Al estudiar las sociedades más simples, nos sorprendemos ante las distintas maneras en que el hombre, con pocos elementos, ha realizado esas espléndidas elaboraciones sociales, que creó por medio de su imaginación, llamadas civilizaciones. Su medio ambiente le ofreció algunas repeticiones y contrastes asombrosos, tales como el día y la noche, el cambio de estaciones, el incansable ciclo de las fases de la luna, el desove de los peces, y las épocas de migración de animales y pájaros. Su propio físico le dio motivos de asombro: la edad y el sexo, el ritmo del alumbramiento, la madurez y la senectud, la estructura de los parentescos. De las diferencias entre un animal y otro, entre un individuo y otro, con sus matices de fiereza y ternura, de valentía y astucia, de riqueza de imaginación y de falta de ingenio, surgieron las ideas de clase y casta, de sacerdocios especiales, de artista y de oráculo. Trabajando con guías tan simples y universales como éstas, el hombre creó para sí una organización cultural, dentro de la cual cada vida humana fue dignificada por su forma y significación. El hombre dejó de ser una bestia que simplemente se apareaba, luchaba por su alimento y moría, y se convirtió en un ser humano, con un nombre, una posición y un dios. Cada pueblo difiere en su elaboración cultural, elige algunas guías e ignora otras, insiste sobre un sector diferente del arco de las potencialidades humanas. Mientras una cultura se basa en la vulnerabilidad del ego, en la disposición para sentirse afectado por el insulto o perecer de vergüenza, otra prefiere una decidida valentía, sin admitir a los cobardes, y puede, como en el caso de los indios cheyenne, inventar una posición social especialmente complicada, para los asustadizos. Cada cultura simple y homogénea puede aceptar sólo unas pocas de las variadas dotes humanas y castigar o rechazar otras, demasiado antitéticas o extrañas a los fundamentos de su sistema, para que encuentren lugar en él. Habiendo tomado una cultura, en un principio, valores que algunos temperamentos humanos aprecian y otros no aceptan, va encerrando más y más firmemente esos valores en su estructura, en sus sistemas religiosos y políticos, en su arte y en su literatura; y cada nueva generación es conformada y firmemente definida, de acuerdo con la tendencia dominante.
Cada cultura crea distintamente la estructura social en la cual el espíritu humano puede encerrarse, con seguridad y comprensión, y clasificar, volver a urdir y descartar los modelos de la tradición histórica que comparte con muchos pueblos vecinos; puede someter a cada individuo que nace en su seno a un tipo de conducta único, sin reconocer la edad, el sexo o una disposición especial, como motivo para una elaboración diferente. También una cultura puede apoyarse en hechos tan evidentes como la diferencia de edad, sexo, fuerza, belleza, o en variaciones poco comunes, como la propensión congénita para ver visiones o soñar, y hacer de éstos los temas culturales dominantes. Así, sociedades como las de los masai y los zulúes basan su organización en una graduación de los individuos, según su edad, y los akikuyu del este de África dan la mayor importancia al desplazamiento ceremonial de la generación anterior por la más joven. Los aborígenes de Siberia dignifican al individuo nervioso e inestable, nombrándolo hechicero, y creen que sus declaraciones son de inspiración sobrenatural y constituyen las leyes de sus compañeros de tribu, de carácter más tranquilo y uniforme. Este caso tan extremo, en que todo un pueblo se inclina ante la palabra de un individuo que nosotros clasificaríamos de insano, es bastante claro. Los siberianos, de un modo antojadizo, han convertido a un ser anormal en una persona de importancia social, lo que para nuestra sociedad es injustificable. Ellos han construido su cultura sobre una desviación humana que nosotros rechazamos, encerrando a su portador cuando molesta demasiado.
Si oímos que entre los mundugumor de Nueva Guinea los niños que nacen con el cordón umbilical alrededor del cuello son señalados como artistas innatos e indiscutidos, sentimos que se trata de una cultura que no sólo ha hecho una institución de una clase de temperamento que nosotros consideramos anormal —como en el caso del hechicero siberiano—, sino que también ha asociado arbitrariamente, de una manera artificial y antojadiza, dos asuntos completamente distintos: la forma de nacer, y una habilidad para pintar intrincados dibujos sobre trozos de corteza. Cuando nos enteramos de que es tan firme la asociación establecida acerca de que sólo los que nacen del modo señalado pueden pintar bien, mientras que el hombre que nace sin un cordón estrangulador trabaja humilde y modestamente y nunca llega a poseer ningún virtuosismo, vemos la fuerza contenida en estas asociaciones ilógicas, una vez que se han implantado en la cultura.
