JUAN DE DIOS DE LA RADA

 La expedición de las antigüedades 

En la penumbra del Museo Arqueológico Nacional, algunas piezas solemnes en las vitrinas –orgullosas frente al tiempo– esconden una curiosa historia sucedida en 1871 y protagonizada por un arqueólogo almeriense, Juan de Dios de la Rada y Delgado. En el vientre de una fragata de guerra, y ocultos en veintidós cajones, viajaron por el Mediterráneo varias de las piezas que aún hoy se pueden contemplar en las salas del Museo Arqueológico Nacional, que fue creado con gran ilusión en 1867 siguiendo las corrientes europeas de divulgación científica del siglo.

En realidad, el barco expedicionario que buscaba por el Mediterráneo antigüedades para la colección del recién fundado museo había partido con grandes intenciones, pero la habitual desidia y desprecio a la cultura en España terminó por hundir el proyecto que dirigió el arqueólogo y viajero andaluz.

En el audaz e inquieto siglo XIX, las grandes potencias ya habían iniciado sus expediciones arqueológicas. Desde el comienzo de la fiebre por las antigüedades iniciada en el siglo XVIII, Inglaterra había comenzado una carrera colonial por los restos de las civilizaciones perdidas, desde las adquisiciones privadas de antigüedades de los viajeros del Grand Tour al saqueo organizado de ruinas en Grecia. Alemania sorprendería con sus expediciones arqueológicas por Asia –que se pueden ver actualmente en la isla de los Museos de Berlín– y la expedición napoleónica en Egipto convirtió a Francia en potencia museística de las antigüedades. Todos contaban con un buen patrimonio arqueológico aunque fuera a costa de saqueos, expolios y campañas de guerra.

España, como en tantas otras cosas, se había quedado atrás. Por eso la expedición dirigida por Juan de la Rada se considera uno de los primeros viajes arqueológicos impulsados por el gobierno español. Es curioso que esta iniciativa se produjera además en una de las épocas más complicadas del ya agitado y convulso siglo XIX, el breve reinado de Amadeo de Saboya.

Cuando el gobierno le encomienda la dirección del viaje, De la Rada era jefe de tercer grado del Museo Arqueológico Nacional y ya había participado en varias comisiones arqueológicas por España. Juan de Dios de la Rada (Almería, 1827-Madrid, 1901) escribió años más tarde de su experiencia la obra Viaje a Oriente de la fragata de guerra Arapiles (1876) en la que se relata la expedición. El viaje se inició en realidad en Nápoles, donde se encontraba la fragata Arapiles, porque había sido exhibida en una exposición marítima en la ciudad italiana. La fragata tenía una eslora de 85 metros, una manga de 16,48 metros, y arboladura de cuatro palos (el mayor tenía más de 16 metros). Contaba además con diecisiete cañones, tres canoas y diez botes y tenía espacio para 537 personas. Era una nave destinada a la gloria científica.

Los expedicionarios llegaron a Nápoles en tren y partieron el 7 de julio del año 1871. La tripulación la formaban, entre otros personajes, el médico militar Vicente Moreno de la Tejera –que también escribió un libro con las vivencias de la expedición, Diario de un viaje a Oriente–; el epigrafista Jorge Zammit y Romero, que sirvió de intérprete por sus conocimientos en varias lenguas, y el dibujante y fotógrafo Ricardo Velázquez Bosco.

En Nápoles, visitaron los yacimientos de Herculano y Pompeya y el Museo Borbónico de la ciudad. Rada tomó buena nota de asuntos como la museografía para incorporarlos al nuevo Museo Arqueológico. Recorriendo Sicilia compraron monedas, terracotas y vasos griegos como los que pertenecían al Gabinete del Barón de Utica. El itinerario continuaba por los puertos de Mesina, Siracusa, El Pireo, Besika, Constantinopla, Esmirna, Quíos, Samos, Rodas, Lárnaca o Beirut.

Pero al llegar a Constantinopla se encontraron con un grave problema que llevaría a la expedición al fracaso. El gobierno había destinado 2.500 pesetas del fondo de nuevas adquisiciones. Una cifra que sólo en gastos de viaje y en dietas se fue agotando. Desesperado, Juan de Dios de la Rada envió un telegrama desde el barrio de Pera en Constantinopla donde se encontraban para pedir fondos, pero no hubo respuesta. Este hecho limitó el viaje, las compras y las estancias en los sitios programados en el itinerario.

No obstante, el viaje continuó. Los expedicionarios alcanzaron el puerto de Jafa, lugar de llegada de los que viajaban a los Santos Lugares. De Jafa a Jerusalén mediaban unos ochenta kilómetros que realizaron a caballo y de noche por temor a los saqueadores y al intenso calor. En Belén, De la Rada tuvo una curiosa evocación de Andalucía: «La pequeña ciudad de Judea asentada en una altura y esparcida por la accidentada vertiente de una montaña, con sus casas blancas y sus terrados como los de mi inolvidable Almería, allá en las orillas opuestas del Mediterráneo».

Finalmente, la expedición del Arapiles llega a Alejandría, desde donde en un principio pensaban continuar hasta El Cairo y dedicarse a comprar antigüedades egipcias para el museo. Pero a esas alturas apenas quedaba dinero para el regreso. De hecho, en algunos momentos habían tenido que navegar aprovechando el viento con el fin de no consumir carbón.

No había otra opción. La expedición estuvo dos días en Alejandría y sólo se pudo comprar la cabeza de una estatua masculina de época ptolemaica que hoy se exhibe en el museo. Así terminó el sueño de Juan de Dios de la Rada.

Por eso su libro de viaje se convirtió en un desahogo, una forma de divulgar una historia desconocida. En la obra De la Rada lamentaba las condiciones a las que tuvo que enfrentarse la expedición. Sin embargo, siempre albergó la esperanza de que el viaje del Arapiles fuera el comienzo de un programa de expediciones coleccionistas. Pero no fue así. El viaje quedó en la rara historia del coleccionismo español como un caso aislado y curioso sucedido en la extraña y convulsa España de Amadeo de Saboya.

La concepción arqueológica de De la Rada aún está impregnada del coleccionismo y el anticuarismo que consiste en la acumulación de objetos descontextualizados que sólo busca la obra bella. Sin embargo, poco a poco iría progresando hacia un sistema más científico con métodos que aprendió en su viaje. En el inventario de materiales para el museo aparecían 60 vasos griegos, 30 vasos de cerámica chipriota, esculturas, monedas, vaciados en yeso de los relieves de la Acrópolis y otras piezas escultóricas y arquitectónicas.

Cuando en 1894 fue designado director del Museo Arqueológico, Juan de Dios de la Rada pasaba largo tiempo contemplando aquella valiosa cabeza de una estatua masculina de época ptolemaica. Quién sabe si hablaba con ella recordando con nostalgia sus pasados viajes de epopeyas y amarguras.