¿Cuáles son las inferencias que nos harán comprender al inadaptado social desde el punto de vista delineado en el último capítulo? Bajo el término «inadaptado», incluyo a todo individuo que por disposición innata, influencia de su primera educación, o por los efectos contradictorios de una situación cultural heterogénea, ha sido despojado de sus privilegios de orden cultural, el individuo para quien las bases de su sociedad parecen absurdas, irreales, insostenibles o completamente erróneas. El hombre común de cualquier sociedad encuentra en su corazón un reflejo del mundo que lo rodea. El delicado proceso educacional que lo transformó en adulto le ha asegurado como miembro espiritual de su propia sociedad. Pero esto no es cierto respecto a los individuos cuyos dones temperamentales no son utilizables, y a veces ni llegan a ser tolerados por la sociedad. La más ligera revisión de nuestra historia es suficiente para demostrar que las cualidades valoradas por una centuria son rechazadas por la próxima. Hombres que hubieran sido santos en la Edad Media carecen de vocación en la Inglaterra moderna y en Norteamérica. Cuando observamos sociedades primitivas que han elegido actitudes mucho más extremas y contrastantes que nuestras antiguas culturas, la idea se aclara más aún. Justamente en la medida en que una cultura se halla integrada y es precisa en sus fines, inflexible en sus preferencias morales y espirituales, condenará a algunos de sus miembros —que lo son por nacimiento solamente— a vivir ajenos a ella, perplejos en el mejor de los casos, y en el peor rebeldes y capaces de llegar a la locura.
Es costumbre agrupar a todos los que no aceptan la norma cultural como neuróticos, individuos que se han alejado de la «realidad» (es decir, de las soluciones actuales de su propia sociedad) para volverse al consuelo o la inspiración de situaciones creadas por la fantasía, refugiándose en alguna filosofía trascendental, en el arte, en el extremismo político, o simplemente en la inversión sexual o en alguna otra laborada idiosincrasia de conducta —haciéndose vegetarianos o nudistas—. Además se considera al neurótico como inmaduro; no ha crecido lo suficiente para comprender los propósitos tan obviamente realistas y loables de su sociedad.
En esta definición que lo comprende todo se han confundido dos conceptos muy diferentes; cada uno hace ineficaz al otro. Entre los inadaptados de cualquier sociedad, es posible distinguir los que son fisiológicamente inadecuados. Pueden tener débil intelecto o glándulas defectuosas; una de entre varias posibles debilidades orgánicas puede predeterminar el fracaso en todo, excepto en las más simples tareas. Pueden poseer prácticamente todo el equipo fisiológico del sexo opuesto, pero este caso es muy raro. Ninguna de estas personas sufre a causa de alguna discrepancia entre una inclinación puramente temperamental y el énfasis social; son simplemente los débiles y los defectuosos, o son anormales en el sentido de que pertenecen a una categoría de individuos que se aleja ya demasiado de las normas culturales humanas —no de las normas culturales especiales, sino de las humanas en general— para funcionar eficazmente. Para estos individuos, cualquier sociedad debe disponer de un ambiente especial, más suave y limitado que el de la mayoría de sus miembros.
Pero hay otro tipo de neurótico que se confunde continuamente con estos individuos fisiológicamente en desventaja, y éste es el inadaptado cultural, el que está en desacuerdo con los valores de su sociedad. La psiquiatría moderna tiende a atribuir toda su inadecuación al condicionamiento de la primera época de su vida, y le sitúa así en la denigrante categoría de los mutilados psíquicos. El estudio de las condiciones primitivas no confirma tan simple explicación. No tiene en cuenta el hecho de que los individuos que muestran propensiones temperamentalmente opuestas a los énfasis de su cultura, son siempre en cada sociedad los discordantes; o el hecho de que los que no se adaptan entre los mundugumor son tipos de individuos diferentes de los inadaptados que se observan entre los arapesh. No explica por qué tanto Norteamérica materialista y bulliciosa, como una tribu de las islas del Almirantazgo, también bulliciosa y materialista, producen vagabundos, o por qué es justamente el individuo dotado de una fuerte capacidad para sentir quien se adapta defectuosamente en Zuñi y Samoa. Esto sugiere la existencia de otro tipo de persona inadaptada, cuya capacidad de adecuación no se debe a su propia debilidad y defecto, ni a accidente o enfermedad, sino a una discrepancia fundamental entre su disposición innata y las normas de su sociedad.
