Miguel Díaz de Armendáriz había visto la luz en Pamplona en 1507. Pertenecía a la rama erudita y sedentaria de una familia que adoctrinó a los nobles de Navarra desde tiempos antiguos. Si el linaje del padre de Ursúa era de insolentes guerreros y de mercaderes codiciosos, el de la madre era de reposados propietarios que tenían molinos a la orilla del Ebro desde el siglo anterior, y que le habían dado a Tudela sus obispos y sus escribanos. Hasta dos santos dudosos había en la memoria de la familia, Dominic de Veráiz, un predicador en harapos que hacía milagros en las aldeas pirenáicas, y el príncipe generoso León de Agramonte, que repartió su fortuna entre los pobres antes de partir hacia Tierra Santa con una corona de espinas sobre su frente, en tiempos de la última cruzada, y que al volver se recluyó en el monasterio de Almanz, que yergue sus agujas góticas entre los pinos de la cordillera.
Desde joven Miguel era estudioso y lascivo, dedicaba la mitad del tiempo al placer y la otra mitad al arrepentimiento, y se habría vuelto clérigo de no haber sido porque después de la adolescencia nunca se acostumbró a dormir solo, pero lo acobardaba la idea del matrimonio. Tal vez atormentado por sus propias inclinaciones se había dedicado al estudio de las leyes: quería comprender el alma humana. Le gustaba juzgarse a sí mismo, aunque por lo general se absolvía, gracias a la prolijidad y sutileza de sus razones, pero a partir de cierto momento ya se sintió capaz de juzgar a los otros. Mientras entraba en carnes, fue haciendo carrera en un medio donde era importante tener argumentos eficaces para defender las políticas del Estado y para hacer tropezar a los adversarios.
Era sin duda el varón más elocuente en una familia de labios de oro, y los nexos de los Veráiz y de los Armendáriz con la corte lo llevaron a atender importantes procesos en los estrados de Pamplona y Valladolid. De algo había valido que sus mayores dieran su sangre por la corona de Aragón, y que dos años antes Carlos V se hubiera hospedado en uno de los castillos de la familia, cuando vino a Navarra a presentar a su heredero Felipe, que acababa de dejar al fin el luto por la emperatriz. El juez Armendáriz recordaba la selva de lanzas de la guardia imperial a las puertas del castillo, y los banquetes malogrados —las jugosas chuletas de cordero, los cuartos de jabalí casi azules, los faisanes con corazón de foie gras, los toneles de vino del Duero— porque el emperador no podía probar un bocado. Hubo un ir y venir de médicos angustiados, y al propio juez le correspondió la fortuna de conseguir para Carlos las medicinas que lo aliviaron del ataque de gota que encadenaba su pie, su costado, su cuello y su mano derecha, y que lo había hecho recibir encogido los honores de Aragón, Cataluña y Valencia antes de ir a Pamplona a preparar la defensa contra los vecinos franceses.
Yo digo que Díaz de Armendáriz tenía que haber ganado mucho prestigio cuando lo escogieron como juez de residencia en las Indias, porque fue el primer encargado de justicia al que le asignaron cuatro gobernaciones distintas, y en una región donde se precisaba firmeza y claridad. Mucho sabía ya la Corona acerca de los mundos de aztecas y de incas, algo de la región de Castilla de Oro y de los establecimientos urbanos y comerciales en islas del Caribe, pero de estas regiones de Tierra Firme cada informe contrariaba al anterior, y los chambelanes y el Consejo de Indias jamás estaban seguros a la hora de tomar decisiones.
