ÁNGEL GANIVET

 Las cartas finlandesas del cónsul 

Desde los balcones de su casa en Helsinki, el granadino Ángel Ganivet veía el bosque de Brunksparken antes de abrirse a un inmenso mar helado. Mira dentro del paisaje buscando parecidos que mezclaban su memoria con los caprichos de la nostalgia. «El bosque, aunque esté muerto, me recuerda la Alhambra; el mar helado me hace pensar en nuestra Vega», escribió. Ganivet hace curiosas comparaciones entre los cármenes granadinos y las quintas o villor finlandesas, entre la manteca y los jamones de Trevélez. Tiene la mirada asombrada del hombre meridional que asiste al espectáculo fastuoso de los fríos nórdicos.

Ángel Ganivet (Granada, 1865-Riga, Letonia, 1898), quedó hechizado por los paraísos septentrionales durante su estancia en Helsinki y Riga como cónsul de España en Finlandia. Sin embargo, sucumbió al suicidio ártico, al final estremecedor del hombre que decide acabar con su vida en las heladas aguas del Dvina. Ganivet no duda en arrojarse al río durante un viaje en barco, pero es rescatado por la tripulación del barco en el que viajaba. Sin embargo, cuando sus salvadores intentan reanimarlo en cubierta se zafa de ellos y vuelve a lanzarse al fondo oscuro de las aguas. No quiso vivir más y se entregó al vientre helado del paisaje que tan bien había narrado en sus escritos.

El autor de Idearium español –uno de los textos que resumen el pensamiento noventayochista de esa generación que reflexionó sobre el dolor y el mal español– vivió algún tiempo en Finlandia. Para fijar en su memoria aquella patria extraña, tan diferente de su Granada natal, escribió el libro Cartas finlandesas, una obra singularísima en España por ser de las escasas miradas de un hombre del Sur hacia el Norte.

Las cartas finlandesas se publicaron en el diario El Defensor de Granada entre 1896 y 1898, y en ellas Ganivet describió la cultura de su país de acogida haciendo un retrato del paisaje semejante al que escribió en su célebre Granada la bella, obra inscrita dentro de esa corriente finisecular de ensayos que intentaban atrapar el alma de los lugares. El cónsul de España en Finlandia también añadió otros textos a sus cartas, el pequeño ensayo Hombres del Norte, en el que descubre al lector español a autores escandinavos como Ibsen, Jonas Lie o Bjornsterne Bjornson.

Las cartas parten de una petición de la tertulia literaria que Ganivet tenía en su ciudad natal: «Varios amigos míos granadinos, miembros de la tan ilustre como desconocida Cofradía del Avellano, me han escrito pidiéndome noticias de estos apartados países».

Ángel Ganivet es consciente de cómo pueden impresionar a los meridionales los cuadros de costumbres de un lugar en el que se alcanzan hasta treinta grados bajo cero y en el que varios días al año no hay luz solar. «Voy a sorprender a mis lectores diciéndoles que aquí no hace frío. Dentro de las casas se vive en perfecta primavera, y en la calle, envuelto en pieles, suda uno más que en verano. Sólo la cara, que tiene que ir al descubierto, se resiente de las caricias, un tanto brutales, de la nieve y el viento. De diez grados para abajo, la barba se hiela y la cara se adorna con un marco de estalactitas cuando se vuelve a casa después de pasear un rato, de cada pelo cuelga un carámbano, y al sacudirse suena uno como una araña de cristal», escribe en una de sus curiosas cartas de asombro ante los fríos.

A pesar de todo, Ganivet no cae en la trampa del exotismo, de la narración pintoresca y superficial como sí hicieron tantos viajeros del Norte ante la visión de las postales del Sur. Es muy interesante su reflexión sobre el otro, fruto de una mirada irónica y el juicio certero de lo que contempla. Muy diferente desde luego a la descripción apresurada, llena de tópicos y prejuicios que había caracterizado los libros que los viajeros extranjeros –sobre todo los franceses–, habían hecho sobre España, y en particular sobre el apasionado y desmedido Sur. Una imagen que se había forjado desde el siglo XVIII y que sufrirá el propio Ganivet, que en este norte del Norte intenta «inspirar confianza» y, «a pesar de repetidos ejemplos de cordura y seriedad», concluye que su procedencia andaluza le perjudica notablemente. Ganivet no puede evitar la prevención por el «malísimo concepto como sujetos sentimentales» de los españoles que, según los finlandeses, «nos burlamos de las mujeres que no saben resistir».