Cuando la sociedad no está estratificada y las personalidades sociales de ambos sexos son fundamentalmente parecidas, estos inadaptados provienen de ambos sexos, sin discriminación. Entre los arapesh, son inadaptados el hombre y la mujer violentos; entre los mundugumor, el hombre y la mujer confiados y cooperativos; un exagerado sentimiento de la propia superioridad predetermina a la inadecuación entre los arapesh; el sentimiento de inferioridad, en cambio, constituye una tendencia desfavorable entre los mundugumor. En los capítulos anteriores hemos discutido las personalidades de algunos de estos inadaptados, y vimos cómo las mismas cualidades que los mundugumor apreciaban, eran rechazadas entre los arapesh, cómo Wabe, Temos y Amitoa hubieran encontrado inteligible la vida mundugumor, y Ombléan y Kwenda se hubieran encontrado bien con los arapesh. Pero la discordancia de estos grupos con su cultura aunque perjudicaba su función social reduciendo el empleo que podían dar a sus habilidades, mantenía ileso su funcionamiento psicosexual. Amitoa no tenía, a pesar de sus impulsos positivos, la conducta de un hombre, sino la de una mujer plain. El amor de Ombléan por los niños y su deseo de trabajar hasta extenuarse para cuidar a algunos necesitados no le hacían sospechoso de ser como una mujer, ni provocaba en sus asociados la acusación de afeminamiento. Al amar a los niños, la paz y el orden, podía conducirse como algunos hombres blancos o como los de una tribu que ellos no conocían, pero no aparecía, por cierto, más semejante a una mujer mundugumor que a un hombre de esa misma tribu. El homosexualismo no existía entre los arapesh ni entre los mundugumor.
Pero cualquier sociedad que especializa sus tipos de personalidad según el sexo, que insiste en que cualquier rasgo —amor a los niños, interés en el arte, valor frente al peligro, locuacidad, falta de interés en las relaciones personales, pasividad en las relaciones sexuales; hay cientos de rasgos de muy diferente naturaleza que han sido especializados así— está inalienablemente unido al sexo, prepara el camino que conduce a inadecuaciones del peor orden. Donde no hay tal dicotomía, un hombre puede contemplar tristemente su mundo y encontrarlo esencialmente vacío, pero se casará y tendrá hijos, encontrando tal vez definida mitigación a su miseria en esta sincera participación en una forma social reconocida. Una mujer puede fantasear toda su vida acerca de un mundo donde haya dignidad y orgullo, en vez de la mezquina moral de trastienda que encuentra a su alrededor, y sin embargo, saluda a su esposo con fácil sonrisa y atiende a sus niños atacados de difteria. Los inadaptados pueden trasladar su sentido de alejamiento a la pintura, la música o a la actividad revolucionaria, y no obstante no experimentar ninguna confusión en su vida personal y en sus relaciones con miembros de su sexo y del opuesto. No sucede así, sin embargo, en una sociedad como la de los tchambuli o la de Europa y América de los tiempos históricos, donde se definen algunos rasgos temperamentales como femeninos y se consideran otros como masculinos. Aparte del dolor de haber nacido en una cultura cuyos fines no pueda admitir ni hacer suyos, más de un hombre tiene la desgracia de ser perturbado en su vida psicosexual. No sólo tiene los sentimientos inapropiados, sino que —y ello es mucho peor y más desconcertante— posee los sentimientos de una mujer. El punto significativo no consiste en establecer si su mala orientación, que le hace comprensibles los fines femeninos, y extraños y desagradables los masculinos, tiene o no por resultado una inversión. En casos extremos, cuando el temperamento de un hombre se ajusta exactamente a la personalidad femenina aceptada, y en el caso de que exista una forma social tras la cual pueda refugiarse, le es posible volverse a la inversión manifiesta y al travestismo.1 Entre los indios plains, el individuo que prefiere las plácidas actividades femeninas a las peligrosas y excitantes de los hombres puede expresar su preferencia en términos del sexo; puede asumir ocupación y atavíos femeninos y proclamar que él es realmente más mujer que hombre. En Mundugumor, donde no existe esta pauta cultural, un hombre puede tener actividades femeninas como la pesca, sin que se le ocurra simbolizar su conducta con vestimentas femeninas. Al no existir ningún contraste entre los sexos y dado que carecen de una tradición que permita el travestismo, la variación de la preferencia temperamental no da por resultado la homosexualidad ni el cambio de vestiduras. Al hallarse desigualmente distribuida en el mundo, parece claro que la pauta cultural del travestismo no sólo es una variación que ocurre cuando existen diferentes personalidades asignadas al hombre y la mujer, sino que aun en esas condiciones no se presentan necesariamente. Constituye en realidad una invención social que se ha estabilizado entre los indios americanos y en Siberia, pero no en Oceanía.
