BENITO ARIAS MONTANO

 Un humanista en Flandes 

En una de las salas del Museo Plantin de Amberes cuelga el retrato de Arias Montano, uno de los más grandes humanistas españoles. La sala está casi a oscuras, para preservar los legajos y tesoros bibliográficos que se guardan en esta antigua imprenta hoy convertida en museo de la impresión bibliográfica. Una levísima luz amarilla alumbra en un rincón privilegiado el rostro del erudito que parece regresar para la tertulia habitual que se celebraba en la casa y talleres del famoso impresor Cristóbal Plantino.

Durante cinco años, Arias Montano residió en Amberes, la gran metrópolis que durante el siglo XVI vive su época dorada, convertida en emporio comercial y capital de artistas desde Rubens a Van Dyck. Montano tenía el encargo del rey Felipe II, del que era capellán, de dirigir un proyecto ambicioso: la Biblia Políglota que también se llamaría Regia o de Amberes.

La estancia de Benito Arias Montano en Flandes se convirtió en una aventura intelectual, bibliográfica e incluso política, ya que fue designado como consejero del gobernador español en los Países Bajos, que en aquella época era Fernando Álvarez de Toledo, el temido duque de Alba para los flamencos. Al principio, la actitud de Arias Montano coincidía con las tesis de mano dura que la monarquía española imponía en los Países Bajos y que potenció la llamada leyenda negra. Sin embargo, la estancia en Amberes y su relación con el círculo humanista de Plantino hace que cambie hacia argumentaciones más pacifistas.

De hecho, las cartas que Montano envía al duque de Alba e incluso a Felipe II sugiriéndole cambios en la política del imperio con respecto a Flandes suponen un curiosísimo episodio. Proponía Arias Montano en sus Advertimientos sobre los negocios de Flandes medidas como la reforma del sistema educativo por medio de intercambios de estudiantes entre los Países Bajos y España y la creación de una cátedra de español en la Universidad de Lovaina. Todo un tratado humanista basado en la influencia de la educación y la cultura para solucionar los conflictos. Desgraciadamente, sus visionarias propuestas cayeron en saco roto.

La Biblia de Amberes fue una cuidada estrategia ideada por Felipe II como reacción ante las traducciones de los textos sagrados a las distintas lenguas romances que impulsaba la Reforma protestante. Frente a las traducciones de Lutero, Calvino o incluso la perseguida Biblia del Oso para lectura de los españoles protestantes que hicieron los monjes sevillanos Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, el monarca planteaba una nueva Biblia para la Contrarreforma.

La Biblia de Amberes se presentaba revisada para los nuevos tiempos con criterios filológicos y científicos. Aunque en un principio no fue admitida por la Iglesia Católica que sólo reconocía como auténtica la Vulgata, traducción al latín realizada por San Jerónimo, finalmente la Biblia surgida de las prensas de Plantino en Amberes consiguió el permiso de Roma para su circulación.

Fue uno más de los conflictos que Arias Montano tuvo con las autoridades eclesiásticas, que a su muerte no dudaron en prohibir sus obras, muchas de ellas tratados y comentarios a los textos sagrados fruto de su saber de biblista y de gran conocedor de las lenguas antiguas.

Otra de las heterodoxias de Arias Montano sucede también en su querida Amberes, aunque parece que nunca fue descubierta por el Santo Oficio: su pertenencia a la secta religiosa Familia Charitatis (Familia del Amor) a la que llegó a través de su amigo el impresor Plantino y su círculo formado por otros humanistas como Abraham Ortelius, el grabador Philipp Galle o el escultor Paludanus.

La doctrina de la Familia Charitatis consistía en escuchar la voz de Dios en el interior de cada uno, además de luchar por tener como ideal una vida serena dedicada al estudio intelectual y al cultivo de la espiritualidad interior. A su regreso a España Arias Montano intentó propagar estos ideales entre los monjes de San Lorenzo de El Escorial donde fue designado bibliotecario mayor.