Precisamente sobre las mujeres finlandesas hace Ganivet un retrato particular, a medias entre la fascinación y cierto rechazo porque no asume la libertad de unas mujeres «demasiado callejeras», «poco femeninas», e «independientes», que «tienen la manía de la libertad». Unas mujeres que lo desconciertan porque aspiran a la belleza intelectual: «Don Juan tiene que convertirse aquí en maestro de escuela, porque Doña Inés está cargada de diplomas».

Las Cartas finlandesas están llenas de ironías y divertidos fragmentos. Por ejemplo cuando describe la gastronomía un poco «salvaje» y sus desventuras para comprar ajo, ya que se vende sólo en las boticas porque nadie en Finlandia imagina que tenga otras virtudes que las medicinales.

El escritor granadino se detiene y disfruta describiendo los paisajes helados, la gente que atraviesa pesadamente las calles bajo el frío del invierno, que permanece refugiada en sus casas tibias, «encristalados y empapelados»: «Dichosa tierra que durante meses y meses trata a sus hijos como a plantas exóticas».

Ángel Ganivet proponía dar a conocer en España un «género de patinación» nuevo y curioso fruto de su experiencia en los fríos árticos: «Podrá ser practicado en Granada si llega a cuajar mi proyecto de “Finlandia andaluza”», escribía. Ganivet pretendía seguir la idea que impulsó el Centro Artístico de Granada en 1891 de promover el montañismo en Sierra Nevada, según apunta la investigadora Carmen Díaz de Alda Heikkilä en su libro Estudios sobre la vida y la obra de Ángel Ganivet. El autor explicaba el cambio de los antiguos patines de hierro por los modernos de madera y describía los bastoncillos para impulsarse con velocidad por la nieve.

Otros españoles siguieron la huella del granadino Ganivet indagando en el alma finlandesa como el escritor y diplomático Agustín de Foxá con su libro Un mundo sin melodía (notas de un viajero sentimental); Ramón Zulaica con Itinerario con nostalgia; el periodista Ramón Garriga con Desde el techo de Europa, o el diplomático Eduardo Alonso Luengo con su obra Helsinki. 

También rastreó la huella de Ganivet otro andaluz, el periodista jerezano Enrique Domínguez Rodiño, celebrado autor de crónicas sobre la Gran Guerra que trabajó para La Vanguardia desde Alemania. En noviembre de 1920 Rodiño llega a Riga, recorre una ciudad a veinte grados bajo cero en busca de alguna pista sobre el lugar de enterramiento de su compatriota al que admiraba como personaje clave del regeneracionismo andaluz y por su guía emocional Granada la bella. Sin embargo, la guerra había hecho desaparecer buena parte de los archivos. Tras varias pesquisas en los periódicos que registraron la noticia de la muerte de Ganivet en noviembre de 1898, llega a la parroquia católica de Nuestra Señora de los Dolores de Riga en la plaza del Castillo número 5 de donde había partido el entierro, según se relataba en la crónica de los periódicos del día de la muerte.

Busca en los archivos de la parroquia pero, cuando está a punto de dar con las páginas de la fecha del entierro, descubre que faltan hojas. En un increíble azar se da cuenta de que las hojas se encuentran en una cesta en la que se guarda la madera destinada a alimentar la chimenea. Se salva así la última memoria de Ángel Ganivet, el acta de defunción en la que aparecen los siguientes datos: número 701 del Registro de Óbitos del 17 de noviembre de 1898, «Ahogado, en estado irresponsable». Ganivet había sido enterrado en el cementerio católico de San Miguel el 21 de noviembre.

Domínguez Rodiño no se conforma con el hallazgo e intenta reconstruir los últimos días de su paisano. Quiere conocer todos los detalles sobre su paisano, así que se entrevista con el doctor Ottomar von Haken que fue quien ordenó al escritor granadino que se recluyera en una casa de salud ante la parálisis general progresiva y la manía persecutoria que padecía.

El periodista impulsó una campaña en la prensa para que los restos de Ganivet regresaran a España: «Hay que llevar a Ángel Ganivet a España. Porque en esta gris soledad, donde la nostalgia es el más angustioso de los dolores, Ángel Ganivet se muere de tristeza y de frío…», escribió en la prensa. El cuerpo de Ángel Ganivet fue trasladado a su Granada natal en 1925.

A pesar de su fascinación por los viajes de ese Norte sorprendente, Ganivet no fue feliz allí y ni siquiera sus tareas como diplomático lo salvaron de una profunda depresión cuya única salida fue el suicidio. ¿Qué paisajes imaginaría Ganivet mientras se hundía lentamente en las aguas del río Dvina, versión helada y negra del cálido Darro de su infancia granadina?