Observé en detalle la conducta de un joven indio americano que era probablemente un invertido congénito, durante el período en que hacía explícito su travestismo. Este hombre, cuando era pequeño, había mostrado rasgos físicos femeninos tan marcados que un grupo de mujeres lo capturó una vez para desnudarlo y conocer su verdadero sexo. A medida que crecía, se especializaba en ocupaciones femeninas y usaba la misma ropa interior que las mujeres, aunque su vestimenta exterior era la de un hombre. Sin embargo, llevaba en los bolsillos una cantidad de anillos y ajorcas que sólo usaban las mujeres. En los bailes en que los sexos bailaban separados, comenzaba la noche vestido como un hombre y bailando con los hombres, y luego, como si actuara movido por un impulso irresistible, se acercaba más y más a las mujeres, y lo hacía poniéndose una joya sobre otra. Luego aparecía un chal, y al fin de la noche estaba vestido como un berdache, un travestido. La gente comenzaba a referirse a él como «ella». He citado el caso a fin de aclarar que éste es el tipo de inadaptado individual al que no se refiere la presente exposición. Su aberración parecía tener un origen fisiológico específico; no era una simple variación temperamental que su sociedad había decidido definir como femenina.
No interesan a esta exposición ni el invertido congénito ni la conducta exterior del homosexual. Los diferentes tipos de inadaptados tienen, por cierto, modos de interferirse y estimularse mutuamente, y se encuentra al invertido congénito entre los que se han refugiado en el travestismo. Pero los desviados que nos interesan son los individuos cuya adaptación a la vida se halla condicionada por su afinidad temperamental con un tipo de conducta que no se considera natural para su sexo, sino para el opuesto. Para producir este tipo de inadaptado, no sólo es necesario tener una personalidad social definida y aceptada, sino que también es imprescindible que esta personalidad esté rígidamente limitada a uno de los dos sexos. La coerción que obliga a conducirse como miembro de su propio sexo se convierte en uno de los más sólidos instrumentos con los que la sociedad trata de modelar al niño que crece, según las fórmulas aceptadas. Una sociedad que carece de una rígida dicotomía de los sexos simplemente dice al niño que muestra rasgos anormales de conducta: «No te comportes así», «La gente no hace eso.» «Si te portas así no gustarás a la gente», «Si te portas así nunca te casarás», «Si te portas así te hechizarán», etc. Como en el caso en que deba contrarrestarse la inclinación del niño a reír, llorar o enojarse, donde no debe hacerlo, a percibir el insulto cuando no lo hay o ignorarlo cuando realmente existe, se invocan consideraciones de conducta humana socialmente definidas, y no determinadas por el sexo. La esencia del estribillo disciplinario es: «No serás un verdadero ser humano a menos que suprimas esas tendencias incompatibles con nuestra definición de la humanidad». Pero ni a los arapesh ni a los mundugumor se les ocurre agregar: «No te estás portando como un muchacho, sino como una niña» —aun cuando sea el caso—. Se recordará que entre los arapesh, los jóvenes, debido al trato paternal levemente diferente que reciben, lloran más que las niñas y tienen accesos de furia durante más tiempo que ellas. Y sin embargo, como no existe la idea de la diferencia de conducta emocional entre los sexos, nunca la invocan. En las sociedades donde no se dividen los temperamentos según el sexo, no se contradice uno de los aspectos realmente básicos del sentido que tiene el niño acerca de su posición en el universo —la autenticidad de su calidad de miembro de su propio sexo—. Puede seguir observando la conducta de sus mayores que se unen en parejas, uno de cada sexo, y dar forma así a sus esperanzas y expectativas. No se le fuerza a identificarse con su progenitor del sexo opuesto, diciéndole que está en duda su propio sexo. No reprochan alguna ligera imitación del padre por la hija o de la madre por el hijo, ni sobre la base de ella profetizan que la niña será un marimacho y el niño un afeminado. Los niños arapesh y los mundugumor se libran de esta confusión.
Observad la forma en que se presiona a los niños en nuestra cultura, a fin de lograr esa conformidad: «No te portes como una niña», «Las niñitas no hacen eso». Se emplea la amenaza de que su conducta no corresponde a su sexo, con el fin de acentuar cien detalles sobre la rutina del aseo y de la vida diaria del niño, formas de sentarse y de descansar, ideas acerca del espíritu deportivo y del juego limpio, normas para expresar las emociones, y una multitud de otros puntos en los que reconocemos definidas diferencias entre los sexos, señaladas por la sociedad, tales como los límites de la vanidad personal, el interés por las vestimentas o por los hechos comunes. El comentario se repite: «Las niñas no hacen eso», «¿No quieres crecer y ser un verdadero hombre como tu padre?», confundiendo tanto sus emociones que, si el niño es bastante desafortunado como para poseer, aun en grado mínimo, el temperamento asignado al otro sexo, puede fácilmente impedirse toda adecuada adaptación a su mundo. Cada vez que se insiste sobre la conformidad con su sexo, cada vez que se invoca el sexo del niño como la razón por la que debe preferir los pantalones a las faldas, los palos de baseball a las muñecas, los puñetazos a las lágrimas, penetra en la mente del pequeño el temor de que, en verdad, aunque su anatomía evidencie lo contrario, pueda no pertenecer en absoluto a su sexo.