Aun cuando encontramos casos menos notorios de elaboración cultural, al leer, por ejemplo, que en un pueblo se considera al primer hijo distinto de sus hermanos, comprendemos que aquí otra vez ha trabajado la imaginación humana, volviendo a valorar un simple hecho biológico. Aunque nuestra propia tradición histórica nos indica que el que nace primero es naturalmente un poco más importante que los otros, cuando oímos que entre los maoríes, el primer hijo de un jefe es tan sagrado que sólo ciertas personas pueden cortar sus rizos infantiles, sin peligro de muerte por el contacto, reconocemos que el hombre ha considerado el accidente del orden del nacimiento y ha fundado sobre él una superestructura de jerarquías. Nuestra superioridad crítica y nuestra habilidad para reírnos de estos vuelos imaginativos de la fantasía, que ven en el que nació primero o último, en el séptimo hijo del séptimo hijo, en los mellizos, o en el niño nacido dentro de una membrana, a un ser especialmente dotado con poderes preciosos o maléficos, permanecen imperturbables. Pero si pasamos de estas elaboraciones primitivas y «evidentes» a creencias que nosotros compartimos con pueblos primitivos, en las que no somos ya espectadores sino que estamos profundamente implicados, nuestra superioridad crítica desaparece. No cabe duda de que es puramente antojadizo el atribuir habilidad para pintar a los que nacen con el cordón umbilical alrededor del cuello, o el don de escribir poesía al que nace mellizo. La elección de líderes o voceros entre los temperamentos anormales o poco comunes, que nosotros clasificaríamos de insanos, no es completamente arbitraria; se basa al menos en una premisa muy diferente, al seleccionar una potencialidad natural de la raza humana que nosotros no destacamos ni honramos. Pero la insistencia sobre infinidad de diferencias innatas entre hombres y mujeres, muchas de las cuales no muestran más relación inmediata con los hechos biológicos del sexo que la que revela, por ejemplo, la supuesta conexión entre la habilidad para pintar y la forma en que se nace, y otras diferencias que muestran una congruencia con el sexo que no es universal ni necesaria —como el caso en que se asocia la epilepsia con el don religioso—, no las contemplamos sin embargo como una creación antojadiza de la mente humana, que se empeña en dar significado a la nueva existencia.
Este estudio no tiene por objeto descubrir si hay o no diferencias reales y universales entre los sexos, ya sean cuantitativas o cualitativas. Tampoco interesa saber si las mujeres son más variables que los hombres —como se alegaba antes que la doctrina de la evolución exaltara la variabilidad—, o menos variables, como se alegó después. No es un tratado de los derechos de la mujer ni una investigación de las bases del feminismo. Es, simplemente, el relato de cómo tres sociedades primitivas han agrupado sus actitudes sociales hacia el temperamento en relación con los hechos muy evidentes de las diferencias entre los sexos. Estudié este problema en las sociedades simples, porque aquí encontramos el drama de la civilización en pequeño, una sociedad microcosmo, parecida en especie, pero de diferente tamaño y magnitud que los de las complejas estructuras sociales de los pueblos dependientes, como los nuestros, de una tradición escrita y de la integración de un gran número de tradiciones históricas antagónicas. He estudiado este asunto entre los plácidos montañeses arapesh, los fieros caníbales mundugumor y los elegantes cazadores de cabezas de Tchambuli. Cada una de estas tribus tenía, como toda sociedad humana, el problema de las diferencias de los sexos, tema importante en el plan de la vida social, que cada una de estas tres tribus desarrolló de diferente manera. Comparando la forma en que han destacado las diferencias entre los sexos, es posible profundizar nuestros conocimientos acerca de qué elementos son elaboraciones sociales, originalmente ajenos a los hechos biológicos del género de los sexos.
Nuestra propia sociedad hace amplio uso de tal elaboración. Asigna diferente papel a los dos sexos, los rodea desde el nacimiento de una expectativa de diferente conducta, agota el drama del noviazgo, matrimonio y paternidad en términos de tipos de conducta que se creen innatos y, por lo tanto, apropiados para uno u otro sexo. Sabemos oscuramente que estos papeles han cambiado, aun dentro de nuestra historia. Estudios como The Lady1 de Putnam, pintan a la mujer como una figura infinitamente maleable e incompetente, que la humanidad ha vestido según la usanza de cada época, de acuerdo con la cual se marchitaba, se volvía imperiosa, coqueta o huidiza. Pero en todas las discusiones se ha insistido, no sobre las relativas personalidades sociales asignadas a los dos sexos, sino sobre los superficiales modelos de conducta asignados a las mujeres, a menudo ni siquiera a todas, sino solamente a las de las clases más altas. El reconocimiento, socialmente elaborado, de que las mujeres de la clase más alta son títeres de una tradición cambiante, trajo más confusión que claridad al problema. No se ocupó del papel asignado al hombre, que se concebía avanzando por un camino especial trazado para él, moldeando a las mujeres según su antojo y capricho respecto a la naturaleza femenina. Toda discusión sobre la posición de las mujeres, sobre su carácter y temperamento, sobre su virtud o emancipación, oscurece el problema básico: el reconocimiento de que la trama cultural, que se oculta detrás de las relaciones humanas, da el modo de concebir los papeles de los sexos, y que se moldea al joven en crecimiento según un modelo local y especial, de manera tan inexorable como ocurre con la niña.