Cuando se pensaba que el generoso Bastidas había hecho labor perdurable de pacificación y conquista, clérigos alarmados traían el informe de que sus propios hombres lo habían apuñalado y las costas de Santa Marta estaban siendo arrasadas por los conquistadores. Cuando se le reconocían a Jiménez de Quesada sus derechos como fundador de Santafé y se esperaba que sometiera legalmente a los nativos del altiplano, llegaban rumores de las ferocidades de su hermano Hernán Pérez de Quesada, que daba tormento a los reyes indios y destruía provincias enteras buscando tesoros. Cuando se pensaba que don Pedro Fernández de Lugo, gobernador del Nuevo Reino de Granada, había establecido un bastión firme para la Corona desde la costa de las perlas hasta el reino de los muiscas, llegaban las cartas de Gonzalo Suárez de Rendón, un veterano de las guerras de Italia, acusando a Alonso Luis de Lugo, el heredero del gobernador, del robo de perlas y caballos, ejecuciones y encarcelamientos injustos. No acababa de llegar la noticia de que Pedro de Heredia había fundado el puerto de Cartagena en una región propicia para la navegación y el comercio, cuando llegaban los rumores de que sus esbirros habían desenterrado las tumbas de los nativos sin declarar el oro a la Corona. Entonces se pensó que era el momento de dejar a un lado a los guerreros y enviar a un jurista de lengua inspirada que pusiera orden entre los conquistadores y uniera las provincias discordes.
El viejo secretario Juan Sámano, un hombre de rostro de piedra y de barbas de niebla, le contó a Díaz de Armendáriz con más palabras que rigor la historia de las cuatro gobernaciones, pero parecía más empeñado en hablar de los límites de su judicatura y de las tierras que la rodeaban. Sus precisiones, vistas bien, eran vaguedades inútiles. ¿Qué puede saber del mundo desconocido un funcionario encerrado en las ceremonias de una corte distante? Cada gobernación parecía limitar con ciénagas y con neblinas, estaba a medias habitada por caníbales y a medias por fantasmas, porque es imposible imaginar estos rumbos antes de haber estado en ellos. El hombre que recorre una provincia no concibe las otras por cercanas que estén, en un mundo que se diría tan cambiante como las nubes, donde las aldeas vacilan bajo el peso de las avalanchas, donde los montes olvidan los caminos, donde los fuertes ceden a la presión de ejércitos de indios y las ciudades se arrodillan al paso de los huracanes. He visto de un año a otro cómo se alteran las tierras, cómo cambian los ríos de curso, cómo las costas modifican su trazo. Las instrucciones de los peritos de la corte están siempre sujetas a la experiencia de los viajeros, y apenas imagino a Díaz de Armendáriz procurando memorizar, sobre mapas balbucientes, los inasibles límites del reino, la mayor parte de los cuales ni siquiera vería durante su mandato.
Todo en el nuevo mundo pertenece a los reyes, pero sus súbditos se lo disputan con tal ferocidad que siempre importa más, y es más seguro, saber qué territorios obedecen a otros conquistadores, a casas comerciales distintas. Es por eso que la fresca mañana de primavera en que se reunió el Consejo en el palacio de Valladolid para presentar a Armendáriz la lista de sus funciones y el informe detallado del mundo al que se dirigía, el secretario Sámano, sentencioso y locuaz a la vez, se detuvo más en las tierras ajenas y vedadas que en la difusa tierra prometida: el juez debía tener claros los límites de su territorio.
Ante una ventana blanca que mira a los viñedos verdes del Duero oyó hablar de las planicies calurosas que bordean el Orinoco, entregadas a los banqueros Welser de Augsburgo, que prestaron, con los Fugger, el millón de florines con que el niño Carlos V compró la corona del Imperio. Aquellas tierras estaban en poder de los guerreros de Alemania, y para la corte eran el cerco de alabardas de Ambrosio Alfínger, unos trazos con letras e iglesias y el dibujo de un río. Para nosotros fueron llanos enrojecidos de chigüiros, canoas zozobrando en remolinos, amaneceres exaltados como delirios, serpientes cuya testa triangular era tan grande como la cabeza de un potro.
