Capítulo Once

 

La última vez que habían hablado por teléfono, Johnny sospechó que Annie estaba ausente, pero cuando volvió a casa se dio cuenta de lo mucho que se había apartado emocionalmente de él.

Cuando habían hablado, tras un día de conferencias agotador, se había intentando convencer de que eran imaginaciones suyas, que todo iba bien.

No se le ocurría nada que hubiera podido hacer para que Annie se hubiera alejado de él. Si le hubiera prestado más atención a la vocecilla que le advertía de que algo no iba bien, no se había sorprendido tanto al volver a casa.

En los últimos días, había hecho un gran esfuerzo para conseguir que le admitieran un nuevo puesto de trabajo en la propuesta de contratación del curso siguiente.

Tenía muy claro quién quería que lo ocupara, pero primero tenía que hablar con Annie para ver si le interesaba quedarse.

Después de por lo que había pasado, no le extrañaría que no quisiera volver a trabajar como consejera en su vida.

Aunque quería respetar sus deseos, Johnny sabía que eso sería una gran pérdida. Por lo que había visto, Annie tenía un don especial.

Estaba deseando contárselo… cara a cara. A Johnny no le gustaba demasiado el teléfono. Le gustaba ver las reacciones de la gente en vivo y en directo.

La última vez que había hablado con ella por teléfono la había encontrado rara y lo había achacado a que lo debía de estar echando tanto de menos como él a ella.

«¡Idiota!», se dijo.

¿Cómo podía cometer el mismo error por segunda vez?

Además de luchar durante buena parte de la semana para conseguirle un trabajo, se había sorprendido a sí mismo en una joyería mirando anillos de diamantes.

Mientras se suponía que tenía que estar escuchando al ponente, él se dedicaba a imaginarse la casa que le iba a construir a Annie a orillas del río.

Sería mucho más grande que el agujero donde había crecido con Ester y su abuela, pero esperaba llenarla con el mismo sentimiento de devoción a la familia que ella había conseguido.

Pensó en una casa con tejado a dos aguas, parecida a un tipi, y con multitud de ventanas para que Annie pudiera dar rienda suelta a su imaginación con las vidrieras.

Se había parado a pensar incluso en la decoración, rústica y tradicional. Había pasado buenos ratos intentando casar sus dos culturas en una casa que fuera del gusto de los dos y que integrara sus dos personalidades.

Lo que más le apetecía era llenarla de niños.

Como huérfano que era, Johnny había echado mucho de menos la relación con su padre. Su abuela se había esforzado, pero había sido muy mayor para jugar al fútbol con él o para llevarlo a cazar y a pescar.

Desde luego, nunca le había dicho de dónde llegaban los niños. Lo único que le había repetido hasta la saciedad había sido «No dejes embarazada a ninguna chica. No avergüences a la familia».

A pesar de los rumores, Johnny la había obedecido.

La posibilidad de tener hijos con Annie, le rompió el corazón como si fuera el cascarón de un huevo.

Después de haber visto los horrores de la guerra, le parecía imposible llevar una vida normal.

Hacía tiempo que había cejado en su empeño en encontrar a alguien que lo aceptara tal y como era, ni santo ni diablo, un simple hombre normal que se esforzaba en exorcizar lo mejor posible sus demonios.

Sin querer cambiarlo, Annie le estaba dulcificando el carácter y estaba seguro de que sería igual con sus hijos.

Teniendo en cuenta que, tal y como le había contado, había perdido dos niños, estaba seguro de que estaría encantada de formar una familia.

Lo que para otros era un sueño de fácil realización, a Johnny siempre se le había antojado fuera de su alcance.

Viéndolo tan cerca, sentía ganas de gritar muy alto que estaba enamorado de la mujer más maravillosa del mundo.

¡Enamorado!

El hombre que se había jurado a sí mismo que jamás volvería a hacerlo se había enamorado como un adolescente.

«¿Qué tal si se lo digo a ella la primera?», se reprochó con una sonrisa. De vuelta a casa, había practicado con Smokey.

Ahora comprendía que lo que había sentido por aquella chica de la carta tantos años atrás solo habían sido ganas de quitarse la etiqueta de rebelde, sentar la cabeza y formar una familia para sentirse menos vulnerable.

