Se mudaron a otra casa seis manzanas al norte, una casa más limpia y luminosa, «¡un edificio con ascensor!» se decían el uno al otro maravillados, como si fuera algo inaudito. El apartamento era de su propiedad y el día de la mudanza, cuando el ascensor milagroso les subió a sus habitaciones nuevas y brillantes aunque todavía desordenadas, con olor a pintura y a suelos encerados, se sintieron como si hubieran sido salvados. Pero no habían sido salvados, sino trasplantados a un lugar diferente y mejor, un piso de una cooperativa de viviendas cuya hipoteca había avalado Ethan. Y estaba claro que la depresión de Dennis seguiría allí igual que un persistente olor a pintura, pero al menos era algo. Los operarios de la compañía de mudanzas lo fueron dejando todo en el centro de las habitaciones. Los mismos carteles enmarcados –La ópera de tres peniques, la calavera de animal de Georgia O’Keeffe–, que se les habían quedado viejos pero no podían todavía reemplazar por otra cosa, pronto decorarían las nuevas paredes. Ash se acercó a echar una mano por la tarde, y a modo de broma se puso una de las camisetas rojas de la empresa de mudanzas con la palabra Shleppers. ¿Cómo habría conseguido que se la dieran? Se puso a trabajar de inmediato, abriendo cajas y ayudando a montar el cuarto de Rory, un cuarto de verdad para ella sola y no la esquina de un salón convertida en dormitorio por la noche. Jules las oía a las dos, la suave voz de Ash haciendo preguntas y luego la sonora y cantarina de Rory: «No guardes los patines. Dicen mamá y papá que puedo ponérmelos dentro de casa, igual que los mocasines de indio». Estuvieron juntas, la mejor amiga y la niña, hasta que hubieron colocado toda la habitación. A las ocho de la tarde Ash seguía en el apartamento nuevo y cenaron comida del restaurante vietnamita que sería su principal proveedor culinario durante más de doce años, que cerró durante la recesión de 2008. Jules le quitó el plástico al sofá y se sentaron con platos y cubiertos sacados de cajas marcadas como «cocina 1» y «cocina 2». Rory comió demasiados rollitos de primavera, uno detrás de otro, a continuación eructó satisfecha, se fue a su nuevo cuarto y se quedó dormida vestida. Los tres adultos estaban esperanzados; también Dennis, aunque de manera cautelosa.
–Vais a estar fenomenal aquí –dijo Ash–. Cómo me alegro por vosotros.
Habló con ellos de la casa, de su compañía de teatro, de lo buenas que eran los terapeutas de Mo y de cómo éste daba ya indicios de mejora. «Está trabajando muchísimo con Jennifer y Erin. Ese niño es mi ídolo.» Ethan estaba en Hong Kong aquella semana y Ash se ocupaba de que todas las facetas de sus vidas siguieran funcionando.
«Cuando tienes un hijo», le había dicho recientemente a Jules, «enseguida empiezas a tener fantasías grandiosas sobre lo que llegará a ser. Luego pasa el tiempo y aparece un embudo. Y el niño entra en ese embudo, que lo va moldeando, estrechando. Entonces te das cuenta de que no va a ser un atleta. Luego de que no va a ser pintor. Todas esas posibilidades van desapareciendo poco a poco. Pero con Mo he visto desaparecer un montón de cosas y muy deprisa. A lo mejor las reemplazan otras que ahora ni siquiera soy capaz de imaginar, la verdad es que no lo sé. Pero hace poco conocí a una madre que me contó lo agradecida que se sentía por la expresión “autismo de alto funcionamiento”, que para ella equivalía a “premio extraordinario de carrera”».
Jules pensó en su propia hija, y aunque sospechaba que Rory no tendría una vida embellecida por la excepcionalidad ni los privilegios, sabía que tampoco la querría. Era feliz consigo misma, eso saltaba a la vista. Y para unos padres, tener un hijo feliz consigo mismo es como ganar la lotería. Era probable que a Rory y a Larkin les fuera bien en la vida. En cuanto a Mo, con su cara alargada y ansiosa y sus dedos inquietos, ¿quién sabía?
La noche de la mudanza Ash se marchó a su casa sobre las diez diciendo que estaba agotada y bromeando con que los otros Shleppers y ella tenían otro trabajo por la mañana en Queens. Aquella noche, no muy lejos de allí, en el sexto piso del Laberinto, la madre de Ash, Betsy Wolf, de sesenta y cinco años, se despertó con una jaqueca tan intensa que solo fue capaz de gemir «Gil» y de tocarse la cabeza para indicar lo que le pasaba. Era una hemorragia cerebral y murió de inmediato. Más tarde, después del viaje al hospital y del papeleo, Ash llamó a Jules, casi incapaz de hablar, y el timbrazo del teléfono en mitad de la noche y los sollozos de su amiga le contaron a ésta lo ocurrido. Ethan estaba en Hong Kong, le recordó Ash a Jules; ¿podía acercarse ella? «Pues claro –dijo Jules–, voy ahora mismo», y se visitó en la oscuridad del apartamento nuevo y extraño y bajó en ascensor en plena noche hasta la calle a coger un taxi.
Llevaba años sin ir al Laberinto. No había tenido razones para hacerlo, y cuando subía en el ascensor dorado se abrazó a sí misma, sintiéndose más triste y asustada a medida que se acercaba a la casa. Ash abrió la puerta y se arrojó a sus brazos con tanto ímpetu que parecía que la habían empujado. Ahora que había perdido a su madre, su aspecto era muy distinto del que había tenido toda la tarde, ayudando a Rory a montar su habitación y luego sentándose con todos a cenar brochetas de gambas. «¿Qué voy a hacer?», decía. «¿Cómo puedo no tener madre? Habíamos hablado por teléfono esta noche, cuando volví de tu casa nueva. Y ahora… ¿ya no está?» Y empezó a sollozar de nuevo con tal fuerza que parecía que la hubieran atacado.
Jules continuó abrazándola y así estuvieron un par de minutos. Detrás de Ash, el apartamento se veía en penumbra; parecía real y al mismo tiempo un decorado. Jules se fijó en el espacioso recibidor y en el largo pasillo que conducía a todos aquellos dormitorios donde los Wolf habían vivido y dormido. Trató de pensar qué decirle a Ash, pero solo consiguió estar de acuerdo con ella. «Es horrible», le dijo. «Tu madre era una mujer maravillosa. No tenía que morir tan joven.» O nunca, era lo que quería decir Jules. A sus sesenta y cinco años Betsy Wolf era todavía una belleza. Trabajaba de guía en el Metropolitan y daba clases de arte a niños los sábados. Todos comentaban siempre lo juvenil y elegante que era.
Cuando el padre de Jules murió también había sido una tragedia, mayor incluso, si tenías en cuenta la edad. «Cuarenta y dos», había comentado en una ocasión Ethan asombrado. «Menuda putada.» Jules quería explicarle a Ash que la muerte de un progenitor es un suceso tan grande e inesperado que lo único que puedes hacer es cerrarte en banda. Eso era lo que Jules –Julie– había hecho al principio. Se había cerrado en banda y no había comenzado a salir de sí misma hasta aquel verano en que los conoció a todos. A Julie le habría ido bien sola, pensó de pronto Jules. Le habría ido perfectamente, seguro que hasta habría sido bastante feliz.