Se ha evidenciado recientemente cuán poco gravita la evidencia anatómica del sexo frente al condicionamiento social. En una ciudad del Medio Oeste, en Estados Unidos, se encontró a un muchacho que había vivido durante doce años como mujer, bajo el nombre de Maggie, haciendo los trabajos de una niña y vistiendo ropas femeninas. Él había descubierto varios años atrás que su anatomía era la de un varón, pero eso no le sugirió la posibilidad de ser clasificado socialmente como hombre. No obstante, cuando los visitadores sociales descubrieron el caso y efectuaron el cambio de su clasificación, él no mostraba rasgos de inversión; era, simplemente, un joven clasificado por error como mujer, y cuyos padres, por razones que no se descubrieron, se negaron a reconocer y rectificar su error. Este extraño caso revela la fuerza que asume la clasificación social frente al simple hecho de pertenecer anatómicamente a un sexo, y es esta clasificación la que lleva a la sociedad a sembrar la duda y la confusión en la mente de los niños acerca de su posición sexual.
Esta presión social se ejerce de muchas maneras. Primeramente, la amenaza de perder los derechos de su sexo que pesa sobre el niño que muestra tendencias extraviadas, rechaza los juegos violentos o llora cuando le reprenden, o sobre la niña que sólo se interesa en las aventuras, prefiriendo golpear a sus compañeros de juego a deshacerse en lágrimas. En segundo lugar, figura la atribución de emociones definidas como femeninas al niño que muestra la más leve preferencia por una de las ocupaciones o pasatiempos superficiales limitados al otro sexo. El interés que un pequeño muestra por el tejido puede provenir del deleite que le produce su propia habilidad para manejar la aguja; su entusiasmo por la cocina puede derivarse de un tipo de interés que más tarde le hará un químico de primer orden; su gusto por las muñecas no debe originarse forzosamente en sentimientos tiernos y maternales, sino en su deseo de dramatizar un incidente cualquiera. Similarmente, el enorme interés de una niña por la equitación puede provenir del deleite que le causa su propia coordinación física sobre el caballo, el interés por el equipo telegráfico de su hermano puede originarse en el orgullo que se le despierta al saber usar eficientemente el código Morse. Alguna potencialidad física, intelectual o artística, puede expresarse accidentalmente en una actividad que se juzga apropiada para el sexo opuesto. Esto tiene dos resultados: que se reprenda al niño por su elección y se le acuse de tener emociones correspondientes al sexo opuesto; además, como sus ocupaciones y sus preferencias le acercan más al otro sexo, con el tiempo adoptará gran parte de la conducta limitada socialmente al sexo opuesto.
La tercera manera en la que nuestra dicotomía de la personalidad social según el sexo afecta al niño en crecimiento consiste en la base que provee para una identificación con el progenitor del sexo opuesto. Referirse a la identificación de un niño con su madre, para explicar su subsiguiente actitud pasiva respecto a los miembros de su propio sexo, es muy común en la psiquiatría moderna. Se supone que el niño que no se identifica con su padre, a causa de una desviación del curso normal del desarrollo de su personalidad, pierde así la guía para una conducta «masculina» normal. No cabe duda de que el niño en desarrollo, que busca una guía para su papel social en la vida, encuentra generalmente sus principales modelos en los padres, durante los primeros años. Pero yo sugeriría que aún tenemos que explicar por qué ocurren estas identificaciones, y que la causa no se encuentra en una básica feminidad del temperamento del niño, sino en la existencia de la dicotomía establecida en la conducta estandarizada para los sexos. Debemos descubrir por qué un niño determinado se identifica con su progenitor del sexo opuesto, antes que con el de su mismo sexo. Las categorías sociales más evidentes en nuestra sociedad, —y en la mayoría de las sociedades— están constituidas por los dos sexos. Vestimenta, ocupación, vocabulario, todo sirve para concretar la atención del niño sobre su semejanza con el progenitor de su mismo sexo. Sin embargo, algunos niños, desafiando esta presión, eligen a los progenitores del sexo opuesto, no para amarles más, sino porque son las personas con cuyos motivos y fines se hallan más identificados, y cuyas elecciones pueden hacer suyas cuando crezcan.
