CARMEN DE BURGOS

 Cronista de la Gran Guerra 

«Me atrae lo desconocido. Una maleta grande, y viajar siempre». Así confesaba una de las mujeres más importantes de la historia cultural española su espíritu viajero que la llevó por América, Portugal –su segunda patria– y por otros países europeos. La historia de la escritora y periodista Carmen de Burgos (Almería, 1867-Madrid, 1932), también conocida por el seudónimo de Colombine con el que a veces firmaba sus artículos, es sorprendente y ejemplar.

Son muchos los capítulos que se podrían rescatar de su biografía, pero sus viajes, crónicas y novelas de la Primera Guerra Mundial –que le sorprendió en uno de sus itinerarios europeos–, resumen bien su particular pensamiento progresista.

La periodista almeriense tuvo una brillante trayectoria profesional, siendo la primera mujer en escribir columna propia en un periódico, el Diario Universal. Mantuvo una relación sentimental con el escritor Ramón Gómez de la Serna y formó parte de las tertulias en las que participaban las grandes figuras de la generación del 98 y del novecentismo.

Sus crónicas muestran el latido de una época y sirven como auténtico documento social. Buen ejemplo de ello son los reportajes que envía a El Heraldo a partir de octubre de 1905 contando su viaje por el extranjero. En un año recorre Francia, Italia y Suiza describiendo con mirada certera los lugares que visita y que recogerá más tarde en el libro Por Europa. 

El largo viaje lo hace acompañada por su hija María, fruto de un matrimonio desgraciado que la obligó a salir huyendo de su Almería natal para refugiarse en Madrid. A pesar de las dificultades para una mujer sola en el Madrid de la época, Carmen de Burgos supo vencerlas y llegó a ser una de las figuras más respetadas de su tiempo.

Para este viaje de 1905, Carmen de Burgos contó con una beca para ampliar estudios en el extranjero. Concepción Núñez Rey, autora de la biografía Carmen de Burgos ‘Colombine’ en la Edad de Plata de la literatura española (Fundación José Manuel Lara), asegura que «se documentaba sobre el pasado y asimilaba lo moderno del presente para contemplar con esa distancia a España».

Carmen de Burgos criticaba la costumbre frívola del viaje turístico de masas que ya se sufría en la época y que despreciaba el viaje como forma de conocimiento. «Son pueblos aficionados a viajar no por arte, sino por moda; para pasear su spleen y disfrutar más suaves climas. Lo ven todo como por obligación, guía en mano; se fijan más en si el suelo está limpio que en si el cielo es bello; y prefieren una chuleta a la mejor estatua (…). Ayer una hermosa yegua tudesca metida en un gran corsé se lamentaba amargamente de que estuviesen los almacenes cerrados».

Carmen de Burgos y su hija María parten hacia París con «baúles llenos de libros que asombraron, y disuadieron de ser registrados, al aduanero de Hendaya». En París entabla amistad con personajes como Max Nordau o Alfred Naquet, promotor de la Ley del divorcio en Francia. Luego partirá hacia Italia y visitará Génova, Pisa, Livorno, la isla de Elba, Nápoles, Roma y Venecia, donde ofrecerá una conferencia sobre la mujer en España. Pero en 1914 Carmen de Burgos inicia otro viaje aún más ambicioso también en compañía de su hija. En esta ocasión pretendía llegar a Rusia, Alemania, Dinamarca y los países escandinavos, donde quería ver el sol de medianoche. En Noruega se internará por lugares polares. Sin embargo, el estallido de la Gran Guerra trastornará el regreso a España. En su viaje hay un antes y un después de la guerra. De recorrer el paraíso, Colombine pasará a internarse en el infierno.

