Annie no se había sentido tan nerviosa con una persona del sexo contrario desde su primera cita en el colegio.
Había pasado mucho tiempo, pero recordaba con claridad lo mal que lo había pasado cuando su acompañante la había agarrado de la mano. Le había disgustado que la tuviera sudada.
Mientras Johnny conducía en silencio, recordó la espera ante su primer beso. Había sido toda una agonía.
Sus amigas, más experimentadas, le habían hablado tanto del primer beso que lo había idealizado y aquel le pareció, como mínimo, demasiado corto.
Annie recordaba a la perfección los labios inexpertos de aquel muchacho, su lengua entrando torpemente en su boca y sus inadecuados movimientos para intentar desabrocharle el sujetador.
En aquel momento, había salido del coche para refugiarse en el santuario de su dormitorio y poder llorar a gusto ante tamaña decepción.
Recordar aquella cita no le sirvió precisamente para tranquilizarse. Era cierto que ya no tenía dieciséis años y que Johnny no era un adolescente con ganas de contar el lunes en clase lo que había hecho con alguna chica el fin de semana.
Obviamente, la atracción sexual que había entre ellos era de naturaleza completamente adulta y natural. No había nada forzado, era como un río que fluía hacia el mar.
Si hubiera tenido que juzgar por su entrepierna, como las Cataratas del Niágara.
¿Le sería posible nadar contra una corriente tan fuerte sin salir magullada o, todavía peor, totalmente destrozada?
En aquel momento, un bache provocó que la furgoneta se moviera bruscamente y Annie se encontró con una mano en el parabrisas y otra, en el muslo de Johnny, que se tensó ante el inesperado contacto.
–Perdón –se disculpó sonrojándose y mirando de reojo a la bragueta del pantalón.
Se apresuró a apartar la vista, pero ya era demasiado tarde. Johnny sonrió dejándole claro que se había dado cuenta de dónde se le habían ido los ojos.
–No me importa en absoluto que me toques y me manosees –bromeó.
Annie no supo qué contestar. Retiró la mano y se puso el cinturón de seguridad.
Nunca había sido de tirarse encima de un hombre y, para colmo, sospechaba que el que tenía a su lado estaba muy acostumbrado a gustar a las mujeres.
Se mordió el labio inferior e intentó hablar de algo sin importancia para que su relación volviera a la fase platónica.
Para su desgracia, Johnny no tenía ganas de hablar, así que pronto se vio estudiando su perfil disimuladamente.
«Parece un ángel caído», decidió.
Tenía ojos misteriosos y rasgos marcados que le conferían un aire peligroso que podía inducir a las mujeres a querer ver si eran capaces de domarlo y sacarle su lado positivo.
Estaba tan absorta en sus pensamientos que se sorprendió de lo poco que tardaron en llegar a casa de Jewell.
Sin previo aviso, Johnny aparcó, paró el motor, le abrió e insistió en acompañarla hasta la puerta.
A pesar de que se había comportado en todo momento como un perfecto caballero, Annie no había podido evitar soñar despierta y desear que parara la furgoneta en cualquier arcén y la hiciera suya.
Como era pura fantasía, se dejaba hacer encantada.
Por supuesto, aquello no había ayudado demasiado a tranquilizarla. Más bien estaba excitada y húmeda.
Algo le decía que Johnny Lonebear no era de los que se conformaba con un beso en la mejilla y un portazo en las narices, pero invitarlo a tomar algo dentro podía suponer algo que podía acarrear muchos problemas.
–Supongo que me vas a invitar a pasar –dijo Johnny sonriendo al ver que no acertaba a meter la llave en la cerradura–. Solo por si vienen esa panda de indios borrachos que estaban diciendo que querían violar a una blanca, ¿no?
Obviamente, lo decía porque había dejado la casa cerrada con llave, como hacía todo el mundo en la ciudad. No le gustó su comentario y, además, no le gustaba que nadie le dijera lo que tenía que hacer.
–Para que lo sepas, te has pasado de listo –le advirtió–. Si no te invitara a pasar no haría más que confirmar la creencia de tu hermana de que no soy más que una desagradecida racista –le espetó con desdén.
–De acuerdo, de acuerdo –sonrió Johnny.
Se enfadó consigo mismo por haberla enfurecido, pero lo había hecho sin querer. Annie iba a tener que aprender a aceptar ese tipo de bromas ya que, de lo contrario, no iba a poder enseñar a los niños indios porque, precisamente, era sano y necesario enseñarles a tener sentido del humor.
Sí, efectivamente, los pueblos indígenas habían sustituido el arco y las flechas por un agudo sentido del humor que salvaba a innumerables jóvenes de suicidarse o caer en las garras del alcohol y las drogas.
Agarró la llave de manos de Annie y la introdujo en una cerradura oxidada por el desuso.
Sin poder evitarlo, se encontró comparándose a sí mismo con ella.
Se había autoimpuesto el celibato, pero su cuerpo estaba reaccionando ante la presencia de aquella mujer y se preguntó si sería inteligente tener relaciones con ella.
