Había niebla por todas partes y no se veía nada. Avanzando a ciegas, Johnny temió por la vida de sus compañeros. Sus gritos lo guiaban. De pronto, se encontró sobre una pila de cadáveres.
–¡Aquí!
–¡No, aquí!
–¡Aquí!
Voces procedentes de todas partes que lo llamaban con desesperación.
Johnny se tropezó y cayó sobre un charco de sangre y vísceras.
«Estoy en el infierno», pensó.
Se limpió la cara con la manga y, en ese momento, vio a Michael hecho un ovillo.
–Soy yo, estoy aquí –le dijo agarrando a su mejor amigo en brazos para sacarlo de allí–. Te voy a sacar de aquí, te lo prometo.
–Saca primero a los otros –le pidió Michael–. Yo no estoy tan mal –insistió perdiéndose en la niebla.
–¡Ayuda!
–¡Socorro!
Poco a poco, las voces de los fantasmas de la guerra se fueron alejando.
Era una pesadilla recurrente en la vida de Johnny. Debía agarrar a sus compañeros, uno por uno, y cruzar un inmenso campo de minas.
–¡Aquí!
–¡Me muero!
Veía brazos ensangrentados por todas partes y salían cadáveres de las tumbas para agarrarlo de los tobillos.
A su alrededor, estallaban bombas por todas partes y cada hombre que rescataba pesaba más que el anterior.
Johnny se sentía como si estuviera llevando a sus espaldas la locura de toda la Humanidad. Apenas le quedaban fuerzas.
Para cuando la niebla se desvaneció, solo quedaba un hombre en primera línea. Michael lo llamó débilmente, pero, para cuando llegó a su lado, no tenía pulso.
La herida que le había dicho que no era nada había terminado con su vida.
Los gritos que retumbaban en la cabeza de Johnny eran los suyos.
Estalló una tormenta de verano que le recordó el sonido de las bombas. Johnny se despertó angustiado. Las gotas de lluvia sobre el tejado hacían el mismo ruido que las ráfagas de metralleta.
Johnny se incorporó en la cama bañado en sudor.
Menos mal que había un ángel esperándolo.
Annie.
–¿Estás bien?
Johnny alargó el brazo y la tocó.
No estaba en el cielo ni en el infierno. Miró a su alrededor y vio que estaba en casa de Annie.
Tomó aire y consiguió que su corazón dejara de latir aceleradamente.
Annie también se había incorporado y lo miraba con atención y miedo, preocupada. Precisamente por las pesadillas, no solía dormir con ninguna mujer y, cuando lo hacía, solía irse pronto con la excusa de dar de comer a Smokey.
–¿Te he asustado? –le preguntó todavía impresionado por haber vuelto a revivir aquella horrible escena–. Lo siento.
–No pasa nada –contestó ella.
Decidida a ayudarlo como él la había ayudado a ella horas antes, Annie no pensaba dejar que la apartara de su lado.
Sin embargo, Johnny no quería su compasión porque se sentía débil, así que se giró y le dio la espalda.
–Por favor, no me apartes de tu lado –imploró Annie.
Le puso una mano en el hombro, pero Johnny no dijo nada. Entonces, lo abrazó. Johnny intentó zafarse, pero Annie se agarró con fuerza.
–Sé que no te va a gustar lo que te voy a decir, pero te lo voy a decir –dijo Annie–. No por obligación sino porque quiero. Te quiero, Johnny Lonebear.
Johnny se quedó de piedra. Annie le dio un beso en la nuca y le mordisqueó el lóbulo de la oreja.
–Te lo he dicho para que sepas que nada de lo que hicieras en el pasado podría cambiar lo que siento por ti –le aseguró–. Nada.
Johnny estaba seguro de que una mujer tan sensible como Annie jamás lo amaría si supiera de los horrores que había presenciado, así que no le contó nada.
Se limitó a mostrarse taciturno.
–No creo que quererme sea una buena opción.
Annie se rio.
