ALEJANDRO AGUADO

 El París del marqués filántropo 

El caballero pasea por los salones de pasos perdidos de su mansión. Es un castillo que fue residencia de Luis XIV. Las maderas solariegas crujen y en los retratos estremece la mirada de óleo de los personajes del pasado. Se asoma a la ventana. Respira el aire fresco de la tarde. Huele a bosque, pero también a río. El Sena no está muy lejos, pero a él le recuerda la brisa que llegaba con el soplo de marea. Ese viento cálido de salitre viscoso del Guadalquivir, el río con color de aceite antiguo que arrastra toda la nostalgia del mundo.

Alejandro Aguado es un hombre inmensamente rico. Si echáramos un vistazo al salón que le rodea, veríamos tizianos, murillos, riberas, grecos, rubens. Su galería de cuadros españoles es mayor que la del Louvre. Sonríe satisfecho. Desde la ventana contempla los hermosos jardines que llevan nombres de óperas, las obras líricas compuestas por su buen amigo Rossini. Alejandro Aguado, el marqués de las Marismas del Guadalquivir, el hombre más rico de Europa, echa de menos España, Andalucía, su Sevilla natal. Con todo el sabor agridulce del pasado.

Aguado nació en Sevilla el 28 de junio de 1785 en la calle Don Pedro Niño. Su padre es el conde de Montelirios y procede de una familia de origen navarro que hizo su fortuna en Andalucía a través del comercio. Algún biógrafo asegura que Aguado descendía de los Bucarelli, saga enriquecida en la Sevilla del Siglo de Oro por los negocios con las Indias y luego convertida en importante linaje de la nobleza. El joven se siente atraído por la carrera militar. Cree que la vida del soldado está llena de riesgo y de aventura. El hombre que será rico comerciante y banquero no tiene ni idea de que la vida le depara otro camino. El millonario español afincado en Francia que competiría con Rothschild en riquezas, el grandísimo mecenas de la vida parisina, tendrá una juventud esforzada, azarosa, compleja. Es uno de esos personajes atravesado por los vientos de la Historia. Aunque para él siempre soplarán a favor.

Las tropas de Napoleón invaden España, estalla la Guerra de la Independencia y Aguado se integra en el Batallón de Voluntarios de Sevilla. El ejército francés ocupa la ciudad. Aguado tiene entonces que ocultarse en su casa natal para que los soldados napoleónicos no lo descubran y ejecuten. Sin embargo, algo ocurre en su vida. Le fascina el ambiente que los invasores imponen en la ciudad. No sabe si serán las fiestas, las reformas, los cambios en las costumbres. Aguado queda rendido ante el despreocupado ambiente de la Sevilla napoleónica. Así pasa a ser afrancesado, un ejemplar típico de los papamoscas, como llaman los patriotas a los que sucumben al hechizo francés. Es más, Aguado, como ocurrirá en tantos momentos de su vida, no pasará desapercibido sino que se convertirá ni más ni menos que en jefe de escuadrón del ejército de ocupación. Y no sólo eso, llegará a ser edecán del mariscal Soult, el gran saqueador de obras de arte en Sevilla. Con el paso de los años buena parte de la mejor pintura barroca sevillana pertenecerá a las galerías privadas de ambos militares: la colección de Soult y la de Aguado.

Pero aún faltan varios años para eso. Por el momento, Aguado es un afrancesado que lucha en las tropas de la Grande Armée y combate contra un compañero de regimiento de sus años como militar español: el general San Martín, que llegará a ser el libertador americano. De hecho, los antiguos amigos se enfrentarán en la batalla de La Albuera. Ambos sobreviven a la guerra y más adelante los azares de la vida volverán a unirlos. Tiempo al tiempo.

Con la derrota napoleónica, Alejandro Aguado tiene que exiliarse a Francia, pero su aparente derrota se transforma en fortuna por su habilidad para los negocios. De la nostalgia por la patria perdida surge la idea de comerciar con productos que su madre le envía desde Sevilla. Así, camino de Francia parten barcos cargados con toneles de aceite, aceitunas, vinos, naranjas y limones que Aguado vende en Francia y también en América. Con la marca Épiceries fines. Produits coloniaux, Aguado comercia además con tabaco, café y frutas tropicales de Cuba. Hombre atento a los caprichos de su época, decide ampliar el negocio al descubrir la pasión por la moda oriental. Así, crea una marca de jabones: Savon des sultanes. Ha llegado el momento del éxito, el antiguo militar es ya un exitoso empresario que vive rico y feliz en París.

Pronto aumenta su riqueza y a partir de 1816 decide embarcarse en el mundo de las altas finanzas y de la banca. Es entonces cuando surge la oportunidad de reconciliarse con su patria después de haber luchado con el ejército francés. Aguado propone una ayuda económica a Fernando VII, hundido por la grave situación económica de España. Así se convierte en el banquero del rey.

Alejandro Aguado había fundado un banco que emitía sus propios títulos. De hecho, en las bolsas de Europa se cotizaba la deuda pública española gracias a Aguado. Eran los llamados bonos Aguado. Es el agente financiero de Fernando VII en el extranjero. Su carrera en busca de conseguir el favor de su patria perdida le hace incluso pagar grandes cantidades en la prensa de París para que se escriban artículos que resalten el lado amable de España.

Mientras, la buena fortuna del sevillano continúa con inversiones fructíferas en los viñedos de Medoc y en el ferrocarril de la línea París-Ruán-Dieppe. Y sin olvidar a su patria, pues consigue la concesión de minas por todo el territorio español. Sólo en Andalucía, contará con las de plata en Guadalcanal, Cazalla y Galaroza; de oro y plata en Alájar; de plomo en Puebla de los Infantes; de cobre en Río Tinto y Aracena y de vitriolo en Cazalla.