Antes de seguir considerando esta cuestión, volveré a exponer mi hipótesis. He sugerido que ciertos rasgos humanos han sido socialmente especializados para constituir las actitudes y la conducta apropiadas para uno de los sexos, mientras otros rasgos humanos se han asignado al sexo opuesto. Esta especialización social se ha racionalizado entonces en una teoría: la conducta que la sociedad impone es natural para un sexo y anormal para el otro, y el inadaptado lo es a causa de un defecto glandular o un accidente ocurrido en su desarrollo. Tomemos un caso hipotético. Las actitudes hacia la intimidad física varían enormemente entre los individuos y han sido estandarizados de muy diferente manera en distintas sociedades. Encontramos sociedades primitivas, como la de los dobu y los manus, donde el contacto físico casual está tan prohibido a los dos sexos, tan cercado de reglas y categorías, que sólo un insano tocaría a otra persona ligera y despreocupadamente. Otras sociedades, como la de los arapesh, permiten y facilitan toda intimidad física entre individuos de diferentes edades y de ambos sexos. Consideremos ahora una sociedad que ha asignado este rasgo temperamental a un sexo solamente. La conducta característica del individuo que encuentra intolerable el contacto físico casual ha sido asignada a los hombres; para las mujeres, en cambio, la conducta «natural» sería la de los individuos que lo aceptan fácilmente. Para los hombres, el sentir una mano sobre su brazo o el hombro, dormir en la misma habitación con otro hombre o tenerlo sobre las rodillas en un automóvil atestado, todo contacto de esta clase sería, por definición, repelente, y hasta es posible que, si el condicionamiento social fuera muy acentuado, le resultara repugnante o lo atemorizara. Para las mujeres de esta sociedad, el contacto físico fácil y sin trabas sería bienvenido por definición. Se besarían entre ellas, se acariciarían los cabellos, se arreglarían una a otra los vestidos, dormirían en el mismo lecho, cómodamente y sin embarazo. Tomemos ahora un matrimonio efectuado entre un hombre bien educado en esta sociedad, que no tolera el contacto físico casual, y una mujer en las mismas condiciones, que lo considera natural entre mujeres, y no lo espera nunca de niños u hombres. Esta pareja tiene una niña que desde el nacimiento muestra una actitud noli me tangere, que su madre no consigue cambiar. La pequeña se escapa de la falda y rehúye los besos de la madre. Se vuelve con alivio a su padre, que no la incomodará con demostraciones de afecto, ni siquiera insistirá en tomar su mano cuando caminan juntos. Sobre la base de una guía tan simple como ésta, de una preferencia que en la niña es temperamental, y en el padre responde a una conducta masculina socialmente estabilizada, la pequeña puede elaborar una identificación con su padre, y creer que se parece más a un hombre que a una mujer. Es posible que con el tiempo llegue a adaptarse a la conducta del sexo opuesto de muchas otras maneras. El psiquiatra que, más tarde, la encuentra vistiendo ropas masculinas, haciendo el trabajo de un hombre, y comprueba su incapacidad para ser feliz en el matrimonio, puede decir que su identificación con el sexo opuesto fue la causa de su fracaso como mujer. Pero esta explicación no pone de manifiesto el hecho de que la identificación no hubiera tenido lugar si no existiera en la sociedad una dicotomía de actitudes, elaborada según el sexo. Una niña arapesh que sea más parecida a un padre reservado que a una madre expansiva, puede sentir que se asemeja más a aquél que a ésta; pero no se producen más efectos sobre su personalidad, dado que se halla en una sociedad donde no es posible «sentir como un hombre» o «sentir como una mujer». El accidente de una diferenciación de actitudes según el sexo hace que estas identificaciones casuales actúen dinámicamente en la adaptación del niño.
Admitimos que este ejemplo es hipotético y simple. Las condiciones efectivas que se dan en una sociedad moderna son infinitamente más complicadas. Sería suficiente nombrar algunas de las confusiones que se presentan, para atraer la atención sobre el problema. Uno de los padres del niño puede ser anormal y, por lo tanto, significar una falsa guía para éste, en su esfuerzo para ubicarse en la sociedad. Los padres pueden desviarse ambos de la pauta cultural, y en opuesto sentido, mostrando la madre rasgos temperamentales más pronunciados, especializados como masculinos, y exhibiendo el padre rasgos femeninos. Este caso es común en la sociedad moderna, porque debido a la creencia de que el matrimonio se debe basar en personalidades contrastantes, los hombres inadaptados eligen mujeres inadaptadas. El niño, que busca una guía, puede ser inducido así a una falsa identificación, ya sea porque su propio temperamento se acerca al del sexo opuesto, ya sea porque, aunque él mismo esté preparado para adaptarse fácilmente, el progenitor de su mismo sexo es un inadaptado.
