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DE LO QUE HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE RESISTENCIA

Comencé a correr en la universidad. Durante la preparatoria había practicado atletismo, pero en realidad no corría. Cuando estaba en la preparatoria, ya estaba vigente el Título IX, el cual establecía que las mujeres debían tener acceso a los deportes organizados; sin embargo, su impacto fue lento y tardó mucho en llegar a los suburbios del oeste medio estadounidense, donde crecí. El equipo de campo traviesa para mujeres no existía, pues la pista mide entre tres y cinco kilómetros, y si una chica corre esa distancia su útero podría caerse. El equipo de atletismo de los hombres era muy grande y recibía muchos fondos; el nuestro era pequeño y el único entrenador era un asistente de futbol americano aburrido con demasiado tiempo libre durante la primavera. Después de la escuela, mis compañeras y yo nos poníamos unos shorts aguados y un par de tenis, salíamos al óvalo de asfalto pegajoso y, siguiendo las instrucciones concisas de nuestro entrenador, corríamos hasta vomitar bajo el atardecer.

Renuncié al equipo de atletismo después del segundo año de preparatoria.

Sin embargo, en la universidad descubrí que me gustaba correr, no como parte de un equipo, sino en soledad. Corría algunas cuadras desde mi dormitorio hasta los campos de experimentación del departamento de agricultura. Me gustaba rodearlos corriendo a paso ligero. Su aroma era dulce y amargoso, con un toque químico agudo. (Yo estaba estudiando literatura inglesa, y no me preocupaban los gases emitidos por los pesticidas.) En algunos campos crecían flores o enredaderas; en otros, plantas altas y llenas de hojas. Los árboles delineaban el perímetro. Era un lugar tranquilo y por lo general el camino de terracería era sólo para mí.

Al principio llegaba a los campos sin aliento. Entonces reducía el paso y caminaba alrededor de ellos antes de trotar a casa. Desconozco la distancia exacta, pero me parece que una vuelta alrededor de los campos medía casi un kilómetro. No me interesaba registrar la distancia, sólo sentía la necesidad de salir y moverme después de pasar seis horas sentada leyendo Coriolano o La rama dorada. Además, como toda chica de 18 años, no quería engordar.

Ahora bien, deténganme si ya han escuchado esto (y si corres, es muy probable): descubría que me gustaba correr. Después de algunos meses, llegaba a los campos respirando de manera normal y podía seguir así; corría tres o cuatro vueltas alrededor de los rectángulos verdes y luego corría a casa, aún sin sentir cansancio. A veces decidía correr las últimas cuadras a toda velocidad. Mis rodillas se levantaban y mis brazos se agitaban sin que tuviera que decirles qué hacer. Presionaba los dedos de mis pies a gran velocidad contra el asfalto; me sentía rápida y poderosa. Nunca fui una niña gorda. De hecho, mi familia siempre ha tendido a ser flacucha. Pero tampoco había llevado una vida particularmente atlética. Mi carrera de atletismo había sido, como ya mencioné, molesta, breve y húmeda. Mi mayor éxito en los deportes había sido en el equipo de softball del cuarto año, cuando era chaparra y, al no tener una zona de strike visible, anotaba con frecuencia.

Ahora, de pronto, había alcanzado cierta competencia física e incluso cierta gracia. Los músculos de mis muslos se contraían y extendían con una belleza animal inconsciente. ¿Quién diría que eran capaces de ello? Cuando un chico de mi clase de estadística sugirió que pasáramos tiempo juntos le pregunté si le gustaría correr conmigo. No pasó de las dos cuadras. Nunca volvimos a salir. ¿A quién le importa? Hubo un momento muy breve en el que consideré cambiar de carrera. Fue en mi tercer año, un día que salí a correr y no paré al pasar por mi dormitorio a gran velocidad. Pensé estudiar biología y medicina, para adentrarme mejor en los mecanismos de la respiración y en el funcionamiento de los músculos y del corazón que sentía bombear debajo de mi piel. Pero eso requería demasiadas matemáticas. Además, correr era poético para mí; entonces, encajaba perfectamente en mi campo. Henry David Thoreau escribió: “Lo bueno para el cuerpo es obra del cuerpo. Lo bueno para el alma es obra del alma, y lo bueno para uno es obra del otro”. Al leerlo sentí que en esa idea se concentraba todo aquello a lo que nos referimos cuando hablamos de resistencia. En eso y, por supuesto, en la glicólisis aeróbica.

