MARCOS CANO

 Los jesuitas desterrados a Córcega 

Fue un viaje muy duro en el que ni siquiera se sabía qué destino tendrían. El padre Marcos Cano observa y anota su historia para que quede testimonio de la amarga experiencia. Como otros jesuitas andaluces expulsados por orden de Carlos III en 1767, escribiría un diario sobre el exilio en el que narró no pocas torturas y desdichas sufridas en la isla de Córcega, escenario de destierros históricos como el de Séneca. La letra del padre Marcos Cano es menuda, rápida y nerviosa. Se puede ver en el manuscrito que se guarda en el Archivo Municipal de Sevilla: Viaje de los últimos jesuitas andaluces y descripción de Ajaccio. No hay duda de que la crónica del jesuita jiennense –había nacido en Begíjar en 1730– está teñida por la tinta de la amargura que distingue el relato de todo desterrado. Las descripciones de los lugares son muy negativas y están llenas de desolación, como si la isla fuera en realidad una antesala del mismo infierno.

El padre Marcos Cano, que había sido procurador del Colegio de San Hermenegildo en Sevilla, escribió uno de los relatos más curiosos de este episodio del destierro de los jesuitas. Pero hubo otros andaluces miembros de la Compañía que también sufrieron la amargura de este exilio. Junto a Marcos Cano cuatro andaluces protagonizaron esta empresa diarista con la que pretendían dejar testimonio: Alonso Pérez de Valdivia, Rafael de Córdoba, Diego Tienda y otro más del que se desconoce el nombre. En el documento de la expulsión se especificaba que los diarios escritos por los jesuitas estaban prohibidos, con lo que la idea memorialista se hacía con el temor de lo clandestino.

Los diarios del viaje andaluz de Marcos Cano comienzan con la partida desde El Puerto de Santa María en mayo de 1767 camino del destierro y la parada en Málaga para recoger a los jesuitas del reino de Granada. Los navíos llegarían al Vaticano el 30 de ese mes.

Al llegar a Roma los jesuitas se llevaron una desagradable sorpresa, ya que no fueron aceptados por el papa Clemente XIII en los Estados Pontificios. La profesora Inmaculada Fernández Arrillaga, que ha estudiado con detenimiento el viaje de los andaluces, argumenta como razón de este rechazo papal un intento de presionar a Carlos III para que se retractara y aceptara que los jesuitas españoles regresaran a España. También era una reacción del papa ante la intromisión del monarca en su política al enviar a los jesuitas sin haberle consultado antes. Además, posiblemente lo que temía Clemente XIII era que al aceptar a los jesuitas españoles la historia se repitiera con otros padres expulsados de otros lugares, como por ejemplo de Nápoles. Pero Carlos III no se retractó y decidió que desembarcaran en las conflictivas costas corsas.

En aquellos días, Córcega era un polvorín a causa de la sublevación de los independentistas corsos contra la república de Génova, que regía entonces el gobierno de la isla. Los jesuitas llegan a esa convulsa Córcega después de un viaje que no había sido fácil. Marcos Cano describe en su diario una terrible tormenta que sufrieron en altamar: «Un mar de aguas que caían del cielo (…) subiendo por los costados de la urca las olas se entraban por los escotillones hasta las camas».

También otro diarista, el padre Luengo –que escribió la experiencia en 60 volúmenes manuscritos– recordaba con humor cáustico que los padres jesuitas navegaban por primera vez: «Pasaron ansias y agonías de muerte, tirados por los rincones del barco o arrojados encima de las colchonetas, sin oírse más que suspiros y lamentos, arcadas y golpes de vómitos con unas convulsiones que parece iban a dejar allí hasta el cuarto apellido».

La descripción del padre Marcos Cano se detiene en el paisaje y las formas de vida en la isla de Córcega. Las costumbres y el aspecto de Córcega llenan su diario de jugosas anotaciones: «El país es mísero, de dinero poquísimo, los frutos no muchos pero buenos y de buen gusto. El fruto dominante es la castaña; ésta es el principal y aun así casi único alimento de todos, y en lo interior de la isla se hace de ella el pan. (…) La vaca, abundante; el carnero no tanto, pero una y otra carne de buena calidad, y no cara. Hasta aquí es lo que puedo informar», describe el jesuita andaluz.

De los hombres dice que «son vengativos, y de esto hacen pública profesión; el que ha recibido alguna injuria no se quita la barba hasta haberla vengado». Pero aún peor es el relato que hace de las mujeres corsas: «El común de éstas no es fácil pintarlas ni darlas a conocer, sólo tendrá la fortuna de conocerlas el que tuviera la desgracia de condenarse; en viendo los diablos en el infierno las verán tan retratadas en vivo, que les parecerán ellas mismas; son feísimas, porquísimas, asquerosísimas, furiosísimas, y a estos superlativos admiten todos los posibles».

El padre Marcos Cano no se queda ahí sino que describe, con marcado carácter misógino, la escena en la que desembarcan y son acosados por las mujeres corsas: «Había en el muelle una multitud innumerable de ellas descalzas de pie y pierna, y, retratos perfectos de la indecencia, se arrojaron furiosas a las barcas a apoderarse de los muebles».

José A. Ferrer Benimeli, de la Universidad de Zaragoza, también ha analizado los diarios de los jesuitas andaluces. Sobre Diego de Tienda –nacido en 1726 en Baena–, que había sido profesor de Filosofía en el Colegio de San Hermenegildo de Sevilla, destaca algunas descripciones de su obra Diario de la navegación de los jesuitas de la Provincia de Andalucía desde el Puerto de Santa María y Málaga hasta Civitavecchia. Sobre la isla de Córcega, el padre Diego de Tienda anotó que era «una tierra a quien los mapas y geógrafos hacen de aire grueso y poco sano, inculto y sin aquellas providencias necesarias para la subsistencia aún en lo más preciso».

Siguiendo el relato del resto de los jesuitas andaluces, como Alonso Pérez de Valdivia –cuya figura ha estudiado el historiador Francisco Aguilar Piñal– o Rafael de Córdoba, se observa que destaca la visión negativa de todo paisaje. Pero la amarga experiencia corsa toca a su fin. Por el Tratado de Compiègne, Córcega dejaba de pertenecer a la república de Génova y pasaba a la soberanía francesa. Los jesuitas españoles son expulsados y, finalmente, Clemente XIII los acepta en los Estados Pontificios. Este viaje también fue terrible. El padre Luengo escribió: «Tuvieron que recorrer a pie y sobre caballerías cerca de 200 kilómetros, en unas condiciones climáticas pésimas, resistiendo las fuertes lluvias y el frío de esa época en los Apeninos».

Llegaron en noviembre de 1768. Era el fin del viaje, pero no del exilio, ya que la mayoría no pudo regresar a España. Muchos de ellos descansan en la ciudad de Rímini, que acogió a no pocos de los expulsados, y en Roma, lugar en el que vivió el padre Marcos Cano recordando con nostalgia a España.