Por fin Ash se soltó del abrazo y se dirigió al salón, de manera que Jules la siguió. ¿Qué tenía ahora aquel lugar? ¿Qué lo hacía parecer tan ajado? Quizá hasta le vendría bien una capa de pintura, o tal vez era que había absorbido de inmediato la muerte de Betsy Wolf de manera que todo lo que en la habitación y en la casa había sido cálido y reluciente en otro tiempo ahora parecía atenuado, apagado… Incluso las lámparas, las alfombras y las otomanas de siempre eran símbolos ya no de confort y familiaridad, sino de algo inútil, superfluo, horrible incluso. Ash se dejó caer sobre un sofá mal cubierto por una funda y se tapó la cara con las manos.
Casi inmediatamente se oyó un ruido, y cuando Jules se giró vio al padre de Ash en la entrada del salón. Si el duelo le daba a Ash aspecto de niña pequeña, Gil Wolf parecía directamente un anciano. Iba en albornoz, tenía el cabello plateado revuelto y parecía desconcertado y aturdido.
–Ah –dijo–. Estás aquí, Jules.
Jules le abrazó con cuidado y dijo:
–Lo siento muchísimo.
–Gracias, tuvimos un matrimonio feliz –dijo Gil–. Aunque pensaba que iba durar mucho más.
Se encogió de hombros y tosió para disimular un sollozo, aquel hombre delgado de más sesenta años con unas facciones que la vejez parecía haber vuelto blandas y andróginas, como si las hormonas masculinas y femeninas se hubieran mezclado por fin en un gran recipiente mixto porque ya daba igual. Miró a Ash y dijo:
–La pastilla para dormir que me has dado no me hace efecto.
–Ya te lo hará, papá. Dale un poco de tiempo. Tú acuéstate.
–¿Has llamado? –preguntó con ansiedad.
Al principio Jules no supo qué quería decir, pero luego inmediatamente sí: ¿has llamado a tu hermano?
–Ahora iba a hacerlo.
Ash acompañó a su padre por el pasillo hasta la cama y luego se metió en su antiguo cuarto para hacer la llamada. Jules no quiso seguirla, no quería ver los mausoleos que habían sido los dormitorios de Ash y Goodman. Se quedó en el salón sentada en una silla con la espalda rígida. La madre de Ash ya no existía, había dicho Ash. El pelo de Betsy, en un moño, con mechones escapándose en filamentos, ya no existía; las fiestas de Año Nuevo que había organizado ya no existían; los lakte que freía en una sartén por Janucá ya no existían. Goodman vivía escondido, pero Betsy había dejado de vivir.
El funeral se celebró cuatro días después en la Ethical Culture Society, donde Jules había asistido a funerales por varios hombres muertos de sida y después a la boda de su compañera de tipi Nancy Mangiari. Para el funeral de Betsy tuvieron que esperar a que Ethan volviera de Hong Kong en el avión privado de la cadena de televisión. En cuanto a Lois Jacobson, dijo que quería ir al funeral.
–Pero ¿por qué, mamá? Tampoco es que conocieras mucho a la madre de Ash. Os visteis una vez en el aeropuerto hace mil años, en 1977, cuando me fui con ellos a Islandia.
–Ya lo sé –dijo Lois–. Me acuerdo perfectamente. Fueron muy generosos llevándote con ellos. Y Ash siempre ha sido un encanto. Me gustaría saludarla.
Así que Lois Jacobson cogió el ferrocarril de Long Island a la ciudad desde Underhill y asistió al funeral con Jules. Fue una ceremonia de homenaje de lo más emotiva, llena de amigos de la familia y de parientes en el que todos los que tenían alguna relación con los Wolf quisieron hablar. La prima Michelle, que se había casado en el salón de los Wolf y bailado Noches de blanco satén y ahora, cosa increíble, estaba a punto de ser abuela, habló de la generosidad de Betsy. Jules también se levantó y dijo unas palabras envaradas sobre lo maravilloso que era estar con la familia Wolf, aunque mientras hablaba se dio cuenta de que no debía ir demasiado lejos para no herir los sentimientos de su madre. Con Lois presente no podía decir: «Cuando estaba con ellos era más feliz de lo que nunca imaginé». Así que se limitó a unos comentarios breves y a mirar a Ash, que estaba pasándolo muy mal. Ethan la había rodeado con un brazo para reconfortarla, pero Ash estaba inconsolable. A su otro lado estaba Mo, con camisa y corbata. Estaba inclinado en la silla y sosteniendo una Game Boy con ambas manos, como si fuera un volante que pudiera servirle para mantenerse lejos de todo aquello.
Después de Jules se levantó y habló Jonah, muy guapo con su traje sastre oscuro, mientras en la silla de al lado Robert Takahashi le miraba con atención. Jonah hablaba muy pocas veces en público, no actuaba, no hacía esa clase de cosas. La última vez había sido en la boda de Ash y Ethan. Pero allí estaba y todos parecían contentos de mirarle, de escucharle.
«Cené muchas veces en casa de los Wolf cuando era joven», dijo. «Lo normal era hacer una sobremesa muy larga y siempre había chistes y conversaciones interesantes y una comida increíble. Allí probé cosas que no había comido nunca. Mi madre es vegetariana desde mucho antes de que fuera posible ser vegetariano y comer bien. Así que las comidas en mi casa eran un poco… Ya os lo podéis imaginar. Pero siempre que iba a casa de los Wolf, Betsy estaba en la cocina preparando algo. Una noche nos sirvió una pasta nueva que, nos dijo, se llamaba orzo, y me lo deletreó cuando se lo pedí. O-R-Z-O. Pero me quedé mal con el nombre y cuando fui al supermercado pregunté si tenían ozro. O-Z-R-O.» Hubo risas. «Madre mía, de eso hace muchísimo tiempo», añadió Jonah. «Solo quería…», se detuvo, inseguro de qué decir. «Solo quería decir que daría cualquier cosa por otra comida de Betsy.»
Por último, Larkin, de apenas cinco años y medio, se puso en pie y fue hasta el atril, inclinó el micrófono y dijo con voz ronca: «Voy a leer un poema que he escrito dedicado a la abuela B».
En primer lugar ya era bastante extraño que Larkin fuera exacta a las fotos de Ash cuando tenía su edad. La belleza de Larkin había salido intacta de la aportación de Ethan, que se manifestaba en su cerebro y en la superficie de su piel, pero no en las facciones. Aquel día Larkin llevaba un vestido de manga larga, y Jules creyó saber por qué.
El poema era precoz y conmovedor: «Su mano cálida calmaba nuestra fiebre», era uno de los versos, y Larkin lloró mientras lo leía, torciendo la nariz y la boca hacia un lado. Al final dijo: «Abuela B, ¡nunca te olvidaré!». Se le quebró la voz y muchos en la sala rompieron a llorar al unísono al ver a aquella niñita tan conmovida. Jules pensó de pronto que Goodman debería haber estado allí. Primero se había perdido la muerte de su perro –que había sido un ensayo, en el esquema general de las cosas– y ahora esto, el acto principal.