Alejandro Aguado, en la cima de su fortuna económica, consigue un título nobiliario otorgado por Fernando VII, agradecido de los buenos servicios del afrancesado. El 11 de julio de 1829 el rey le concede el título de marqués de las Marismas del Guadalquivir, un nombre que se debía al proyecto que financia Aguado de desecar las marismas para ponerlas en cultivo, plan que al final no se realizó.

Hay otro proyecto que no llega a buen puerto. Quizás es el único sueño no cumplido del millonario. El filántropo esperaba poder regresar alguna vez a su ciudad natal y comprar la casa que estaba frente a la del Palacio de las Dueñas, propiedad de la casa de Alba. Pero no pudo ser porque moriría antes. El 12 de abril de 1842, durante un viaje para visitar sus explotaciones carboníferas en Asturias, el marqués de las Marismas del Guadalquivir fallece de un ataque de apoplejía. Su fortuna ascendía entonces a sesenta millones de francos.

Pero antes de que llegue el momento de que Aguado repose en una tumba-mausoleo en el cementerio de Père Lachaise, repasemos otra gran victoria del millonario. El marqués de las Marismas del Guadalquivir, convertido ya en el hombre más rico de Francia, se rodea de artistas. Es el gran mecenas de su época y además de adquirir obras de los grandes pintores es uno de los empresarios del Teatro de la Ópera.

Rossini solía ser uno de los habituales invitados en su residencia de Petit-Bourg. De hecho, Aguado denominó los jardines de su mansión con nombres de óperas del músico italiano. Allí Rossini compuso su ópera Guillermo Tell, que se estrenó el 3 de agosto de 1829. Gracias a las relaciones de Aguado, Rossini consiguió el encargo de un Stabat Mater para la capilla de San Felipe el Real de Madrid. El empresario sevillano realizó con Rossini un viaje a España en 1831 y el músico compuso una pieza para seis voces y piano titulada Cantata para el bautizo del hijo del banquero Aguado, concretamente su hijo Olimpo Clemente en 1827.

Además, los jueves se reunía en su palacio parisino de la Grange Batelière con autores como Balzac. De hecho, el escritor francés podría haberse inspirado en Aguado para alguno de sus personajes de la novela La Maison Nucingen (1837). Y parece que Alejandro Dumas se basa en él para un personaje de El conde de Montecristo. 

Aguado impulsó y fundó publicaciones periódicas. Fue uno de los mecenas que financió la Revue de Paris, donde se publicarían por entregas las novelas de Balzac, Dumas y Flaubert. Sin olvidar que sería uno de los impulsores de la fiebre por los bailes españoles en los teatros europeos durante el siglo romántico. Desde su palco en propiedad en el Teatro de la Ópera presenciaba los espectáculos de bailarinas que mostraban coreografías de danzas españolas, aunque no fueran españolas, como ocurría con una de sus protegidas, la Duvignon. Otra preferida era la bailarina Alexandrine Fijan con la que incluso tuvo un hijo, Louis Alfred.

El empresario fomenta la exhibición de los boleros, los fandangos, las corraleras o las cachuchas en los teatros principales. Gracias a este apoyo, el director del Teatro de la Ópera, Louis Veron, contratará a artistas españoles como Dolores Serral, Mariano Camprubí, Manuela Duvignon o Francisco Font.

Varios lugares del mundo recuerdan a este sevillano afrancesado que hizo una gran fortuna en su obligado exilio en París y que se convirtió en mecenas, coleccionista de una gran galería de arte o fundador de prestigiosas publicaciones culturales. Uno de esos lugares es el Museo Histórico de Cuyo en Mendoza. Allí, con el fondo de la Giralda, aparece un caballero de mirada segura, señorial y serena.

Su huella no permanece sólo en ese lejano museo cerca de los Andes. En el bonaerense barrio de Palermo hay una calle que se llama Sevilla y, al lado, otra rotulada como Alejandro Aguado. Esta curiosa cartografía andaluza en Argentina se debe a la intensa amistad entre Aguado y el general libertador José de San Martín.

Tampoco faltó nunca a su vieja amistad con el general libertador y, de hecho, fue la persona que lo ayudó económicamente durante el duro exilio de San Martín por Europa. Cuando Aguado murió, lo dejó como albacea de su testamento y lo salvó de la indigencia, como confesó en más de una ocasión San Martín.

En el Museo Romántico de Madrid hay un cuadro de Francisco Lacoma que representa a Aguado y a su esposa en el palacio de Petit-Bourg en Evry, a las afueras de París. El marqués está sentado ante su escritorio, lleva una levita donde muestra diversas condecoraciones como la placa y la banda de la Gran Cruz de la Real Orden de Isabel la Católica, la de Comendador de Número de la Muy Noble y Distinguida Orden de Carlos III y la Gran Cruz de la Legión de Honor. Parece empeñado en demostrar su carácter de patriota, como si no se fiara demasiado del relato que la posteridad fuera a hacer de él.

En el fondo del retrato aparecen colgados uniformes de los ejércitos español y francés en los que parece intuirse el polvo de las batallas. Alejandro Aguado mira con la seguridad de quien se sabe poderoso, pero algo se adivina en su mirada. Quizás una fragilidad, un asomo de tristeza, una melancolía de los paisajes perdidos. El aire del Guadalquivir que él quisiera que también se colara dentro del aire hechizado de este cuadro.