–No es una opción –protestó–. Si tuviera opción, posiblemente saldría corriendo. Es un sentimiento, Johnny, el más fuerte que he tenido en mi vida. Aunque quisiera, que no quiero, no podría cambiarlo. Eres tan importante para mí como respirar.
Johnny sabía perfectamente lo que quería decir eso porque él sentía lo mismo por ella. No dejaba de pensar en Annie, no podía vivir sin ella.
Sin embargo, precisamente por su bien, no podía ser.
–Solo sirvo para fallar a la gente –arguyó.
–¿Lo dices porque crees que le fallaste a Michael? –le preguntó Annie repitiendo el nombre que le había oído gritar en sueños.
–¡Sí! –gritó mirándola–. Mi mejor amigo murió por confiar en mí. ¿Qué te parece tener a tu lado a un hombre que tiene las manos manchadas con la sangre de su mejor amigo?
Aunque la amargura con la que le estaba hablando era horrible, Annie no se apartó de él, como suponía que había creído Johnny.
Tomó aire y habló con una seguridad que no sentía.
–No creo que les den condecoraciones a los que fallan y, menos, la Purple Heart –le recordó.
Le puso el dedo en los labios con ternura para que no la interrumpiera y le habló con respeto por todo el sufrimiento que debía de haber presenciado.
–Shhh… No tienes por qué contarme nunca los detalles si no quieres. Solo quiero que sepas que cualquier error que pudieras cometer ya lo has pagado con creces con lo que sufres y con la maravillosa obra que estás haciendo en Dream Catchers. Por si te queda alguna duda, eres el mejor hombre que he tenido el privilegio de conocer, Johnny. Michael te perdonó hace tiempo. Ya va siendo hora de que tú te perdones.
Johnny lloró en silencio y sintió que le quemaba todo el cuerpo. Tal vez Annie tuviera razón. Michael se había negado a ser evacuado hasta que no hubieran sacado a todos sus hombres de allí.
Johnny sabía que, si hubiera sido al revés, él habría hecho lo mismo. El deber del militar al mando es anteponer las vidas de sus hombres a la suya.
La medalla que Michael había recibido a título póstumo se la tenía bien ganada. Había sido un hombre realmente valiente.
Si Johnny no hubiera estado entonces en el hospital recuperándose, habría puesto la suya sobre el féretro de su amigo.
Aunque Annie pareciera muy segura y tuviera razón, Johnny no podía evitar creer que, al final, acabaría fallándole. Aquello le dolió horriblemente.
–Quédate conmigo, Johnny –imploró ella–. Por favor. Lo que queda de noche, por lo menos. Aunque preferiría que fuera lo que queda de verano.
«Toda la vida», pensó.
Aquello último no se lo dijo porque pensó que ya había hablado suficiente por una noche.
Solo le quedaba ofrecerle a aquel buen hombre su corazón como almohada y rezar para que no se lo dejara demasiado destrozado cuando hubiera terminado con él.
En la reserva todo el mundo se enteraba de las noticias con prontitud.
Johnny no había todavía terminado de mudarse a casa de Annie y ya lo sabían todos los vecinos.
Se había llevado al oso consigo, indicativo de lo seria que debía de ser la relación que mantenía con la rostro pálido que había endemoniado a su hermano, según Ester.
Los ancianos se extrañaron, pero no dijeron nada en público. Algunas de las madres más chapadas a la antigua chasquearon la lengua y se lamentaron de que Johnny diera mal ejemplo a los jóvenes viviendo en pecado.
La mayoría de los hombres pensaron que qué suerte tenía por vivir con una mujer tan guapa y las jóvenes se pusieron celosas porque el soltero más codiciado hubiera encontrado pareja por fin.
Johnny estaba acostumbrado a los rumores sobre él y pensó que nadie se atrevería a comentarle nada a Annie. De hecho, cuando iban juntos a algún acto al que él tenía que asistir por su cargo en el colegio, la hospitalidad siempre se hacía extensible a Annie.
