Un fugitivo
Leonardo llegó radiante de Angasmarca. Había logrado reclutar ciento veinte braceros, de modo que la mano de obra para su cosecha estaba asegurada. Le habían informado además que en Otuzco hacía dos días que llovía y ya el cielo de San Gabriel comenzaba a encapotarse. Estos sucesos mejoraban las perspectivas de la hacienda y permitían afrontar el porvenir con optimismo.
A poco de llegado, sin embargo, recibió la mala noticia del estado de Jacinto. Felipe le hizo una breve relación del incidente, en un tono gracioso, tratando de eximirse de toda responsabilidad.
—Estaba borracho como un caballo. Tuvimos que encerrarlo a la fuerza en su habitación.
Leonardo no hizo ningún comentario, pero era evidente que la nueva lo contrariaba. Más tarde, al cruzar delante de su escritorio, sentí que me pasaba la voz. Estaba solo, escarbando un alto de papeles.
—Quiero hablar contigo —dijo, sin interrumpir su trabajo—. He pensado que me puedes ser útil en la hacienda. La partida de Daniel me ha dejado sin contador. ¿Quieres encargarte de las cuentas de la cosecha? Hay miles de papeles que necesito ordenar. Naturalmente, te pagaré un sueldo. Lo que te debo de la mina se acumulará. Ahora me encuentro sin fondos.
Yo acogí su propuesta sin mucho entusiasmo. Hubiera preferido, en todo caso, un trabajo en el campo que me permitiera familiarizarme con la tierra. A pesar de mi larga residencia en San Gabriel yo continuaba siendo un ciudadano perdido en los potreros, que no sabía diferenciar la cebada del trigo y que veía solo paisajes donde los demás reconocían la metamorfosis de una fuerza maternal.
—Si te desempeñas bien —añadió— tal vez ocupes este cargo de una manera permanente. Después de todo, tú eres de los nuestros y debo ir pensando en tu porvenir.
No sé por qué esta declaración suya me produjo malestar. Mi reacción natural hubiera sido alegrarme desde que gran parte de mi angustia venía de mi inactividad y mi pereza. Pero quizás este mismo hecho de disponer de mi porvenir me fastidiaba. Mi porvenir era para mí mi único tesoro y yo lo respetaba a tal extremo que no me atrevía jamás a profanarlo con algún proyecto importante. Solo las pocas veces que era cegado por la pasión disponía groseramente de él y era capaz de consumirlo en el instante de un sueño. Pero habitualmente mi actitud natural era la espera. Yo la consideraba como una virtud que me permitía reconocer en cada suceso favorable un legado del destino.
Leonardo había quedado también silencioso, la mirada exánime sobre sus papeles. Cuando él se ensimismaba parecía sumergirse a cien brazas bajo la vida y lo único que quedaba de él en la superficie, como la chimenea de un barco que se hunde, era la punta humeante de su cigarrillo.
—Hay muchas cosas que me preocupan —dijo al fin—; lo de Jacinto, por ejemplo. ¿Por qué le permitieron beber tanto? Él no es belicoso, es incapaz de atacar a nadie... ¡No lo comprendo! ¿Tú estuviste cuando ocurrió el lío?
Yo le relaté las cosas tal como las había presenciado. Cuando mencioné el nombre de Aníbal sonrió con cierta melancolía.
—Aníbal siempre lo defendía cuando los chicos nos trompeábamos —explicó—. Los dos andaban siempre juntos, se comprendían sin cruzar una palabra. Mi madre y Aníbal murieron casi por la misma época. Eso fue terrible. Desde entonces Jacinto quedó mal. Jacinto es muy sensible. Lo que no comprendo es por qué le habrá cobrado antipatía a Felipe.
—¿No será por Lola? —sugerí.
—¿Qué tiene que ver Lola en esto?
—Lola se parece a los retratos..., se parece a su madre.
—¿Tú también lo has notado? —su mirada me exploró con desconfianza—. Debes saber una cosa: muchas de esas fotografías son en realidad de Lola, no de nuestra madre. Jacinto las sacó de mi álbum y ha confundido todo.
No había aún reaccionado ante esta revelación, cuando Leonardo añadió:
—Habrá que devolver a esta mujer cuanto antes a su chacra. Acompáñame a ver a Jacinto.
