JOSÉ MARCHENA

 Un abate en la Revolución francesa 

«Santa Guillotina, máquina adorada, ruega por nosotros», se oye en el Café Corazza de París a modo de brindis por la Revolución Francesa. Quien brinda o reza, según se mire, es un sevillano que vive en las fauces de la rebelión. Se llama José Marchena, un girondino andaluz que festeja con humor negro e ibérico la revolución, ese suceso que cambiará la Historia del mundo.

José Marchena es un personaje rodeado aún por la leyenda de su heterodoxia: hereje, ateo, radical, revolucionario… Un español atrabiliario que dedica una Oda a la Revolución Francesa en 1789, sufrirá la cárcel durante la época de terror, introducirá los ideales rebeldes en España, destacará como afrancesado durante la Guerra de la Independencia y será incluso el misterioso descubridor de un supuesto texto perdido de Petronio.

Marchena saldrá de España muy joven. Perseguido por la Inquisición, que lo acusa de leer y escribir cosas prohibidas, se expatria a París. Desde allí se prepara para la revolución, Marchena –llamado con desdén por sus compatriotas abate Marchena– recordaría a veces los juegos de niño en la calle de la Esgrima de Utrera, donde nació un frío día de noviembre de 1768.

Marchena brinda por la revolución y desde Francia intentará cambiar España. Desde el París revolucionario fraguará la atmósfera de libertad que pretende llevar a España por medio de jugosas intrigas con otros exiliados que esperan que también pasen por la guillotina los Borbones españoles: Carlos IV y su hijo Fernando VII. Una de las estrategias será la distribución de folletos y periódicos propagandísticos que introduce clandestinamente en los forros de los sombreros de importación francesa.

Marchena no es el único español que vive la Revolución Francesa. Otro curioso personaje es Domingo de Iriarte –hermano del fabulista Tomás de Iriarte–, que desde la embajada española en París envía cartas a otro de sus hermanos, don Bernardo. O el granadino Andrés María de Guzmán, cuyo protagonismo en los sucesos, como amigo de Marat y dirigente del Club de los Cordeliers, le llevará desgraciadamente hasta el mismo cadalso. De hecho, el 31 de mayo de 1793 hizo tocar a rebato (tocsin) las campanas de las iglesias de París dando la señal clave para la rebelión contra los girondinos y pasando así a llamarse don Tocsin.

Pero ¿y Marchena? ¿Qué le ocurrió durante la revolución? ¿Logró sobrevivir a las intrigas y traiciones? José Marchena sufrirá en sus carnes el terror revolucionario. Robespierre se convierte en su enemigo y no duda en enviarlo a la celda número 13 de la Conciergerie donde con su amigo el poeta Riouffe se inventará un dios carcelario llamado Ibrascha, según relató Marcelino Menéndez y Pelayo en Historia de los heterodoxos españoles. Marchena salvará su cabeza de la guillotina sólo porque la de Robespierre cayó antes.

Al salir de la cárcel Marchena colabora con el régimen de los termidorianos –los jacobinos que derrocaron a Robespierre y que se asociarán con los girondinos–. Pero poco después volverá a ser detenido tras ser acusado de ser uno de los inspiradores de la insurrección realista del 13 de vendimiario, aunque en realidad había intentado evitarla.

Así comenzará un nuevo exilio, esta vez de Francia, la patria prestada. El sevillano será desterrado durante algún tiempo a Suiza y no regresará a París hasta 1798. Al año siguiente, José Marchena traduce por primera vez al español El contrato social, de Rousseau. De esta forma, gracias a su privilegiada mirada como testigo y protagonista de la Historia, Marchena dará su apoyo más que decisivo a la entrada en España de las nuevas ideas liberales que cuajarán en el siglo XIX.

La gran hora de José Marchena llega con el ascenso de Napoleón, a cuyo ejército se une volviendo así a tomar posiciones en la nueva era imperial. Ha quedado atrás el sueño revolucionario, pero es apariencia. Las ideas sólo permanecen en letargo a la espera de mejor ocasión.

En esta nueva etapa como inspector de contribuciones y agregado al estado mayor del ejército del Rin en los cuarteles de invierno del ejército napoleónico, tiene lugar otro curioso episodio de su novelesca biografía. Se trata del aparente hallazgo por parte del andaluz de un texto de El Satiricón de Petronio que él mismo copia en el monasterio suizo de Saint-Gall. Es el capítulo 26, uno de los episodios que se creían perdidos. Marchena cuenta que en el pergamino había textos del siglo XI de un monje llamado Genadio de Marsella que había escrito encima del texto de Petronio, que aparecía casi borrado. Esta técnica del códice sobrescrito era habitual en muchos monasterios que aprovechaban el papel de obras latinas condenadas por su contenido, como ocurría con El Satiricón, que incluía alusiones al amor griego, el lésbico o la masturbación.

El concienzudo aparato paratextual creado por Marchena no deja lugar a dudas, pero poco después se resuelve el enigma. Se trata de una broma del propio Marchena, que engañó así a numerosos eruditos de su época. Años más tarde volvió a repetir otra broma libresca. Fue al publicar supuestos versos de Catulo que, en un intencionado anacronismo del abate impostor, aludían a la Revolución Francesa. Nadie lo creyó. Él sólo se divertía.

La superchería de Marchena será muy criticada en su tiempo y también décadas más tarde por Menéndez y Pelayo, que le dedica un extenso capítulo de su obra contra los herejes españoles: «Marchena, nacido y educado en el siglo XVIII, sin fe, sin patria y hasta sin lengua, no pudo dejar más nombre que el siempre turbio y contestable que se adquiere con falsificaciones literarias, o en el estruendo de las saturnales políticas».

