Capítulo Tres

 

Annie se pasó el día siguiente entero diciéndose que la «cita» para la que se estaba preparando con meticulosidad no era más que un trabajo de documentación.

¿Exactamente sobre qué? ¿Qué había querido decir Johnny? ¿Tal vez que ella debía familiarizarse con la cultura india o que el que debía documentarse sobre ella era él para poder pasarle un informe a su hermana?

Ninguna de las dos posibilidades le gustaba demasiado.

Se sentía incómoda y, para colmo, no sabía qué debía ponerse para ir a una fiesta india. No se identificaba ni con los indios ni con los vaqueros, por lo que no se veía ni con pantalones de ante con flecos ni con botas de punta y sombrero.

Finalmente, decidió ir vestida tal y como vestía normalmente porque, hiciera lo que hiciera, estaba claro que no iba a encajar en aquella fiesta.

Por eso, se puso una camiseta, unos pantalones cortos y unas zapatillas de deporte. Lo único fuera de lo normal que hizo fue prestar a su pelo más atención que de costumbre.

Siempre lo llevaba recogido, pero aquel día, mientras esperaba a que cierto hombre de lo más atractivo pasara a buscarla, se lo soltó por si tenía que emplear el viejo truco de taparse la cara disimuladamente.

No se maquilló porque ya tenía las mejillas sonrojadas de los nervios.

Al darse cuenta de que a Johnny le encantaría verla así de nerviosa por algo que no era ni una cita, se recordó que no era ninguna adolescente.

La mujer que se miró al espejo era suficientemente mayorcita para no cometer errores.

Desde luego, lo suficientemente mayorcita para no confundir la realidad con la ficción.

La verdad con la mentira.

El deseo con el amor…

Lo cierto era que no había nada que le diera motivos para pensar que su enigmático jefe y ella se iban a llevar mejor que en su primer encuentro.

Lo que estaba claro era que se iba a sentir como una intrusa.

El propio Johnny se lo había dicho claramente. Por el mero hecho de ser blanca, los habitantes de la reserva no se fiaban de ella.

En ese momento, llamaron con fuerza a la puerta y Annie dio un respingo como resultado del cual un frasco de perfume cayó al suelo.

–Pasa –gritó agachándose a recogerlo y poniéndose un poco en las muñecas.

Hacía tanto tiempo que no salía con un hombre que no sabía cómo comportarse.

A pesar de su indicación, nadie entró, así que se apresuró a abrir con una sonrisa falsa en la cara.

Al hacerlo y encontrarse con aquella belleza en el umbral estuvo a punto de caerse de espaldas.

Johnny llevaba unos vaqueros desgastados y una camisa vaquera también de manga corta.

–Estás muy guapa –dijo mirándola apreciativamente.

Annie, que había olvidado respirar, tomó aire para no morirse.

–Gracias –murmuró.

Decidió no devolverle el cumplido pues guapo no era suficiente para describir a aquel hombre que exudaba testosterona.

Sintió deseos de dar un paso atrás.

Sintió deseos de dar un paso adelante y dar rienda suelta a su curiosidad acariciando aquellos brazos musculosos.

Sin querer, su imaginación se coló bajo la camisa de Johnny y se alegró de ver que, si hacía una tontería como desmayarse allí mismo, por ejemplo, aquel hombre sería más que capaz de llevarla en brazos al sofá… o, mejor, a la cama.

Intentó mantener la compostura y sonrió como quien lo tiene todo bajo control.

–Voy por el bolso y nos vamos –anunció.

Se alegró de no invitarlo a pasar a ver la casa. No le parecía que a Johnny Lonebear le interesaran las telas y los colores.

Annie pensó que, seguramente, a él le gustaba dormir a cielo descubierto con las estrellas sobre la cabeza.

Inmediatamente, se imaginó dos sacos de dormir abrazados en algún lugar remoto y romántico.

Sacudió la cabeza para librarse de semejante fantasía, pero ya era demasiado tarde. En un abrir y cerrar de ojos, se vio bajo el cuerpo desnudo del hombre que tenía esperándola en la puerta.