Ver un kilómetro al futuro

Solemos llamarlo “cardio”, pero esto hace que suene clínico o medicinal. El ejercicio aeróbico, la resistencia, es el manantial de la salud. Para decirlo con palabras más poéticas y al mismo tiempo literales, el cardio es el corazón palpitante del ejercicio, y su valor es incalculable. Un campo creciente de la ciencia sugiere que la condición aeróbica puede ser el factor más importante para determinar qué tan larga será tu vida; mucho más que el tabaquismo o la obesidad. Por ejemplo, un nuevo estudio de gran importancia, que incluyó a casi 10 000 hombres estadounidenses de entre 20 y 82 años, encontró que en el transcurso de cinco años las personas con mala condición aeróbica eran más propensas a morir por cualquier causa y a cualquier edad. Una quinta parte de los hombres del estudio gozaban de una condición aeróbica superior y ellos mostraron las probabilidades más bajas de morir por cualquier causa, en particular si pertenecían al contingente de los octogenarios. De igual manera, en un estudio de 15 años de duración con más de 2 000 adultos noruegos de mediana edad, se concluyó que si lograban mejorar su condición física durante el estudio, sin importar qué tanto o qué tan poco, terminaban con “un riesgo de mortalidad significativamente menor”, incluso los que estaban (hay que ser cruel para hablar con la verdad) muy gordos.

Quizá lo más revelador fue un estudio reciente a la Cassandra, que fue realizado en parte por el Instituto Cooper. En éste se demostró que la velocidad a la que un hombre o una mujer de entre 40 y 50 años puede correr 1.6 kilómetros puede predecir, de manera un tanto espeluznante, el riesgo de desarrollar enfermedades cardiacas 30 o 40 años después. En el experimento se determinó que los hombres de mediana edad incapaces de correr esa distancia en 10 minutos —es decir, muchos, muchos hombres de mediana edad— corrían un riesgo mayor, alrededor de 30%, de desarrollar y morir de una enfermedad del corazón, en comparación con el pequeño conjunto de hombres de esta edad capaces de correr más de kilómetro y medio en ocho minutos. Para las mujeres de entre 40 y 50 años, correr 1.6 kilómetros en nueve minutos era signo del menor riesgo de contraer enfermedades cardiacas a los 70 u 80 años; por otra parte, correr esta distancia en 12 minutos o más era un indicador de mayores probabilidades de sufrir o morir por una afección de este tipo.

Sí, después de leer sobre esta prueba corrí a hacerla. Ve a hacer la tuya (siempre y cuando no corras riesgo de paro cardiaco o algún otro problema similar). Si calificas arriba del umbral de “a este ritmo morirás de manera prematura”, no entres en pánico. Hasta donde sabemos, un programa de ejercicio aeróbico bien estructurado puede alterar el futuro.

Primero repasemos el vocabulario. El ejercicio aeróbico, a diferencia de muchos tipos de entrenamiento de fuerza y de los episodios cortos de actividad intensa o sprints a gran velocidad, sirve para probar “la capacidad del sistema circulatorio, respiratorio y muscular para abastecer oxígeno durante el ejercicio prolongado”, según un reciente artículo de revisión publicado por el Journal of the American Medical Association. Durante el ejercicio cardiorrespiratorio prolongado, el corazón y los pulmones comienzan a bombear y trabajar a un ritmo mucho más alto que cuando estamos en reposo. Si tu frecuencia cardiaca en reposo —el número de latidos por minuto de tu corazón cuando no realizas actividad física— es de 70 latidos por minuto (el promedio para los adultos saludables aunque no atléticos), aumentará con rapidez al inicio de una sesión de cardio, llegará a más de 100 y luego a 140, 150 o más latidos por minuto.