La habitación estaba en tinieblas. Cuando Leonardo abrió la ventana vimos a Jacinto descalzo, en pijama, acuclillado cerca de la cama. De inmediato se levantó y se puso de cara contra la pared. Mientras permanecimos en el cuarto él conservó esta posición y solo de cuando en cuando volteaba un poco la cabeza para mirarnos de soslayo. Era extraño: su barba había crecido rápidamente, como alimentada por el dolor o el sufrimiento.
—Salgamos —ordenó Leonardo.
Recorrimos el claustro silenciosos.
—Me temo que tenga que regresar al sanatorio —murmuró Leonardo, y se perdió en las habitaciones interiores.
Permanecí un rato en las arcadas viendo el atardecer. «Zarco», «Colla» y los demás perros de la hacienda corrían por el patio, vigilando el vuelo de los halcones. Pensaba en Jacinto, en su opresivo y triste destino. Su soledad me pareció horrible; horrible también su ausencia de mujer; pero peor aún la fatalidad de morir sin descendencia. Me decía que a veces bastaba un hijo para devolverle sentido y grandeza a la vida más inútil. Pero Jacinto tenía todas las apariencias de ser un fin de raza, una de esas tentativas donde la especie humana se extravía y se extingue.
Esta reflexión me produjo un estremecimiento. Sentía la necesidad de buscar a los otros, de refugiarme a la sombra de una conversación. Mi soledad comenzaba a parecerme como una enfermedad o un mal augurio. Me disponía a levantarme cuando vi a Leticia apoyada en una columna, a pocos pasos de mí. Sus apariciones eran siempre imprevistas. Yo estaba seguro de que surgía del viento, que tenía un pacto con las cosas.
—¿Qué piensas? —preguntó–. Hace rato que miras las nubes. Nunca hay que mirar mucho rato a las nubes ni a la luna, porque uno puede volverse loco.
Regresé la mirada al patio. Los perros se revolcaban en la tierra.
—Pienso que Jacinto no tendrá hijos.
—¡Siempre pensando en cosas raras, cuando hay cosas tan alegres en las cuales pensar!
Dando unos pasos se sentó a mi lado. Sus ojos exploraron el cielo.
—Va a llover.
Me volví hacia ella. Su rostro, en el atardecer, tenía una palidez nacarada, parecía hecho de una materia translúcida, como las mascarillas de cera. No era, sin embargo, una palidez enfermiza, como la de Alfredo, sino una palidez privilegiada: la palidez de la vida contenida y castigada por la delicadeza de las formas. Solamente el lunar ponía en su mejilla una nota mundana.
—En los baños de Cachicadán no te debes haber lavado la cara —murmuré.
—¿Por qué? He estado más de media hora metida en la poza y salí porque ya estaba a punto de desmayarme.
—El lunar todavía no se te ha borrado.
Leticia se cogió la mejilla y sonrió.
—¡Qué necio eres! Todas las mañanas me lo vuelvo a pintar.
—Así nunca desaparecerá.
—Uno de estos días me olvidaré.
Quedé callado. Seguía oscureciendo. Las primeras gotas de lluvia cayeron levantando polvo.
—¿Tú quieres que desaparezca?
Volví a mirarla. En su pregunta no había ninguna malicia. Desde hacía algunos días la dulzura, la serenidad presidían todos sus actos.
—Quisiera que nunca desaparezca —contesté—. Has cumplido tu promesa de cambiar y ahora eres distinta. Siento como si te hubieras alejado de mí, pero eso no me importa. Eres mejor así y eso es suficiente.
Leticia quedó pensativa. Recogiendo sus piernas para protegerlas de la lluvia entrelazó sus dedos sobre sus rodillas. Su perfil se disolvía en la penumbra.
—Y te voy a decir algo más. Te voy a decir que si antes me molestaba que te pusieras de novia, ahora lo deseo, lo quiero verdaderamente. Sería muy triste que llegaras a la edad de Lola y siguieras soltera, sin saber qué hacer con tu vida, con tus manos, en fin, con todo lo tuyo.