Quizá todos en aquella habitación pensaban también en Goodman. Jules se preguntó si habría querido asistir al funeral, si habría hablado con Ash de la posibilidad de coger un avión y hacer acto de presencia. Jules miró hacia la puerta del fondo, como si esperara verle bajo el letrero de salida, arriesgándose a que alguien se atreviera a denunciarle. Intentó imaginarle, de pie con la cabeza inclinada, los hombros rectos y las manos cruzadas, un hombre de mediana edad con la ropa arrugada después de viajar toda la noche en avión. Pero como Jules llevaba diecinueve años sin ver a Goodman, lo único que logró imaginar fue su rostro hermoso y juvenil con pelo pespunteado de gris.
Goodman fue mencionado de pasada en la lista de personas que sobrevivían a Betsy. En las ocasiones en que Jules miró Ash y Ethan durante la ceremonia, Ash estaba inclinada hacia delante, como si la pérdida de su madre estuviera a punto de acercarla a la muerte a ella también. Ethan no dejó de rodearla con el brazo. Iba a dejarlo todo un tiempo, había dicho al volver de Hong Kong, iba a cancelar un discurso en Caltech y a aplazar reuniones sobre la escuela Keberhasilan que estaba intentando fundar en Jakarta. Por fin, cuando la directora de la Ethical Culture Society parecía disponerse a terminar su discurso, Mo, que había estado absorto en su Game Boy, la tiró al suelo, donde chocó con un golpe seco, y a continuación chilló como si se hubiera quemado y se levantó de un salto. Se zafó de su hermana y de su madre y hubo una pequeña conmoción mientras alguien que estaba cerca de la puerta le impedía salir y la ceremonia se daba por terminada a toda velocidad.
Después de la recepción, Jules llevó a su madre en taxi a Penn Station. Lois Jacobson seguía sin sentirse cómoda desplazándose sola por la ciudad. Manhattan nunca le había resultado acogedor, solo un lugar donde podías pasar un día ajetreado pero agotador viendo un espectáculo de Broadway o comprando en Bloomingdale’s y al final del cual corrías a coger el tren para volver a casa lo antes posible. La hermana de Jules, Ellen, era igual. Ella y su marido, Mark, vivían en una casa a dos pueblos de Underhill y tenían una empresa de artículos de fiesta. En una ocasión Ellen había comentado que a ella no le hacía falta la «emoción» que Jules siempre había necesitado desde que fue por primera vez a Spirit-in-the-Woods, y probablemente era cierto.
«A ver si nos vemos más», le había dicho Lois Jacobson a Jules mientras bajaba al andén en Penn Station aquella noche. A su espalda, el ferrocarril de Long Island esperaba con sus sonidos vaporosos y gástricos. Se besaron en la mejilla y la madre de Jules, con su gabardina y su pelo gris pálido parecía frágil, aunque quizá era que Jules la miraba bajo la señal luminosa de la muerte de otra madre.
Aquella noche en la casa nueva Jules durmió mal pensando en Ash, Betsy y en cómo todos tenían que esperar pacientemente a perder a los seres que amaban uno detrás de otro mientras hacían como si no fuera así. Ni ella ni Dennis habían conseguido encontrar la funda de colchón en las cajas, así que una de las esquinas de la sábana bajera elástica se soltó y Jules amaneció sobre el colchón desnudo igual que un preso político. Dennis ya estaba en la cocina con Rory preparando el desayuno. Era día de colegio y, a juzgar por el olor, también de huevos. Jules se preguntó si Dennis habría conseguido rescatar una espátula de alguna de las cajas con utensilios de cocina aún si abrir y entonces pensó: «Ay, la madre de Ash está muerta». La espátula y la muerte de Betsy Wolf ocuparon la misma parte de su cerebro, tuvieron brevemente el mismo peso. Jules siguió tumbada en el colchón sin funda inhalando olor a pintura y cuando sonó el teléfono, lo cogió antes de que a Dennis le diera tiempo a descolgar el terminal de la cocina. Debe de ser Ash, pensó. Seguramente había estado despierta toda la noche y ahora que había llegado la mañana necesitaría otra vez consuelo. Jules tenía un cliente a las diez, una madre primeriza que tenía terror a dejar caer a su bebé. No podía anular la cita.
Pero cuando contestó, una voz de hombre dijo con un siseo de fondo:
–Hola.
Cada vez que alguien le hablaba por teléfono sin decir quién era, Jules pensaba que podía ser un cliente. «¿Quién es?», preguntaba con voz neutra. Y eso hizo ahora.
–No me reconoces –dijo la voz de hombre.
Jules se concedió un segundo más para pensar, igual que hacía en las sesiones de terapia. El siseo de la línea telefónica era una pista, pero había algo más. Creyó saber quién llamaba y se incorporó tapándose con la manta el escote del camisón y el pecho pecoso y caliente de estar en la cama.
–¿Goodman?
–Jacobson.
–¿De verdad eres tú?
–Sí, es que quería hablar contigo –dijo Goodman–. Ethan le ha dicho a Ash que no va a viajar en unas cuantas semanas. Quiere estar con ella. Así que Ash no podrá llamarme mucho, ni siquiera con su bat-teléfono supersecreto.
Jules seguía sin saber qué decir, estaba descompuesta, estaba desconcertada. Oyó encenderse una cerilla y se imaginó a Goodman sosteniendo un pitillo entre los labios y levantando la barbilla para acercarlo al fósforo.
–Siento muchísimo lo de tu madre –dijo por fin–. Era maravillosa.
Goodman dijo:
–Sí, gracias, era genial. Es una putada.
Luego no dijo nada más, se limitó a fumar y Jules oyó el sonido de los hielos entrechocando en un vaso. Donde estaba Goodman eran solo cuatro horas más tarde, las once de la mañana, pero quizá ya estaba bebiendo. Goodman preguntó:
–¿Y qué tal fue?
–¿El qué?
–El funeral.
–Estuvo bien –dijo Jules–. Algo como lo que habría querido ella. Nada de referencias a Dios. Todo el mundo habló y fue sincero. La querían de verdad.
–¿Quién es todo el mundo?
Jules nombró a varias personas, incluidas Jonah y la prima Michelle y luego dijo:
–Larkin leyó un poema que había escrito, muy conmovedor, muy precoz. Tenía un verso sobre cómo la mano cálida de tu madre calmaba la fiebre.
En cuanto lo hubo dicho se dio cuenta de que Goodman no conocía a su sobrina. Larkin para él no era más que un concepto, una sobrina genérica en una fotografía.
–Eso es verdad –dijo–. Nos cuidó muy bien a Ash y a mí cuando éramos pequeños. Evidentemente no veo a mis padres a menudo. Cuando vienen aquí les encuentro cada vez más encogidos, sobre todo a mi padre. Siempre pensé que moriría él primero. No me puedo creer que no vaya a ver nunca más a mi madre –dijo, y la voz se le volvió espesa, ronca.