Me he referido en primer lugar a la identificación a través del temperamento, pero ésta puede hacerse también en otros términos. La identificación original puede realizarse a través de la inteligencia o dones artísticos especiales. El niño bien dotado se identificara con el progenitor más dotado, sin tener en cuenta el sexo. Luego, si existe en la cultura el doble tipo de personalidad, la simple identificación basada en la habilidad o el interés puede traducirse en términos sexuales, y la madre se lamentará: «Mary está siempre trabajando con los instrumentos de dibujo de Will. No tiene ninguno de los intereses normales en una niña. Will dice que es una lástima que no haya nacido varón». A raíz de este comentario es muy fácil que Mary llegue a la misma conclusión.
También debemos mencionar aquí el modo en que difieren los compromisos del hombre y los de la mujer, en casi todas las sociedades conocidas. Cualesquiera sean las disposiciones referentes a la posesión de la propiedad, aun en el caso de que estas disposiciones formales y exteriores se reflejen en las afinidades temperamentales entre los dos sexos, los valores de prestigio se refieren siempre a las ocupaciones de los hombres, si no enteramente a expensas de las ocupaciones femeninas, por lo menos en gran parte. Casi siempre se sigue, por lo tanto, que la niña «que debería haber sido niño» tiene al menos la posibilidad de una participación parcial en actividades rodeadas por un aura de prestigio masculino. Para el niño que debería haber sido niña no existe tal posibilidad. Su participación en las actividades femeninas provocará siempre un doble reproche; se ha mostrado incapaz de entrar en la categoría de los hombres y se ha condenado a actividades de poco prestigio y valor.
Además, es raro que las actitudes e intereses particulares que se han clasificado como femeninos en cualquier sociedad tengan un amplio campo de expresión en el arte o en la literatura. La joven que encuentra los intereses definidos como masculinos más cercanos a los suyos, puede hallar formas de expresión sustitutivas; el joven, que podía haber encontrado un desahogo similar, si hubiera un arte o una literatura femeninas comparables al masculino, no tiene una solución tan satisfactoria. Kenneth Grahame ha inmortalizado el asombro de los pequeños ante los intereses especiales y limitados de las niñas, en su famoso capítulo, «De qué hablaban ellas»:
«Salió con esas chicas Vicarage otra vez», dijo Eduardo, mirando brillar por el camino las largas y negras piernas de Selina. «Ahora sale con ellas todos los días; y apenas se reúnen, juntan las cabezas y charlan, charlan, charlan, todo el tiempo bendito. ¡No puedo imaginarme qué es lo que se dicen!...»
«Tal vez hablan de huevos de pájaros», sugerí somnoliento... «y de barcos, búfalos, e islas desiertas; y por qué los conejos tienen blanca la cola, y si preferirían tener una goleta o un trineo; y qué serán cuando sean mayores —al menos, quiero decir que se puede hablar de muchas cosas cuando se quiere hablar.»
«Sí; pero ellas no hablan sobre esas cosas», insistió Eduardo. «¿Acaso pueden? Ellas no saben nada; ellas no pueden hacer nada —excepto tocar el piano, y nadie querría hablar de eso; y a ellas no les importa nada—, nada sensato, quiero decir. Entonces ¿de qué hablan?... No puedo imaginármelo en estas niñas. Si tuvieran algo realmente sensato de que hablar ¿cómo es que nadie sabe de qué se trata? Y si no tienen —y nosotros sabemos que no pueden tener, naturalmente— por qué no se callan: Este viejo conejo —él no quiere hablar ...»
«Oh, ¡pero los conejos hablan!», intervino Harold. «Yo los he observado a menudo en su conejera. Juntan las cabezas y sus narices suben y bajan, igual que las de Selina y las chicas Vicarage!»...
«Bien, si lo hacen», dijo Eduardo de mala gana. «¡Estoy seguro de que no hablan tantas tonterías como ellas!» Eso era mezquino e injusto; porque todavía no se ha sabido —hasta hoy— de qué hablaban Selina y sus amigas.2
Esta perplejidad continúa a través de los años. Las mujeres que por temperamento o accidentes pedagógicos han llegado a identificarse con los intereses de los hombres, si no pueden adaptarse a las pautas sexuales corrientes, malogran su principal papel femenino: la maternidad. El hombre que se ha desentendido de los intereses de su sexo sufre una pérdida de derechos más sutil, ya que no dispone de una gran parte del simbolismo artístico de su sociedad, y no puede volverse a ningún sustituto. Se convierte en una persona confusa y aturdida, incapaz de sentir como los hombres sienten «naturalmente» en su sociedad, e igualmente incapaz de encontrar satisfacción en los papeles destinados a las mujeres, aunque la personalidad social de éstas sea más acorde con su temperamento.