Arias Montano fue un hombre de vida libresca. No hay más que recordar el curioso episodio vivido en Sevilla cuando, a causa de la penuria que padecía la ciudad, algunos comenzaron a escarbar en lo que había sido el cementerio sefardita de la ciudad porque sabían que muchos judíos eran enterrados con joyas y buenas ropas. Era en la huerta de Espantaperros, frente a la actual Plaza de Curtidores, y allí descubrieron la memoria de aquellos judíos olvidados a los que robaron las alhajas y prendas lujosas. Y como era también costumbre que a los sabios judíos los enterraran con sus libros, hallaron curiosísimos ejemplares. La gente pensó que sólo un sabio de gran erudición no haría ascos a unos libros que habían reposado dentro de una tumba, pudriéndose con lentitud junto a sus autores. Efectivamente, Benito Arias Montano no dudó en comprar aquellos ejemplares y los incorporó a su célebre biblioteca.

Arias Montano, que había nacido en 1527 en Fregenal de la Sierra –ahora en la provincia de Badajoz, pero entonces parte del reino de Sevilla– muere en la capital andaluza en el año 1598. Sus últimos años tienen como escenario de retiro espiritual su casa en la Sierra de Huelva. Lejos del mundanal ruido, el erudito, el teólogo, el biblista, el capellán de Felipe II, el bibliotecario de El Escorial, el bibliófilo, huye de Sevilla para refugiarse en el bendito silencio del campo, ajeno al bullicio de las villas y los ruidos de la corte, extraño a los manejos del poder y la sospecha de los inventarios del Santo Oficio, distraído sólo con los juegos del viento, las aguas subterráneas y las sombras de la tarde, para así adentrarse con el juicio sereno en sus estudios de las Sagradas Escrituras. Aunque Arias Montano demuestre toda su vida ser un hombre ascético en la mesa, pues para él valía más el alimento del espíritu, en su retiro de la Peña de Alájar, en Aracena –que con los siglos se llamará Peña de Arias Montano–, se deleitaba con sus manjares preferidos, los dulces de sartén almibarados. Y tampoco le hacía ascos al cocimiento de membrillos.

Hombre curioso y sabio, Benito Arias Montano conservó hasta el final de sus días la costumbre coleccionista de los humanistas de su tiempo. En Sevilla había casas que guardaban lenguas de serpiente, dientes de tiburón, piedra bezoar, olifantes o figuritas de mandrágora. Incluso Felipe II cuando proyectaba crear el primer jardín botánico de España, que fue el de Aranjuez, mandó a Sevilla a un herbolario para que aprendiese de jardines como el de Simón Tovar. Era normal que en Sevilla estos personajes intentaran aprehender lo desconocido de ese mundo recién descubierto dentro de sus esquemas mentales, adaptando a sus huertos y jardines esas rarezas de ultramar.

El gabinete de maravillas de Arias Montano reunía extrañísimos objetos que le servían para despejar la mente después de largas horas leyendo en hebrero y latín. En su cámara de las maravillas contaba con un estudio natural, otro artificial y una colección de antigüedades. En el natural se podían encontrar tierra, metales, raíces, piedras y minerales con un apartado que él llamaba «La Mar». Se diría que en el silencio de la tarde, cuando no corría apenas soplo de aire y los animales sesteaban, sonaba un rumor de océanos. Quizás salía del alma de las caracolas que el sabio guardaba con pasión.

Las caracolas y conchas de Arias Montano llegaron hasta el gabinete de la Peña de Alájar en 1578 en un cargamento desde Portugal. Él se había encargado de implicar a sus amigos marinos y viajeros para que rastrearan en las costas peninsulares en busca de curiosos ejemplares. De hecho, implicó a personajes relevantes de la España filipina como el marqués de los Vélez, el embajador de España en Lisboa, el secretario real Gabriel de Zayas e incluso el virrey de la India y el gobernador de Brasil. Tan célebre fue su colección marina de conchas y caracolas que su amigo el poeta Francisco de Aldana le dedicó a Arias Montano algunos de los versos de su Epístola.

