AUGUSTO CONTE

 Los recuerdos de un memorialista 

Una historia de viajes, de salones de respeto, de palacios suntuosos, de conflictos y revoluciones, de conspiraciones políticas, de visitas a museos, de paseos por calles lejanas. Todo ese mundo atraviesa las casi dos mil páginas de la obra que desde su retiro en Florencia escribió el gaditano Augusto Conte. La de Conte es la memoria de una vida intensa, pero al mismo tiempo contemplativa donde se repasa casi al detalle la crónica íntima del siglo XIX.

Augusto Conte Lerdo de Tejada había nacido en Cádiz en 1823 y desde la Florencia que estrena la nueva centuria repasa su siglo. El resultado serán los tres volúmenes de Recuerdos de un diplomático, publicados entre 1901 y 1903, en los que evocaba sus años por medio mundo: Lisboa, Londres, La Habana, México, Roma, Florencia, Turín, Nápoles, Copenhague, Atenas, Constantinopla y Viena. Precisamente en esta ciudad la labor diplomática de Conte tendría un fruto importante, ya que fue el responsable de preparar las condiciones para el matrimonio de Alfonso XII con su segunda esposa, María Cristina de Habsburgo.

 Recuerdos de un diplomático se lee como un ameno anecdotario de la vida en las embajadas, una cultivada guía artística de viajes y también como una curiosa reflexión sobre los asuntos españoles contemplados desde fuera. No faltan en esta obra las huellas de su tiempo, la sagaz mirada del viajero –de un andaluz que observa y analiza el mundo con una visión muy particular–, la descripción de ambientes y costumbres y la narración, a veces despiadada, sobre los habitantes de los lugares a los que llega.

Augusto Conte inicia su periplo en Lisboa como miembro del cuerpo diplomático en el año 1845. Pasea con detenimiento por la ciudad, una ciudad hermosa que, sin embargo, aún conserva costumbres antiguas como arrojar agua sucia desde las ventanas. En su libro, Conte advertirá al lector del peligro de estas lluvias oscuras al regresar de noche. Otro de los episodios sugerentes es su descripción de los salones aristocráticos como la quinta Bemfica, cerca de Lisboa, propiedad del marqués de Fronteira, y de la que es asiduo en la reunión que allí se celebraba.

De Lisboa, el joven diplomático partirá a Londres, una ciudad que le fascina llegando a tener envidia «de tanto orden, de tanta actividad, de tanta riqueza. (…) Parecióme que allí estaba el colmo de la civilización, de la riqueza y del poder». Augusto Conte no sólo quedará embelesado por la ciudad, también por las mujeres: «Viniendo de Portugal, donde generalmente son feas, todas las inglesas, blancas y rubias, me parecieron diosas». Y es que Conte dedicaba en su libro de recuerdos numerosos pasajes a la descripción de las mujeres de cada uno de sus destinos diplomáticos. Al Conte que descubre los paisajes londinenses sólo le molestaba el clima «frío, lluvioso y desapacible» y, sobre todo, las neblinas de Londres, que «entran en las casas y se huelen y se mascan, y cubren de tal manera el disco del sol, que no parece sol sino oblea».

El siguiente destino del diplomático gaditano será París, que le parece una «ciudad grande, hermosa y divertida». «Todo me gustaba en París, hasta sus verrugas, como dice Madame de Sevigné». Y después de París llegará una nueva etapa para Augusto Conte con su partida hacia América. El viaje trasatlántico cuenta con curiosos episodios. El diplomático llegará a Jamaica en cuya capital, Kingston, le sorprende el Carnaval. Allí es invitado a danzar con indígenas y no evita cierto humor escatológico: «Poco agradable era el olor que, más aún que las gitanas de Sevilla, despedían aquellas Venus africanas».

Conte vivirá en Cuba y en México. La Habana la describirá como una «ciudad rica y espaciosa» y añade que «quizás, después de Nueva York, es la primera de América». Conte exalta además su aire cosmopolita y su hacienda saneada «en contraste con la de la metrópoli». Pero Augusto Conte no es un sólo un viajero que busca solazarse con las hermosas postales y el lado divertido de las ciudades. Es un diplomático y descubre lo que se esconde detrás de los paisajes. Con su mirada política detecta el ambiente separatista que en esos años crece en la última colonia española.