La palabra aeróbico significa “con oxígeno”, y anaeróbico significa, como podrás adivinar, “sin oxígeno”. Tanto el ejercicio aeróbico como el anaeróbico generan energía a través del proceso de glicólisis, o la conversión de glucosa (azúcar almacenada) en combustible. Sin embargo, aunque el ejercicio aeróbico utiliza oxígeno para descomponer la glucosa, el anaeróbico utiliza otros mecanismos menos eficientes pero más rápidos. La glicólisis anaeróbica no puede sostenerse por mucho tiempo; es por eso que un sprint corto a toda velocidad, durante el cual tus músculos se contraen con demasiada fuerza y rapidez como para depender del oxígeno, te agota tanto. La mayoría de las personas sólo pueden soportar algunos minutos de actividad anaeróbica. Sin embargo, un cuerpo entrenado puede realizar este tipo de ejercicio durante horas.

La clave es, precisamente, el entrenamiento. Las personas nacen con cierta capacidad aeróbica; podemos culpar o agradecer por eso a nuestros padres. Se trata de la capacidad máxima de oxígeno o VO2 máximo, una medida de la que he hablado antes y que complementa la descripción de cualquier programa de entrenamiento. El VO2 máximo representa la máxima cantidad de oxígeno que los pulmones de una persona pueden inhalar y luego distribuir a los músculos en movimiento. Técnicamente, es el número de mililitros de oxígeno utilizados en un minuto de actividad por kilogramo de peso. En la mayoría de los casos se determina mediante una prueba de caminadora, en la cual el sujeto debe usar un monitor de frecuencia cardiaca y una especie de máscara de gas para medir la entrada de oxígeno a cada paso. Durante esta prueba los investigadores incrementan la velocidad de la caminadora de manera gradual, con el fin de que el sujeto esté obligado a invertir más energía para no caer. Por lo general, el con sumo de oxígeno se incrementa de forma lineal, conforme el esfuerzo físico aumenta. Mientras más rápido corras, pedalees o hagas cualquier actividad aeróbica, mayor será la cantidad de oxigeno entrante y utilizado. Sin embargo, este proceso continúa sólo hasta cierto punto, hasta alcanzar un grado de esfuerzo determinado que varía de persona a persona. A partir de ese momento, la entrada de oxígeno se estabiliza y tu cuerpo ya no es capaz de absorber o distribuir más oxígeno. Esto se conoce como el VO2 máximo. (Puedes calcular tu máximo VO2 a partir de los resultados de la “prueba de la milla” —1 500 metros—, aunque este número sólo es una aproximación. Ve al final del capítulo para saber más detalles.)

El VO2 máximo de una persona en cualquier momento es una forma útil de medir la condición física. Sin embargo, a pesar de toda la atención que se ha invertido en la investigación de este número en la ciencia de los deportes, así como entre entrenadores y atletas, en la práctica es muy ambiguo. Múltiples estudios con atletas de alto rendimiento, incluyendo competidores olímpicos, ciclistas del Tour de France, futbolistas de la Copa Mundial, maratonistas galardonados, miembros de equipos nacionales de remo e incluso jugadores de cricket británicos, han comprobado que los mejores deportistas tienen un VO2 máximo muy alto. Si no cuentas con una gran capacidad aeróbica, no podrás competir. Sin embargo, los atletas con los VO2 más altos no siempre consiguen medallas olímpicas, ganan los maratones, ni son los poseedores del título de bateo en cricket. No importa si el VO2 máximo de un atleta es inferior al de muchos de sus rivales, podría llegar a romper un récord mundial. El desempeño atlético depende de muchos factores además del VO2 máximo.

Ahora bien, muchas personas podrían beneficiarse al mejorar su condición cardiorrespiratoria, la cual suele asociarse con el VO2 máximo, ya sean deportistas por diversión, atletas de rendimiento medio, lectores de libros de salud o personas cuya calificación en la prueba de kilometraje resultó ser preocupante (la verdad, todas estas personas hipotéticas pueden ser una sola). Por lo menos, yo estoy segura de que puedo mejorar.

