BARTOLOMÉ DE LAS CASAS

 La utopía del procurador de los indios 

El pan cazabí, hecho de la raíz molida de la yuca, el llamado pan de los indios, es el sabor que recuerda con más intensidad. Pan cazabí por la mañana, por la tarde y al caer el sol. El pan de los indios que calma el hambre. Bartolomé de las Casas suele cerrar los ojos y es entonces cuando siente más intensamente ese sabor que acompaña sus recuerdos americanos.

No faltan muchos días para que el clérigo muera en Madrid. Atrás queda una biografía llena de viajes al Nuevo Mundo y de tornaviajes al Viejo, de luchas, de contradicciones, de revelaciones, de contemplación de momentos terribles. Tratado de las doce dudas será su última obra y no es mal título para cerrar su vida.

El cuerpo cansado del cronista y teólogo, autor de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, siente en los huesos la memoria de tanto viaje: por la isla Española, la antigua Boriquén, el Yucatán, Cumaná, Nueva España, Teluzutlán, Soconusco o Chiapas. Sonríe al recordar cómo renunció a ser prelado en la ciudad de Cuzco por ser lugar de opulencia y, en cambio, aceptó el obispado de la diócesis de Chiapas porque era «la tierra más pobre del mundo».

Sin embargo, no siempre tuvo tan claras las cosas. En sus primeros viajes a las Indias gozó de encomiendas, ese discutido sistema para repartir tierras y que convertía a los indios en mano de obra para los conquistadores y luego los colonos que se establecían en los nuevos territorios. Un hecho que además era incompatible con su papel de sacerdote. Hasta que llega a la conclusión de que el sistema que la Corona española impone en el Nuevo Mundo es injusto y que tiene que cambiar. Consideraba que estaba bien que se poblara la tierra firme, pero que no había que derramar sangre, y que había que anunciar el Evangelio, pero sin el estrépito de las armas.

Bartolomé de las Casas tiene varios momentos reveladores que le llevan a luchar contra los métodos injustos impuestos en América. El primero fue al escuchar el sermón del dominico padre Montesinos contra los repartimientos y encomiendas de indios –y de los que Las Casas había disfrutado hasta entonces– por ser contrarios al primer mandamiento. El segundo fue la matanza de Canonao, donde asistió a una sangría cruel y absurda. Y el tercero, la lectura de un texto de la liturgia de la Pascua de Pentecostés.

Bartolomé de las Casas se convierte en el principal defensor de los indios. Y buena parte de esa lucha se debe a su experiencia como viajero por las tierras recién conquistadas. Sus recorridos le hacen ver que ni los paisajes ni las gentes son diferentes de los del viejo continente y, por lo tanto, merecen el mismo trato de respeto y dignidad. Así, es curioso que al repasar sus obras se descubren múltiples comparaciones que el clérigo hace entre las Indias y su tierra natal, la Sevilla que asiste aún con asombro a la época de los descubrimientos.

Las Casas realizó muchas navegaciones peligrosas, incluso en cierta ocasión estuvo a punto de morir de sed en un bajel. En una de sus travesías asegura que cuando el mar estaba tranquilo con aguas «muy llanas» parecía que «corrían al poniente más que el río de Sevilla». Y en ocasiones relaciona como en un espejo el clima del Caribe con la Sevilla del mes de abril.

La mirada andaluza de Bartolomé de las Casas describe las singulares camas de los indios que son «como randas bien artificiadas, de la hechura de los arneros que en Sevilla se hacen de esparto». Y al observar los bosques de pinos en el Cibao «ralos, esparcidos y altísimos» tan bien compuestos, le parece «como si fueran los aceitunos del Aljarafe de Sevilla». Era ésta una característica de los primeros hombres que viajan por las Indias, proyectar la mirada de su experiencia, todo se compara con lo conocido. Por eso habría que decir que el Nuevo Mundo se narró por primera vez con los anteojos de una visión andaluza, pues buena parte de los que lo recorrieron habían nacido en las tierras del Mediodía español.

Bartolomé de las Casas es un gran observador. En Cumaná se detiene para contemplar cómo se realizan las labores de la pesca de las sardinas en la Punta de Araya. Y naturalmente lo compara con su espejo andaluz asegurando que las sardinas son «como las que traen a Sevilla de Setúbal y del Condado, salvo que son pequeñas pero muy sabrosas».

