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TROG SIEMPRE HABÍA IMAGINADO el Valle de las Mil Espinas como un lugar tenebroso y oscuro, así que le sorprendió encontrar un paraje verde y soleado por el que serpenteaba un río que llevaba agua limpia y clara del deshielo. A sus orillas se desperdigaban pequeños bosques y prados llenos de flores, pájaros y mariposas, que la alejaban de la Nieve todavía más.

Durante un par de días se dedicó a estudiar los rastros de los animales del valle, pues era allí donde tendría que cazar la presa que llevaría de vuelta de su Viaje. Los senderos entre la hierba le decían que casi todas las criaturas vivían en las arboledas y atravesaban las praderas para beber en el río. Los caminos eran estrechos y las huellas diminutas, por lo que debían de ser animales pequeños. Encontró también señales de oso y de león, pero no eran recientes. Seguramente las fieras vivían en lo más alto del valle y bajaban a las praderas para cazar. Tenía que andar con cuidado, pero se sentía más segura ahora que Gris rondaba a su alrededor la mayor parte del tiempo, olisqueando aquel territorio.

Una mañana soleada, encontró una caca de tamaño descomunal sobre la hierba, junto a unas pisadas que no había visto nunca antes. Colocó su pie dentro de la huella. ¡Era tres veces más pequeño que la pezuña de aquella criatura!

El lobo se acercó a los restos y los olisqueó nervioso. De repente levantó la cabeza y olfateó el aire, alertado por algo que la niña no podía percibir. Arqueó el lomo, erizado en dirección a un grupo de árboles, y comenzó a gruñir suavemente, arrugando el hocico para mostrar los dientes.

Trog abrió su nariz y cogió aire con fuerza, pero no lograba oler aquello que asustaba tanto a Gris. Sin perder de vista la espesura, se acuclilló en la hierba en busca de escondite y desenrolló su piel de mamut. Entonces, algo se movió entre los árboles, algo verdaderamente grande que aplastaba las ramas haciéndolas crujir a cada paso.

El lobo salió corriendo, con el rabo entre las piernas.

«¡Menudo cobarde!», pensó Trog, y se envolvió en la piel de mamut.

Pegada contra el suelo, se agarró las rodillas y cerró los ojos, concentrándose con todas sus fuerzas para hacerse invisible.

La criatura se acercó lentamente y cada una de sus pisadas hizo temblar la tierra como un terremoto. Olfateaba el camino, aspirando grandes bocanadas de aire con lo que debía de ser un hocico gigantesco. Al llegar a su altura, se quedó quieta.

Abrió los ojos y descubrió que no estaba tan oscuro allí debajo. Un tenue rayo de luz entraba por un agujero diminuto. Trog lo tocó con el dedo y recordó la flecha envenenada que le habían lanzado los Hombres de Barro cuando los encontró en el páramo. Acercó un ojo al orificio y miró, conteniendo la respiración.