Lo bueno de ser principiante

Hoy en día, el récord mundial de la “prueba de la milla” es de 3:43.13, es decir, tres minutos y un poco más de 43 segundos, sorprendente marca impuesta por el corredor marroquí Hicham el-Guerrouj en 1999. Este tiempo se logró 147 años después de la primera competencia de milla cronometrada reconocida, la cual fue completada en cuatro minutos y 28 segundos, en 1852, en Inglaterra. Antes de esa carrera los tiempos no eran oficiales, porque las distancias no habían sido estandarizadas. Después de que los oficiales comenzaran a medir y certificar la distancia de las pistas, fue posible registrar y comparar los tiempos. En 147 años el récord mundial masculino se redujo en 45 segundos, una mejora de 17%. Tal progreso inspira algunas consideraciones importantes. En primer lugar, debemos tener en cuenta que casi todos los avances ocurrieron a finales de la década de 1920, después de que Paavo Nurmi — el finlandés volador, famoso por romper récords mundiales— y su entrenador introdujeron avances científicos en sus métodos de entrenamiento, incluyendo sesiones de intervalos. En segundo lugar, esta mejora de 17%, a la que se llegó a lo largo de un siglo y medio de carreras intensas, no se acerca a los avances en la condición física y desempeño que el típico corredor, ciclista o deportista principiante verá durante su primer año de entrenamiento.

“Lo bueno de ser un corredor principiante” o de empezar a practicar cualquier otro deporte de resistencia “es lo fácil que resulta mejorar el desempeño de manera significativa”, me dijo Joe Vigil, entrenador legendario que ha trabajado con muchos de los mejores maratonistas de Estados Unidos, así como con otros corredores de distancia. “Es una de las cosas que inspiran a los principiantes a cumplir con el programa.”

El porcentaje de avance que un atleta principiante puede esperar en términos de condición física y desempeño durante las etapas tempranas de una nueva rutina de ejercicio cardiovascular siempre varía, pero la evidencia, que incluye las estimaciones de entrenadores y practicantes, demuestra que una manera sencilla, confiable y matemática de expresarlo es: “mucho”.

“Cuando alguien comienza a caminar casi todos los días, después de una vida de no caminar, probablemente muy pronto reducirá su frecuencia cardiaca en reposo al menos algunos latidos por minuto”, dice el doctor Michael Joyner, investigador de la Clínica Mayo en Minnesota y experto en fisiología del ejercicio. Si un caminante aumenta la intensidad de sus sesiones de ejercicio hasta llegar al trote, “su frecuencia cardiaca en reposo puede bajar de 70 a 60” en los primeros 12 meses.

Estos cambios suceden porque el cuerpo se moldea rápida y drásticamente en respuesta al ejercicio aeróbico. Cuando el corazón trabaja, como cualquier músculo, se fortalece. En un estudio con ratones sedentarios a los que se les dio acceso a ruedas para correr se observó que las células musculares del corazón se alargaron pocos días después de que éstos comenzaran a correr, lo que mejoró su función cardiaca. Los indicadores genéticos de actividad molecular de cada célula cardiaca también mejoraron en los ratones corredores.

El corazón de las personas que se ejercitan con regularidad crece de manera significativa. Gracias a esta condición, conocida de manera un tanto poética como “corazón de atleta”, las válvulas del corazón se fortalecen. Con cada latido, el corazón estimulado bombea más sangre a las arterias, lo cual le permite contraerse con menor frecuencia la mayor parte del tiempo. Un atleta entrenado puede tener una frecuencia cardiaca en reposo de 40 latidos por minuto, lo cual, en una persona sedentaria, sería síntoma de alguna patología. “En ocasiones los doctores se preocupan” cuando se encuentran con algún atleta con una frecuencia cardiaca tan baja, explica el doctor Paul Thompson, un reconocido experto en el corazón de los atletas y maratonista él mismo. “No obstante, esto es una señal normal y saludable de la adaptación aeróbica al ejercicio. El corazón siempre debería verse y comportarse de esa manera, pero la mayoría de las personas no han desarrollado la condición física necesaria” para tener un corazón de atleta.

