PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

 Un curioso atravesando los Alpes 

Había narrado la fiebre de los heridos, el sol abrasador, el paisaje de la batalla. Pedro Antonio de Alarcón describió de manera estremecedora el infierno de la guerra de África y aún pesaba en su memoria el horror, la sangre, la muerte, la violencia sin sentido. Ahora se encontraba muy lejos y le parecía imposible estar aterido por el frío y la belleza del mar de hielo de los Alpes. Un español que describía el paso por los Alpes.

No eran muy usuales los viajes de españoles por los Alpes, territorio recorrido principalmente por los viajeros ingleses como etapa fundamental del Grand Tour, el viaje de formación al que la nobleza británica enviaba a sus hijos para que aprendieran la cultura clásica. Italia era el destino, pero el paso de los Alpes se incluía en muchas ocasiones en el periplo. Casi nunca se veía a viajeros españoles, y mucho menos usual era un libro de viajes en español sobre este territorio que parecía un paisaje destinado a que lo describieran los viajeros románticos. Y los españoles casi nunca eran los viajeros ilustrados que narraban el mundo. Sin embargo, el escritor y periodista andaluz Pedro Antonio de Alarcón (Guadix, Granada, 1833-Madrid, 1891), igual que había sorprendido con Diario de un testigo de la Guerra de África, consiguió que su obra De Madrid a Nápoles se convirtiera en uno de los más interesantes libros de viajes de la centuria decimonónica.

El viaje del granadino comienza en 1860, cuando toma un vapor en Valencia con destino a Marsella. Luego seguirá en tren hasta París, ciudad a la que dedica memorables comentarios. En Francia se suceden curiosas estampas de costumbres y visitas a monumentos-templos de la cultura. A pesar de la belleza de lo contemplado en la Francia de Napoleón III, a Alarcón le queda una sensación incómoda. De hecho, llega a confesar que no quiere para España el progreso impersonal que ha descubierto en París.

De todas formas, de las experiencias vividas en París, el escritor y periodista recuerda con especial cariño la velada en casa del ilustre cantante Jorge Ronconi. Allí conoce al compositor Rossini. El músico italiano elogia a las mujeres catalanas y al jamón de la Alpujarra, y le pregunta al escritor andaluz qué opinan los españoles sobre los asuntos de Italia. «Ver a Rossini delante del teclado equivalía a ver a Mirabeau en la tribuna, Napoleón a caballo, a lord Byron escribiendo un poema sobre el derribado muro de Corinto», anota en sus recuerdos.

El destino principal del viaje es Italia, que describe con detalle recorriéndola de norte a sur. Las páginas dedicadas a esta etapa del viaje son especialmente interesantes, ya que el escritor asiste al proceso histórico de la Unificación cuando aún no ha culminado, con Venecia todavía bajo dominio austriaco y con Garibaldi luchando en el sur de Italia.

En los libros de viajes sobre Francia e Italia escritos por españoles no era muy habitual incluir el recorrido por los Alpes. Por esa razón, las páginas que le dedica Alarcón convierten su obra en una insólita mirada española a este territorio.

Una de las escenas cumbre del recorrido del escritor granadino se produce en el mar de hielo, un auténtico «mar en cólera», escenario «petrificado en el momento del combate». Alarcón recuerda que el mar blanco que contempla «ha tenido voz y aromas, vida y actividad; hasta que, repentinamente, en trágico momento, el invierno asomó por encima de las sierras su cabeza de Medusa congelando, cristalizando, petrificando la naturaleza».

Pedro Antonio de Alarcón hará este viaje acompañado por el dibujante francés Charles de Iriarte, que había ilustrado las crónicas del español durante la Guerra de África. El encuentro de ambos amigos se produce en París y juntos partirán camino de Italia. La idea era salir de Francia hacia Ginebra, penetrar en el corazón de los Alpes por Saboya y llegar a Italia.

Los viajeros llagan a Ginebra, ciudad a la que Alarcón dedica expresivas definiciones: «El refugio de los que padecen persecuciones por la Justicia y de la Justicia; una fábrica de relojes y de instrumentos matemáticos y quirúrgicos; un criadero de filósofos; un vivero de dueños de pastelerías y cafés-suizos establecidos en toda Europa».