A continuación se echó a llorar y de forma instintiva a Jules se le llenaron los ojos de lágrimas. Lloraron juntos separados por un océano y Jules trató de imaginar la habitación en que estaría Goodman, el apartamento donde vivía, pero solo le venía a la cabeza un marrón turbio y una decoración dorada, un diseño rescatado entre sus recuerdos del café Benedikt en aquella noche de 1977. A Goodman nunca se le había ocurrido llamarla antes, Jules siempre le había interesado poco. Probablemente seguía siendo arrogante, pero también era un hombre roto. Ash había dicho en una ocasión: «Mejor no preguntes». Goodman había sido descrito como una causa perdida, «un desastre». Durante todo aquel tiempo, cada vez que Jules pensaba en él de forma intermitente, era consciente de que él rara vez se acordaría de ella. Pero a pesar de esta disparidad, sentía ternura por él. Sentía un afecto maternal, porque, al igual que su hermana, se había quedado huérfano de madre. Goodman pareció estar sonándose la nariz y luego Jules le oyó respirar. Esperó, como hacía en terapia, mostrándose comprensiva y sin prisa. Aunque lo cierto, pensó, es que era hora de levantarse. Quería despedirse de Rory antes de que se fuera al colegio, quería ducharse. Esperó a que Goodman dejara de llorar.
–¿Vas a estar bien? –preguntó por fin cuando lo hizo.
–No lo sé.
–¿Tienes… no sé, alguien con quien hablar?
–¿Alguien con quien hablar? ¿Te refieres a si tengo a la versión islandesa del doctor Spilka? –preguntó Goodman–. Ah, es verdad, me dijo Ash que eres loquera. Así que crees en esas cosas.
–Me refería a si tienes a alguien cercano.
–¿Una novia?
–O un grupo de amigos –dijo Jules–. Da lo mismo.
–¿Que si tengo un grupo de amigos con los que me siento en un tipi en Reikiavik? ¿Es lo que me estás preguntando?
Su voz era ahora desafiante, no llorosa.
–No sé lo que te estoy preguntando –dijo Jules–. Estoy improvisando. A ver, me llamas así, de repente. ¿Qué quieres que te diga?
–Algunas cosas nunca cambian, ¿verdad?
–¿Qué quieres decir?
–Siempre te he gustado ¿a que sí? –dijo Goodman–. Incluso hubo un momento una vez, en el salón de casa de mis padres. ¿Te acuerdas? Un poquito de lengua, me parece –rió con despreocupación, provocándola, y Jules le oyó verter despacio líquido en un vaso, y a continuación más ruido de hielo.
–No me acuerdo –respondió Jules con voz cambiada, formal y la cara ardiéndole.
–Estoy seguro de que te acuerdas de todo lo de aquella época –dijo Goodman–. Sé perfectamente lo importante que era para ti. Los veranos de campamento. Los interesantes.
–Lo mismo que para ti –dijo Jules cortante–. En Spirit-in-the-Woods eras alguien importante y no tenías a tu padre para criticarte. Tú también estabas en el paraíso allí, yo no era la única.
–Sí que tienes buena memoria –fue todo lo que Goodman pudo decir.
–Mira, Goodman, ya sé que estás muy disgustado por lo de tu madre –dijo Jules–. Y sé que te resulta muy duro lo de vivir tan lejos de casa. Pero estoy segura de que Ash encontrará la manera de llamarte pronto. Y así podéis hablar de todo. A mí se me hace demasiado raro. No puedo, lo siento –la voz se le atascó un poco. Goodman no dijo nada, así que añadió, sin necesidad–: Voy a colgar.
Dejó el auricular en la horquilla y permaneció sentada en la cama dos minutos enteros esperando, atenta a los sonidos de sartenes y platos y a las voces graves de Dennis y Rory, hasta que por fin descolgó de nuevo el teléfono para asegurarse de que Goodman no seguía allí.
Con el tiempo las dos parejas prosiguieron con sus vidas, a veces separadas, a veces no, pero siempre distintas. Una pareja viajó por el mundo. La otra abrió el resto de cajas, clavó los carteles de siempre en las paredes y colocó la misma cubertería barata en un cajón. Se acostumbraron a tener ascensor y apenas recordaban todas las escaleras que habían subido. La casa nueva les permitía respirar un poco, aunque tenían la sensación de que siempre tendrían que vivir con cierta indignidad: un día un ratón cruzó corriendo el suelo de la cocina y Jules le insistió a Dennis en que era el mismo del apartamento anterior. Les había seguido hasta allí, hasta su casa nueva, igual que uno de esos perros que recorre el mundo buscando a su amo y termina encontrándolo milagrosamente.
Ash lloró durante mucho tiempo la muerte de su madre y llamaba a menudo a Jules por teléfono y le preguntaba si estaba siendo una pesada. «¿Cómo vas a ser pesada?», le decía Jules. Ethan, después de su mala racha con Alpha, el spin-off fracasado de Figland, tuvo un fracaso tan grande, tan público y tan caro que pareció amenazar el imperio Figland en su totalidad. El Hollywood Reporter publicó un artículo titulado: «¿El final de Figman?». Ethan había creado y escrito una película de animación de alto presupuesto titulada ¡Apresados! usando dibujos animados de nutrias para contar la tragedia de la explotación infantil. Recibió malas críticas y no funcionó en taquilla, tal y como Jules había predecido cuando Ethan le habló del proyecto. «Suena aburrido y moralista, Ethan. Deberías limitarte a apoyar la causa y a no intentar convertirla en un dibujo animado.» «Pues mucha gente me ha animado a que lo haga», dijo Ethan. «Y a Ash le gusta.» Pero la gente solía decirle que sí a Ethan y Ash en general le animaba siempre, era su manera de ser. «El Ishtar del cine de animación», escribió el Reporter. Cada fracaso era el Ishtar de algo; años más tarde Ethan declararía que la guerra de Irak era el Ishtar de las guerras. Nadie en el estudio culpó abiertamente a Ethan, pero por supuesto era su culpa, les explicó a sus amigos una noche durante una cena, porque al parecer la necesaria labor de la Iniciativa contra el Trabajo Infantil no era susceptible de ser convertida en fantasía. «Debería haberte hecho caso, Jules», dijo con voz triste mirándola por encima de la mesa. «Debería hacerte caso siempre».
Después de los pésimos resultados en taquilla de la película el fin de semana de su estreno, Ethan se tomó varios días libres y se quedó en la casa de la calle Charles, pero allí fue más consciente todavía de que si eliminabas el trabajo te quedabas con la realidad esencial de tu vida personal y, en su caso concreto, con el trastorno de desarrollo de su hijo. Su hijito Mo, que era irritable y a menudo insensible, que lloraba sin parar y hacía terapia toda la semana con una rotación de profesores y terapeutas. Mujeres jóvenes y amables entraban y salían de la casa, todas encantadoras, todas llamadas Erin, como decía Ethan en broma. Todas profundamente consideradas y amables hasta el punto de que parecían angelicales y él, en comparación, o al menos esa impresión tenía, frío e indiferente. O algo peor incluso.