—Yo también lo quiero —dijo Leticia—. Fíjate: tendré un enorme traje de novia. Su cola será tan larga que todos los sirvientes juntos no podrán sostenerla. La iglesia debe estar llena de flores y se verán muchos candelabros. Si tengo doce hijos los llamaré como los apóstoles. Si tengo catorce, como los incas. ¿Para qué tantos, sin embargo? Tres serán suficientes. ¡Serán los tres reyes magos!
Al decir esto rio con fuerza. Antes de que el eco le devolviera su voz, había quedado callada. El silencio se prolongó. Al mirar hacia su lado solo veía una profunda oscuridad. Estiré temerariamente la mano, con la certeza de que ya no estaba allí, de que solo tocaría un vacío que me haría daño. Contra mi previsión sentí la forma de su brazo. Leticia, en lugar de protestar, cogió mi mano entre las suyas y la colocó sobre su falda.
—¿Por qué tiemblas? —preguntó. Con sus finas yemas me acariciaba los dedos—. Tienes una mano pequeña, una mano de mujer. Es casi como la mía. ¿Tú has visto las manos de mi papá o de Tuset? Son manos grandes, rojas, llenas de pelos. Son manos que han trabajado. Las tuyas, en cambio, parece que las hubieras tenido escondidas y las guardaras no sé para qué...
Estas palabras, pronunciadas en un tono distraído, que las volvía casi indiferentes, me tocaron profundamente. Hubiera querido abrazarla movido por un sentimiento turbio donde intervenía, sobre todo, la gratitud, pero temí que mi gesto fuera interpretado como un mezquino pago de amor.
—Leonardo me ha dicho si quiero quedarme en la hacienda trabajando como contador —murmuré—. Yo todavía no le he respondido, pero creo que aceptaré.
Leticia dejó caer mi mano pesadamente y quedó callada. El primer relámpago rescató de la oscuridad el perfil de los cerros.
—¡Vámonos! —dijo, levantándose—. Ese rayo podía habernos caído, como al pastor Pauca, el año pasado. ¿Qué hubieran pensado al encontrarnos muertos cogidos de la mano? Tengo los pies mojados.
Cuando me incorporaba, unos pasos resonaron en el corredor. Pronto una sombra apareció. Durante un rato se desplazó en torno nuestro con movimientos irresolubles. Reconocimos a Lola.
—¿Son ustedes? ¿Dónde está la luz del corredor?
Avanzando a tientas la encendí. Lola estaba envuelta en su mantilla, los párpados rojos, el rostro sufriente.
—¿Por qué quieren que me vaya de San Gabriel?
—preguntó—. ¿Es que los molesto demasiado? Acabo de hablar con tía Ema y con mi papá y dicen que debo irme el sábado, después de la ceremonia.
Claramente escuchamos en ese momento el ruido de unos cascos en el camino.
—¡Qué raro! —dijo Leticia—. Parece que alguien viene a la hacienda a estas horas.
—Tengo apenas un mes —dijo Lola— y no me dejarán quedarme ni siquiera para la cosecha.
Traté de consolarla, pero no encontré las palabras apropiadas. Pensaba que Leonardo no había tardado mucho en tomar sus precauciones. Leticia y Lola permanecían silenciosas, como si se estorbaran.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Lola—. Hace frío, pasemos a la sala.
Los tres empezamos a caminar.
—Anoche no pude dormir —prosiguió Lola—. Alguien caminaba por el corredor. ¿Quién podría ser?
—Serían las penas... —replicó Leticia, distraídamente, mientras entrábamos en la sala.
Los huéspedes habían partido y solo se encontraban las personas de la familia. Leonardo y Felipe conversaban, de pie, junto a la ventana. Me pareció entender que hablaban de Jacinto. Todo indicaba que Leonardo estaba decidido a resolver en la forma más perentoria los problemas internos de la hacienda. Felipe asentía, la copa en la mano, la ironía flotando en las guías de sus bigotes. Era admirable el aplomo con que soportaba la presencia de Leonardo. En un momento lo palmeó con tanta desenvoltura, que la duda me asaltó y pregunté si su salida nocturna no habría tenido otro destino. ¿Por qué habría de ser precisamente donde tía Ema? El único que podía saber algo era Alfredo. Comenzaba a explicarme su conducta esquiva, sus cóleras, sus tormentos. Sería necesario esperar la hora de la cena para abordarlo.
