Johnny la besó y Annie sintió como si se cayera por un precipicio. De hecho, tuvo que agarrarse con fuerza a su cuello por temor a caerse de verdad. Cuando la lengua de Johnny demandó paso con premura, Annie no opuso ninguna resistencia.
Muy al contrario, se empleó a fondo en besarlo con pasión y su recompensa fue un gemido de lo más masculino. Temblando entre sus brazos, se dio cuenta de que jamás la habían besado así ni había besado de aquella forma.
Le acarició la nuca con placer y se deleitó en las sensaciones que le producía tenerlo tan cerca sin pararse a pensar en las posibles consecuencias emocionales del acto en sí.
Cuando dejaron de besarse, Johnny estaba jadeando.
Se quedó mirándola como buscando a la profesora reservada y fría que había invitado a la feria. ¿Quién era aquella mujer apasionada?
Sorprendido por la intensidad de la química que había entre ellos, buscó las respuestas en sus ojos azules, que irradiaban deseo.
Annie comprendió que no había marcha atrás y se dio la enhorabuena por no arrancarle la ropa a Johnny allí mismo, frente a la ventana que daba a la calle.
Ante la enormidad del paso que iban a dar, Annie sintió escalofríos, pero se levantó, lo agarró de la mano y lo condujo a su dormitorio.
Para Johnny, entrar en su dormitorio fue como entrar en otro mundo.
La colcha de un amarillo intenso hacía juego con las cortinas que ondeaban al viento que entraba por una ventana entornada.
El cabecero, antiguo, brillaba bajo los últimos rayos de sol de la tarde. A su luz, el pelo rubio de Annie resplandecía y le daba un brillo especial a su rostro, casi angelical.
Johnny se miró en sus ojos y sintió cómo en su interior nacía algo. Fue como un pajarillo saliendo del cascarón. Lo identificó inmediatamente y sintió miedo. Era un sentimiento que había guardado bajo llave hacía tiempo y que no había querido recuperar nunca.
Querer a una mujer más allá de la cama era peligroso.
Abrir viejas heridas no era de su agrado y volver a sentir tanto dolor como la última vez lo atemorizaba.
De repente, se vio transportado en el tiempo. De nuevo de uniforme, se vio como aquel recluta que fue lejos de su país.
Lo único que lo mantenía en contacto con su hogar era una carta. La tuvo mucho tiempo en la mano antes de abrirla. No estaba preparado para las palabras de la novia que le había prometido casarse con él cuando terminara la guerra.
Se había enamorado de otro y esperaba que Johnny no se lo tomara demasiado mal.
Era una película que su mente proyectaba siempre que debía recordarse que no quería volver a hacer el tonto.
Qué ingenuo y desprotegido se había sentido tras leer aquella carta que empezaba con dos palabras infames: «Querido John…».
Aquellos recuerdos, aunque habían pasado años, casi lo hicieron salir corriendo del dormitorio de Annie para no romper la promesa que se había hecho aquel día: no volver a sentir su corazón vulnerable por otra mujer jamás.
Cuando Annie lo sorprendió llevando la iniciativa, todo pensamiento de huida quedó apartado de su mente.
Lo tumbó en la cama y comenzó a desnudarse para él. En cuanto se quitó la camisa y la lanzó por los aires, Johnny ya era su prisionero.
Se puso un almohadón bajo la cabeza y se preparó para el espectáculo de su vida. ¿Quién le iba a decir que la tímida profesora iba a resultar ser así? Su atrevimiento lo excitó tanto que creyó que iba a perder el control en cualquier momento.
Annie se bajó un tirante del sujetador hasta el codo y le hizo un mohín. Si no fuera porque la respuesta de Johnny fue una mirada cargada del deseo más brutal, seguramente se habría muerto de vergüenza y habría salido corriendo.
No sabía por qué, pero Johnny Lonebear sacaba la vampiresa que llevaba dentro. La hacía sentirse la dueña de la situación, una mujer con una imperiosa carga sexual.
Momentos después, desfilaron el sujetador y los vaqueros. En un abrir y cerrar de ojos, se encontró en mitad de la habitación con solo unas braguitas sobre su cuerpo.
Y, enfrente, el hombre más sexy del mundo.
Su cándida admiración la hizo sentirse como a una diosa, así que no dudó en deshacerse de la última prenda y deslizarse a su lado en la cama.
–Te toca –susurró.