Era fácil querer a su hija, a Larkin, tan adelantada y creativa. Ya había comenzado a decir que cuando fuera adolescente quería entrar de aprendiza en el estudio de su padre, la Cabaña de Animación. «Puedo escribir historietas y dibujarlas en papel», decía, «como hacías tú, papá». Algo que a Ethan le partía el corazón, porque, claro, sus días de papel y el bolígrafo habían quedado ya muy atrás. Seguía haciendo las voces de los dos personajes de Figland y supervisando la preproducción, también estaba presente en las lecturas y en el estudio de grabación y asediando a sus empleados en la Cabaña de Animación incluso al final de cada jornada, cuando a buen seguro los empleados se decían a sí mismos: «Por favor, Ethan, a mí no. Quiero irme a casa, quiero tener algo de tiempo para mí y para mi familia. No soy como tú, Ethan, no puedo trabajar tanto y tener además una vida social». Aunque el largometraje de Ethan fue un desastre y el spin-off televisivo, un fiasco, la serie original seguía gozando de buena salud. Es posible que siguiera en antena para siempre.
Ash continuaba dirigiendo obras de teatro serias, por lo general feministas (y en ocasiones aburridas) y recibiendo críticas respetuosas de críticos que admiraban su toque modesto pero astuto, en especial comparado con el trabajo público e hipercinético de su popular marido. Intervenía en mesas redondas tituladas «La mujer en el teatro», (y se quejaba del hecho de que la gente pensara que dichas mesas redondas siguieran siendo interesantes o necesarias. «Es una vergüenza que nos sigan viendo como una minoría. ¿Por qué seguimos buscando la autoridad en las opiniones masculinas?», se lamentaba a Jules. «Bueno, no debería decir “seguimos”. Nosotras no lo hacemos, pero los otros sí, el resto del mundo sí.» Le resultaba asombroso y deprimente que incluso en una época tan instruida como aquélla, los hombres siguieran teniendo el poder en todos los ámbitos, incluso en el insignificante mundo del teatro off-Broadway.
Jules había llegado a tener una consulta respetable, pero ahora, al igual que el resto de los terapeutas, había experimentado una disminución paulatina de pacientes. La gente tomaba antidepresivos en lugar de hacer terapia; las compañías de seguros cubrían cada vez menos sesiones y, aunque los honorarios de Jules seguían siendo bajos, algunos clientes dejaban enseguida la terapia. Los que se quedaban decían sentirse agradecidos por la presencia calmada, divertida y amable de Jules. Ésta atizaba y avivaba su consulta como si fuera una tea encendida con la que debía sostener a su familia.
Rory se hizo mayor y, aunque en otro tiempo había sentido una profunda envidia de los chicos, superó esa fase y disfrutaba de la vida. Era una niña muy física, que necesitaba estar siempre haciendo algo. Los fines de semana jugaba al fútbol en una liguilla y entre semana Dennis la llevaba al parque después del colegio y se pasaban la pelota. Dennis seguía hablando de volver a trabajar, aunque cuando lo hacía su voz se volvía muy agitada. Leía sobre los avances en ecografía y se suscribió a una revista especializada porque le interesaba y porque confiaba en poder volver algún día, aunque aún no.
En marzo de 1997 Jules y Dennis fueron a cenar a casa de Ash y Ethan junto con Duncan y Shyla, el gestor de inversiones y la defensora de la alfabetización. Jules y Dennis nunca habían entendido por qué a Ash y Ethan les gustaba tanto aquella pareja, pero a lo largo de los años habían coincidido con ella en tantas ocasiones, en veladas informales y también en celebraciones más solemnes, que ya era demasiado tarde para preguntarlo. Duncan y Shyla debían de estar igual de perplejos por la fidelidad de Ash y Ethan a sus viejos amigos, la trabajadora social y el tipo deprimido. Nadie decía nunca una mala palabra sobre nadie; todos acudían a las cenas a las que eran invitados. Ambas parejas sabían que satisfacían facetas distintas de Ash y Ethan, pero cuando se juntaban todos en un mismo lugar el grupo carecía de sentido.
Aquella noche, que era inusualmente cálida, las tres parejas cenaron en el pequeño jardín trasero de la casa a la luz de antorchas. Larkin salió con Mo a dar las buenas noches a los adultos; tenía la mano de su hermano cogida con muchísima fuerza bajo la luz anaranjada del jardín. Los adultos trataron de que el momento fuera trivial y espontáneo, pero resultó forzado.
–Mo, cariño –dijo Ash–. ¿Te ha dado de cenar Rose?
–No –respondió Mo.
–¿Quieres probar algo de lo que tenemos aquí? Queda un poco de paella.
Todos esperaron tensos la respuesta del niño; las sonrisas eran rígidas y aprensivas, aunque intentaban parecer relajadas. Pero Mo se soltó de la mano de su hermana, se liberó de ella y entró corriendo en la casa.
–Será mejor que le siga –dijo Larkin–. Soy la guardiana de mi hermano. Buenas noches a todos. Ah, mamá, papá, dejadme un poco de tarta de limón, por favor. La lleváis a mi habitación y me la dejáis en la cómoda aunque sea muy, muy tarde, ¿vale?
Luego besó a su madre y a su padre y entró en la casa con una pirueta encantadora.
–Son adorables los dos –dijo Jules por fin, y hubo murmullos de asentimiento en la mesa.
La paella, preparada por un cocinero invisible, había estado deliciosa; los platos de los hombres y de Jules estaban vacíos, el arroz había desaparecido y habían rebañado con pan los jugos y aceites, pero los de Ash y Shyla, según esa costumbre femenina que tanto exasperaba a Jules, se habían quedado medio llenos. Durante la cena de aquella noche, como en casi todas últimamente, todos hablaban de la red de redes. Tenían historias que contar sobres sitios web en los que habían entrado y empresas nuevas de las que habían oído hablar. Duncan habló de un portal de finanzas en el que él y sus socios estaban invirtiendo e intentó convencer a Ethan de que se uniera a ellos. En ningún momento miró a Dennis o a Jules para incluirles en la conversación, ni siquiera a modo de cortesía.
Después de que Duncan terminara de hablar, Shyla contó la historia de una antigua amiga suya de Los Ángeles, la mujer de un productor discográfico.
–Rob y ella tenían una casa preciosa en el cañón. Y otra en la Provenza. Vamos, que hasta a mí me daban envidia.
–No me lo creo –dijo Ash.