Los hermanos Vaerting atacaron el problema en su libro El sexo dominante,2 con su imaginación crítica estorbada por la tradición cultural europea. Sabían que en algunas partes del mundo habían existido y existían todavía instituciones matriarcales que daban a las mujeres libertad de acción, y les concedían una independencia de elección, que la cultura histórica europea sólo otorgaba a los hombres. Valiéndose de un simple juego de manos, trastocaban la situación europea y elaboraban una interpretación de las sociedades matriarcales que consideraban a las mujeres frías, orgullosas y dominantes, y a los hombres débiles y sumisos. Las características de las mujeres en Europa fueron atribuidas a los hombres en las comunidades matriarcales, eso era todo. Era un cuadro simple, que en realidad no agregaba nada a nuestra comprensión del problema, ya que se basaba en el limitado concepto de que si un sexo posee una personalidad dominante, el otro debe ser de carácter sumiso, ipso facto. La raíz del error de los Vaerting se halla en nuestra tradicional insistencia sobre los contrastes entre la personalidad de los dos sexos, en nuestra habilidad para ver sólo una variación del tema del varón dominante: la del marido tiranizado. Ellos imaginaron —pensando especialmente en las instituciones patriarcales— que, dada la posibilidad de un arreglo de la dominación diferente de la tradicional, la existencia misma de una forma matriarcal de sociedad entraña la reversión imaginaria de la posición temperamental de los dos sexos.
Pero los crecientes estudios acerca de los pueblos primitivos nos han puesto sobre aviso.3 Sabemos que las culturas humanas no se inclinan hacia un lado u otro de una escala única, y que es posible que una sociedad ignore completamente un problema que otras dos sociedades han resuelto de manera contrastante. El hecho de que un pueblo honre a los ancianos puede significar que no estima a los niños, pero también puede suceder que un pueblo como los bathonga, del sur de África, no quiera a los mayores ni a los niños; otro, como los indios plains, dignifique a los pequeños y a sus abuelos; o, de nuevo, como sucede entre los manus y en partes de la América moderna, se considere a los niños como el grupo más importante de la sociedad. Esperando simples inversiones —tales como: si un aspecto de la vida social no es específicamente sagrado debe ser específicamente secular; si los hombres son fuertes, las mujeres deben ser débiles— ignoramos el hecho de que las culturas están facultadas para mucho más que esto, al elegir los posibles aspectos de la vida humana, para disminuirlos, exaltarlos o ignorarlos. Y mientras cada cultura ha institucionalizado de algún modo los papeles de hombres y mujeres, no ha sido necesariamente en términos de contraste entre las personalidades prescritas a los dos sexos, ni en términos de dominación o sumisión. Debido a la escasez de material para sus creaciones, ninguna cultura ha dejado de apoderarse, en cierto modo, de los hechos visibles del sexo y la edad, ya se trate de la convención de una tribu filipina según la cual ningún hombre puede guardar un secreto, de la suposición de los manus de que sólo los hombres gozan jugando con los bebés, de la prescripción de los toda según la cual la mayor parte del trabajo doméstico es demasiado sagrado para las mujeres, o de la afirmación arapesh de que las cabezas de las mujeres son más fuertes que las de los hombres. En la división del trabajo, de las vestimentas, de las costumbres, de las funciones religiosas y sociales —a veces en algunos de estos aspectos, otras en todos—, los hombres y las mujeres se han diferenciado socialmente, y cada sexo como tal se ha visto forzado a aceptar el papel que le ha sido asignado. En algunas sociedades, estos papeles socialmente definidos se expresan sobre todo en la vestimenta o en la ocupación, sin insistir en las diferencias temperamentales innatas. Las mujeres usan el cabello largo y los hombres lo llevan corto, o los hombres peinan bucles y las mujeres se afeitan la cabeza; las mujeres visten faldas y los hombres pantalones o viceversa. Las mujeres tejen y los hombres no lo hacen, o estos últimos tejen en lugar de las mujeres. Estas obligaciones simples con respecto a la vestimenta, la ocupación y el sexo, son enseñadas fácilmente a todos los niños, y no se fundan en supuestos que resulten inaceptables para ningún niño.