Annie amaba y respetaba tanto la cultura india que era difícil no amarla a ella. Muchos miembros del consejo de dirección del colegio pidieron que las clases impartidas por ella siguieran durante el nuevo curso.
Ester la miraba desde lejos. Annie no sabía lo que Johnny le había dicho el día que Crimson se había ido de casa, pero no la miraba con buena cara.
Un día, desoyendo el consejo de Johnny, fue a hablar con ella en un acto benéfico que se organizó para recaudar fondos para una niña enferma. Acababa de comprar un dibujo que Crimson había donado, una obra preciosa titulada Esperanza en la que se veía un águila sobrevolando un impresionante cañón.
Annie había donado una vidriera de un ramo de flores silvestres que había hecho especialmente para la ocasión. Ester no tuvo más remedio que admitir que era precioso y que había recaudado mucho dinero en la subasta.
–Me alegro de haber podido ayudar –contestó Annie intentando no hablar de Johnny ni de Crimson Dawn.
–Gracias por convencer a mi hija el otro día para que volviera a casa –contestó Ester como si le costara decir las palabras.
Annie se alegró de que Johnny le hubiera dado a entender a su hermana que había sido una pieza clave en la resolución del problema.
–Convencer a su hija no es fácil. Tiene muy claro lo que quiere y no quiere hacer –sonrió Annie.
–Tiene usted más razón que un santo –asintió Ester.
Annie se alejó feliz de haber entablado conversación con la hermana de su amado. Por un día, había sido suficiente. No quería que Ester tuviera la impresión de que se metía en su vida ni le decía cómo tenía que tratar a su hija.
No quería problemas y una vez más se recordó que no le quedaba mucho tiempo allí. La idea de tener que irse le atenazaba el corazón, que pertenecía a aquella gente y a aquel lugar.
Aunque no quisiera admitirlo, estaba completamente entregada a la reserva.
Le encantaba estar rodeada de gente, pero disfrutaba especialmente los momentos que pasaba a solas con Johnny.
Para haber vivido solo buena parte de su vida de adulto, resultó ser una compañía muy buena. Cocinaba de maravilla, sobre todo, la carne y Annie se moría por sus filetes de alce que eran su especialidad.
También le gustaba el venado y el faisán, pero no podía con la carne de serpiente por mucho que Johnny insistiera en que sabía como el pollo.
Un sábado le propuso llevarla a pescar truchas para hacérselas luego a la parrilla. Lo primero que hicieron fue ir a sacar una licencia para ella. Para ahorrarle el dinero, Annie insistió en sacar permiso solo para aquel día.
–No merece la pena sacar una licencia anual –protestó–. Sobre todo porque no voy a estar aquí…
–Tú mereces la pena –contestó Johnny besándola delante de Jack Crow, el dueño del establecimiento, y de varias personas.
–Me parece a mí que quiere que se quede usted un poco más –dijo Jack.
Johnny no lo negó.
–Puede –confirmó besándola para que no hubiera dudas.
Annie no acababa de creer que porque tuvieran unas noches de sexo maravillosas, Johnny estuviera dispuesto a perder su independencia. No le había ofrecido un trabajo permanente en Dream Catchers ni nada parecido.
Por eso, estaba decidida a disfrutar del tiempo que les quedaba juntos.
Fueron a pescar al lago y, tal y como le había dicho Johnny, fue una experiencia que no olvidó jamás.
Smokey se enfadó porque Annie ocupara su sitio en la embarcación. Al oso le encantaba pescar, pero aquel día Johnny lo dejó en la orilla mientras ellos se metían en el agua. El animal la miró con tanto asco que Annie creyó que jamás la perdonaría.
–Me parece que le caigo fatal –observó.
Todavía no le había dado tiempo a acostumbrarse a aquel animal tan gran y, aunque había hecho un esfuerzo para darle de comer, a veces tenía la impresión de que si se descuidara sería ella su almuerzo.