Menos mal que su novia lo había dejado. Se había librado de una vida vacía y llena de amargura.

¿Cómo había dejado que una relación tan tonta hubiera estado a punto de apartarlo del amor de verdad?

Menos mal que el Gran Espíritu velaba por todos sus hijos, incluso por los más bobalicones.

Johnny entendió que lo más importante en su vida era el amor de Annie.

Ella se lo había confesado sin pedir nada a cambio, así que decidió pronunciar aquellas dos preciosas palabras en sus oídos.

Estaba impaciente por empezar a planear su futuro en común. Un futuro no basado en la pasión sino en un compromiso profundo de amor y respeto.

El camino de vuelta fue un trayecto estupendo en el que cantó con la radio, acompañado por Smokey que no paraba de mover el rabo contagiado de la alegría de su amo.

No se había sentido tan feliz en la vida.

 

 

En cuanto aparcó el coche en casa de Annie, supo que algo no iba bien.

La primera señal fue que Annie no salió corriendo a recibirlo como solía hacer. La segunda que, nada más entrar, se encontró con que le había hecho las maletas y se las había dejado en el vestíbulo.

–¿Qué demonios pasa aquí? –preguntó intentando que el corazón no se le parara.

No quería sacar conclusiones precipitadas. ¿Y si resultaba que estaban fumigando la casa y había que pasar la noche fuera? ¿Y si se había inundado el baño y no había estado para ayudar? ¿Y si Ester había ido a hablar con ella en su ausencia?

Quizás se hubiera cansado de esperar a que le dijera que la quería. Quizás se hubiera desenamorado de él.

Al ver que había una carta sobre sus maletas que empezaba con Querido John confirmó sus sospechas.

Entró en el salón y se encontró con Annie en la mecedora. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, estaba pálida y obviamente había estado llorando.

–¿Qué te pasa? –le preguntó corriendo hacia ella preocupado.

Se colocó en cuclillas junto a ella y le tomó ambas manos entre las suyas. Como siempre que se tocaban, ambos sintieron una descarga eléctrica por todo el cuerpo.

Annie intentó apartarse, pero Johnny se lo impidió. No pensaba soltarla hasta haber llegado al fondo de la cuestión.

A pesar de su insistencia, Annie no lo miraba a los ojos. Era como si temiera que pudiera leerle el pensamiento.

 

 

El médico había confirmado sus sospechas.

Estaba embarazada.

Annie dejó de mecerse y se concentró en Johnny. Había preparado un discurso que había ensayado entre lágrimas, pero no lo recordaba. Se mordió el labio inferior para que no le temblara.

–No pasa nada –contestó–. Simplemente que esto no funciona –murmuró.

Johnny no pudo evitar reírse amargamente.

Big y Bad estaba durmiendo en su cajón al otro lado del salón. La manta sobre la que estaban era la que se habían llevado al picnic.

Aquello le hizo recordar sus besos bajo los rayos del sol.

¿Qué había pasado en el corto lapso de tiempo que había transcurrido desde entonces para que Annie hubiera cambiado tanto?

–Supongo que «esto» quiere decir «yo» –apuntó–. Te refieres a mí, ¿verdad?

Annie miró aquellas enormes manos que había aprendido a amar, aquellas manos que habían recorrido todo su cuerpo y habían llegado a su alma.

–No, me refiero a mí –le dijo intentando sonreír–. Johnny, tú no has hecho nada malo. Precisamente, fuiste tú el que dejó claro desde el principio que la nuestra no iba a ser una relación larga…

–¿Y qué pasa si he cambiado de opinión? –la interrumpió.

Annie lo miró confusa.

Aquella no era la contestación que había esperado.

Todo el mundo decía que Johnny Lonebear era un hombre que usaba y tiraba a sus amantes.

Annie había creído que estaría dispuesto a poner punto final a su relación tan contento. El hecho de que no pareciera que lo iba a hacer la hizo pensar.

¿Por qué no se lo habría dicho antes de que todo se hubiera complicado tanto?

Sin embargo, con un niño de por medio, Annie lo tenía claro. No quería que Johnny supiera de su existencia.

Era la única manera de no tener que pasar de nuevo por un juicio de custodia. ¿Qué ocurriría si, en nombre de la importancia que para él tenía su cultura, Johnny decidía quedarse con la niña o el niño que llevaba dentro?

