los suyos, la que se jugaba en ese momento. Era mi propia suerte y por esto el resultado me aliviaba, si bien no lograba enar­decerme.

Fue solo después, en el curso de los interrogatorios, al ver a Parián inmovilizado en la cárcel con las costillas frac­turadas, cuando comencé a dudar de la legitimidad de aque­lla victoria. Yo no aprobaba esa sublevación, pero era capaz de comprenderla. En ella había algo de desesperado, de he­roico y al mismo tiempo de necesario. Lo que más me extra­ñaba era que no se hubiera producido antes. Los indios eran indolentes, aceptaban su suerte con una resignada fatalidad, pero al influjo de circunstancias, donde intervenían la em­briaguez y la ira acumulada, la conciencia de su destino y el instinto de su fuerza, se volvían osados y eran capaces de las más feroces represalias. Jacinto me hablaba de un levan­tamiento ocurrido hacía tres años en una hacienda vecina, en el cual el administrador y su familia fueron masacrados.

—Cada cierto tiempo pasa esto —decía—. Hoy por aquí, mañana por allá... Felizmente nunca se ponen todos de acuerdo, porque entonces no quedaría un solo hombre con barba por estos lugares. Pero esto no lo veremos noso­tros, ni lo verán quizás nuestros hijos. Es mejor así, ¿no te parece? No me gustan las carnicerías, por justos que sean sus motivos. Prefiero ocuparme de los motores.

Al tercer día la situación se normalizó y, como se aproximaba la época de la cosecha, Leonardo decidió partir para Angasmarca, a fin de reclutar la mano de obra. Lo acompañaban el gobernador y Tuset, quien se dirigía a Santiago con el objeto de ultimar los preparativos del noviazgo. Leticia, a última hora, resolvió sumarse a la caravana. Acompañar un trecho a Tuset era solo un pretexto, pues lo que en realidad pretendía era pasar una noche en Cachicadán y bañarse en sus aguas termales. Después del almuerzo los jinetes partieron. Felipe, Lola y yo los despedimos en el portón.

Esa misma tarde, los tres hicimos un paseo hasta el mo­lino de agua, situado en una cuesta cercana de la casa. Este lugar era uno de los más hermosos de la hacienda. El agua era traída desde la laguna por medio de un acueducto de madera que volaba sobre las quebradas y los caminos, sos­tenido sobre los altos postes de eucalipto. El viejo molino de piedra vibraba todo con el movimiento de la rueda y su temblor se escuchaba a cien metros de distancia. Sus com­partimientos estaban atestados de sacos de trigo y la harina blanqueaba las paredes.

Lola, después del motín, había terminado por aceptar nuevamente el asedio de Felipe, pero con aparente ligereza, jugando una hábil comedia que consistía en mostrarse, al­ternativamente, invitadora y esquiva. Durante todo el paseo no hizo otra cosa que provocar las galanterías de Felipe para desdeñarlas luego o incitar avances que no correspon­día. Felipe, frente a esta conducta frívola, pero, en el fondo, rencorosa, parecía un poco despistado. Cuando regresába­mos, sin embargo, la situación cambió. Alguna maniobra debió realizar Felipe, aprovechando mis distracciones, por­que de vuelta a la casa había recobrado su señorío. Lola, en cambio, se encontraba insegura. Como hacía un poco de frío, se desprendió del brazo de Felipe para envolverse en su manta. Al atravesar el portón murmuró, hablando para sí:

—Leonardo y Leticia no regresarán hasta mañana. Voy a tener que pasar la noche sola.

Felipe no contestó. Lo vi acariciarse el bigote como protegiendo un gesto risueño de sus labios. Llegando a la casa se dirigió resueltamente hacia la sala, sin mirar siquiera a Lola, que se refugiaba suspirando en su dormitorio.

La partida de Leonardo no alteró la rutina de San Ga­briel, porque esa noche se bebió y se bailó como de costum­bre. Jacinto, aprovechando la falta de vigilancia y creyen­do, además, actuar en representación de su hermano, aga­sajaba a los huéspedes con grandes vasos de aguardiente. Regresando del paseo lo encontré bastante picado y animado de una verba poco común. La presencia de Leonardo, por lo general, lo cohibía, lo confinaba a la situación de segundón, pero en su ausencia pasaba a primer plano y él obtenía un partido exagerado de esta coyuntura. Se daba el lujo de dar órdenes a la servidumbre, de disponer libre­mente de la bodega y de hablar de los problemas de la ha­cienda con la enjundia de un redomado chacarero. Las per­sonas extrañas, al principio, lo escuchaban con respeto, porque la seriedad de su expresión sorprendía. Además, él siempre empezaba sus discursos con esa lógica irrebatible que consiste en expresarse mediante lugares comunes. Pero al poco rato, cuando su exposición se prolongaba, se pro­ducían algunas lagunas en su inteligencia y los desvaríos comenzaban. Los comerciantes, esa noche, lo escuchaban desconcertados, no sabiendo si tomarlo en serio o echarse a reír.