Al mismo tiempo, los vasos sanguíneos mejoran su capacidad para soportar las exigencias de un corazón fuerte, es decir, incrementan su maleabilidad. Varios estudios han demostrado que las células de las paredes arteriales proliferan después de iniciar el ejercicio, lo cual les permite estirarse y mantener su flexibilidad, incluso cuando una mayor cantidad de sangre y oxígeno fluye a través de ellas. Los músculos requieren más sangre durante el ejercicio y los vasos entrenados cumplen esta tarea con mayor eficiencia. Durante el reposo las arterias mantienen su flexibilidad, lo cual da como resultado una presión sanguínea más baja. Con el tiempo, el ejercicio regular también ayuda a la creación de nuevos vasos capilares encargados de llevar sangre de las arterias a los músculos activos. Esto facilita el flujo sanguíneo durante la actividad física.

Los pulmones también cambian gracias al ejercicio de resistencia. El incremento en la fuerza de cada latido hace que entre más sangre a los pulmones, lo que genera mayor irrigación de los alvéolos, la cual a su vez causa un aumento en la cantidad de aire inhalada. Los pulmones también se vuelven más sensibles a los mensajes que los centros respiratorios del cerebro emiten con la instrucción de succionar más aire. Por su parte, los músculos abdominales respiratorios, que ayudan a empujar el aire al interior de los pulmones y luego a expulsarlo, se fortalecen cada vez más mientras se adaptan al ejercicio. La actividad física que exige más oxígeno genera ciertas condiciones bajo las cuales tu cuerpo puede respirarlo y distribuirlo más y mejor.

Todo esto significa que es posible aumentar el VO2 máximo mediante el ejercicio. Por lo general, el cambio se vuelve notable algunas semanas después de comenzar un programa regular de ejercicio de resistencia. En algunos estudios, atletas principiantes han demostrado una mejora de hasta 30% en su VO2 máximo tras empezar una rutina de cardio. En ocasiones los voluntarios trotaban en una caminadora; en otras hacían bicicleta estacionaria, nadaban o, según una serie de estudios recientes realizados con adultos mayores, hacían taichi. En cada uno de estos ejemplos, la capacidad aeróbica de los sujetos se incrementó de manera significativa y con gran rapidez. En particular, dice el doctor Thompson, “si habían perdido peso”, pues el VO2 máximo está determinado en parte por el peso corporal.

Después de un año, dejan de ser principiantes “y las mejoras se vuelven graduales”, dice Vigil. Esto quizá sea suficiente para las personas cuya meta primaria es lograr y mantener una buena salud y condición física básica. Si éste es tu caso, puedes casarte con un solo programa de ejercicios para siempre. Sin embargo, es posible que quieras ampliar tus objetivos, algo muy común entre los principiantes que, después de comenzar a trotar o andar en bicicleta por diversión o para mejorar su salud, descubren una pasión ardiente e inesperada por competir. De ser así, ha llegado la hora de cambiar tu manera de ejercitarte. Es tiempo de ponerte los pantalones, reunir toda tu fuerza de voluntad y comenzar un entrenamiento.

¡Fartlek!

En la década de 1930, Suecia comenzó a morder el polvo en las carreras internacionales de larga distancia, por culpa de su vecino y rival, Finlandia. Esto no le gustó a Suecia para nada. Finlandia no sólo contaba con el maravilloso y talentoso Paavo Nurmi, quien ya había comenzado su colección de medallas olímpicas y reconocimientos a nivel mundial, sino que también los demás miembros del equipo finlandés de corredores de fondo habían aplastado a los suecos en los encuentros regionales y europeos de atletismo. Esta lucha de “güeros” contra “güeros” generó mucha preocupación en Estocolmo. El entrenador del equipo sueco masculino, Gosta Holmer, ganador de una medalla de bronce en el decatlón olímpico, decidió imitar a los finlandeses. En ese momento casi todos ellos estaban siguiendo el ejemplo brutal de Nurmi y entrenaban hasta el límite del dolor una vez a la semana. Al menos estas rutinas duraban poco.