Su estancia en México tiene mucho de singular espejo en el que cree contemplar España. Parece que viera reflejada otra idea u otra versión española. El Valle de México le recuerda a la Vega de Granada y la capital le fascina como si viera «una segunda España, más nueva y más bella». Las casas de la capital le parecen las de Sevilla y Cádiz «con patios y corredores abiertos y azoteas practicables». Conte vivirá incluso un terremoto desde su hotel en la Plaza de San Francisco: «La plaza entera se movía como un barco».

Augusto Conte recibe un nuevo destino y regresa a Europa con una estancia prolongada en varias ciudades italianas. A Roma llega en 1847 y permanecerá allí hasta 1852 como segundo secretario de la embajada. En el camino visita Toulouse y los campos cubiertos de olivares le recuerdan a Andalucía; en Marsella se admira de su puerto; en Génova elogia los palacios de pasada grandeza y recuerda la historia de muchas familias gaditanas y sevillanas que partieron de esta ciudad en los siglos XV y XVI, y Liorno lo describe como «un centro y refugio de la marinería más turbulenta del Mediterráneo».

De Roma, Conte despreciaba la suciedad de sus calles y sus habitantes, pero elogiaba la elegancia de sus monumentos antiguos. La ciudad vive momentos dramáticos con las luchas por la independencia que el diplomático narra en varios capítulos, deteniéndose en las semanas en las que tiene que quedarse custodiando el palacio de la embajada para proteger a los súbditos españoles. También acogió a algunos personajes perseguidos por los revolucionarios. Cumplió así con el destino de salvadores que asumen a veces algunos diplomáticos en tiempos convulsos.

Florencia será finalmente su nuevo destino, donde cambiará su vida al conocer a la que será su esposa, Ida, hija de madame MacDonell, viuda de un cónsul inglés y cuya tertulia frecuentaba. Florencia es descrita en el libro con indudable emoción artística. Allí permanecerá desde 1852 a 1854, fascinado por «el aire de la ciudad», que tanto elogiaba Vasari. De los florentinos haría un curioso retrato negando su supuesta avaricia y admirando su carácter afable y dulce, así como el «espíritu práctico de la vida», aunque destaque un defecto: «Son terriblemente blasfemos».

De Florencia Conte pasará a Turín, viajará por Pisa, Siena –«y su catedral admirable»– hasta llegar a Nápoles, donde residirá entre 1855 y 1858. En el viaje de Turín a Nápoles, que realiza con su esposa y sus dos hijas, el diplomático describirá la pavorosa epidemia de cólera que asoló la ciudad.

Ya en Nápoles, «reina del Mediterráneo», queda fascinado con el Vesubio y se detiene en museos, palacios y sepulcros hasta terminar en la tumba de Virgilio. De los napolitanos dirá que son perezosos: «Hasta el hablar les parece un gran trabajo y tratan de evitarlo usando los más curiosos gestos».

En 1865, Conte vivirá una curiosa etapa danesa que concluirá cuatro años más tarde. En este país, que recorre con detalle, descubre insólitas historias y, al mismo tiempo, analiza los acontecimientos en Europa.

Atenas, Constantinopla y Viena son sus últimos destinos. Sin embargo, será en la corte vienesa donde la labor de Augusto Conte adquiera más importancia. Allí entablará relación con la archiduquesa María Cristina, futura esposa de Alfonso XII, a la que describía con «rasgos Habsburgo» y que agradaba «por su gracia y frescura».

Al final de sus días, el gaditano se entregaría al recuerdo de su azarosa vida por el mundo. Consciente de que la labor diplomática le había permitido ser un privilegiado observador de su época, escribió elogiando su oficio, aunque admitió que también tenía su lado amargo. «El solo inconveniente que le he encontrado a la carrera diplomática ha sido que deja poco a poco sin amigos, de tal modo que cuando el que la ha seguido muchos años regresa a su patria, es en ella como un extraño». Poco antes de su muerte lejos de España en la Florencia de 1902, la única patria que le quedaba a Augusto Conte era la de su memoria. Y a ella se aferró.