El apacible recorrido se ve alterado por la guerra que estalla cuando Carmen y su hija están en Sassnitz, en el nordeste de Alemania. Allí verán escenas patrióticas de alemanes exaltados cantando himnos. Y sufrirán más de un percance, como cuando un hombre acusa a Carmen de Burgos de ser una espía rusa y la multitud amenaza con lincharla. Finalmente, un soldado alemán que habla francés consigue arreglar el conflicto. Consciente del peligro que corre, Carmen decide abandonar el baúl que puede comprometerla porque lleva guías de Rusia y cartas para personalidades que pensaba visitar en el país.

Ella y su hija vivirán un incidente similar en Hamburgo, aunque finalmente en el Consulado General de España consiguen el visado para salir junto a otros españoles en el mercante español Ciscar.

Será en Londres, mientras espera un pasaporte para regresar a España, cuando escriba algunas crónicas de la Europa en guerra. Las columnas que envía a El Heraldo tienen un marcado tono antibelicista, aunque Carmen se confiesa aliadófila. Una de las crónicas está dedicada a las cantineras, las mujeres que en las guerras acompañan a los ejércitos y ofrecen avituallamiento a los soldados: «Esta guerra de trincheras, de submarinos y dirigibles, de gases asfixiantes y de proyectiles mandados a distancia, de ejércitos destruidos sin verse, no podía ser la guerra heroica de hechos personales y bizarros en que tomaban parte las cantineras».

Carmen de Burgos, más que la crónica de batallas, la estrategia militar o el frío porcentaje de las bajas, se detiene en los detalles emocionales que explican mucho más sobre la gran tragedia. Por ejemplo, al pasear por el museo de Los Inválidos de París observa los objetos de los soldados y, entre ellos, algunos juguetes. Y en el artículo Las violetas de Verdún cuenta cómo es la primavera en uno de los frentes de batalla más atroces, la auténtica carnicería que simboliza la Gran Guerra. En las trincheras de Verdún los soldados meten violetas en los sobres de sus cartas, violetas «cogidas en primera línea de fuego».

Carmen de Burgos también observa las campanas arrasadas por las batallas en Francia y en Bélgica, que permanecen «mudas, enterradas entre los escombros de sus torres, en la desolación de la ciudad (…) y quedará siempre un sollozo para aquellos por quienes no pudieron doblar».

Pero no fue sólo en los periódicos donde Carmen de Burgos narró este terrible conflicto. Algunas de sus novelas están ambientadas en los escenarios de la guerra europea. Es el caso de Pasiones, El desconocido o El permisionario. Gracias a la Unión de Mujeres de Francia pudo visitar hospitales con heridos de guerra, un viaje similar al que realizó la escritora norteamericana Edith Wharton y que plasmó en Francia combatiente. 

Carmen de Burgos dedicó una estremecedora columna a su visita al hospital de ciegos, una experiencia que aparecerá en la novela Pasiones: «La guerra, fiera, monstruosa, voraz, insaciable, siempre con las fauces abiertas, se lo tragaba todo. Se necesitaban hombres…, hombres…, más hombres; la victoria había de alzarse sobre un montón de cadáveres». Y tenía razón. La victoria se alzaba sobre una absurda y dantesca montaña de cadáveres.

En su novela El fin de la guerra, escribiría con lúcida premonición: «La guerra marcó el fin de una edad histórica». De la Gran Guerra conoció con detalle, gracias a sus visitas cercanas al frente, los terribles campos de Verdún. Sobre este frente dijo que sería el símbolo del conflicto, el lugar que representaría el horror y el sinsentido de la Primera Guerra Mundial: «Las ruinas de Verdún han de ser como esas ruinas sagradas del Foro romano o del Coliseo».

Si una escena definió esta guerra, fue sin duda la de los hombres mutilados. En la novela El desconocido, en el capítulo titulado Los hombres tronco, describe la llegada de los heridos a la Gare de Lyon: «No tenían ni piernas ni brazos, y algunos estaban además ciegos y mudos. ¿Eran hombres siquiera? ¿Eran aún seres humanos como los otros? Se sabía que pensaban por los signos de dolor, sin que pudieran manifestar su pensamiento. Debían de estar aniquilados, embrutecidos. ¿No sería más piadoso matarlos?».