Después le hablaron del brazo de selvas húmedas del oeste, en Castilla de Oro y Panamá, del que Armendáriz ya tenía noticia por las crónicas de los viajeros, tierras donde Pedrarias Dávila destruyó por envidia las conquistas del laborioso Balboa, y donde una partida de hombres cansados y un perro que tenía un collar de oro vieron nacer en sus pupilas el abismo infinito del mar del sur.
Al norte estaba el agua luminosa de las Antillas, surcada por macizos galeones de España y que empezaba a cruzar de tiempo en tiempo en todas direcciones cosas que no se habían visto nunca: navíos oficiales y clandestinos, barcos mercantes como palacios dorados, galeazas ostentando sus gallardetes, carabelas, carracas portuguesas con sus velas infladas como nubes, bergantines, piraguas de dos cascos, remeros de contrabandistas, fragatas artilladas de aventureros y hasta veleros solemnes hechos más para la ostentación que para las olas. Era la región más conocida, el mundo de Colón y de Ojeda, donde brotaban perlas como arena y donde amenazaban sin tregua y sin entrañas los piratas franceses.
Sámano habló finalmente de las regiones del sur donde todo era más seco y más claro, las tierras que fueron de los reyes incas, con su honda cordillera de ciudades de piedra y tumbas rectangulares, las confusas serranías antes sujetas a la férula de Francisco Pizarro, donde ahora se alzaba la rebelión de los encomenderos. De allí llegaban rumores de guerra entre los hombres del emperador, y Armendáriz debió recordar que ese era el peligroso país que estaban viendo en aquel instante los ojos de halcón joven de Pedro de Ursúa.
«Más allá», indicó finalmente el secretario, mirando en una dirección y señalando en otra, «sólo están las selvas escondidas donde Orellana vio a las amazonas».
Si yo hubiera estado presente, habría descrito mejor esos confines que escapaban al mando de Miguel Díaz y que después se apoderaron de los sueños de Ursúa. Allá se había quedado mi juventud, en un infierno rojo y en un río imposible.
«Monseñor», dijo el juez con nerviosa cortesía, «veo con claridad los reinos que no estarán bajo mi jurisdicción, pero aún no sé nada de las tierras donde debo aplicar la ley del Imperio». «Me gusta que lo entienda así», respondió el secretario, «porque hasta ahora ha sido más fácil saber lo que hay alrededor que conocer y unificar esas regiones bajo una sola ley. Ojalá fuera un país como el de los aztecas o el de los incas, unido por una corona de plumas o siquiera por una lengua bárbara, pero el poder de los cuatro gobernadores no ha desarmado todavía a las muchas naciones indias, y al parecer la tierra misma es más rebelde que los nativos que la pueblan. Prefiero decirle qué regiones lo rodean y que usted nos revele finalmente qué reino es aquel».
Armendáriz, tan diestro en cuestiones legales como aprendiz en asuntos de la corte, sintió que recibía más un enigma que un territorio y tuvo que confiar en que el examen de las campañas y el juicio de los capitanes le darían una noción más precisa del país que se le encomendaba. Ese mismo día, con el listado dispendioso de sus tareas, recibió documentos sobre cada una de las cuatro gobernaciones: informes, cartas, testimonios, crónicas y rumores, largas evaluaciones del Consejo de Indias, y memoriales y procesos en marcha copiados por pacientes calígrafos para que cada original pudiera quedar en los archivos de la Corona. Allí encontraría buena parte de la información que necesitaba, y el resto sólo se lo darían los meses y los mares.