Al distinguir a Felipe lo abrazó ruidosamente y lo in­trodujo en el grupo.

—¡Yo te quiero mucho! —exclamó—. ¡Tú eres el más valiente de todos! ¡El otro día diste los mejores puñetazos...! ¿Y te acuerdas cuando le rompiste las narices a Daniel? ¡Señores, con Felipe nadie puede! Una vez, por culpa de una mujer...

Felipe lo interrumpió. Se dio cuenta de que Jacinto es­taba al borde de la embriaguez.

—Los aburres con esos cuentos. Háblales más bien de tu mandolina. O tócanos mejor una pieza.

Jacinto se embarcó en un discurso sobre la música, pero al observar las botas de Felipe se contuvo.

—¿Has estado en el molino? Seguramente con Lola. Claro, tú y Lola, los dos, bueno, quiero decir que los dos...

Felipe hizo un gesto de impaciencia y, para evitar las impertinencias de Jacinto, se aproximó a Ema y la sacó a bailar. Ema estaba de buen humor y ni aun la aparición de Lola en la sala —se había puesto un traje de ciudad— la hizo cambiar. Al verla, por el contrario, la atrajo hacia sí con zalamerías y se arriesgó a besarla en la mejilla.

—Estás hecha un figurín. Pareces una limeña.

Yo me acerqué al grupo de los huéspedes. Había divisado al comerciante que en una ocasión le preguntó a Tuset si era de Huamachuco. La cara que puso al recibir una res­puesta negativa se me había quedado grabada. Empecé a hablar con él y pronto me ingenié para desviar la conversa­ción hacia la pareja de futuros novios.

—Dentro de una semana cambiarán aros —le dije—. Él ha ido a Santiago para traer a su padre, que ha sido nom­brado alcalde.

Solamente cuando le pregunté si había conocido antes a Tuset me miró con desconfianza.

—No sé —me contestó—. Me debo de haber equivoca­do. Pero juraría que lo he visto antes en Huamacho. De esto hace más de un año.

A pesar de mis esfuerzos no dijo una palabra más. An­tes bien se alejó de mí, como si mis preguntas lo incomoda­ran. Yo busqué con la mirada a Jacinto, cuya voz se había dejado de escuchar. Tal vez él hubiera recibido en este sen­tido alguna confidencia. Estaba sentado al lado de la victro­la, la mirada fija en el centro de la sala y la boca torcida con un gesto peculiar que le daba un aspecto de máscara dolorosa. Parecía derrumbado y cuando me acerqué a él no me concedió atención. Me di cuenta de que miraba a Lola y a Felipe, que no dejaban de bailar. Estaban tocando un pasodoble. Cada vez que el disco terminaba Felipe corría al aparato y lo volvía a poner. Los dos giraban vertiginosa­mente, y su alegría, su despreocupación aumentaba, por contraste, la expresión desolada y el nerviosismo de Ja­cinto.

—Esta música, esta música... —lo oí repetir entre dien­tes—. Es como un gusano que se me hubiera metido en el oído... Esta música...

Cuando Felipe se acercó para poner nuevamente el dis­co, Jacinto levantó una mano y lo aferró por la muñeca. Su ademán fue tan rápido que Felipe quedó desconcertado. Como la mano no lo soltara, hizo un movimiento enérgico con el antebrazo y se desprendió de ella. El pasodoble co­menzó a sonar otra vez. Entonces Jacinto se levantó y de un manotazo corrió la aguja sobre el disco. Un chirrido espantoso sucedió a la música e interrumpió las conversaciones. En el silencio subsiguiente se escuchó el ruido de un disco haciéndose trizas contra el suelo.

La mirada imperiosa con que Felipe se volvió me distrajo un momento, pero luego fue la expresión de Jacinto la que me retuvo. Sus ojos celestes eran dos billas de acero encerradas en un círculo rojo. Yo había visto esa mirada en los perros apestados, en los grandes pájaros carnívoros.

—¡A dormir! —gritaba golpeando con el puño el platillo de la victrola—. ¡Que se metan todos en la cama! ¡Juntos, revueltos, a la cama!

Los discos comenzaron a volar. Unos cruzaban el aire y se estrellaban contra las paredes. Otros salieron despedidos por la ventana y cayeron lejos, en las acequias del camino.

Felipe se había precipitado sobre Jacinto y, cogiéndolo de la chompa, lo aventó contra la pared. Su cabeza avanzó con tanta resolución que creí que le iba a reventar las narices.

—¡Chupas como una mula cuando no puedes ni oler una botella! ¡Con doble vuelta de llave te vamos a encerrar!

Jacinto alzó los brazos y, dejando escapar un grito, ate­nazó a Felipe por el cuello. La victrola se tambaleó. Ambos cayeron al suelo.