La mera posibilidad de que le arrebataran otro hijo hizo que Annie sacara fuerzas y resolución.

Se dijo que lo hacía por el bien de Johnny y estuvo a punto de decirle que debería darle las gracias por no tener otro hijo por ahí.

Si alguien le asegurara que no la iba a llevar a juicio, que la iba a dejar seguir con su vida, estaba dispuesta a ahorrarle la humillación de someterse a las pruebas de ADN y a la carga económica que suponía mantener a un hijo.

Pensó en aquellas mujeres que iban a programas de televisión intentando pillar a un pobre diablo para ejercer de padres de sus retoños.

Las pruebas se hacían allí mismo y, si el resultado era negativo, el hombre saltaba y gritaba de júbilo mientras los presentes insultaban a la mentirosa.

Ella misma, siendo una adolescente vulnerable, había recibido insultos parecidos y no pensaba volver a pasar por ello.

¿Para qué?

¿Y para qué manchar el buen nombre de Johnny?

Aunque él decía que no le importaba vivir con una mujer blanca sin estar casados, a ella sí le importaba.

Pero no por ella sino por él, que era un hombre enormemente respetado. No quería interponerse entre Johnny y las cosas que le eran sagradas, a saber, su familia y el colegio.

Si ya había habido gente a la que su unión de facto no le había hecho gracia, ¿qué dirían cuando se enteraran de que iban a tener un hijo?

No hacía falta ser ingeniero para comprender que ocultándole la existencia del bebé, realmente, le hacía un gran favor.

Annie se dijo que no lo estaba haciendo por egoísmo, que su intención era noble.

–Que tú hayas cambiado de opinión no quiere decir que lo haya hecho yo –le espetó haciendo de tripas corazón–. El verano está a punto de terminar y ha llegado el momento de admitir que nuestra aventura toca a su fin. Ha sido divertido, pero debemos seguir cada uno nuestro camino.

Johnny hubiera querido taparle la boca para no tener que seguir oyendo aquellas atrocidades.

No se esperaba algo así de Annie y sintió cómo en su interior se comenzaba a formar una ira que, de explotar, no iba a dejar a nadie en pie en diez kilómetros a la redonda.

Se puso en pie de un salto y se metió las manos en los bolsillos para no ceder ante la tentación de zarandear a Annie para que le contara la verdad.

–No lo dices de verdad –la retó.

–Claro que sí –mintió.

–¿Y si te ofrezco un puesto permanente de consejera en Dream Catchers y te digo que quiero que te quedes?

Annie lo miró sorprendida, pero Johnny continuó hablando.

–Podríamos negociar los detalles si jornada completa te parece demasiado. ¿Qué tal media jornada de consejera y la otra media sigues con tus clases? También podrías ayudarme con el papeleo. Es una parte muy importante de mi trabajo, pero no me gusta nada. Sé que tú tardarías la mitad que yo en hacerlo.

«Y si no quieres trabajar en nada, podrías ser mi esposa…», pensó.

Pero no se atrevió a decírselo porque temía apresurarse. Al fin y al cabo, se había encontrado las maletas en la puerta como aquel que dice y a Annie con cara de ir a montarse en el primera avión que saliera para San Luis.

Además, la posibilidad de que le dijera que no se quería casar con él le daba pavor.

Primero, debía convencerla para que se quedara por el bien de la comunidad trabajando con él.

Luego, ya conseguiría que se casara con él.

De momento, sacar ese tema y forzarla no le pareció una buena idea.

De repente, se alegró de no haberse gastado la fortuna que costaba el anillo que había elegido.

Si hubiera tenido la caja de terciopelo en el bolsillo, no habría podido evitar sacarla y pedirle que se casara con él.

De haberlo hecho, seguramente Annie habría salido corriendo asustada.

Johnny se paseó por la estancia y sintió como si el padre de Annie lo estuviera observando, que ya era mucho más de lo que estaba haciendo la hija.

Seguía sin mirarlo, pero estaba sorprendida.

Obviamente, la posibilidad de una relación permanente con él no le hacía gracia. Aquello le dolió terriblemente.

Al final, Ester iba a tener razón. Según su hermana, las personas que iban de buenas samaritanas por la vida resultaban ser las peores.