El astuto Holmer instituyó el mismo tipo de régimen entre sus corredores, pero, en lugar de confinarlos a la pista, los mandó a las colinas y campos suecos para que hicieran sprints a toda velocidad de un árbol a una roca; luego les permitía correr a paso ligero durante un rato antes de volver a correr con todas sus fuerzas hasta el siguiente abeto a la vista. Les dijo que estos entrenamientos consistían en “juegos de velocidad” o, en sueco, fartlek. Así, cambió la nomenclatura atlética y, hasta cierto punto, la naturaleza del entrenamiento científico.

Hay muchas maneras de estructurar un programa de entrenamiento para mejorar tu resistencia, pero la mayoría cuenta con una cantidad alarmantemente pequeña de ciencia que la respalde. Según una revisión reciente de la ciencia del entrenamiento, la “distribución ideal” del tiempo, en la que se alterna entre rutinas largas y lentas, episodios cortos e intensos, y algo intermedio, “no están fundamentadas desde el punto de vista científico”.

Sin embargo, existen ciertos elementos que casi todos —desde entrenadores hasta fisiólogos, pasando por los atletas más holgazanes (o sea, personas como yo)— aceptan como una parte esencial de cualquier programa de ejercicio cardiovascular diseñado para incrementar tanto la velocidad como la condición física. El primero de ellos, y el más evidente aunque muchas veces se omita, es el “volumen”, según dice Vigil. Si quieres ser mejor en tu deporte, ya sea correr, nadar o taichi, debes incrementar las horas que dedicas a correr, nadar o hacer taichi de manera continua. El cuerpo se acostumbra a los movimientos a través de la práctica simple y repetitiva, a cada zancada, brazada o pose. Por decirlo de alguna manera, tu cuerpo desarrolla “muletillas musculares”. Algunos estudios con maratonistas principiantes han concluido que uno de los indicadores más confiables para calcular el desempeño de un maratonista novato es la distancia que fue capaz de correr durante el mes anterior a la carrera. Las personas que cubrieron 96 kilómetros o más a la semana tuvieron un desempeño muy superior a los que recorrieron 64 kilómetros semanales o menos.

Por supuesto, si hoy en día corres 24 kilómetros a la semana, esa distancia suena sobrecogedora. No obstante, añadir volumen a tu entrenamiento es el cambio más fácil de todos, pues no necesitas adquirir habilidades nuevas o más experiencia. Sólo debes hacer un poquito más de lo mismo que has estado haciendo. La regla general dice que puedes incrementar el volumen de entrenamiento hasta en 10% a la semana. Si esta semana corres 16 kilómetros, puedes sumar 1.6 al total durante la próxima. Muchos expertos opinan que añadir una distancia mayor a 10% semanal genera lesiones crónicas y fatiga. No obstante, hay muy pocas pruebas científicas detrás de esa creencia. Si quieres añadir 15% al volumen de tu entrenamiento, adelante. Pruébalo una semana. Si después de eso las piernas o el cuerpo te duelen de manera excesiva, sobre todo si tus músculos siguen adoloridos después de 72 horas, tómate un respiro y reduce el volumen de tu entrenamiento.

Ahora enfócate en la velocidad. Hace poco, a un grupo de corredores con experiencia pero no profesionales se les asignó un régimen de entrenamiento que enfatizaba una de dos cosas: añadir distancia adicional o reducir el volumen general del entrenamiento y añadir dos sesiones de intervalos, cortas pero intensas, a la semana. El grupo de los intervalos mostró un mejor desempeño en las siguientes carreras de cinco kilómetros. “La manera más efectiva de mejorar la resistencia y el desempeño de los atletas entrenados es implementar el entrenamiento por intervalos de alta intensidad”, concluyeron los autores de este estudio.

No obstante, como la autora de este libro ya ha mencionado, los intervalos pueden ser muy desagradables. Su efectividad depende de utilizar un porcentaje enorme y doloroso de la capacidad aeróbica. Según un estudio reciente con ciclistas competitivos, la “intensidad ideal del ejercicio” durante una sesión de entrenamiento por intervalos es “de 78 a 93% del VO2 máximo”.