Y así, de mil maneras, el hecho de que sea necesario sentir no sólo como miembro de una determinada sociedad, en un cierto período, sino como miembro de un sexo y no del otro, condiciona el desarrollo del niño y produce individuos que se encuentran fuera de lugar en su sociedad. Muchos de los que estudian la personalidad, achacan al «homosexualismo latente» estas múltiples e incalculables inadecuaciones. Pero este juicio es un producto de nuestro sistema de dos sexos; es la diagnosis post hoc de un resultado, y no la de una causa. Es un juicio que se aplica no sólo a los invertidos, sino a los individuos, infinitamente más numerosos, que se apartan de la definición social de la conducta apropiada para su sexo.
Si estos rasgos contradictorios de temperamento, que diferentes sociedades han supuesto unidos al sexo, no lo están, siendo tan sólo simples potencialidades humanas que han sido especializadas como conducta apropiada para un sexo, la presencia de los inadaptados, que ya no necesitan ser marcados como «homosexuales latentes», es inevitable en toda sociedad que insista en establecer conexiones artificiales entre el sexo y rasgos tales como la valentía, el sentimiento de superioridad o la preferencia por las relaciones personales. Además, la falta de correspondencia entre la efectiva constitución temperamental de los miembros de cada sexo y el papel que la cultura les ha asignado, tiene sus repercusiones en la vida de aquellos individuos que nacieron con el temperamento culturalmente esperado y correcto. A menudo se supone que en una sociedad donde los hombres deben ser agresivos y dominadores y las mujeres sumisas y obedientes, los individuos inadaptados serán las mujeres agresivas y dominadoras y los hombres obedientes y sumisos. La posición de éstos es, sin duda, la más difícil. Los contactos humanos de toda clase, especialmente el noviazgo y el matrimonio, les presentarán problemas insolubles. Pero consideremos la posición del joven que está naturalmente dotado con un temperamento agresivo, dominador, y criado en la creencia de que es su misión masculina la de dominar a mujeres sumisas. Ha sido educado para responder a la conducta de otros que son sumisos y obedientes, con una agresividad de la que tiene conciencia. Y luego encuentra, además de mujeres sumisas, a hombres que presentan la misma característica. El estímulo que mueve su conducta dominante, y lo lleva a insistir sobre una lealtad incuestionable, formulando reiteradas declaraciones acerca de su importancia, se le presenta en grupos constituidos por un solo sexo, y se crea así una situación «homosexual latente». Similarmente, a este hombre se le ha enseñado que su capacidad para dominar es la medida de su hombría, de manera que la sumisión en sus asociados le tranquiliza continuamente. Cuando encuentra a una mujer que es tan dominadora como él o a alguna que, aunque no sea dominadora por temperamento, le sobrepasa en alguna habilidad o trabajo especial, comienza a dudar de su calidad de hombre. Ésta es una de las razones por las cuales los hombres que más se acercan al temperamento que se les ha asignado en su sociedad desconfían y se muestran hostiles para con las mujeres inadaptadas, que a pesar de su distinta educación, poseen los mismos rasgos temperamentales. Ellos se basan en la convicción de que su calidad de miembros de un sexo depende de que en el sexo opuesto no aparezcan personalidades similares.
La mujer sumisa y obediente puede encontrarse en una posición igualmente anómala, aunque su cultura haya definido su temperamento como el que corresponde a una mujer. Educada desde la infancia para someterse a la autoridad de una voz dominadora, para ocupar todas sus energías en complacer el egotismo más vulnerable de las personas que dominan, puede encontrar con frecuencia la misma nota autoritaria en una voz femenina, y así ella, que es por temperamento la mujer ideal de su sociedad, descubrirá mujeres tan absorbentes que ya nunca podrá adaptarse al matrimonio. Su devoción por miembros de su mismo sexo puede, a su vez, provocarle dudas sobre su femineidad esencial.
Así, la existencia en una determinada sociedad, de una dicotomía de la personalidad social, de una personalidad limitada y determinada por el sexo, castiga en mayor o menor grado a todos sus miembros. Aquellos cuyos temperamentos son indudablemente anormales no se ajustan a las normas establecidas, y su sola presencia y la anomalía de sus actitudes confunden a los que tienen el temperamento que les corresponde por su sexo. Prácticamente, en todos los individuos existe la semilla de una duda, de una ansiedad, que se interpone en el curso normal de sus vidas.