–Si estás listo, por mí, fenomenal –mintió deseando poder meterse en casa corriendo y cerrarle la puerta en las narices.

 

 

Johnny no dijo nada mientras esperaba a que Annie cerrara la puerta.

En la reserva nadie lo hacía. No porque no hubiera cosas de valor sino porque creían que la casa de uno siempre tenía que estar abierta a los demás por si necesitaban algo.

Tal vez no fuera más que un detalle, pero se le antojó que resumía a la perfección lo diferentes que eran sus mundos.

Cuando Annie vio un oso en la furgoneta de Johnny no pudo por menos que abrir la boca.

–¡Túmbate, Smokey! –le dijo Johnny.

El animal se puso a mover el rabo como un perrito y Annie tuvo que esquivarlo para que no le diera.

Pronto se dio cuenta de que tanto dueño como mascota se habían quedado decepcionados porque no lo había acariciado, pero aquello se le antojaba como meter la cabeza en la boca de un león.

–Smokey es un oso, ¿verdad? –preguntó temerosa.

–Sí, pero no temas, no hace nada –contestó Johnny–. Solo ataca cuando cree que estoy en peligro.

Aquella furgoneta era tan alta que Johnny tuvo que ayudarla a subir. Annie hubiera preferido, sin embargo, que la dejara apañárselas sola porque, al sentir su mano en el codo, volvió a sentir una descarga eléctrica que le dejó claro lo mucho que su piel echaba de menos las caricias de un hombre.

Johnny le cerró la puerta, se dirigió al otro lado del vehículo en dos zancadas y se subió con facilidad, como si no fuera como el coche de Hulk.

–¿Crees que estás preparada? –le preguntó sonando sinceramente preocupado.

Aunque todo su cuerpo gritaba que no, Annie asintió.

No se atrevió a pedirle que pusiera el aire acondicionado por temor a que Johnny se diera cuenta de lo que le estaba sucediendo.

No pudieron hablar mucho pues el camino de tierra por el que avanzaban estaba lleno de baches, lo que dificultaba una conversación fluida, así que Annie se dedicó a mirar el paisaje y a concentrarse en intentar controlar sus impulsos sexuales ante aquel hombre.

 

 

Johnny tenía la impresión de que su acompañante habría preferido ir en la parte de atrás, al aire libre, que junto a él.

El lenguaje corporal de Annie Wainwright no podía dejar más claro el muro que había construido entre ellos.

A Johnny le recordó a la Gran Muralla China.

Le hubiera gustado decirle que no tenía nada que temer, pero no era así. Tal y como estaba respondiendo su cuerpo ante la proximidad de aquella mujer, los temores de Annie no estaban del todo infundados.

Se sorprendió a sí mismo dándose cuenta de que la deseaba.

Se dijo que no era su tipo, pero no le sirvió de nada. Normalmente, le gustaban mujeres más altas y de su entorno. Se solía fijar en las mujeres de pelo negro como el azabache. Además, le gustaban las mujeres con iniciativa, seguras de sí misma, sin miedo a dar el primer paso.

Las malas experiencias le habían enseñado que a él le iba más dar el último.

Que una mujer blanca, de pelo claro y naturaleza más bien prudente le atrajera tanto era, como menos, alarmante.

¿Qué diría su hermana si supiera lo que se le estaba pasando por la cabeza?

Desde luego, lo que estaba sintiendo no tenía nada que ver con el aspecto profesional de su relación.

Johnny alargó el brazo y puso el aire acondicionado a la máxima potencia. Por desgracia, no le sirvió de mucho.

Menos mal que estaban ya llegando a Fort Washakie. Allí estaba el cartel que anunciaba a los conductores que la población contaba con un número estable de 271 habitantes.

Los habitantes del lugar decían que era porque, cada vez que nacía un bebé, huía un hombre.

Como él se había visto involucrado en aquel humor más que cuestionable se abstuvo de contarle la gracia a Annie y se limitó a aparcar.