–Está celoso. Tienes que darle tiempo para que se acostumbre a ti.
Annie supuso que el consejo también lo podía aplicar a su familia, sus amigos y, en general, a todos los habitantes de la reserva.
Solo le quedaban dos semanas allí. Pensó en decírselo, pero no lo hizo. No quería estropear el día.
El lago Bull era una de las joyas de la reserva y uno de los lugares más protegidos por los indios.
Annie quedó maravillada ante su belleza.
Era de un azul espectacular y de una frialdad que no permitía bañarse en él. En consecuencia, no había casi nadie en la zona. Solo un par de pescadores más.
Intentó pescar un par de veces, pero lo único que consiguió fue empaparse hasta los huesos, así que, al final, se sentó y disfrutó de la escena.
Miró a Johnny mientras acariciaba el agua. El sol, que reverberaba en la superficie del lago, lo hacía parecer un dios. Se le marcaban los músculos de los brazos bajo la camiseta y Annie no se avergonzó en mirarlo con deseo.
No solo le gustaba su físico. En su compañía, se sentía a salvo.
Un hombre que había salvado a todo su batallón, no dudaría en hacer lo mismo por ella si el barco se hundiera o en socorrerla si un ladrón le robara el bolso por la calle.
Se le ocurrieron varias posibilidades violentas y en todas Johnny aparecía como el héroe que la salvaba.
–¿Pasa algo? –le preguntó al ver que tenía la piel de gallina.
–Nada en absoluto –contestó Annie salpicándolo.
–Ven, vuelve a intentarlo –dijo Johnny poniéndole cebo en un anzuelo y pasándole una caña.
Aquella vez, Annie la lanzó y esperó. Y esperó y esperó porque no picaba ningún pez. Por suerte, esperar en un entorno tan apacible no era difícil.
Al cabo de un rato, sacó un sándwich de la cesta y le dio un trozo de pan a un pato que pasaba por allí.
En un abrir y cerrar de ojos, el animal se había comido buena parte de su comida y no paraba de gritar porque quería más.
Johnny se rio al ver la escena, pero no le dio nada de su comida.
Tras acabarse su sándwich, Annie se quedó mirando el cielo, en el que no había ni una nube. Estaba tan despejado que hacía daño mirarlo. Se preguntó si los que habían nacido y crecido allí se darían cuenta de lo que tenían… el paisaje… la calidad de vida…
Tras decirle a Johnny que lo único que iba a conseguir pescar era una buena insolación, de repente, el carrete de su caña comenzó a correr haciéndola pegar un respingo y mover toda la embarcación.
–Es una buena pieza. Aguanta –sonrió Johnny viéndola pescar su primera trucha.
Annie se sorprendió de lo duro que resultaba sacar al pez del agua, así que le dijo a Johnny que se lo sacara él, pero él se negó educadamente.
–¿Has podido pescarme a mí y no vas a poder con un pobre pececillo? –bromeó.
–Creí que tú eras imposible de pescar –contestó tirando con fuerza para sacar lo que ya creía que era un inmenso tiburón–. Los rumores dicen que sueles pescar a tus presas para soltarlas al poco tiempo.
Johnny se acercó finalmente para ayudarla. Con él, todo era mucho más fácil. Annie observó lo diferentes que eran los dos pares de manos que había en la caña.
Desde luego, no eran una pareja normal. Comparada con la piel de Johnny, la suya era blanca como la leche. Sus músculos la hacían parecer más débil de lo que era, pero Annie se negó a darse por vencida.
Los cinco minutos que estuvo luchando se le hicieron cinco horas. Le dolía la muñeca. Le dolía el brazo. Pero lo había conseguido.
Johnny le dijo que era una trucha arco iris de diez kilos. Una buena captura.
–¿Quieres soltarla? –le preguntó.
–Por supuesto –contestó Annie sinceramente.
Admirando su compasión para con el valiente animal que había luchado con dureza por su vida, Johnny devolvió a la trucha al agua.