Tía Ema, en un rincón, tejía. Tampoco en su rostro podía adivinarse algo. Lo único que noté fue que nos miró a Leticia y a mí alternativamente, con insistencia. ¿Sospecharía algo? Yo la sabía penetrante, intuitiva. Por precaución me alejé de Leticia, que, desde que entráramos a la sala, permanecía silenciosa a mi lado.
En vano busqué a Alfredo a la hora de la cena; su sitio estaba vacío. Los demás parecían no darse cuenta. Fue solamente a mitad de la comida cuando Leonardo preguntó por él.
—Debe estar comiendo en la cocina —respondió Ema.
Jisha, que ingresaba con los platos, fue interrogado y respondió negativamente. Se pensó que jugando en el campo se había retrasado. Terminamos de cenar y no había trazas de su persona.
Hasta las diez estuvimos en la sala, esperando. Jisha había salido por los alrededores, un farol en la mano, acompañado de «Zarco». Su pesquisa fue inútil. Leonardo, preocupado, ordenó que no se cerraran las puertas de la hacienda. Ema había quedado hundida en su sillón, la mirada perdida. Felipe fumaba mirando por la ventana.
Fue entonces cuando Ollanta —que como de costumbre asistía mudo e indiferente a todos nuestros problemas— abrió la boca.
—Debe haberse ido a Santiago —dijo.
Leonardo quedó mirándolo desconcertado.
—O a Trujillo —añadió Ollanta—. Hace tiempo que está con ganas de irse.
—¿Qué dices? —preguntó Leonardo, avanzando hacia él.
—¡Debe estar hablando disparates! —intervino Ema.
—¡Continúa! —le ordenó Leonardo.
Ollanta, al ver esa súbita importancia que se acordaba a su persona, quedó turbado.
—¡Yo no sé! —exclamó—. Yo no sé nada. Lo único que sé es que a las seis salió del cuarto con una bolsa y ya no lo he vuelto a ver.
Leonardo se echó un poncho sobre los hombros y abandonó la sala.
—Es raro —murmuró Felipe echando su colilla al suelo.
—¡A Santiago! —repitió Ema en voz baja.
Los seis quedamos en silencio. Contra el tejado sentíamos rebotar la lluvia. Se produjo una guerra fría de miradas. Los ojos giraban como faros, se encontraban en el aire y luego de una breve escaramuza buscaban caminos diferentes. Una especie de inexplicable vergüenza pesaba sobre nosotros.
Leonardo apareció jadeante.
—¡«Chicuelo» no está en la cuadra! ¿Cómo diablos se le ha ocurrido coger mi caballo? ¡Con el trote que ha tenido ayer hasta Cachicadán está sin cascos! ¡Habrá que ir a buscarlo!
—Hacia el atardecer sentimos pasar un jinete —murmuró Leticia, pensativa.
—¿Vas a ir tú? —preguntó Ema, de quien se había apoderado una violenta excitación—. ¡Estás muy cansado...! Que vaya mejor Felipe.
—Sí —intervino Felipe—. Denme la yegua «Flor» y lo alcanzaré antes de que llegue al puente para traerlo de las orejas.
—Este es asunto mío —contestó Leonardo—. Anda tú mejor a Mollepata y pon un telegrama a Santiago, a tía Mamila. Hay que preverlo todo. ¡Y los demás deben irse a la cama! Quizás no pueda regresar hasta mañana.
Ambos jinetes partieron al galope en dirección contraria. Nosotros, sin obedecer a Leonardo, perma-necimos en la sala. Fue inútil provocar una conversación. Cada cual parecía estar sumergido en sus propios asuntos. Ema había encendido un cigarrillo —cosa inhabitual en ella— y echaba humo por la nariz.
—¿Quién sería la persona que caminaba anoche por el corredor? —preguntó Lola.
Por toda respuesta Leticia se levantó, sonrió, se desperezó y abandonó la sala sin dar las buenas noches.
Cuando me fui a dormir solo quedaron Ema y Lola, cada una en un extremo del sofá, sin mirarse, separadas por un silencio lleno de malos presagios.