–Pues sí. Y un fin de semana que estaba en Los Ángeles llamé a Helena y le pregunté si le apetecía quedar. Se mostró reticente, pero al final accedió a que fuera a su casa. Así que fui y vi que había engordado, lo que me extrañó mucho. Llevaba años sin verla, desde que habíamos ido juntas a los Grammy hacía muchos tiempo. Es más, creo que fue el año que ganaron los Bee Gees. Vale, es broma, pero sí, había pasado mucho tiempo. Me dijo que casi no salía ya de casa. Nada la satisfacía y estaba contemplando seriamente la posibilidad de quitarse la vida. Me dejó conmocionada. Pero bueno, para no alargaros el cuento, el caso es que a la semana siguiente ingresó en el Cedars-Sinai, en una unidad especial que es como un balneario pero con mucha medicación. Probaron todo tipo de cosas, pero nada funcionaba. El seguro médico dijo que no podía cubrir el tratamiento, pero Rob sí, claro. Iban a empezar a darle electroshock, pero entonces apareció un médico durante las rondas y dijo que había un nuevo fármaco que estaba a punto de probarse en los ensayos clínicos de UCLA, pero que era polémico porque tenía un enfoque de la serotonina completamente distinto y nadie sabía si haría efecto. Iban a hacer un estudio de doble ciego y Rob dijo: «Pues hagan el favor de incluir a mi mujer en el estudio pero, por favor, que no le den placebo». Al parecer eso no se podía hacer porque los investigadores son superéticos. Bueno, o no tanto, porque metieron a Helena en el estudio y no me sorprendería si para ello tuvieron que sacar a otro paciente. Al mes empezó a sentirse de otra manera. Como una marioneta que cobra vida. Ésa metáfora es suya, no mía.
«No me digas», pensó Jules.
–Pero al final –dijo Duncan–, cuando Rob vio cómo habían ayudado a su mujer hizo al centro psiquiátrico la mayor donación que había recibido nunca. Ya sé –dijo– que doble ciego significa doble ciego, pero cuando las mujeres de grandes donantes potenciales participan en un ensayo clínico, ¿no os parece buena idea asegurarse de que no les toca placebo?
Todos rieron un poco y Jules miró a Dennis, quien, para su sorpresa, no parecía tan interesado en la historia. Tendría que interesarse ella por él, entonces. Igual podía entrar en ese estudio si seguía en marcha, pensó Jules. Podría saltarse la lista de espera y entrar gracias a Rob y Helena y Duncan y Shyla y Ethan y Ash. Gracias a las personas ricas de las que se estaba hablando en aquella mesa o a las que estaban sentadas a ella. Sabía que Dennis jamás preguntaría si había manera de que él probara también este nuevo medicamento, ni siquiera pensaría que pudiera ayudarle. Pero quizá sí podía. Como con todo, necesitabas conocer a alguien; tenías que tener contactos, poder e influencia. Los médicos de Los Ángeles, al menos algunos de ellos, eran susceptibles de ser seducidos por Ethan Figman y sus amigos de gama alta. Cuando al día siguiente Jules llamó a UCLA en nombre de Dennis, le dijeron que sí, que el ensayo clínico seguía en marcha, pero que no admitían nuevos pacientes. Entonces Jules llamó a Ethan, quien accedió a ver si podía hacer algo.
Al poco Dennis voló a Los Ángeles a entrevistarse con el médico que dirigía el estudio y a hacerse análisis de sangre y un chequeo. Un día después, le habían admitido en el ensayo de doble ciego y él y Jules confiaron fervientemente en que no le hubiera tocado placebo. Cuando llevaba un mes tomando el nuevo fármaco, Stabilivox, Dennis estaba convencido de que no era así. «En este estudio solo le han dado placebo a los temporeros agrícolas», les dijo Jules a Ethan y Ash. Aunque en realidad, pensó durante un instante, era posible que también a Dennis le hubieran dado placebo. Quizá la idea de un medicamento que requería conocer a alguien poderoso solo para tener oportunidad de probarlo era en sí misma tan sugestiva que te cambiaba el estado de tu sistema neurológico. Pero no, eso solo habría funcionado con Jules, no con Dennis.
Todo en su interior parecía estar desplegándose un poco, le dijo Dennis a Jules, y solo entonces se dio cuenta de lo replegado que había estado todos esos años. «Acuclillado», le dijo a Jules. Dennis había pensado siempre en su depresión como algo que le consumía, y así lo había visto también Jules, pero ahora se daba cuenta de que también le había forzado a una actitud antinatural. Durante años había estado no solo deprimido, también angustiado. La apertura, el regreso, se produjo de forma lenta y gradual durante la primavera y el verano de ese año, pero eran de verdad. Jules había tratado a unos cuantos clientes que tomaban antidepresivos mientras hacían terapia y había observado cambios así en ellos, pero nunca en Dennis.
–Tengo el sueño más profundo –decía éste maravillado.
Una vez, en plena noche, despertó a Jules con la cabeza apoyada en su pecho y, como estaba llorando un poco, Jules le preguntó alarmada: «¿Qué pasa?». No pasaba nada, le dijo Dennis. Se había despertado y se sentía bien. Con ganas de hacer cosas. De hacerle cosas a ella. Con ella. El sexo, que había sido intermitente, regresó a ellos como un viejo regalo que hubieran recibido en el pasado y luego perdido bajo una gran pila de objetos durante mucho tiempo. Al principio Dennis estaba inseguro y en una ocasión se hizo tal lío con los dedos que Jules aulló como un perro al que han pisado el rabo y Dennis se horrorizó al pensar que le había hecho daño.
–Estoy bien –le dijo Jules–. Pero ve despacio. Tócame más suave.
Hubo más problemas. Ahora Dennis tardaba más en terminar y luego hacían bromas sobre lo dolorida que terminaba siempre Jules.
–¿Sabes qué cosmético quiero de regalo? –le preguntó ésta en una ocasión, mientras estaban tumbados en la cama después de un episodio de aquel nuevo sexo posdepresión.
–¿Cómo que cosmético? Ah, que estás de broma –dijo Dennis–. Un chiste. A ver…
–Crema balsámica –dijo Jules sonriendo con la barbilla en el pecho de Dennis.
Hacia finales del verano, Dennis se sentía como si volviera a ser él mismo casi completamente desde que le quitaron el inhibidor de la MAO en 1989. Ni él ni Jules se fiaba de que aquello fuera a durar siempre, ni siquiera mucho tiempo. A final de agosto Dennis volvió a trabajar y, aunque tenía una mancha en su expediente de la clínica anterior, logró demostrar que su conducta inapropiada se había debido a su depresión no tratada en aquel entonces y de la que ya se había recuperado. El doctor Brazil le respaldó de buen grado. Una clínica en Chinatown, escasa de personal y desesperada, le contrató con un salario inicial muy bajo y empezó a trabajar a media jornada; luego, meses más tarde, a jornada completa.
Las dos familias continuaron de esta manera mientras terminaba la década y empezaba el nuevo milenio. Había temores a que los ordenadores se bloquearan y tanto los cuatro adultos con sus hijos como Jonah y Robert contuvieron el aliento tonta y colectivamente en Nochevieja en la casa de la calle Charles y luego lo soltaron. Jules sintió que su envidia hacia Ash y Ethan parecía disminuir, como si también hubiera sido una especie de depresión larga e intratable. Ver a Dennis vestirse para ir a trabajar por las mañanas fue durante una temporada recompensa suficiente.