Varios huéspedes y yo nos lanzamos sobre ellos para separarlos. Estaban tan profundamente trenzados que, de pronto, me quedé con una bota de Felipe entre las manos. Al fin logramos desunirlos. Jacinto berreaba echando lágri­mas y salivazos.

—¡Aníbal, Aníbal! —chillaba, debatiéndose entre nues­tros brazos.

Felipe, en un rincón, se frotaba el cuello.

—Esta bestia me ha metido las uñas —decía, mientras Ema lo atendía.

Después de lanzar una serie de incoherencias, Jacinto quedó callado, los brazos pendientes, la mirada extraviada.

—Aníbal... —susurró y nos miró uno a uno como si buscara un rostro—. ¿Dónde está Aníbal?

—Deben llevarlo a su cuarto —sugirió Ema.

Jacinto inclinó la cabeza sobre un brazo y comenzó a llorar.

—Al matadero, al matadero... —decía—. Me llevarán

al matadero...

—Debe ir a su cuarto —dijo Felipe dando un paso.

—Mejor tú no lo toques —intervino Ema—. Entre Lucho y yo lo llevaremos.

Jacinto había levantado la cara y, a pesar de que las lágrimas continuaban resbalando, sonreía torciendo la boca dolorosamente hacia una oreja, como bajo el efecto de una contracción nerviosa. Esa misma expresión conservó mien­tras Ema y yo lo conducíamos a su cuarto. Ema corrió el cerrojo de la ventana y al salir trancó la puerta.

—Aníbal es su hermano menor, el que murió —dijo Ema, mientras regresábamos a la sala—. Se desbarrancó en la época en que se viajaba a Trujillo en caballo. Estaba un poco trastornado y lo llevaban donde el médico.

La reunión se disolvió en pocos minutos. Ema se fue a acostar y los huéspedes la imitaron luego de haberse cercio­rado si Jacinto estaba a buen recaudo. Lola y Felipe queda­ron un rato en la sala.

—No queda música para seguir bailando —observó Fe­lipe, pateando con sus botas los pedazos de discos rotos.

Lola estaba muy pálida y no se atrevía a levantar la mirada.

—Me voy a acostar —dijo, y abandonó la sala.

Felipe quedó pensativo, con las manos en los bolsillos. Al reparar en mi presencia encrespó el ceño.

—Y tú, ¿qué haces aquí? Deberías irte a la cama.

—No tengo sueño —contesté.

—Debes estar enamorado.

Pasándome un brazo por el cuello me condujo hacia el dormitorio.

—Ya es hora de dormir —decía—. Después de un es­cándalo de estos no hay nada mejor que un buen sueño.

Felipe tardó mucho en apagar la luz. Durante mucho rato lo sentí revolverse en la cama. Yo no había escuchado caer sus botas, por lo cual supuse que estaba aún vestido. Su insomnio era contagioso y, además, Jacinto tampoco dormía, porque a través de la pared sus pisadas resonaban. El resplandor de una cerilla me indicó que Felipe fumaba. Muchas otras cerillas se sucedieron. Como yo hiciera un poco de ruido sentí que me pasaba la voz.

—¿Estás despierto?

Yo no le contesté y quedé inmóvil bajo las cobijas. Los minutos se deslizaban con una lentitud atroz. A la media hora lo sentí levantarse y abrir la puerta del dormitorio. Una ráfaga de aire frío me golpeó la cara. La puerta se cerró.

De inmediato salté de la cama. Mi desvelo encontraba una justificación: había presentido que Felipe saldría. Al regresar del paseo, Lola había tenido frases claras sobre su soledad nocturna, que eran casi una invitación.

Descalzo me deslicé por el pasillo. En la penumbra vi la silueta de Felipe avanzando con sigilo. La puerta del cuarto de Lola era la tercera del claustro que conducía a la cocina. Por las ranuras salía un fleco de luz.

Lola tampoco dormía. Con gran sorpresa mía, sin embargo, Felipe cruzó de largo, sin sobrepararse siquiera, y se perdió en la profundidad del corredor que comunicaba con las habitaciones interiores. Apresurando el paso traté de ganar terreno para que sorbiera mi curiosidad hasta las heces de este espionaje. De pronto, una sombra surgió tan re­pentinamente que no pude contener un grito. Era Alfredo, en pijama como yo, que se interponía en mi camino.

—¿Adónde vas? —masculló levantando un brazo—. ¿Qué cosa buscas? ¡Anda, vete de aquí!

Su gesto era tan resuelto que comprendí que para avan­zar hubiera tenido que librar una batalla. Sin decirle una palabra me di la vuelta y retorné al dormitorio.

Durante un rato permanecí despierto escuchando los pasos de Jacinto, pero pensando en el destino de Felipe.Me daba cuenta entonces de que una quinta persona debía es­tar desvelada, con ese desvelo tenaz que produce la espera. Y esta quinta persona debía ser tía Ema.