¿Habría sido su verano con él para Annie algo más que un acto de caridad?

¿Habría accedido a irse a vivir con él como experimento de cohabitación entre dos culturas diferentes?

Se sintió como si se fuera a romper por dentro y, cuando Annie lo miró por fin y vio piedad en sus ojos, sintió que el corazón se le deshacía.

–Muchas gracias por la oferta –le dijo–. Te lo agradezco de verdad, pero ya es demasiado tarde para cambiar mis planes.

–¿Qué planes? –preguntó Johnny como desde otro mundo.

Como madre soltera que iba a ser, Annie no tenía ni idea.

Nueve meses no era mucho tiempo y tenía que poner un montón de cosas en orden en su vida.

Temía que una jornada completa de consejera le chupara todas las fuerzas y la dejara sin energía para su hijo.

Por otra parte, iba a necesitar dinero y no creía que le fuera suficiente con trabajar media jornada.

Antes de irse a Wyoming, sus padres le habían dicho que siempre tendría las puertas de su casa abiertas, pero no quería cargarlos con la responsabilidad de ocuparse de un nieto.

Con lo independiente que era, Annie odiaba la idea de necesitar a alguien.

Lo cierto era que lo que Johnny le había ofrecido era perfecto en todos los aspectos excepto uno.

Si aceptara el puesto, el padre de su hijo no tardaría mucho tiempo en darse cuenta de su embarazo.

Tal y como la estaba mirando en aquellos momentos, no creía que le hiciera mucha gracia enterarse de que iba a ser la madre de su descendencia.

Recordando su anterior experiencia, se mordió la lengua para no contarle la verdad.

Que Johnny reaccionara como el cretino con el que salía en el colegio, que la había tildado de prostituta, lo podría soportar.

Lo que no podría soportar eran las consecuencias a largo plazo para el niño.

La posibilidad de que lo llamaran «bastardo mestizo» fue suficiente para mantener la boca cerrada.

¿Y si Johnny la quisiera a ella, pero no al bebé? ¿Y si no estuviera dispuesto a cambiar de estilo de vida y ponerse a cambiar pañales?

El aborto no era una opción para Annie.

Pensar en Johnny proponiéndoselo fue más de lo que pudo soportar.

¿De qué le servía volver a pasar revista mental a todas las posibilidades?

Lo mejor que podía pasar era una propuesta de matrimonio forzada y lo peor, una horrible batalla legal por la custodia del pequeño.

Annie no quería casarse porque Johnny creyera que era su obligación. Sería humillante para ella y destructor para él y, además, podía terminar haciendo daño precisamente al hijo por el que se habían unido.

No quería que su niño creciera en una casa sin amor y nunca había creído que una boda pudiera solucionarlo todo.

Para ello, tenía que declinar la amable oferta de Johnny.

–Mis planes son asunto mío, si no te importa –contestó.

Johnny había corrido entre minas que le habían hecho menos daño que la actitud de Annie en aquellos momentos.

¿Qué era perder una pierna comparado con que a uno le arrancaran el corazón del pecho?

La tomó de los codos y la obligó a levantarse.

–Eso quiere decir que el único plan que tienes es huir de mí. Punto. Fin de la conversación.

–¿Por qué te empeñas? No quería que termináramos así –gritó Annie cerrando los párpados al ver el dolor que reflejaban los ojos de Johnny.

Johnny la soltó y Annie cayó sobre la mecedora llorando y tocándose la tripa en actitud protectora.

–Nunca te habría hecho daño –le dijo indignado ante la posibilidad de que lo hubiera creído capaz de pegarle–. No como tú me lo has hecho a mí adrede.

Annie sabía lo mucho que le había costado admitir aquello. Un hombre tan fuerte y orgulloso como Johnny no confesaba sus debilidades con facilidad.

Annie se moría por gritar su nombre y abrazarlo, por explicárselo todo y pedirle perdón por haberle hecho pasar por aquel infierno.

Sin embargo, lo vio salir de la habitación como un energúmeno, pararse a recoger sus cosas y dar un portazo antes de subirse al coche y marcharse.

Se tapó los oídos cuando el cristal de la puerta principal cayó al suelo, pero pensó que sería más fácil de reponer que su pobre corazón que yacía hecho añicos a sus pies.