Determinar con exactitud a qué porcentaje de tu capacidad aeróbica estás operando no es tan fácil como suena. Además, esta tarea se dificulta cada vez más, pues los científicos se han dedicado a estudiar el proceso con mucha minuciosidad. Durante años, muchos de nosotros (o al menos las personas que queremos competir y/o incrementar nuestro desempeño) hemos recibido la instrucción de realizar intervalos entre 75 y 90% de nuestra frecuencia cardiaca máxima. Este número se creía menos difícil de alcanzar y más útil que el VO2 máximo. Todos los gimnasios de Estados Unidos colgaron un cartel para mostrar los porcentajes de frecuencia cardiaca y las zonas de entrenamiento deseadas en términos de ritmo cardiaco. Nos dijeron que podíamos determinar nuestra frecuencia cardiaca máxima con una simple resta, 220 menos nuestra edad. Si esa fórmula fuera correcta, todos los hombres y mujeres de 40 años tendrían una frecuencia cardiaca máxima de 180 latidos por minuto, por lo que el 85% de eso, un buen rango para los intervalos intensos, sería 153 latidos por minuto.

Muchos atletas, entre los que me incluyo, decidimos invertir en costosos monitores de frecuencia cardiaca. Por suerte, hace poco un grupo de científicos volvió a analizar los números relacionados con el ritmo cardiaco. Las tablas originales se habían diseñado en los años setenta y su propósito era ayudar a los cardiólogos a tratar a sus pacientes enfermos. Cuando los investigadores de nuestra década realizaron nuevas pruebas de frecuencia cardiaca con hombres y mujeres saludables, la fórmula resultó ser demasiado simple, en particular para las mujeres. El estándar es timado de frecuencia cardiaca era demasiado alto. De acuerdo con los investigadores de la Universidad Northwestern, en Evanston, Illinois, la fórmula de 220 menos la edad del sujeto arrojaba un cálculo excesivo para el ritmo cardiaco de una mujer promedio, con alrededor de ocho latidos adicionales por minuto. Este es estudio se realizó con más de 5 500 mujeres de entre 35 y 93 años. Los científicos determinaron que la fórmula correcta era 206 menos 88% de la edad de una mujer. Este nuevo modelo no se graba tan fácil en la mente y no se ve tan lindo en los carteles, pero sí es más preciso. Si una mujer promedio de 40 años quiere ejercitarse al 85% de su frecuencia cardiaca máxima utilizando esta fórmula, debe dejar que su pulso se incremente a 145 latidos por minuto, no a 153.

Sin embargo, otros estudios han demostrado que esta fórmula no es infalible si la mujer en cuestión tiene más de 40 años, sobrepeso o alguna predisposición genética que haga que su corazón lata tan rápido como el de un pájaro o tan lento como un caracol. Según un pequeño estudio realizado en Noruega, esta fórmula general también es incorrecta para hombres de más de 45 años. De hecho, múltiples estudios con corredores y ciclistas experimentados han mostrado que el ritmo cardiaco es, por lo general, un indicador dudoso para determinar el verdadero esfuerzo fisiológico. En un nuevo experimento representativo con un grupo de ciclistas usuarios de monitores de frecuencia cardiaca, éstos fueron sometidos a rigurosas pruebas fisiológicas para medir su esfuerzo y condición física. En ellas se demostró que las cifras arrojadas por los monitores subestimaban en casi 6% el ritmo cardiaco y el consumo de oxígeno real de cada ciclista durante el pedaleo y calculaban un exceso mayor a 13% en el uso total de energía.

Pero si los monitores de frecuencia cardiaca no son confiables, ¿cómo podemos medir nuestro esfuerzo? La ciencia moderna sugiere confiar en ti mismo. De acuerdo con un gran conjunto de experimentos, el rango de esfuerzo percibido o REP es un mejor indicador del esfuerzo fisiológico real que las fórmulas basadas en el ritmo cardiaco. Los científicos utilizan las tablas formales de REP en muchos experimentos, con una escala de seis a 15 —no de cero a 10, como se esperaría—, pues los números deberían corresponder, por lo menos a primera vista, al pulso cardiaco, el cual puede medirse como múltiplo de seis. En esta escala, seis representa inmovilidad y 20 el máximo esfuerzo, el cual es insostenible. Una caminata ligera, por ejemplo, estaría en el nueve de esta escala, de acuerdo con las cifras del CDC. Los intervalos individuales deberían realizarse cerca del REP 15, y la mayoría de los estudios dice que sería necesario sostenerlos por varios minutos. Por supuesto, también puedes utilizar una escala de cero a 10, que para mucha gente puede ser más lógica. Según esta última medida, deberías ejercitarte a un nivel REP de al menos seis durante varios minutos.

