El abandono
En San Gabriel había una bicicleta. Un día la descubrí mientras husmeaba por los depósitos de la hacienda. Fue cuando regresamos de la puna. Los campos habían madurado, habían dado todos sus frutos y yacían abiertos, extenuados y lívidos, esperando la época del barbecho.
Era extraño ver allí una bicicleta, verla donde no había caminos planos. A pesar de ello se la entregué a Reynaldo para que me la compusiera y, cuando estuvo lista, me entretuve rodando sobre las lajas del claustro.
Jacinto, entusiasmado por mi hallazgo, quiso de inmediato imitarme y con él me lancé por las rutas escarpadas, por las cuestas, nos estrellamos, reventamos cámaras, pero al fin aprendió a conducir y se convirtió en un avezado ciclista. Sin la compañía de nadie hacía extensas excursiones para las cuales, obedeciendo sabe Dios a qué idea singular del pilotaje, se ponía su terno dominguero.
Fue también en esa época cuando vino la gente de don Evaristo. Venían para cortar los cuatrocientos eucaliptos que Leonardo le había vendido. Con Felipe fui varias veces al bosque para verlos trabajar. De unos troncos hacían leña. Otros se los llevaban enteros para la represa que construía su patrón. Se los llevaban a pulso por las quebradas, como las hormigas que arrastran una oruga.
Felipe, habiendo recibido su paga, se puso a hacer su equipaje. Cuando sus maletas estuvieron listas y todos esperábamos verlo partir, le sobrevino una especie de apatía y, vestido siempre de viajero, lo vimos pasearse por las arcadas con ese aire desconcertado, perplejo, incrédulo, un poco idiota e irremisiblemente cómico de la persona que ha perdido un tren. Al fin se encerró en su cuarto y comenzó a consumir y a pagar la cerveza de la hacienda. Leonardo decía que a ese paso no llegaría ni a Santiago. Por las noches nos mandaba llamar a Jacinto, al criado Jisha y a mí y nos regalaba dinero.
—Yo necesito gastar —decía—. Pero como en San Gabriel no puedo hacerlo, regalo la plata. ¡Diviértanse, muchachos, tiren los reales por la ventana!
La única que se inquietaba por eso era tía Ema. A veces penetraba en el cuarto cuando todos estábamos reunidos en gran fiesta y, echándonos fuera, quedaba sola con Felipe. Detrás del tabique la escuché recriminarlo, instándolo a partir de inmediato o a entregarle su dinero para guardárselo.
Pero Felipe no se dejaba domeñar. Precisamente en ese plan de derroche, expidió una tarde a Jacinto hacia Mollepata para que le trajera unas botellas de champaña. Jacinto se obstinó en viajar en bicicleta no obstante estar el camino enlodado. Lo esperamos hasta el anochecer y ya íbamos a salir en su búsqueda cuando los indios de la comunidad de Urcos aparecieron trayéndolo cargado. Se había venido cuesta abajo zafándose un tobillo. De la bicicleta traían la carcaza.
Primero se pensó en trasladarlo a Santiago, luego en telegrafiar al médico de esa localidad, más tarde en recurrir a los auxilios de don Casildo, por último fue Tobías, el carpintero, quien le puso el pie en su lugar, como quien compone la pata de una mesa.
Quien más tronaba en medio de este ajetreo era Felipe, no por Jacinto ni por la bicicleta, sino por su champaña. Como el único responsable estaba malherido y no podía descargar contra él su mal humor, sostuvo que había desaparecido un sol de su velador e inculpó a Jisha de tal fechoría. El criado, aturdido, no acertó a defenderse, por lo cual Felipe lo arrastró al terrado y, atándole las manos con una cuerda, lo suspendió a una de las vigas del techo. A los cinco minutos, aburrido o arrepentido, lo soltó y lo despidió con un puntapié en el trasero.
Así pasaban los días en San Gabriel, días de las últimas lluvias estivales. Pequeñas y grandes miserias se sucedían. Ellas interesaban un día, aburrían otro, conmovían poco, no enseñaban nada y terminaban infaliblemente por olvidarse.
La llegada del padre Argensolas, sin embargo, fue un acontecimiento de cierta resonancia. Una mañana apareció en el patio en una hermosa yegua trotera. Cuando desmontó para avanzar alforja al hombro hacia las arcadas, su talante nos impresionó. Era de una altura poco común para la gente de las sierras. Era blanco, además, calvo del frontal, con dos ojos oblicuos y celestes que parecían escudriñar constantemente algo que estaba detrás de nosotros, detrás de los muros.
Lo primero que nos sorprendió fue su manera de dar la mano. Sus dedos apenas rozaban los nuestros para evadirse en seguida como bajo el efecto de una repulsión eléctrica. Sentado en un sillón de la sala, permaneció largo tiempo hablando de cosas nimias, del tiempo, del camino, evitando las respuestas concretas y creando intencionalmente una atmósfera de misterio en torno a su persona. Fue solo durante el almuerzo cuando confesó que viajaba hacia Lima, pues había sido llamado por un personaje para ciertas «consultas secretas».
Luego nos enteramos de que se dedicaba a la magia blanca y al ocultismo. Dijo haber realizado toda clase de prodigios, desde la curación de enfermedades mortales hasta el hallazgo de personas y de bienes perdidos.
—Aquí no interviene Dios ni el demonio —dijo—, sino el ejercicio de mis facultades mentales.
A pesar de no probar una gota de licor, a fuerza de hablar y de fumar alcanzó un estado de excitación vecino a la embriaguez. Habló de una ahijada suya que movía objetos a distancia y que pronto alcanzaría, bajo su dirección, el don de la ubicuidad. Dijo, por último, que si él quería podía ver en ese momento al Papa.