Sucede de otra manera en las sociedades que diferencian en forma bien definida la conducta de los hombres de la de las mujeres, en términos que suponen una genuina diferencia de temperamento. Entre los indios dakota de las llanuras, se afirma vigorosamente que la habilidad para soportar cualquier clase de peligro o trabajo constituía una imprescindible característica masculina. Desde que el niño tenía cinco o seis años, el esfuerzo educativo consciente de la familia tendía a moldearlo como un verdadero macho. Cada lágrima, cada gesto de timidez, cada acercamiento a una mano protectora, o el deseo de continuar jugando con niñas o niños más pequeños, se interpretaba de una manera decisiva como la prueba de que el niño no llegaría a ser un verdadero hombre. En una sociedad como ésta no sorprende encontrar el berdache, hombre que renuncia a la lucha, privativa del papel masculino, y que usa atavío femenino y tiene las ocupaciones de una mujer. La institución del berdache servía de aviso para los padres; el temor de que el hijo llegara a ser berdache aumentaba los desesperados esfuerzos para evitarlo, provocando, por el contrario, una intensificación de aquella misma tendencia que llevaba a los niños a preferir esa elección. El invertido, que carece de toda base física discernible para su inversión, ha intrigado siempre a los que estudian la sexualidad, quienes cuando no encuentran anormalidades glandulares observables se vuelven a la teoría del condicionamiento en la primera infancia o a la de identificación con el progenitor del sexo opuesto. En el curso de esta investigación, tendremos ocasión de examinar la mujer masculina y el hombre femenino, tal como aparecen en estas tribus diferentes, y de inquirir si es siempre una mujer de naturaleza dominadora la que se concibe como masculina, o un hombre sumiso, amable y amante de los niños o de los bordados, el que se supone femenino.
En los capítulos que siguen nos ocuparemos de la estructuración de la conducta sexual desde el punto de vista del temperamento, basándonos en el supuesto de orden cultural de que ciertas actitudes temperamentales, son naturalmente masculinas y otras naturalmente femeninas. En este punto, las sociedades primitivas parecen ser, superficialmente, más refinadas que nosotros. Del mismo modo que saben que los dioses, los hábitos alimenticios, y las costumbres matrimoniales de la tribu vecina difieren de los propios, y no insisten en que una forma sea verdadera o natural dando la otra por falsa o artificial, reconocen a menudo que las propensiones temperamentales que ellos consideran naturales en los hombres o mujeres, difieren de los temperamentos naturales de los hombres y las mujeres de los pueblos vecinos. Sin embargo, dentro de una escala más reducida e insistiendo menos en la validez biológica o divina de sus formas sociales de lo que nosotros hacemos con respecto a las nuestras, cada tribu tiene ciertas actitudes definidas hacia el temperamento, sustenta una teoría sobre la naturaleza de los seres humanos, hombres, mujeres, o ambos, y reconoce una norma en función de la cual se juzga y condena a los individuos que se apartan de ella.
Dos de estas tribus no conciben que los hombres y las mujeres posean diferentes temperamentos. Les atribuyen distintos papeles económicos y religiosos, diferentes habilidades, distinta vulnerabilidad a la magia maléfica y a las influencias sobrenaturales. Los arapesh creen que pintar con colores sólo es apropiado para los hombres, y los mundugumor consideran la pesca tarea esencialmente femenina. Pero carecen de toda noción de que los rasgos temperamentales que indiquen dominación, valor, agresividad, objetividad y maleabilidad están indisolublemente asociados con un sexo como opuesto al otro. Esto puede parecer extraño a una civilización que, en su sociología, medicina, lenguaje vulgar, poesía y obscenidades, acepta las diferencias socialmente definidas entre los sexos, como si se fundaran en características innatas del temperamento, y explica cualquier desviación del papel que se le ha fijado socialmente como una anormalidad congénita o una temprana maduración. Fue una sorpresa para mí, porque yo también estaba acostumbrada a pensar con conceptos tales como «tipo mixto», a reconocer en algunos hombres un temperamento «femenino», y a llamar «masculina» la mentalidad de algunas mujeres. Me impuse como problema el estudio del condicionamiento de las personalidades sociales de los dos sexos, con la esperanza de que esta investigación arrojase alguna luz sobre las diferencias entre los mismos. Yo compartía la creencia general en nuestra sociedad de que había un temperamento natural correspondiente a cada sexo, que podía, en casos extremos, deformarse o alejarse de su expresión normal. No sospechaba que los temperamentos que consideramos innatos en un sexo, podrían ser, en cambio, meras variaciones del temperamento humano, a las cuales pueden aproximarse por su educación, con más o menos éxito según el individuo, los miembros de uno o de los dos sexos.