DIEGO ALEJANDRO DE GÁLVEZ

 Un erudito observador recorre el Rin 

Cargado de «mapas exactos» y con el famoso Diccionario Geográfico portátil de Vosgien, tres clérigos españoles –uno de ellos cordobés de Priego– y un criado negro atraviesan Europa en una diligencia. Lamentan el estado de las posadas, de las postas, de los caminos. Parecen semejantes a los malhumorados caballeros extranjeros que recorren los paisajes españoles, sólo que en este caso ocurre al revés. Son ilustrados españoles los que critican la rudeza de las ciudades europeas del Norte.

Corre el siglo XVIII, justo la época en la que España –y, sobre todo, Andalucía– está a punto de ser redescubierta por los viajeros europeos. Algo que ocurrirá cuando cambien las modas y deje de pesar el racionalismo y la erudición ilustrada del Siglo de las Luces a la hora de admirar los paisajes. Falta poco para el triunfo de lo pintoresco, los lugares congelados en el pasado, la gente apasionada y excesiva. Cuando el romanticismo sea la fiebre que recorre Europa.

Pero antes de eso, en el tiempo en el que los clérigos realizan este viaje europeo, aún se valoran los recorridos de erudición, las expediciones con intereses científicos o de estudio de las costumbres, del arte y la Historia. Como Antonio Ponz o Leandro Fernández de Moratín, Diego Alejandro de Gálvez forma parte de los escasos viajeros españoles que recorrieron la Europa Ilustrada. Un excepcional ejemplo de sabia mirada del Sur, como demuestra su Itinerario histórico, geográfico y litúrgico de la España, Francia, País Bajo y gran parte de Alemania. Un caso no demasiado habitual, ya que la bibliografía de viajes suele estar dominada por la fascinación del viajero del Norte por los países del Sur.

En un estudio sobre la figura de Gálvez, el historiador Klaus Wagner habla del gran contraste existente entre la escasez de relaciones de viaje redactadas por los españoles en el siglo XVIII y el sinnúmero de ellas escritas por los extranjeros que en aquel tiempo viajaron a España.

Diego Alejandro de Gálvez, nacido en Priego en 1718 y fallecido en Sevilla en 1803, fue un personaje erudito y uno de los fundadores de la Academia Sevillana de Buenas Letras, de la que fue su primer secretario y director en 1802. Gálvez fue además director de la Biblioteca Colombina y algunos de los índices que aún se manejan son suyos.

Gálvez y otros clérigos, entre ellos don Carlos Reynaud, parten de Sevilla el 3 de mayo de 1755 con destino a Flandes. La razón del viaje se debe a una prueba de sangre, o sea, la investigación sobre el legítimo nacimiento del que había de ser el futuro canónigo magistral de la Catedral de Sevilla Marcelo Doye y Pelarte, que había nacido en la localidad flamenca de Audenaarde. Este tipo de investigaciones eran muy comunes, auténticas pesquisas en las que los encargados de descubrir que no había sombra en los orígenes de algún personaje se embarcaban en largos viajes.

Los viajeros atraviesan Francia, recorren Flandes y retornan siguiendo la ruta por el Rin que atraviesa Alemania en una de las etapas más interesantes del itinerario. Bayona es la primera ciudad del extranjero que visitan, pero tienen la impresión de seguir en España. En Bayona, en el barrio de Saint-Esprit hay una colonia de judíos portugueses y españoles, entre los cuales el canónigo Gálvez reconoce a muchos andaluces.

Ya en Burdeos, la comitiva española queda sorprendida por la Plaza Real –hoy Place de la Bourse–, la plaza de la Comedia o la calle del Chapeau-Rouge considerando que el edificio de la Bolsa del Comercio era «el mejor de Francia», aunque Gálvez añade que «lonja como la de Sevilla no hay en la Europa».

Los viajeros se hospedan en el Hotel de Inglaterra y allí prueban el chocolate a la francesa. Gálvez, de nuevo, disiente y lo considera inferior al chocolate sevillano. También critica cierta tendencia de quienes exageraban las aventuras de sus recorridos. Así relata el encuentro con un viajero amigo de las invenciones. «Estando en Montelimar, villa del Delfinado, habiendo el tal insinuado sus viajes a El Cairo, Alejandría, Inglaterra y otros países del mundo, refería el que hizo a Constantinopla. Le pregunté al descuido y con arte, para comprobar sus falsedades, si había estado en Castilleja de la Cuesta, y sin perder el hilo de sus embustes, respondió prontamente que había pasado por ella cuando iba a la expresada corte del turco, que es lo mismo que ir a Madrid por Coria como se dice en Sevilla».

Sin duda, el tránsito por Alemania es muy sugestivo y exótico por el contraste que Gálvez encuentra en las costumbres de las ciudades luteranas. En una posada de Nassau quisieron ayunar en honor del nacimiento de la Virgen y ordenaron que no se les sirviese carne, pero nadie los entendió. Al día siguiente no pudieron oír misa «por ser todo el país luterano».

En Guntersblum, cerca de Maguncia, acuden a una iglesia que comparten católicos y luteranos –«el altar mayor es de los católicos y la nave de los herejes»– y contemplan una boda según el rito reformista. Gálvez anota que la novia y las damas van vestidas de negro «al modo del hábito de monjas benedictinas» y apunta que el coro canta mal y en alemán, «lengua bronca y nada agradable al oído».

En la catedral de Colonia observa la reliquia del brazo de San Bartolomé y, recordando la dispersión del cuerpo santo por varias iglesias, escribe: «Esta reliquia me hace dudar de su identidad, porque, aún habiendo tres San Bartolomé, sobran brazos».

Diego Alejandro de Gálvez, que también era maestro segundo de ceremonias de la Catedral de Sevilla, comenta que en los oficios los canónigos ocupan sus sillas sin orden. «No es comparable la seriedad de nuestras iglesias con alguna fuera de España». En la catedral de Worms también encuentra motivos para hacer patria. «Como estuviese cerrada la iglesia, hicimos diligencias sobre quién tuviese las llaves, y la mujer del sacristán (algo cargada de vino) nos fue a abrir. ¡Véase esto con la seriedad y gobierno de nuestras iglesias!».

Gálvez es un andaluz ilustrado que pasea por los caminos de la Europa de las Luces. Su libro es hijo de su tiempo, pero con la particularidad de que esta vez está escrito por un hombre del Sur que no es el observado sino el que observa. Por otro lado, muchos de los fragmentos del Itinerario recuerdan las críticas que los forasteros hacían de España, con ese tono de superioridad que cree tener el viajero sobre lo que contempla. Gálvez advierte de los malos caminos que halla por Europa: «No sólo en España hay malos caminos; los hay en Francia, Flandes y Alemania. No sé con qué razón se quejan los extranjeros de los de España, como si fueran las únicos que estuviesen mal reparados». Y camino de Kemel advierte: «Los lodos de Andújar a Écija no son nada en comparación con estos caminos».

En el ducado de Julich los viajeros encuentran al gobernador de la ciudadela que habla español y se deshace en elogios con los huéspedes. Sin embargo, los clérigos se sorprenden de que a la hora de pagar no convide. «No tienen por estos países la franqueza de genio que los andaluces. En nuestra Andalucía, por el mero hecho de instarle a cualquiera que venga a los toros, a la comedia o a otra diversión, por supuesto tiene que pagar o hacer el gasto el que incita o convida; no así por acá».