EMILIO CASTELAR

 Un orador errante por Italia 

Reconoció en las ruinas el paisaje de la desolación. La vieja Roma y sus dioses olvidados, el cementerio de Pisa o la inquietante laguna veneciana le sirvieron como proyección de su biografía. Emilio Castelar, que llegaría a ser presidente de la Primera República, viajó por Italia durante su exilio. Fruto de ese itinerario nació un libro que entronca con la tradición de viajar a Italia, pero que no se limita a la descripción histórica y artística de hermosos lugares.

 Recuerdos de Italia es un recorrido emocional e intelectual, pero también es un libro de memorias con digresiones que lo acercan al ensayo e, incluso, a la aspiración de la oratoria, género del que Castelar fue uno de sus más brillantes representantes.

Emilio Castelar nació en Cádiz y conoció el exilio desde su infancia, ya que su padre tuvo que huir a Gibraltar tras ser acusado de afrancesado cuando llegó la restauración absolutista de Fernando VII. Este constante peregrinaje marcará su vida, pues el político sufrió el destierro poco después de la frustrada insurrección del cuartel de San Gil en 1866, siendo incluso condenado a muerte. Poco antes, el republicano Castelar había sido cesado de su cátedra en la Universidad Central de Madrid por un artículo en el que criticaba a Isabel II, hecho que provocó los disturbios universitarios de la noche de San Daniel en abril de 1865.

París fue el destino de su exilio por dos veces, con ocasión del primer destierro y el que siguió a la restauración borbónica en 1874, acabada ya la breve experiencia de la Primera República. París fue el destino de desterrado de Emilio Castelar y a esta ciudad le dedicó también curiosas páginas. En el prólogo de Un año en París, explica: «Resuelvo publicar en volumen estas notas y estos recuerdos, que vieron la luz en los folletines de varios periódicos americanos, ya olvidados y perdidos. (…) Estas cuartillas, empolvadas durante siete años en mis maletas de viajero emigrado». Los periódicos americanos en los que aparecieron sus crónicas parisinas fueron El Siglo, de Montevideo; El Monitor Republicano, de México, o La Nación, de Buenos Aires.

A París le dedicó el opúsculo Un año en París, pero fue Italia el país del que escribió con más intensidad. En Recuerdos de Italia toma a Roma como modelo del fracaso del imperio y la idoneidad de la república. Un argumento con el que sugería al lector coetáneo una lectura de su propio tiempo.

Los viajes que realiza el político andaluz corresponden a los años 1866 y 1875. La investigadora Carmen Blanes Valdeiglesias, autora del estudio introductorio de la edición de Recuerdos de Italia que publicó la Fundación José Manuel Lara, advierte del tono diferente de cada viaje: «En el primero vemos a un Castelar desterrado, abatido por la nostalgia y por un desgarrador sentimiento de apátrida; en el segundo, un Castelar triunfante que ya tiene por patria toda la Europa redimida y busca la soledad para entregarse al trabajo».

Efectivamente, la mirada que se proyecta en la segunda parte es optimista, mientras que en la primera el retrato del viajero es el de un personaje desalentado, amargo, melancólico e incluso luctuoso, como se comprueba en lo que deja escrito de su visita a Pisa: «Jamás creí que hubiera en el mundo una ciudad tan muerta como Toledo. Pero no había visto Pisa», advierte al comenzar el capítulo dedicado a la ciudad. Al pasear entre los hermosos sepulcros, los rosales, la hiedra, los cipreses y el camposanto «severo, de altos muros, de estrechas puertas; un ataúd de mármol para todo un pueblo», interioriza el paisaje para relacionarlo con su vida: «Yo, errante, sin patria, sin hogar, me preguntaba si aquel destino no era el símbolo de mi último viaje».

Pero no todo el itinerario tiene el mismo tono elegíaco. Al llegar a Roma se emociona ante la contemplación de un lugar por el que han pasado «todas las tempestades de la Historia». Y admite que es imposible no recitar los versos que Virgilio puso en boca de los compañeros de Eneas: «Si nuestro siglo no estuviera reñido con la manifestación aparatosa de los grandes sentimientos, postraríame de hinojos sobre el suelo para besarlo».

Sin embargo, rápidamente la postal se trunca y el viajero descubre las sombras del mito, ya que la contemplación queda anulada por la irrupción de «una nube de mendigos» que intentan transportar las maletas para conseguir algunas monedas. Un aduanero lo detiene y le pide el precio de la entrada en Roma «como en vil teatro» y la policía sale a reclamar los pasaportes «en toda Europa civilizada ya abolidos». Castelar añade cómo los aduaneros caen sobre los libros «con recelo inquisitorial».

Emilio Castelar no es uno de esos viajeros bobos que se dejan fascinar por todo y que son incapaces de ver la parte negativa de los paisajes visitados. De hecho, no ahorra descripciones críticas: «El Tíber es verdaderamente el río de las cloacas. Sus amarillentas aguas le dan aspecto de gigantesco vómito de hiel». Pero cuando llega a las ruinas del pasado, el hombre leído y conocedor de la Historia queda fascinado: «Por muy católico que seáis (…) sentís dolor infinito por la muerte de la religión del arte y os dan tentaciones de pedir que se levanten de nuevo los antiguos templos y continúen los interrumpidos sacrificios para oír los cánticos de los coros».

Pero no falta la inmediata réplica paródica. De nuevo, el envés de la postal, la parte de atrás del paraíso. Esto ocurre cuando compara por ejemplo a algunos personajes de la «corte» vaticana con el general Boum Boum con el que Offenbach satirizó a la realeza europea de su tiempo en su ópera bufa de 1867: «Con ese sistema de lujo de­senfrenado, de comparsas churriguerescas, de cortesanos vestidos caprichosamente, de pajes cargados de oro, de cardenales con púrpura y armiño, de obispos con mitras orientales, de suizos arlequinados».

Una de las visitas más interesantes de Castelar es la que hace a las catacumbas que se encuentran entre la Vía Apia y la Vía Ardentina. Aconseja a quien las visite que lleve los planos del arqueólogo católico Rossi, descubridor de las catacumbas de San Calixto en 1852, «considerado el primer cementerio oficial de la comunidad cristiana de Roma».

Florencia, Nápoles, la isla de Capri o Venecia son otros destinos descritos en los recuerdos italianos de Castelar. Precisamente en Venecia rescata algunas evocaciones de Andalucía. Castelar viene de la Campiña de Padua y compara la visión de Venecia con la primera vez que vio la Alhambra, la misma sensación de fragilidad, de temor por su desaparición. Y evoca los relatos de invierno que le contaba su madre con misteriosas historias venecianas «a la usanza de principios del siglo: la decapitación de Marino Faliero, el destierro del joven Foscari, el heroísmo inmortal de Dandolo, la salvaje pasión de Otelo, el esplendor de sus banquetes inmortalizados por Pablo Veronés, los desposorios del Dux con las aguas de los mares».