Con el tiempo se fueron produciendo cambios pequeños y casi imperceptibles, entre ellos la lenta pero evidente aceptación por parte de Ash de la muerte de su madre. Sus sueños sobre Betsy se hicieron menos frecuentes y dolorosos. También se volvió ligeramente menos hermosa y Ethan ligeramente menos feo. Dennis se sentía tan aliviado de volver a trabajar que su trabajo le resultaba estimulante y Jules se esforzó aún más por ser una buena terapeuta para su cosecha de clientes, que no parecían hacer progresos claros. Pero en ocasiones, cuando miraba a Ash y a Ethan, a menudo se daba cuenta de que ella no había cambiado del todo. Su envidia ya no estaba a flor de piel, la remisión de la depresión de Dennis la había atenuado, pero seguía allí, solo que ahora en forma latente, inactiva. Puesto que estaba menos dominada por ella, intentó comprenderla, y un día leyó un artículo on line sobre la diferencia entre los celos y la envidia. Los celos eran en esencia «Quiero lo que tienes tú», mientras que la envidia era «Quiero lo que tienes tú, pero también quiero quitártelo para que no lo tengas». En el pasado Jules a veces había deseado que la abundancia de Ash y Ethan les fuera arrebatada; así habrían estado todos empatados, habría habido un equilibrio. Pero ya no fantaseaba con algo así. Nada era terrible, todo era manejable y en ocasiones más que eso.
La ciudad evolucionó, se volvió más limpia, la gente sin hogar fue expulsada de las calles por un alcalde entusiasta en una campaña enérgica. Todos reconocieron que, aunque el alcalde y sus leyes eran crueles, ahora se podía ir andando a prácticamente a todas partes y sentirse seguro. Era casi imposible encontrar un sitio asequible donde vivir en Manhattan y, si Ethan no les hubiera dado aquel dinero y avalado su hipoteca, Jules y Dennis habrían terminado mudándose, como muchas personas que conocían. Larkin iba al mismo colegio privado al que había ido su madre. Mo estudiaba en un colegio especial en Queens tan caro que la mayoría de los padres –aunque por supuesto Ethan y Ash no– demandaron a la ciudad exigiendo que les fuera reembolsada parte de la matrícula. Rory estudiaba primaria en una escuela pública que de momento estaba bien, pero cuando llegara el momento de ir al instituto se plantearía un problema y necesitaría cambiarse a otro centro mejor. No se le daban bien «los exámenes», le dijo Jules a Ash. Lo cierto es que a Rory no le interesaban los exámenes, y el colegio tampoco mucho. Quería ser guarda forestal, aunque sus padres le informaron de que para eso también había que estudiar. No tenían ni idea de cuántos años ni tampoco dónde, en realidad no sabían de qué estaban hablando. La experiencia de la naturaleza que tenía Rory se la debía fundamentalmente a Ethan y Ash; de niña, cuando pasaba el fin de semana en su casa de campo en Katonah, le gustaba coger un palo y pasear por el bosque, y también había hecho senderismo en los alrededores del rancho en Colorado. Era feliz cubierta de barro, con botas de agua y haciendo actividades que quedaban fuera de las esferas habituales de la vida en la ciudad.
En 2001 la destrucción de World Trade Center fue, por un breve espacio de tiempo, un igualador. Los desconocidos hablaban unos con otros en la calle; todos se sentían igualmente aturdidos, asustados e indefensos. Por primera vez Jules dio a sus clientes el teléfono de su casa y atendió numerosas llamadas. El teléfono sonaba a la hora de cenar, cuando se iba a la cama incluso en plena noche, y al descolgar oía: «¿Jules? Soy Janice Kling. Perdona que te moleste, pero me dijiste que te podía llamar y me está entrando el pánico». Jules se llevaba el teléfono a otra habitación para hablar con su clienta en privado. Ella también estaba asustada –era una conmoción asistir a un despliegue de ira tan primitiva y a semejante escala–, pero nunca histérica. Como terapeuta en aquella crisis se dio cuenta de que tenía una suerte de indulto, en el sentido de que no tenía la opción de angustiarse demasiado. En lugar de ello ayudó a sus clientes a que no se desmoronaran. Sylvia Klein, la mujer cuya hija había muerto de cáncer de mama años atrás, estaba ahora muy asustada y no se creía capaz de controlar su angustia. «Si hay otro ataque, Jules», le dijo, «y es plena noche, me despierto y lo oigo, no creo que lo pueda soportar. Me pondré a gritar». «Pues entonces me llamas», dijo Jules. «Estaré esperando los gritos.»
Cuando Sylvia Klein llamó no era plena noche, sino primera hora de la mañana en Nueva York un día laborable a finales de septiembre, y Sylvia, que había cogido el coche para visitar a sus nietos huérfanos de madre en Nueva Jersey, se encontró con el tráfico completamente detenido cerca de la salida del Holland Tunnel. Al parecer había alguna clase de operativo policial más adelante, según decía la radio, y estaba todo colapsado. Pensó que la matarían de un momento a otro y que no tardaría en reunirse con su pobre hija muerta, Alison, y que nunca volvería a ver ni a su marido ni a sus nietos. Moriría en su Nissan Stanza azul cuando Al-Qaeda accionara un artefacto explosivo desde otro coche inundando el túnel de fuego y gas venenoso. Pero cuando estaba en el coche esperando su propia muerte, sacó el teléfono y confió en que hubiera cobertura. Por fortuna la había, y llamó a Jules, que en aquel momento estaba haciendo ejercicio en una bicicleta estática que habían conseguido encajar junto al armario de Dennis en el dormitorio.
–Jules –dijo la voz al teléfono–. Me voy a morir.
La última persona que le había dicho esas palabras a Jules era Dennis en el restaurante después de tener un ictus; y ahora, cuando hubo identificado quién la llamaba, le dijo a Sylvia lo mismo que le había dicho a su marido entonces:
–No te vas a morir –le dijo a su aterrorizada clienta–. Pero no voy a colgar el teléfono. Estoy aquí y aquí voy a seguir porque no tengo nada más importante que hacer.
Así que continuó al teléfono con Sylvia charlando sobre diversas cosas y luego, cuando había pasado casi media hora y parecían haberse quedado sin temas de conversación, la animó a que pusiera un CD en el coche.
–¿Qué tienes de música? ¿Algo bueno?
–No sé. De los cedés se ocupa mi marido. Algunos eran de Alison.
–¿Cuáles son? ¿Hay algo de Julie Andrews? –Jules recordó cómo le cambiaba el ánimo a Sylvia cada vez que hablaba de la adoración que sentía su hija por Julie Andrews cuando era una niña.
–No. Creo que no. Espera, voy a ver. Ah sí, aquí hay uno. My Fair Lady.
–Dale volumen –dijo Jules.
«I would have danced all night» sonó, la voz de Julie Andrews, y Sylvia empezó a cantar con ella y también Jules, un trío de voces trémulo pero acompasado, y por fin el tráfico empezó a moverse.
Unos días después, casi al final de aquel mes tan malo, Dennis y Jules estaban recogiendo después de la cena. Rory, que para entonces tenía once años, circulaba despacio por el apartamento con su monopatín; cualquier cosa antes que sentarse a hacer los deberes, que odiaba. La televisión estaba encendida, como casi siempre en aquellas primeras semanas después de los atentados. Todos los canales transmitían las mismas imágenes. En la CNN había un programa de entrevistas;Dennis lo dejó un momento y a continuación cambió de canal, pero Jules, que estaba atenta a la pantalla, le dijo:
–Espera, vuelve al anterior.