Más útil que los informes del secretario Sámano, que los copiosos archivos y que los mapas conjeturales del Imperio, fue para el juez conocer en el palacio real a un capitán noble y apuesto, de bigotes floridos y barba ondulante y aguda, que se movía con pasos inseguros por los salones de la corte y a quien los funcionarios atendían con solicitud. «¿Ha visto con quién anda tan complacida la corte?», le dijo una tarde el asistente del gran tesorero Los Cobos. «Le voy a presentar a alguien cuya suerte depende de los gobernadores que usted juzgará: el mariscal Jorge Robledo. Hace cinco años lo envió Belalcázar al norte del país de los incas, y fueron tan notables sus conquistas que hoy dos gobernadores se disputan las tierras donde fundó ciudades. Estuvo a las puertas de morir cerca de la nueva Cartagena hace unos meses, porque Pedro de Heredia lo acusó de invadir sus dominios, pero el Consejo y el príncipe acaban de rehabilitarlo, y le reconocieron sus méritos por medio de un título resonante». Y el secretario del gran Secretario del Tesoro imperial añadió, casi susurrando en los oídos del juez: «Creo que este hombre muy pronto va a poner en manos de la Corona la mayor reserva de oro que guardan las Indias. Tiene usted suerte, excelencia, de ser quien ponga en claro los asuntos de su gobernación».
Armendáriz se sobresaltó: no le parecía adecuado conocer de antemano a un hombre que iba a estar sujeto a sus investigaciones y sus providencias, pero el funcionario no vio problema en ello. «Mi señor de Armendáriz», le dijo, «su labor no será poner reos en el cepo, sino más bien evaluar el trabajo inimaginable de unos abanderados a los que el emperador considera grandes benefactores de la Corona. Un juicio de residencia es la ocasión de rehabilitar a unos hombres sujetos al odio de nuestros enemigos y a la murmuración de sus propios soldados. Robledo aspira a gobernar un quinto territorio, en la frontera imprecisa de las tierras de Belalcázar y de Heredia, y es de esperar que sea la ley y no la espada lo que decida finalmente su suerte».
Añadió que, más que una justicia demasiado puntillosa, la Corona prefería el reconocimiento de quienes enriquecen al Imperio y ensanchan sus dominios. Y Armendáriz fingió no darse cuenta de que para esos cortesanos su tarea como juez era algo más que una cuestión de leyes y códigos. El discurso del hombre, que no afirmaba nada pero insinuaba mucho, era el gorjeo de un asistente de finanzas de la casa real, cuyas prioridades sólo pueden formularse en ducados y maravedíes. Pero aunque a la Corona le importaran mucho las rentas, el juez se dijo que los enviados del Imperio tendrían que atender también a criterios políticos y morales, y buena prueba eran las Nuevas Leyes, pregonadas como un libro de hierro para los capitanes de Indias.
«Permitir que gobierne los reinos el que los ha fundado», continuó el funcionario, «es cuestión de justicia. Y aquí está nítido el tema del que hablábamos: los celos extremos con que los gobernadores manejan allá sus territorios, sus rapiñas frecuentes por la tierra y por el reparto de indios. Robledo es un varón valiente y recto, que tiene problemas de jurisdicción con otros capitanes más ambiciosos».
Armendáriz esperó cortésmente al secretario, que con ceremonias y gestos excesivos había ido a traer a Robledo. Era una fortuna hallar un informante de primera mano, con experiencia no sólo en las Indias sino precisamente en los territorios a los que ahora se dirigía.
Había algo extraño en la mirada de Robledo: sus ojos grandes eran pensativos y ausentes, pero a Armendáriz le bastó oír su voz para entender que aquel hombre no sería su enemigo, y conversar con él fue su mejor adiestramiento como juez de Tierra Firme. Ursúa me habló siempre del mariscal como si lo hubiera conocido, pero estoy seguro de que no se vieron jamás. Se formó una idea de la manera de ser de aquel hombre a partir de las cosas que le ocurrieron. Me dijo que los gestos de Robledo no coincidían con sus palabras; que era prudente en el trato, pero efusivo de repente, y que cuando no decía lo que pensaba, lo traicionaba un movimiento, pero yo sé que estaba tratando de deducir el rostro del hombre por la historia de sus conquistas, que imaginaba sus gestos a partir de sus desgracias.