Pero Marchena fue mucho más que un bromista. Él sentirá como nadie el dolor y fracaso de la revolución. Con la invasión napoleónica de España cree que ha llegado por fin la hora de la revolución. Un momento histórico que vivirá con especial pasión en su ciudad natal. Sevilla había sido la capital de la España libre que luchaba contra Bonaparte al acoger a la administración patriótica y los representantes del gobierno que habían huido de Madrid con la llegada de las tropas francesas. Así, los muros de su Alcázar sirvieron como refugio a la Junta Central, representación del gobierno español. Sevilla sería capital de la España libre desde finales de 1808 hasta que la ciudad cae bajo la ocupación napoleónica a comienzos de 1810. A partir de ese momento, la Junta Suprema –marcada por su destino de gobierno errante– abandonaría Sevilla para resistir en el glorioso Cádiz de las Cortes. Es la época en que Cádiz forja su bien ganada fama de ciudad del liberalismo y cuna de la primera Constitución española. Atrás quedan las jornadas patrióticas vividas en Sevilla.

Es entonces cuando Marchena llega a Sevilla como funcionario de las tropas napoleónicas con destacados cargos en la administración josefina. Con José I entrará en su ciudad mientras suenan las campanas y los sevillanos aplauden a los franceses entre luminarias y colgaduras. Nada que ver con el silencioso recibimiento que Madrid dedicó a José I en julio de 1808. Esto hará que Marchena piense en lo tornadizo de la muy noble y heroica y traicionera ciudad de Sevilla. Si en 1808 Sevilla se había convertido en defensora de la España libre contra Napoleón, en 1810 celebrará la entrada del invasor siendo espejo de ese bonapartismo josefino en el que Marchena vive días felices. De igual forma, con la caída de Napoleón y el fin de la guerra Sevilla volverá a cambiar de bando para recibir con salvas y aplausos a Fernando VII, el monarca deseado y símbolo del absolutismo.

La Sevilla convertida en corte napoleónica celebrará incluso la onomástica del emperador con banquetes y corridas de toros. El canónigo de la Catedral, Nicolás Maestre, pidió desde el púlpito que todos los fieles entonaran un Te Deum para agradecer la victoria de las tropas francesas: «Repasa las mercedes que Dios te ha hecho, Sevilla, y su memoria bastará para que te exaltes en gratitud. Tú no has experimentado el azote de la guerra con el rigor de las demás provincias. Dios te ha mirado con ojos de predilección, y has librado como ninguna de las demás».

Blanco White dejó constancia de la entrega absoluta de la ciudad ante el «intruso» contando en sus Cartas de España la delirante propuesta planteada por el Cabildo municipal a raíz de una visita que el rey José Bonaparte hizo en verano: repetir la Semana Santa como regalo a Su Majestad. Y en la residencia del mariscal Soult, el Palacio Arzobispal, tendrán lugar famosas veladas. Bandas militares amenizaron el baile que tuvo lugar en el Salón Alto con motivo de la coronación de Napoleón el 2 de diciembre de 1810, en el mismo lugar donde se solía poner la Mesa de los Pobres el Jueves Santo. Un episodio de colaboracionismo en la historia de la «muy leal ciudad de Sevilla».

Pero después de ser corte pomposa, Sevilla olvidará el episodio y la venganza contra el francés será terrible. Si se buscara bajo el suelo de los sótanos de los viejos caserones, se descubriría el cadáver momificado de algún soldado napoleónico. Decían que las familias los ocultaban justo debajo de donde colocaban los braseros de estrado. La vida seguía, pero los espectros gabachos vagaban en ciertas noches buscando el camino que les llevara a Lyon, a Toulouse o a la taberna del Barrio Latino de París en la que creían haber seguido emborrachándose en sus noctámbulas noches de muertos.

Así pues se va Marchena de Sevilla y nace la leyenda del abate. Se difunde su historia de extravagante, de radical, de hereje, incluso de episodios delirantes como el que relata que vivía con un jabalí en casa y que cuando murió le dedicó una oda y después lo sirvió en un banquete a sus amigos. Es también la época en la que circulan folletos anónimos que satirizan su imagen: «Marchena: presencia y aspecto de mono, canoso, flaco y enamorado como él mismo; jorobado, cuerpo torcido, nariz aguileña, patituerto, vivaracho de ojos, aunque corto de vista, de mal color y peor semblante». Sobre su supuesta fealdad ya se había adelantado unos años Madame de Staël que solía decir que era una «falta de ortografía de la naturaleza».

La derrota napoleónica en España provocará que sufra un segundo destierro ahora por afrancesado, por lo que tendrá que abandonar el país con José Bonaparte. En esta etapa vivirá en Perpignan, Nimes y Montpellier traduciendo obras claves como el Emilio de Rousseau, las Cartas persas de Montesquieu y las Novelas de Voltaire en Burdeos.

Pero aún queda un nuevo episodio español para Marchena. Sucederá cuando triunfe el levantamiento de Riego y se instaure el Trienio Liberal. ¿Ha llegado por fin la hora de cambiar el destino de su país? Marchena regresa a Sevilla donde reside entre temporadas en Madrid. Desgraciadamente, poco a poco comienza a desengañarse de todo. Ya no cree que ninguna revolución pueda salvar al país. En cierto modo es un personaje del pasado. Morirá en 1821 en Madrid sabiendo que ni las esperanzas del Trienio Liberal transformarían España.