En menos de un minuto, Johnny estaba como Dios lo trajo al mundo, mostrándole a Annie sin pudor su portentosa erección. Se paró un momento a sacar algo del bolsillo del pantalón y se puso un preservativo.
«Menos mal», pensó Annie porque a ella, en la vorágine del momento, se le había olvidado aquel detalle.
Observó su piel bronceada bajo los rayos del atardecer y su cuerpo le recordó al de las estatuas clásicas. Parecía Marte, el dios de la guerra. Al igual que él, tenía el cuerpo marcado por varias heridas, recuerdo del campo de batalla.
Lucía una cicatriz en la clavícula que parecía una puñalada. Estaba peligrosamente cerca de la yugular y Annie supuso que podría haberle costado la vida. Había otra en la tripa que parecía el orificio de entrada de una bala.
Annie se preguntó cómo lo habrían herido y se sorprendió sintiendo que se le nublaba la vista por las lágrimas.
Johnny se tumbó a su lado y Annie le abrió los brazos y el corazón.
Le besó la cicatriz de la clavícula con cariño en reconocimiento del sacrificio que había hecho por su país y en nombre de aquella maravillosa tarde de sábado repleta de danzas, charla y comida que iban a culminar haciendo el amor como dos adultos que disfrutan de su libertad para hacerlo.
Johnny se estremeció ante su beso, como si no le gustara recordar sus heridas. La abrazó y la colocó encima de él. La sensación que le producía sentir su piel desnuda era como estar en el paraíso.
En cuanto sus labios se rozaron, el control que ambos habían conseguido mantener durante el resto del día estalló por los aires.
La urgencia con la que hicieron el amor desafió todos los límites de la lógica. Su hambre era insaciable. Johnny sabía a chocolate y Annie, a algodón dulce.
Johnny le acarició los pechos y se deleitó en su volumen y rotundidad. Con la misma devoción le acarició el resto del cuerpo, apreciando sus curvas y recovecos.
Le levantó las caderas y la colocó sobre su erección. Annie se estremeció de placer y acomodó al invitado dentro de su cuerpo.
–Dios, ¿sabes cómo me pones? –jadeó Johnny.
–Creo que sí –susurró ella.
Johnny la besó con fiereza y Annie se sintió como si estuviera al borde de un precipicio. Se agarró a él mientras Johnny gritaba su nombre, que se le antojó como una canción que acariciara el viento.
Annie se dejó ir de verdad por primera vez en su vida y alcanzó el orgasmo junto a él. Al hacerlo, fue como si ambos abandonaran el mundo normal y se colocaran en un plano elevado y sublime tras haber creado un cataclismo en el cosmos.
Unas horas más tarde, Annie se despertó en una maraña de piernas, brazos, sábanas y… sentimientos.
Abrió los ojos y tardó un segundo en recordar qué hacía en la cama a aquella hora. El agradable dolor que sentía en la entrepierna le dio la respuesta y le recordó que había conocido el mejor sexo del mundo y que no se arrepentía de ello.
Observó el maravilloso cuerpo que tenía a su lado y sonrió.
Johnny ya estaba despierto, mirándola como si fuera un enemigo y no la mujer más sensual que había visto jamás.
–Hola –murmuró Annie.
–Hola –contestó Johnny encandilado como si acabara de oír el canto de una sirena.
Sorprendida por su estado de ánimo, Annie le acarició los labios con el dedo índice e intentó tornar en sonrisa su mueca de preocupación, pero Johnny se apartó.
Anonadada, intentó abrazarlo, pero Johnny volvió a apartarse con frialdad.
–¿Pasa algo?
«Que te quiero abrazar, que te quiero besar, que contigo me siento feliz y que no me fío de mis sentimientos», pensó Johnny.
–Pasa todo. Ha sido un error todo esto –contestó sin embargo.
–Ah –acertó a contestar Annie en un hilo de voz.
De todas las cicatrices, había olvidado una, la peor. Obviamente, la que Johnny llevaba en el corazón.
–No te preocupes –le dijo con una seguridad que no sentía–. No espero nada por lo que acaba de pasar. Soy una adulta y sé cuidar de mí misma. Si prefieres que hagamos como que no ha pasado nada, por mí está bien. Esto no tiene por qué afectar nuestra relación laboral, si es lo que te preocupa.
Johnny la miró con escepticismo, como si no la creyera. Lo que en realidad le estaba pasando era que no podía creerse que estuviera oyendo de labios de Annie aquellas palabras que su mente se empeñaba en querer oír y su corazón rechazaba.