A Ursúa a veces le ocurrían esas cosas: cuando había pensado mucho en algo, creía haberlo vivido. Quién sabe cuántas cosas de las que me contó, y que yo he repetido en estas páginas, fueron imaginadas o alteradas por él. Un día me dijo, al paso, que a veces tenía sueños tan vívidos, que al despertar le costaba apartarse del mundo que había soñado. Y pensó tanto en Robledo en sus años de Santafé, tal vez lamentando no haberlo auxiliado en la hora de su perdición, que convirtió en recuerdos propios los recuerdos minuciosos de su tío Armendáriz.
Cuando estaba inspirado, Ursúa echaba mano de lo que fuera para darles aire de verdad a sus palabras. Según él, Robledo nombraba con cautela a sus adversarios, pero en las grandes brazadas, en el gesto de la boca y en el arquear nervioso de las cejas largas y negras, se traslucía la exasperación. De todos los hombres que Ursúa me nombró, Robledo era el más misterioso. Nada de lo que conquistaba llegaba a ser suyo, nadie le atribuía los crímenes de sus soldados, nadie le reprochaba sus propios crímenes, era como un fantasma cortés a cuyo alrededor se mezclaban los reinos, se rendían los caciques, se enrojecían las espadas. Y era también un mapa de las provincias la descripción que hacía Robledo del carácter de los capitanes: el egoísmo de Heredia, la codicia de Lugo, la reciedumbre inflexible de Belalcázar. Pedro de Ursúa, que sometió con desprecio y sin escrúpulos muchas naciones, sentía admiración por las campañas de Robledo, mucho más sobrias y eficaces, como admira un dibujante torpe a alguien que pinta paisajes y batallas con gracia y casi sin esfuerzo, hasta el extremo de recordar la lista de las naciones indias que Robledo encontró en su camino.
El mariscal era un hábil narrador de las propias hazañas, empezando por sus acciones en la guerra contra los franceses. Había sido testigo del momento en que el rey Francisco I se vio de pronto solo y a merced de los soldados de Carlos V en la batalla de Pavía, y hablaba de esas cosas con lenguaje elocuente, no con las frases toscas que acostumbran aquí los capitanes. Armendáriz siempre volvía a decir que, para apreciar las maneras de Robledo, bastaban las palabras que cierto día pronunció declarando su lealtad hacia el emperador: «Aunque no fuera mi rey», dijo, «no podría dejar de respetar a un hombre que se deleita con la música de Giorgione, que tiene a Tiziano Vecellio como su pintor de cabecera, y a quien Ariosto le dedicó en Ferrara el Orlando Furioso».
Me conmueve pensar que aquel hombre había conocido a mi padre, porque estuvo con Pizarro en Cajamarca en la emboscada a Atahualpa diez años atrás, antes de seguir al norte, con Belalcázar, hasta el confín del reino de los incas. Fundada Popayán junto a las colinas y Cali al pie de las duras montañas y ante un gran valle anegado, Robledo recibió el encargo de explorar las orillas del río Cauca, que huye hacia el norte entre una cordillera de volcanes nevados y otra de peñascos altísimos paralelos al mar de Balboa. Así, de ser un modesto capitán mandado por Aldana, que venía mandado por Belalcázar, que venía mandado por Pizarro, siguió sus propias exploraciones y se alzó a fundador de ciudades, empezando por Santa Ana de los Caballeros y por San Jorge de Cartago, la ciudad alta sobre el río en el reino quimbaya.
El juez le inspiraba confianza, y Robledo no tardó en contarle que su orgullo había sido utilizar más la inteligencia que las tres armas mortales de los conquistadores: los caballos, los perros y la pólvora; porque si los caballos paralizan de terror, los perros devoran sin misericordia y los truenos aniquilan la voluntad, el buen trato es el que menos enemigos deja a su paso.