Antes de llegar al Hotel del Lago, donde permanecerán durante su estancia suiza, Alarcón e Iriarte oyen a los pícaros y avispados vendedores que vocean mercancías que, sin duda, singularizan la ciudad. Ambos oyen cómo venden el libro Napoleón el Pequeño, de Victor Hugo, «obra prohibida en Francia», y tabaco español. Al verlos, los vendedores se dirigen a ellos: «¿Quiere usted ver el templo de los francmasones? ¡Biblias en todas las lenguas! Caballero, ¿es usted católico? Le diré dónde está su iglesia. Caballero, ¿es usted judío? Le diré dónde está su sinagoga».

Finalmente, Alarcón y Charles de Iriarte abandonan Ginebra en una diligencia camino de los Alpes. Así, llegan a Saboya que, como consecuencia del apoyo francés a la Unificación italiana, había sido cedida al Segundo Imperio Francés de Napoleón III. Los viajeros admiran lugares como la famosa cascada de Arpenaz, las Agujas de Varens, Sallanches, los baños de San Gervais hasta que, por fin, avistan el magnífico Mont Blanc. Alarcón dedica a Chamonix un curioso comentario: «No tiene más riqueza que el Mont Blanc ni otra industria que exhibirlo a los ingleses. (La denominación de ingleses comprende a todos los humanos que viajan por placer, aunque sean patagones o kalmukos). Todos los habitantes se convierten en guías».

Los compañeros de viaje se hospedan en el Hôtel Real de la Union y ya en el descanso de la noche, Alarcón describe las anotaciones que hizo en su álbum de viaje en esa noche del 16 de octubre de 1860: «¡Quizás ahora mismo (a las nueve y cuarto de la noche) mis amigos de Madrid ven pintados estos sitios en los telones del Teatro Real!».

Una escena verdaderamente hilarante se produce en la Flechère, cerca del Mar de Hielo, desde donde contemplan el Mont Blanc. La asociación de guías de la zona había instalado en la cumbre un observatorio o refugio, y en su interior los viajeros podían escribir algún comentario sobre sus impresiones. Así, del Álbum de la Flèchere relata Alarcón una anécdota que reflejaba mucho del clima político de la época, un tiempo de tensiones nacionales. El andaluz lee la frase anotada por un inglés: «“Hay una cosa blanca que me gusta más que el Mont Blanc y es la espuma de la cerveza”. Leyólo un francés y puso por debajo: “Este inglés es un imbécil”. Pero vino otro inglés y dijo: “¡Para imbéciles usted y toda la Francia!”. A lo que añadió un ruso algunos sarcasmos acerca de la alianza anglofrancesa, y un polaco una maldición contra la Rusia (…). De aquí se deduce que el Álbum de la Flèchere y todos los de su clase son unos temibles episodios clandestinos en que se escriben apreciaciones que no pueden hacerse en los diarios legalizados».

Por fin llegan a Italia, destino último del viaje. Sin embargo, en las llanuras del Milanesado camino de Turín, a Alarcón lo embarga una curiosa emoción de nostalgia por lo aún no visto, una particular visión de viajero: «Cuando esta noche me acueste habré pasado ya por los históricos campos de Magenta, y habré dejado de desear y esperar conocer Turín… ¡Todos estimamos el mañana más que el hoy, y el ayer más que el hoy y que el mañana! Cuando deseo una cosa, la creo plata; cuando la tengo, se me figura cobre; y cuando la recuerdo, me parece oro».

Los viajeros visitan en Turín la capilla del Santo Sudario, luego llegan a Milán (recién liberada de los austriacos) y Venecia, donde Alarcón navega en góndola con capa española. «Nada más triste y pavoroso que el dédalo de estrechísimos canales que se adivinaba allá dentro… Ni un alma, ni un rumor, ni un punto de terreno en que desembarcar se percibían en aquellos barrios interiores, cuyo cielo apenas se alcanzaba a ver por encima de las altas y estrechísimas callejas, y cuyo pavimento era doquier el taciturno abismo… », explica narrando las contrapostales de otra Venecia. Más tarde alcanzarán Padua, Bolonia y la Toscana hasta Roma. «Después vendrá Nápoles, presa de la anarquía, Nápoles en plena guerra, la Nápoles de Garibaldi», apunta recordando en su memoria que los paisajes de las batallas son siempre los mismos.