También Granada es objeto de sus juegos de espejos, de reflejos entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Cuando en Tlaxcala de México observa su más poblado barrio, que se encuentra en la ladera del cerro Ocotelulco, le recuerda la querida ciudad andaluza. El paisaje le parecía «desde abajo y desde lejos, no más ni menos que la ciudad de Granada, en España, tal y como aparece yendo hacia Archidona, si no me he olvidado». No, no se olvidaba, pero como tantos no podía evitar la nostalgia, tal vez por eso adivinaba lo que podía esconder el paisaje añorado en los nuevos perfiles geográficos.

Incluso cuando llega a Santo Domingo y trabaja en las minas del río Haína, donde estuvo hasta 1503, Bartolomé de las Casas describe de manera insólita el hallazgo de una gran pieza de oro «del tamaño de esas hogazas de tres libras que venden en Sevilla y que fabrican cada día en las tahonas de Alcalá». Y en Santo Domingo dice del río Ozama que «pasa junto a la villa, no tan lejos como de Santa María (la iglesia catedral) el río de Sevilla». Todo parece tener siempre una medida andaluza.

La mirada de Bartolomé de las Casas no se limita a América. En 1507 viajó a Roma para ser ordenado sacerdote en la basílica de Santa María Sopra Minerva. En su obra Apologética historia se descubren interesantes comentarios del clérigo sevillano acerca de sus paseos por la ciudad. Es curioso que, del mismo modo que haría en las Indias, Bartolomé de las Casas compara los paisajes contemplados con su tierra natal. Así, al pasear por las ruinas del foro recuerda sus excursiones a Itálica, la conocida entonces como Sevilla la Vieja. El clérigo recorre la colina palatina, el foro y el Capitolio y se asombra al ver que el pasado está convertido en un campo de hierba donde pastan las vacas.

En las mismas anotaciones de la Apologética historia, Las Casas narra su partida de Roma describiendo el ruido que los ciudadanos hacen en las fiestas que aún se dedicaban a Saturno, las célebres Saturnales. La anécdota le sirvió para reflexionar sobre la complejidad de la evangelización en los nuevos territorios, ya que en Roma aún resistían los recuerdos del paganismo. Y así pensaba que si en Roma existía tal apego a esas creencias, qué no encontraría en las Indias donde nada se sabía del cristianismo.

Bartolomé de las Casas regresó en varias ocasiones a su ciudad natal, aunque la Sevilla que encuentra ya no tiene que ver con la de su infancia, que aún recibía con asombro la llegada de los primeros navíos de las tierras extrañas. La ciudad que contempla con curiosidad y miedo las galeras de los tornaviajes de Colón, como cuando siendo apenas un niño de once años llega el almirante con un cargamento de quinientos esclavos indios.

Ese día fue el 31 de marzo de 1493, Domingo de Ramos. Atraviesa las calles de Sevilla la procesión más insólita: Cristóbal Colón vuelve de su primer viaje con un cortejo de indios estremecidos de frío y de miedo al contemplar un extraño lugar con edificios cuya altura los espanta porque parece un bosque de árboles monstruosos, la gente les grita y tienen pavor de la música que sale de las chirimías, jamás han oído un sonido semejante. Una fría brisa de marzo los atraviesa y se mezcla con el olor agridulce de su piel.

Los indios caminan y llevan papagayos de color verde y rojo y los sevillanos quedan admirados ante esos pájaros nunca vistos. Hay quienes se santiguarán a su paso porque ya piensan que estos indios llegan de lugares perdidos que sólo debe conocer Satanás. Y hasta lamentan que sea esta la ciudad que reciba a estos hombres extraños que serán presentados a los Reyes Católicos en Barcelona. La comitiva se dirige a la casa llamada Apeadero de la Reina, cerca del monasterio de Madre de Dios. Allí caerá la primera noche americana de Sevilla. A partir de entonces empieza su gran historia.

Entre la multitud agolpada en el puerto estaba Bartolomé niño que observa sorprendido la llegada del marino descubridor y los hombres casi desnudos de piel broncínea y ojos extraviados. Con el tiempo, el niño se convertirá en defensor de esos indios americanos que vio caminar asustados por la Sevilla de su infancia.