Pero las confusiones no terminan aquí. Los tchambuli, y en menor grado algunos sectores de Estados Unidos actuales, presentan más dificultades que las que puede crear a sus miembros una cultura que define la personalidad en función del sexo. Se recordará que mientras en teoría la sociedad tchambuli es patrilineal, en la práctica da a las mujeres la posición dominante, de modo que la situación de los hombres de temperamento anormal —es decir dominador— se hace doblemente dificultosa debido a las formas culturales. La pauta cultural según la cual un hombre que ha pagado por su esposa puede dominarla continuamente, conduce a estos individuos anormales a realizar fuertes tentativas para lograr tal dominio, y los pone en conflicto con su primera educación, que les inculcó el respeto y la obediencia a las mujeres, y con la de éstas, que fueron educadas en la espera de tal respeto. Las instituciones tchambuli y los énfasis de su sociedad son, hasta cierto punto, contradictorios. La historia nativa atribuye el gran desarrollo de los temperamentos dominadores, a varias tribus vecinas, cuyas mujeres, durante varias generaciones, huyeron para casarse con tchambuli. Para explicar sus propias contradicciones invocan una situación, que entre los arapesh es bastante frecuente como para confundir la adaptación de hombres y mujeres. Estas contradicciones comprobadas en la cultura tchambuli fueron aumentadas, probablemente, por el decrecimiento de su interés en la guerra y la caza de cabezas, y el desarrollo de un mayor interés por las delicadas artes de tiempos de paz. Además, la importancia de las actividades económicas femeninas puede haber aumentado, sin que diera el correspondiente acrecentamiento del valor del papel económico de los hombres. Las causas históricas son, sin duda, múltiples y complejas, y los tchambuli presentan hoy una sorprendente confusión entre las instituciones y los énfasis culturales. También poseen mayor cantidad de hombres neuróticos que cualquiera de las otras sociedades primitivas que conocí. La necesidad de conformar anormalidades y torpezas temperamentales —aparentemente confirmadas por las instituciones— al papel prescrito de hecho por la cultura, según el cual se establece que los hombres deben mantener una expectativa sensible a la voluntad de las mujeres, excede la medida, aun para los miembros de una sociedad primitiva que vive en condiciones mucho más simples que las nuestras.
Las culturas modernas, que atraviesan la angustia de adaptarse al cambio ocurrido en la posición económica de las mujeres, presentan dificultades comparables. Los hombres descubren que uno de los puntales de su autoridad, que a menudo consideraron sinónimo de la autoridad misma —la capacidad de ser el único soporte de sus familias—, les ha sido arrebatado. Las mujeres, educadas en la creencia de que una renta ganada por sí mismo da derecho a imponer su voluntad, doctrina que funcionó bastante bien mientras ellas no tuvieron entradas propias, se encuentran cada vez más en un estado confuso, entre su verdadera posición en la familia y la que su educación les induce a ocupar. Los hombres, que han sido educados en la creencia que su sexo está siempre, en cierta medida, en cuestión, y que suponen que el poder de ganar dinero es prueba de su hombría, se han hundido en una doble incertidumbre a causa de la desocupación; y esto se complica aún más por el hecho de que sus esposas han sido capaces de conseguir empleos.
Todas estas condiciones se agravan también en Estados Unidos por el gran número de diferentes pautas de conducta establecidas para cada sexo, existentes en distintos grupos regionales y nacionales, y por la suprema importancia que asume la pauta de conducta intersexual que los niños encuentran entre las cuatro paredes de su hogar. Cada pequeña parte de nuestra compleja y estratificada cultura tiene su propio conjunto de reglas, que mantienen el poder y el equilibrio complementario de los sexos. Pero estas reglas difieren, y a veces hasta son contradictorias, como ocurre entre grupos nacionales o clases económicas diferentes. Por esa causa, ya que la tradición no obliga a un individuo a casarse con alguien del grupo en que ha sido criado, continuamente se casan hombres y mujeres cuyas ideas sobre las interrelaciones de los sexos son completamente diferentes. Éstos, a su vez, transmiten sus confusiones a sus hijos. Ello da por resultado una sociedad donde casi nadie duda de la existencia de una conducta «natural» diferente para cada sexo, pero no se sabe muy bien cómo es esa conducta «natural». Las definiciones contradictorias acerca de la conducta apropiada para cada sexo permiten a casi todos los tipos de individuos dudar de si poseen íntegramente una naturaleza en realidad masculina o femenina. Hemos mantenido el énfasis, el sentido de la importancia de la adaptación, y al mismo tiempo hemos perdido la capacidad para llevarla a cabo.