Imaginemos una de esas tardes de verano en Aracena. Hace calor y moja un lienzo en agua fresca de la nieve que traen de la Sierra. El sabio anota detalles, dibujos y lecciones que incorporará a su Historia Natural en un episodio especial que dedicará a las caracolas y conchas marinas. Tan fascinado está en su observación y cuidadosa catalogación que descubre cómo se puede diferenciar por los dibujos y estrías un ejemplar de América de otro recogido en una playa del Mediterráneo. Puede que Arias Montano sepa leer en el libro de los océanos, en las líneas que los oleajes de ultramar dibujan en las caracolas.

Mientras apura su vino albillo, Arias Montano observa con detenimiento una caracola del Nuevo Mundo y se le antoja pan candeal mojado en sopa de ají, una de las comidas de allá que le han despertado curiosidad del paladar. También en la yuca ha encontrado un dulzor que no existe en la patata europea, porque Arias Montano parece tan exquisito en su yantar como en la selección de los libros de su biblioteca.

Ahora el sabio decide echarse una siesta sobre su hamaca de la China que le llegó hace poco en el Galeón de Manila y piensa que en este amable retiro de Aracena tiene a su alcance todo el mundo conocido y fabuloso. Sin embargo, siempre recordó con nostalgia aquellos años en Amberes. ¿Qué encontró el sabio allí? Además de dedicarse a buscar por Flandes libros por encargo de Felipe II para nutrir la biblioteca de El Escorial, Arias Montano halló en Amberes un hortus conclusus, un lugar ideal para el estudio semejante al que luego hallará en la Sierra de Aracena. Claro que en Amberes tenía la complicidad de otros hombres de estudio, mientras que en la Peña de Alájar vivía en soledad, lejos del peligro que suponía la Inquisición.

En una carta que envía a Zayas, secretario de Felipe II, se descubre su fascinación por el ambiente intelectual de Amberes: «Ha juntado Dios en esta villa hombres los cuales me ayudan en esta obra [la Biblia] y entienden de la corrección della… de los cuales oso afirmar que en ninguna provincia, en ningún siglo se han hallado cinco hombres juntos de mejor condición en las lenguas, de mejor celo en la religión católica, de mejor y más continuo trabajo ni de mejor diligencia».

Al visitar ahora el Museo Plantin, el tiempo parece congelado. Las salas de impresión guardan los mismos troqueles y matrices que sirvieron para la Biblia de Amberes. El despacho de Plantino sigue intacto, incluso la biblioteca donde se reunía con Arias Montano. Cristóbal Plantino, el gran amigo de Arias Montano, se convirtió en primer tipógrafo real de la Corona española. Y, a pesar de sus relaciones con los calvinistas, consiguió el monopolio de la venta en España y sus colonias de misales, breviarios y otros libros de devoción. Tal vez eso sólo se podía conseguir en una ciudad abierta y tolerante que Arias Montano había descrito emocionado.

En el Museo Plantin las prensas silenciadas parecen a punto de iniciar el ritmo mantenido durante siglos. Como escribía Arias Montano en otra carta: «Agora se están cortando dos planchas para la muestra de este primer cuerpo. Yo hice la invención de ellas de carbón y plomo, y ha traído Plantino un buen pintor de Malinas. Yo tengo dos escribientes para las cosas latinas, y aún no me bastan para sacar en limpio lo que les doy en borradores». Y queda en el aire un vago olor a tinta y a papeles del pasado, a tertulias y confidencias de hombres eruditos, de fantasmas que siguen paseando por esta imprenta de la que salía el saber de una época tan trágica como fascinante.