JUAN VALERA

 Los epistolarios de un hombre de mundo 

Un joven Valera escribe ante una ventana con vistas al Neva o bebe vino de las faldas del Vesubio desde un balcón que da a la Bahía de Nápoles. Anota sus impresiones, anécdotas y certeras reflexiones sobre el mundo que ve y que le asombra. También a veces confiesa su hastío, el malestar, el aburrimiento, las condenas de la vida diplomática, las afecciones de la salud. Pero va pasando el tiempo por este Valera que escribe cartas en distintos rincones del mundo. Desde su estancia en Nápoles en 1847 hasta el momento en el que decide abandonar la vida diplomática tras su trabajo como embajador en Viena en 1895 ha pasado una vida entera. Una intensa biografía llena de viajes, tertulias cosmopolitas, libros y vivencias.

Juan Valera (Cabra, Córdoba, 1824-Madrid, 1905), el autor de la célebre novela Pepita Jiménez, fue uno de los escritores más viajeros de su tiempo gracias a su trabajo como diplomático, que compaginó con la vida literaria y sus ambiciones políticas. De su experiencia en lejanas ciudades fue dejando constancia en una intensa correspondencia con su familia y amigos. Las cartas están llenas de humoradas, de procaces comentarios sobre las mujeres de cada país y de curiosas descripciones como cuando compara las cúpulas moscovitas con manzanas cocidas o rábanos, y los vivos colores de las iglesias que parece que «les han quitado el pellejo y que están desolladas padeciendo horribles tormentos». También destaca la visión que sobre los españoles tenían en las cortes europeas y en las ciudades americanas.

Divertidísimas son las escenas que el escritor describe de su estancia en algunas ciudades alemanas. En Dresde, donde estuvo en 1855, comenta en una carta a su madre, Dolores Alcalá Galiano, que es examinado como «un bicho raro, habitante de la Polinesia o de tierra más bárbara e inculta». El escritor confiesa que en los actos de sociedad se sorprenden de que aparezca vestido con frac. «Días pasados estuve en un bailecito y se empeñaron en que bailase el bolero. Yo me excusé con que no lo sabía por torpeza. Todos quisieran verme de majo y con puñal y que hubiese traído conmigo alguna hermana mía que fuese de mantilla y demás adminículos de maja».

A esas alturas del siglo la visión de los viajeros románticos había hecho estragos sobre el retrato de todo lo español. «Como estas señoras son tan románticas adoran la España, país primitivo, como ellas dicen, donde quisieran ir para que las cogieran los ladrones y las violaran, y para correr otras aventuras de no menos gusto y provecho. La mayor parte de estas damas tienen la cabeza perdida con la lectura de libros franceses», apunta con sorna.

La aparición en los lujosos salones europeos de un caballero erudito y educado como Juan Valera provocaba el desconcierto en los que ya tenían fijado el arquetipo del español. Así describe lo ocurrido en una tertulia en la que la anfitriona le invita a tomar té y Valera lo rechaza: «Imaginando que en España no se conocía aquella bebida se puso a explicarme lo que era, recomendándomela por buena y saludable». Una situación similar le sucede en una cena en Berlín: «Se asombró el cortesano que estaba a mi lado en la mesa cuando, al servirnos el caviar, quiso explicarme lo que aquello era, como manjar para mí desconocido, y yo le dije que en España se comía y se sabía lo que era el caviar, por lo menos desde el siglo XVII o fines del XVI, y que Cervantes habla del caviar en Don Quijote».

El escritor describe la imagen que existía sobre su país natal en Rusia: «De España creen que hay muchos ladrones, una anarquía completa y ninguna esperanza de que un Gobierno cualquiera se consolide y dure más de uno o dos años».

El clima afectaba a veces al escritor andaluz. En un viaje que realiza de Berlín a Varsovia con 14 grados bajo cero explica cómo la legación española iba bien pertrechada de pieles: «El secretario particular del duque, llamado el señor Benjumea, natural de Sevilla, aunque por lo bobo parece de Coria, va tan empellejado y tan raro, que en una estación del camino por poco se le comen unos perros, tomándole por alimaña de los bosques».

La carrera diplomática de Valera se inicia en 1847 como agregado sin sueldo en la Legación de Nápoles. En agosto de 1849 toma posesión de su puesto en la Legación de Lisboa. En 1855 llega a Dresde como secretario de Embajada. Ya en 1856 es nombrado secretario de la Embajada extraordinaria del duque de Osuna en Rusia y en 1865 llega a ministro plenipotenciario en Frankfurt. Interrumpe durante algún tiempo su trabajo como diplomático que retoma en 1881 por razones económicas. Así es nombrado ministro de España en Lisboa y en 1883 se convierte en ministro plenipotenciario en Washington. En 1886, se traslada a Bruselas y en 1893 es el embajador español en Viena. Finalmente, dimite de la vida diplomática en 1895. Las intensas experiencias de aquellos años de viajes y de curiosa observación del mundo las plasmará en sus epistolarios.

Algo de cada ciudad se quedó en el alma del escritor. Confiesa su fascinación por algunos paisajes mientras que otros le aburren. Nápoles le parece «el más hermoso paisaje del mundo». En esta ciudad relata en su epistolario que acompañó a la reina Cristina a la subida al Vesubio donde «no se ve sino ceniza, lava, escoria y hace un calor grandísimo».

Sobre Varsovia confiesa que le ha parecido hermosa, «pero triste como una esclava». De Lisboa dice que no le parece tan hermosa como Nápoles, «pero es pintoresca, muy rara y no parecida a ninguna otra en Europa». En Río de Janeiro no encontró el exotismo esperado: «La melancolía me abruma».

Alemania fue uno de sus destinos preferidos. «He visto, si no el más hermoso, el más celebrado país del mundo, pintado, litografiado, puesto en cosmorama y en estereoscopo. (…) Yo compondría un viaje sentimental de Dusseldorf a Maguncia que haría olvidar al tan encomiado de Sterne».

Y no pasa por alto uno de sus paisajes preferidos: las mujeres. Las cartas de Valera desde San Petersburgo desvelan la fascinación que las mujeres rusas provocaron en el escritor. Valera cuenta historias y cotilleos de seducciones y se refiere al ambiente lupanario de la ciudad. «O las rusas son más castas o no tienen arte ni gracia maldita para ejercer el oficio. No es esto decir que no haya cidalisas rusas, pero han de ser de la ínfima clase, que caballeros como yo no visitan».

América, la anglosajona y la latina, fueron también lugares especiales en su trayectoria. Fruto de sus vivencias son las Cartas americanas, donde reflexiona sobre el problema de la decadencia de España. Sus vivencias en Washington las relató a Menéndez y Pelayo en jugosísimas cartas en las que desvelaba el clima antiespañol que terminaría en la guerra del 98. En Washington morirá uno de sus hijos y, aun estando casado, viviría una historia de amor con Catherine Bayard, hija del secretario de Estado. La joven, al enterarse de que Valera se traslada a Bruselas decide suicidarse. América tendría siempre para Juan Valera un sabor agridulce en su memoria.