Su declaración nos dejó atónitos. Presionado especialmente por las mujeres, convino en efectuar este prodigio. Todos pasamos a la sala. El padre Argensolas tomó asiento en un sillón y nosotros nos agrupamos a su alrededor. Luego de ordenar que cerraran las cortinas, estiró los brazos y comenzó a observar las palmas de sus manos. Su rostro adquirió los rasgos de una atención extrema. Sus dedos largos y huesudos se crispaban y se estiraban alternativamente.
—Es necesario concentrarse —decía—. Basta que alguno de ustedes se desinterese para que el fenómeno no se produzca.
En efecto, de sus dedos emanaban radiaciones casi imperceptibles, como si entre una y otra de sus manos circulara un fluido eléctrico. Entretanto, el padre describía lo que estaba viendo: al Papa en Consejo de Cardenales, sus vestiduras, el decorado romano. Cuando terminó, Ema sostuvo que había visto una mitra. Felipe se echó a reír.
El padre lo miró con sarcasmo.
—¿Cree usted que soy un embustero? Claro, usted es un materialista y solo adora lo que está al alcance de sus sentidos. Yo sé qué cosas le gustan a usted: las mujeres y el aguardiente.
Felipe cambió de expresión.
—Para que no me tome por un charlatán —prosiguió el padre— le voy a adivinar el porvenir.
Felipe aceptó de buena gana. La tensión que había creado el padre aumentó, Leticia no había despegado los labios en todo el tiempo y seguía los ademanes, recogía las palabras del visitante con una inquebrantable convicción.
—Eso sí —añadió el padre—. Necesito un momento de concentración. ¿Tiene usted una habitación tranquila? Descansaré durante unos minutos.
Leonardo lo condujo a uno de los cuartos de huéspedes. Al cabo de diez minutos el padre reapareció. Arrellanándose en un sillón de la sala abrió la boca.
—Usted tiene entre manos una gran empresa. Podría volverse millonario si trabaja con tino. Pero trabajar en la montaña no da buenos resultados, salvo que se posea un enorme capital. Además, usted cometerá pronto un acto de deslealtad. En resumen, solo veo el fracaso, lo siento mucho. Eso es todo lo que sé.
El padre calló. Felipe no se atrevió a contradecirlo. Fue Leonardo quien, no sé por qué motivo, puesto que era tan incrédulo como Felipe, resolvió consultarle las visiones de Leticia. Durante algunos minutos el padre observó a Leticia distraídamente, mientras hablaba de otras cosas, como si no hubiera escuchado la solicitud de Leonardo. Al fin se levantó y, cogiéndola de los hombros, la miró fijamente en los ojos. Así estuvo mirándola largo rato, mientras nosotros permanecíamos suspensos. Por último la dejó:
—¡Muy curioso! —dijo—. Pero no es nada que no sea humano.
—¿Qué cosa? —preguntó Leonardo.
—Nada, nada. Ya usted mismo lo sabrá.
Por más que insistió, el padre no explicó su respuesta. Dijo que estaba agotado y se fue a dormir. A la mañana siguiente partió. Nosotros no olvidamos sus ojos, ni su sotana, ni su apariencia de loco prodigioso. Era un charlatán de lujo, seguramente, pero que tenía entre sus dedos, al menos, un hilo de la verdad.
Poco después Felipe nos dijo que se iba. Desde ese momento en la hacienda todo cambió. El forastero nada advertiría, pero para mí las estrellas tenían un diferente fulgor. A fuerza de mirarlas había reconocido su lenguaje. Una voz estelar caía de los cielos.
Fue una tarde. Felipe dijo:
—Parto esta madrugada, a las tres. Me despediré de ustedes antes de la cena, porque luego estaré arreglando mi equipaje.
A las diez de la noche Felipe abrazó a todos y se retiró a su dormitorio. Quedamos en la sala. Se puso en seguida un disco. Yo bailé con Leticia y la noté distraída, distinta. Sus movimientos eran torpes y sus brazos se apoyaban cansadamente en mis hombros. Su cabellera estaba un poco deshecha y dejaba caer una especie de aroma a flores de velorio.
—Estás triste —le dije.
—Es verdad —me respondió—. Pero no tiene importancia.
Eso fue todo. Me acosté cerca de medianoche. Felipe, en su compartimiento, arreglaba por centésima vez su equipaje. Luego salió a la cuadra para ensillar su caballo. Pasaban las horas. Dormí probablemente un sueño breve y sin ensueños. El relincho de una bestia me despertó cerca del alba. Desde mi cama escuché los cascos de una cabalgadura andando hacia el portón. Felipe partía... ¿Volvería a verlo alguna vez?
De un salto me precipité a la ventana para contemplar su silueta perdiéndose en ese viaje del cual se prometía tanta fortuna. Descorriendo el visillo divisé el camino, luego el recio alazán que Felipe tiraba de la brida. Un segundo caballo apareció. Lo reconocí en el acto: era el de tía Ema. Ella misma lo montaba, envuelta en su mantilla azul, el sombrero blanco tirado sobre la frente. Ambos espolearon, partiendo en un trote suave hacia Santiago.
Bajo el efecto de la incredulidad abrí la ventana y saqué medio cuerpo sobre el alféizar. Helaba. Apenas se distinguían las siluetas doblando la curva del camino. Una luz se vio en uno de los balcones de la casa. Leonardo, apoyado en la baranda de su cuarto, había encendido un cigarrillo y lanzaba la primera bocanada de humo sobre la ruta ya desierta.