El aire olía a pan recién hecho y aquello le hizo recordar a su abuela, que los había criado a Ester y a él después de que sus padres murieran en un trágico accidente de tráfico.

Aquel era el pistoletazo de salida a tres días de canciones, bailes y concursos. Inmediatamente, Johnny se sintió de buen humor.

Le dio una vuelta a Annie por la feria para que viera los puestos de los vendedores. Había muchas joyas en plata, turquesas y jade, artículos de cuero, juguetes y, por supuesto, comida.

Annie se mostró de lo más sorprendida cuando no hubo que pagar para entrar. Lo primero que hicieron fue comprar un refresco y un poco de pan y ponerse a andar.

Johnny se fijó en que Annie lo miraba todo emocionada, como la primera vez que él había ido a una feria.

Por más que Johnny le advirtió que se iba a poner perdida, se empeñó en ponerle miel a su pan y, efectivamente, se le escurrió la miel por la barbilla.

–Ven aquí –dijo Johnny sacándose un pañuelo del bolsillo.

Annie se sintió como una niña pequeña hasta que sus miradas se encontraron y, entonces, el mundo dejó de existir.

Irguió la cabeza invitándolo a que la besara. Johnny se quedó parado, preguntándose qué pasaría si le quitara la miel con la lengua antes de llevársela a un tipi cercano para hacerle el amor salvajemente.

Finalmente, decidió limpiarle la miel con el pañuelo como una persona civilizada. Annie sintió que el mundo giraba más aprisa de lo normal y tuvo que apoyarse en su pecho para no caerse. Craso error. Todas sus hormonas se revolucionaron al instante.

–Vamos a ver las danzas –consiguió sugerir en un hilo de voz.

«También podría haber dicho vamos a desnudarnos», pensó mientras seguía a Johnny hasta la arena circular en la que se bailaba.

Les costó un buen rato llegar ya que casi todos con los que se cruzaban tenían algo que hablar con él. Sorprendentemente, nadie la hizo sentir fuera de lugar.

Allí estaba Crimson Dawn, ataviada con un precioso vestido de cuero ricamente adornado que había pertenecido a su bisabuela.

La chica le preguntó tímidamente a su profesora si se iba a quedar a verla bailar.

–Claro que sí. No me lo perdería por nada del mundo –contestó Annie sinceramente.

El espectáculo fue precioso y Annie percibió la fusión del pasado y el presente al ritmo de los tambores que hacían retumbar la tierra. Se dio cuenta de que se sentía más viva que nunca y se dejó llevar por la experiencia.

Cuando terminó la música, demasiado pronto para su gusto, tenia lágrimas en los ojos, prueba de su comunión con el universo.

La lánguida mirada que Johnny le dedicó atravesó su esencia y la dejó desnuda y vulnerable. Se inclinó sobre ella como si fuera a contarle un secreto. Annie sintió su aliento cálido y dulce.

Annie cerró los ojos y se imaginó que estaban solos en el mundo. Inmediatamente, el deseo hizo su aparición recordándole que, por mucho que se empeñara, era una criatura sensual.

Una voz chillona la sacó de sus elucubraciones.

–Usted y yo tenemos que hablar, profesora –dijo una mujer abriéndose paso hasta ellos.

–Ahora, no, hermana –suspiró Johnny agarrando a Annie del brazo y llevándosela a la arena.

–Pero si no sé bailar esta música –protestó ella avergonzada.

No estaba por la labor de hacer el ridículo y, tarde o temprano, iba a tener que vérselas con la madre de Crimson Dawn.

Además, tenía la conciencia muy tranquila, así que le comentó a Johnny que por qué no hacerlo allí mismo.

–Sigue mis indicaciones y todo irá bien –dijo Johnny refiriéndose al baile.

No creía que pudiera mantenerse neutral si estallaba una disputa entre las dos mujeres y no quería que le estropearan el día.

Finalmente, Annie se dejó llevar por la música de los tambores que sonaban al ritmo de su propio corazón.