Tenía la impresión de que un solo encuentro no sería suficiente y sospechaba que una relación meramente sexual con Annie Wainwright no sería sencilla.
Abrió la puerta y se quedó mirando el interior.
–¿Quieres pasar a tomar algo? –le preguntó Annie.
–¿No te da miedo que me vuelva el típico indio borracho que te da miedo y por el que cierras la puerta de tu casa?
–No me da miedo nada típico –contestó Annie con frialdad–. Lo que sí me da miedo es que me tildéis de racista haga lo que haga y diga lo que diga. Por si no te has dado cuenta, me estoy hartando de tu actitud.
Johnny se dio cuenta de que tenía razón. Era de naturaleza defensiva y solía atacar antes de que lo atacaran.
Aun así, seguía preguntándose si aquella mujer no tenía ciertos prejuicios hacia los indios que no quería admitirse ni a ella misma.
Recordó los comentarios de su hermana y decidió no bajar la guardia hasta conocerla mejor.
–Me parece bien –dijo entrando como si no hubiera pasado nada entre ellos–. Un Jack Daniel’s con Coca-cola, por favor.
–Voy a ver qué hay –sonrió Annie yendo hacia la cocina.
Mientras la oía rebuscar, Johnny se puso a mirar a su alrededor en busca de indicios que le revelaran cómo era Annie Wainwright en realidad.
Había varias revistas y libros de arte junto al sofá y su carpeta de trabajo estaba sobre la mesa, donde también había fotografías.
Ah, aquello era mucho más prometedor.
Se veía a Annie más joven junto a miembros de su familia. Se parecía mucho a su hermano y a su hermana, igual de rubios que ella y con los mismos ojos azules de su madre.
Para un niño de ocho años que había perdido a sus padres en un accidente de tráfico por culpa del alcohol, aquella fotografía representaba todo lo que él nunca había podido tener: la estabilidad de una familia completa y un entorno de clase media.
Johnny tomó otra fotografía más pequeña, rodeada de un caro marco de plata, en la que se veía a un niño pequeño. Era muy guapo, pero de rasgos morenos, así que Johnny pensó que no era de la familia de Annie.
En ese momento, entró ella en el salón con dos vasos. Al ver lo que Johnny tenía en la mano, se quedó en el sitio y él sintió como si lo hubiera pillado jugando con un objeto sagrado.
O molestando a los muertos.
Johnny dejó la fotografía en su sitio y se acercó a ella con curiosidad, pero Annie no dijo nada. Se limitó a entregarle su vaso y a hacerle una seña para que se sentara.
Johnny la tomó de la muñeca y la sentó a su lado.
Entonces, Annie se dio cuenta de que los hielos de su copa se habían deshecho ya, le dio un buen trago y decidió que no se la había puesto suficientemente fuerte.
Estaba nerviosa y excitada y no se le ocurría nada que decir. Para variar, fue Johnny quien habló y lo hizo de forma directa.
–¿Dónde crees que va a terminar esto?
La pregunta la pilló por sorpresa. No solo porque era lo mismo que se llevaba ella preguntando desde que había accedido a ir con él a la feria sino porque inmediatamente se formó la respuesta en su cabeza.
«En mi cama».
Temblando, dejó la copa en la mesa.
–No lo sé –admitió.
–Pues yo, sí, pequeña bailarina del viento –dijo Johnny apartándole un mechón de pelo de la cara y metiéndoselo en la boca–. Lo que no sé es si tú estás lista para ir allí.
Annie sintió como si le faltara aire.
Hipnotizada por aquellos ojos que la invitaban a explorar el universo secreto del alma de aquel hombre, no pudo decir que no.
Alargó el brazo y le tocó el pelo. Era tan espeso y suave como el terciopelo negro. Le acarició la nuca y oyó con deleite su gemido de placer.
Johnny la agarró del cuello y Annie emitió un sonido parecido a un grito de dolor. Sí, de dolor porque lo deseaba tanto que le dolía el cuerpo entero.
–Te equivocas –susurró mojándose los labios con la punta de la lengua–. Estoy completamente lista –le aclaró decidida a obtener lo que quería.
Johnny no necesitó más. Se inclinó sobre ella y le besó el cuello de una forma tan delicada que Annie creyó que le iba a tener que decir que parara.
Sintió toda la piel del cuerpo de gallina y comprendió que debía dejarse llevar por la parte sexual de su cerebro y no pensar.
–¿Estás segura? –le preguntó Johnny agarrándole la mano y poniéndosela en su entrepierna para que comprendiera la implicación de su sí.
Annie lo miró con los ojos muy abiertos.
Estaba claro que aquel hombre tenía más experiencia que ella.
De repente, temió no estar a la altura de las circunstancias, pero le dio igual porque lo único que ansiaba era unirse a él.
–Estoy segura –mintió cerrando los ojos y entregándose a un beso que habría de cambiar su vida.