–No me preocupa nada –apuntó.
«¿Nada? No, solo qué diría el consejo de dirección del colegio si se enterara de que me he acostado con una profesora o mi hermana si supiera que me he ido a la cama con el enemigo. Por no hablar del terror que me da volverme a enamorar de cualquier mujer y más de una que, claramente, no me conviene, una mujer que va a salir de mi vida tan rápidamente como entró, como un tornado».
Aunque estaba claro que a Annie le gustaba la reserva, Johnny creía que era prácticamente imposible que una mujer blanca de clase media y con educación eligiera aquel lugar como destino permanente.
«Mejor así», se dijo.
A él, una infancia pobre, la devastación de la guerra y el corazón roto no le dejaban muchas ganas de tener una relación de pareja.
–No pareces de esas mujeres que tienen aventuras secretas de verano –observó.
–No lo soy –se apresuró a contestar Annie.
Siendo una mujer que se había pasado los últimos seis años advirtiendo a las adolescentes sobre los peligros de mantener relaciones sexuales con desconocidos, ¿qué hacía allí tumbada desnuda junto a un hombre al que apenas conocía?
Lo cierto era que no se avergonzaba ni se arrepentía. El sexo con Johnny Lonebear era increíble y no lo decía porque llevara mucho tiempo sin practicarlo sino porque realmente aquel encuentro había sido especial.
–¿Y ahora? –preguntó.
–A trabajar –contestó Johnny.
–¿Como amigos? –preguntó Annie dándose cuenta de lo difícil que iba a ser verlo todos los días en el colegio.
–Por supuesto que como amigos –contestó él–. ¿Cómo si no?
Johnny se apartó y Annie se dio cuenta de que no parecía en absoluto tan trastornado como ella ante la idea. Enfadada consigo misma, se recordó que los hombres solían comportarse como si tal cosa después de haberse acostado con alguien, no como las mujeres.
Decidida a no hacer el tonto, levantó el mentón y lo miró orgullosa.
De nuevo, había cometido el error de tener una aventura de una noche con un hombre. La diferencia había sido que, en esta ocasión, no la habían presionado y que, como adulta que era ya, estaba más preparada para el rechazo, no como la adolescente que había creído que la pérdida de la virginidad significaba una propuesta de matrimonio instantánea.
Fingió estar tan tranquila. No quería que Johnny creyera que lo iba a agobiar en el futuro.
Si los rumores que le había contado Jewell eran ciertos, aquel hombre tenía mucha práctica abandonando a las mujeres con las que se acostaba… y a los niños nacidos de aquellas relaciones esporádicas.
Sintió náuseas.
Para su tranquilidad, recordó que Johnny se había puesto un preservativo antes de acostarse con ella.
–Como amigos, por supuesto –repitió forzando una sonrisa–. A ver si te vas a creer que soy una fresca de la que vas a poder disponer siempre que quieras entre clase y clase.
–No me parece mala idea –sonrió Johnny de repente.
Annie, que hasta hacía un segundo estaba indignada, lo deseó de nuevo con todas sus fuerzas.
La idea de mantener relaciones sexuales entre clases en un entorno tan prohibido tenía unas connotaciones morbosas increíbles, pero no iba a admitirlo, así que le tiró una almohada.
–¡Eh! –exclamó él tirándole otra.
En un abrir y cerrar de ojos, el ambiente se aligeró y se encontraron metidos en una guerra de almohadas.
Annie se tiró al suelo desde la cama e intentó escapar, pero Johnny fue más rápido y la atrapó.
–Antes de volverte a penetrar, quiero hacerte una pregunta.
–Pregunta –dijo Annie sintiendo su potente erección.
–¿Qué es exactamente una fresca?
Annie le respondió con un puñetazo en el hombro y una carcajada que no solo llenó la habitación sino el corazón de Johnny.
El hecho de que hubiera utilizado una palabra tan diplomática para expresar su preocupación le había hecho gracia.
Johnny no estaba acostumbrado a aquel tipo de remilgos porque las mujeres indias no eran así y no sabía cómo asegurarle a Annie que era lo menos parecido a una fresca que había conocido.
Decidió que decirle lo apasionada y dulce que era en la cama no era una buena idea.
–Para que lo sepas, frescas he tenido ya muchas –sonrió–. Para variar, me gustaría estar con una mujer de verdad.