Así se aproximaron en la corte, sintiendo que más que su tierra de origen los unía la tierra a la que estaban destinados, y a la que Armendáriz iba conociendo en el diálogo más intensamente que en mapa alguno. Lo dejaba perplejo la cantidad de naciones nativas entre las que Robledo se había abierto camino, más con gestos de paz que con filos de espada, aunque también sus tropas tuvieron encuentros salvajes, y aunque una vez ordenó cortar las manos a muchos hombres; y le costaba creer que ese guerrero fuera reconocido sin lucha por millares de indios, al paso que fundaba ciudades y recogía tesoros.
Según el mariscal, la mayor parte de los pueblos nativos eran confiados como niños y espontáneamente dadivosos, aunque sabían responder al maltrato con una horrible ferocidad. Parecía conocerlos bien y prodigaba sus nombres que a otros españoles les parecen impronunciables, de modo que Armendáriz comprendió que en adelante ya no hablaría de navarros y castellanos, de francos, bretones y normandos, de alanos y godos y aquitanos, y ni siquiera de moros y judíos, sino de pirzas, sopías y carrapas, de picaras y pozos, de quimbayas y tolimas y panches de pechos dorados y labios sangrientos.
En pocas leguas se sucedían pueblos que no estaban unidos ni subordinados. Qué difícil sería para los capitanes de conquista unir esos reinos bajo una sola corona y bajo un solo Dios. También sonaba incomprensible oír hablar de tropas españolas que morían de hambre en medio de una fauna riquísima, y lo admiró la cautela de las bestias, el rumor infinito de los pájaros, la reverberación de los aires agobiados de insectos. Robledo sabía trasladarlo a uno con sus relatos, y era tan observador que tal vez no sería demasiado bueno para la acción. Armendáriz necesitaba tanto entender el mundo al que se dirigía, que fue estrechando con el mariscal, primero en los laberintos de la corte, y más tarde en la confusión de todas las lenguas del Imperio por los embarcaderos de Sevilla, una amistad solidaria y agradecida que años más tarde terminó convertida en tragedia.
Se encariñó tanto que habría querido viajar con Robledo, seguir dialogando con él por ese mar florido de tritones y de serpientes. Pero al mariscal lo retenían a la vez el corazón y la cabeza: iba a casarse con una dama de gran linaje, doña María de Carvajal, y ese matrimonio le aseguraba las mejores relaciones en la corte, amistades que favorecerían la solución de sus litigios de ultramar. Prometió en cambio que después de conciliar el amor con los negocios viajaría a Cartagena, a sujetar sus actos a las recomendaciones del juez.
Recibido el mandato, Armendáriz cabalgó, respetable y solemne, hacia los olivares retorcidos del sur, resuelto a encarnar la voluntad imperial y a sostenerla con la vida si fuera necesario. Así, mientras su sobrino Ursúa volvía del Perú a Panamá, mirando con recelo las costas de selvas lluviosas del Chocó, el juez de residencia cruzó con su cortejo las rutas empobrecidas de España, atravesó las leguas muertas que rodean los callejones blancos de Córdoba, y se embarcó con soldados y mujeres y clérigos sobre el agua rojo sangre de un amanecer de Cádiz, hacia el abismo del Caribe y al encuentro de las tierras desconocidas.
Lo primero que nos enseñan estos mares nuevos es que todo lo que ocurre tiene que ver con nosotros. Nadie puede estar seguro de que sus asuntos se limiten a Borinquen o a Castilla de Oro, nadie puede decir que sólo le importan los montes de plata del Perú o la pasmosa fuente de la juventud de la isla Florida, porque el destino lleva y trae aventureros al ritmo de mandatos más poderosos que la voluntad.
Esto lo digo yo, que juré muchas veces no volver nunca al río que atormentó mi adolescencia, yo, que creí encontrar en Italia o en Flandes, lejos de estas maniguas, mi destino final de letrado y de consejero. Nadie sabe si la próxima puerta que se abrirá ante sus ojos lleva a un castillo acogedor o a una selva sin nombre, si le ofrecerá un refugio con una dama de ojos hechiceros o un barco que navega al infierno.