POR LA MAÑANA, el lobo aún seguía allí, bebiendo del agua fresca en la orilla, en lugar de haberse ido antes de que la niña despertara, como tenía por costumbre. Los chasquidos de su lengua rebotaban en el cañón de piedra en el que se encontraba la laguna.
El día había amanecido nublado y el pelaje color ceniza del lobo se confundía con el color de las rocas y de las nubes. El animal siguió a Trog con la vista mientras esta se acercaba al agua y se ponía a su lado. En esta ocasión no se espantó, ni siquiera cuando la niña le dijo:
–Si ayer no hubieras aparecido, hoy estaría en la tripa de esos monstruos, y mi espíritu, atrapado para siempre en la Montaña Que Toca El Cielo. Tú me has salvado la vida, así que a cambio yo te daré un nombre. A partir de hoy te llamarás Gris.
Trog se preguntó qué pensaría de ella la tribu si se enterase de que le había dado un nombre a un animal, pero tenía la necesidad de darle las gracias por haberla rescatado, y no podía hacerlo si el lobo no tenía uno.
–¡Gris! –exclamó, y su voz se perdió, restallando contra las paredes de roca.
Retomó su camino, sin volver a encontrarse con aquellos monos ni con ninguna otra fiera de las que habitaban la montaña. No sabía si era gracias al rastro del musgo negro o por la compañía del lobezno.
Gris solía desaparecer durante casi todo el día, aunque de vez en cuando lo veía en lo alto de una roca o en el fondo del desfiladero por el que serpenteaba su ruta. En él crecían algunas plantas, y de vez en cuando encontraban agua, leña y algo de alimento. Por las noches buscaba a la niña, y los dos compartían el fuego y la cena, y Trog se sentía segura y maravillada por la presencia del animal.
Durante la cuarta noche en la montaña, sopló un viento gélido. La hoguera era diminuta, hecha con las pocas ramas secas que había recogido durante el día, así que los dos se acurrucaron para darse calor, como una manada o una tribu en miniatura.
Por la mañana, Trog despertó con su cara enterrada en el pelo de Gris y se dio cuenta de que era la primera vez en su vida que tocaba a un lobo vivo.
Esa misma tarde, emprendieron el camino a través de una arboleda hasta una gran pradera. El aire se volvió más cálido y el suelo de roca se convirtió en tierra que olía a lluvia. Por todas partes crecían zarzas, plagadas de pinchos y de bayas, que anunciaban que habían llegado al Valle de las Mil Espinas.
La niña se giró y miró la Montaña Que Toca El Cielo, que le decía adiós con su cabeza nevada oculta entre las nubes.
Había dejado atrás la peor etapa del Viaje.