Estaban entrevistando a una mujer rubia de cuarenta y tantos años. Iba impecablemente vestida, llevaba unos pendientes grandes y macizos y la expresión de su cara era dura pero angustiada.
–Es ella –dijo Jules asombrada.
–¿Quién? –dijo Dennis.
Superpuestas en la pantalla aparecieron unas letras blancas: Catherine Krause, consejera delegada de Bayliss McColter. Era la empresa que había perdido a cuatrocientos sesenta y nueve empleados; dos semanas antes, el 12 de septiembre, la consejera delegada se había comprometido públicamente a seguir pagando las nóminas de los fallecidos así como el seguro médico de sus familias. Jules había leído sobre ella, pero no la había visto por la televisión hasta ese momento.
–Cathy Kiplinger –dijo–. Madre mía. A ver, no estoy segurísima, pero creo que sí es. ¡Ojalá pudiera llamar a Ash! –dijo–. Pero sería demasiado raro y no sé cómo reaccionaría. Voy a llamar a Jonah, a ver si está en casa. –Cuando Jonah contestó al teléfono, le dijo–: Qué bien que estés. Pon la CNN y dime si estoy equivocada.
–¿Qué pasa? –dijo Jonah mientras encendía el televisor del loft. Había un anuncio con gente parloteando.
–Espera.
Cuando se reanudó el programa Jonah lo vio durante quince segundos sin decir nada y luego dejó escapar un largo suspiro.
–¿Es ella, verdad?
Al fondo, Jules oyó a Robert decir: «¿Ella quién?».
–Sí –dijo–. Creo que sí.
–Yo también.
Jules y Jonah siguieron al teléfono durante la hora entera que duraba el programa, hipnotizados por la imagen de Cathy, que por fin y de forma dramática había emergido de su portal del tiempo. Estaba demacrada, tensa y alterada, pero su actitud era profesional; había aprendido a mostrarse serena en público, incluso si por dentro probablemente se estaba desmoronando.
–¿Qué quiere decirle a quienes la critican? –le preguntó el presentador de facciones aquilinas inclinándose hacia delante como si fuera a besarla, o a pegarla.
–Que voy a cumplir mi promesa.
–Pero los familiares están diciendo que no lo ha hecho. Que han dejado de cobrar la nómina. Se han quedado sin seguro médico en el peor momento de sus vidas.
–Es que aún no les ha llegado el dinero –dijo Cathy–. Pensaba que podríamos reanudar la actividad en otra sede, aunque fuera de manera limitada, casi de inmediato, pero ha resultado imposible. Mire, a las familias les pido que tengan paciencia. Como sabe, estamos reuniendo un fondo de auxilio. Pero necesito que todos confíen en mí un poquito más.
–Eso es verdad –dijo Jonah–. Lo he leído. Dijo que le iba a dar su dinero a todo el mundo. Pero luego dejó de pagar las nóminas.
–Dice que no es culpa suya –dijo Jules.
El presentador abrió el espacio para llamadas de los oyentes limitándose a decir: «Adelante, oyente» y pasándoselas a Cathy.
–La creímos –dijo una mujer con voz ronca, furiosa–. Creímos lo que nos dijo. Mi familia está muy mal, no solo por el dolor de la pérdida, sino porque no contamos con los ingresos de mi marido. ¿Así es como honra el recuerdo de los que trabajaron para usted? ¿Eso es lo que hace?
–Vamos a ocuparnos de usted –dijo Cathy con tono conciliador–. Por favor, denos un poco más de tiempo.
–Es usted una hipócrita, me parece increíble. Que le den… –dijo la persona que había llamado antes de que la cortaran.
Cathy Kiplinger se quedó muy quieta mirando a la cámara. En el salón de su casa Jules y Dennis estaban muy quietos también, lo mismo que Jonah. Ajena a todo, Rory seguía montando su monopatín, probando nuevos movimientos. Jules miró a Cathy mientras ésta aguantaba el tirón en la silla giratoria del plató de televisión, aceptando la ira de los cónyuges de los trabajadores asesinados pero también algo de apoyo de un abogado y de una psicoterapeuta maternal aunque promiscua que se prestaba siempre a participar en los programas de noche. Cathy se quedó quieta repitiendo las mismas peticiones de paciencia, pero al cabo de una hora de programa estaba exhausta. En el último plano que ofrecieron de ella, detrás de los títulos de crédito, aparecía sonándose la inflamada nariz y negando con la cabeza.
Dennis apagó el televisor y fue a acostar a Rory.
–¿Sigues ahí? –le preguntó Jonah a Jules por teléfono.
–Sí.
–¿Y qué te parece?
–No quiero hablar como la terapeuta esa, la doctora Adele –dijo Jules–, pero para mí que Cathy está haciendo lo que cree que le hicieron a ella.
–Explícate –dijo Jonah.
–Pues a ver, tenía la sensación de que nadie salió en su defensa con lo de Goodman. De que nadie se preocupaba por ella. Así que con esta enorme tragedia, se entiende que quiera portarse de forma heroica. El problema es que no puede, porque aún no tiene el dinero. Así que termina haciéndole a esas familias lo que dice que Goodman le hizo a ella. Y lo que dice que le hicimos también nosotros.
–Y Bin Laden.
–Exacto. Destruirla.
–Entonces, ¿crees que está destruida? –preguntó Jonah.
–Pues no lo sé –dijo Jules con voz suave–. No tengo manera de saberlo.
–Con todo el tiempo que ha pasado, ¿tú te acuerdas bien de Goodman?
–Me acuerdo de determinados detalles. De la nariz quemada por el sol. De las rodillas. Y de los pies tan grandes con aquellas sandalias.
–Sí, era un tío grande y sexy –dijo Jonah.
–Sí.
–Estoy seguro de que me gustaba, pero entonces ni siquiera podía concebirlo –dijo Jonah–. No era capaz de admitir que era gay delante de ninguno de vosotros y casi ni podía decírmelo a mí mismo, aunque Dios sabe que he sido gay toda mi vida. Marica de nacimiento. –Se calló un momento–. Me pregunto qué vida llevará –dijo. Jonah había hecho algún que otro comentario como aquél a lo largo de los años–. Y de qué vive, esté donde esté. Cathy cambió de rumbo y ha terminado haciendo una gran carrera en las finanzas. No sé adónde le habría llevado a Goodman su talento. Aparte de a cagarla. Eso se le daba muy bien.
–También seducir –dijo Jules débilmente.
–¿Tú qué crees que pasó entre él y Cathy?
–Jonah –dijo Jules casi sin saber qué decir. Hacía mucho tiempo que no hablaban de aquel asunto–. Estamos en Nueva York y solo hace semanas de un ataque terrorista gigantesco. Todos aguantamos como podemos. ¿Y tú me preguntas por Cathy y Goodman?
Estaba esquivando la pregunta, intentando librarse de ella, y no se le estaba dando demasiado bien.
–Perdona –dijo Jonah, sorprendido–. ¿Tú ya nunca piensas en ello?
Jules hizo una pausa medida y deliberada antes de contestar:
–Sí –dijo–. Sí que pienso.