La Sevilla americana en la que crece Bartolomé de las Casas deslumbra con un horizonte fluvial lleno de bosques de mástiles y aparejos; de galeones, carabelas, carracas, bajeles, galeras, esquifes y balsas. Una Sevilla ya colombina con aire de cosmógrafos, de cartas de marear y almanaques lunares, de astrolabios y ballestillas; una Sevilla centro del mundo donde nacían de las piedras los cómitres y almirantes. Y una Sevilla indiana que comienza a ser la gran Babilonia riquísima que acoge a extranjeros en busca de fortuna, tal y como narra Luis de Peraza en su Historia de Sevilla: «Hay muchos flamencos, alemanes, ingleses, saboyanos y franceses; y de gentes remotas hay griegos y frailes del Preste Juan; de infieles hay turcos, moros esclavos de todas partes de África e infinita multitud de negros y negras de todas partes de Etiopía y Guinea».

Recorramos la Sevilla emocional de Bartolomé de las Casas. Tendríamos que adentrarnos por la collación del Salvador y descubrir la tahona que regentaba su padre, Pedro de las Casas, en la esquina de las calles de la Fruta –actual Rivero– y de la Carpintería –Cuna–. Don Pedro de las Casas marcharía a las Indias y a su regreso traería a su hijo un insólito regalo: un indio. Esta circunstancia marcaría profundamente la vida del sacerdote.

Con su familia vivía en un corral de vecinos que debía de estar entre la collación de San Lorenzo y la de San Vicente. Estudió en el Colegio de San Miguel donde Elio Antonio de Nebrija le enseñó gramática al joven Bartolomé. Ambos partieron de Sevilla en 1502, uno a las Indias, otro a participar con Cisneros en la Biblia Políglota Complutense.

Fray Bartolomé de las Casas llamó a Sevilla «noble y opulentísima» y nunca la olvidó. Regresó muchas veces, como cuando fue nombrado Obispo de Chiapas y fue consagrado en la iglesia de San Pablo –hoy de la Magdalena–. El año de 1552 reside durante un año en su ciudad natal. Y es en esa fecha cuando visita asiduamente la Biblioteca Colombina para culminar la Apologética historia y la Historia de las Indias. Además coincide con Pedro Cieza de León, el autor de la Crónica del Perú. Las Casas imprimió sus obras en las prensas de Cromberger, en la calle de la Imprenta, que hoy es la calle Pajaritos.

Pero esa Sevilla a la que regresa ya no es la misma. Es una ciudad opulenta y codiciosa, con la mirada nublada por las riquezas. Una mirada que conoce bien el clérigo que nada tiene ya que ver con el joven que se embarcó a las Indias y que creyó que llegaba en verdad al paraíso. Pronto se dio cuenta de que donde estaba el paraíso también podían habitar todos los infiernos, las crueldades que él denunció y que tanto servirían para alimentar la leyenda negra. Razón por la que años más tarde sus libros y su memoria serían injustamente silenciados por los que vieron en él a un antiespañol por su defensa de los indios.

Tendría que llegar el siglo XIX para que Bartolomé de las Casas tuviera un recuerdo a su memoria en su ciudad natal, una Sevilla en la que ya no quedaban apenas restos de la pasada gloria. En Triana colocaron una placa y poco después el Ayuntamiento le dedicó una calle, la antigua de Caballeros para que tuviera el nombre del cargo que había ocupado Fray Bartolomé de las Casas: procurador de los indios, y así quedó como calle del Procurador. Pero ya casi a finales del mismo siglo se decidió darle el nombre del personaje a una callejuela junto a la de Zaragoza. Por fin se consideraba al padre Bartolomé de las Casas como uno de los hijos más ilustres de la ciudad. De hecho, llegó a ser visto por algunos panegiristas como «padre de América». Ya se sabe que este país bascula entre el odio y la fascinación sin medida dependiendo de cómo soplen los vientos.

Bartolomé de las Casas, el viajero, jurista, fraile dominico, indigenista y adelantado de su tiempo ya a punto de morir, guardaba en su memoria el sabor del pan cazabí, el pan de los indios, como si ahí estuviera refugiada su experiencia americana. En ese pan de los indios y en ese recuerdo lejano de un día de marzo en el que vio por primera vez a aquellos indios paseando por Sevilla, admirados y aterrorizados con el perfil que tenía este mundo tan lejano que ahora descubrían.