Para poner en práctica todos estos número abstractos y, aceptémoslo, un poco intimidantes, prueba el ejercicio fartlek. O mejor, cuéntale a tus amigos y colegas que tienes la intención de “fartlekear”. Esta rutina es, en esencia, una sesión de intervalos no estructurada. Puedes fartlekear en cualquier lugar. Sólo debes comenzar con 10 o 15 minutos de trote ligero (o ciclismo o natación, aunque la mayoría de las personas que hacen fartlek son corredores) hasta divisar a lo lejos alguna marca que se cruzará en tu camino; puede ser un árbol, el punto más alto de una colina, o una grieta en el pavimento. Lo único indispensable es que esté suficientemente lejos o alto como para que te obligues a correr a gran velocidad por varios minutos para alcanzarlo. No corras, vuela. Pon tu cuerpo a trabajar. Tu percepción del esfuerzo involucrado debe alcanzar y sostener al menos el cinco de la escala REP (si la cuentas de cero a 10). Cuando hayas alcanzado el objeto o la cima de la colina, baja el ritmo. Trota o corre de manera ligera hasta que tu ritmo cardiaco se haya estabilizado y tu REP alcance, digamos, un tres. Luego encuentra otro árbol y juega con la velocidad, fartlekea, hasta alcanzarlo. Aunque no lo creas, el objetivo de estas rutinas es acabar con la tiranía de la fatiga.

La prueba de sorber y escupir

No hace mucho tiempo, el Instituto de Investigaciones Biomédicas del Movimiento Humano y la Salud, de la Universidad de Birmingham, Inglaterra, hizo una prueba con ocho ciclistas hombres altamente competitivos, poseedores de una gran condición física. En ella, los ciclistas pedalearon con todas sus fuerzas en ocho ergómetros (bicicletas estacionarias computarizadas). Estas máquinas midieron su ritmo cardiaco, cadencia de pedaleo y gasto de energía. Los investigadores circulaban entre los ciclistas agotados y les ofrecían fluidos.

Estos fluidos no eran para beber, sino para jugar con sus confundidas mentes. Cada ciclista tomaba un largo sorbo, mantenía el líquido en su boca por 10 segundos y luego lo escupía en un balde que, convenientemente, los científicos sostenían para ellos. Ninguno se tragó el líquido; todos seguían pedaleando.

Algunas de las botellas contenían agua disfrazada con un potente saborizante de naranja, que no contenía calorías ni carbohidratos, sino sólo un polvo sin azúcar tipo Tang. Otras botellas tenían fluidos complementados con una dosis abundante de glucosa (azúcar líquida), además del mismo saborizante de naranja. El último tipo de fluido contenía maltodextrina, un carbohidrato insípido, además del polvo sabor naranja. Los tres fluidos tenían un sabor idéntico y ninguno de los ciclistas sabía cuál estaba tomando.

Recuerda, ninguno de ellos tragó. En estricto sentido, nadie ingirió calorías o combustible. Sin embargo, los atletas que habían sorbido y escupido fluidos con carbohidratos, ya sea glucosa o maltodextrina, el combustible preferido del cuerpo durante el ejercicio intenso, terminaron sus pruebas de esfuerzo más rápido que aquéllos que sólo escupieron agua. Su ritmo cardiaco y gasto de energía también fueron considerablemente más altos. Esto significa que se habían esforzado más durante el ejercicio que los ciclistas que sorbieron agua. Cuando los investigadores les preguntaron a los ciclistas cómo se habían sentido durante la rutina, los que enjuagaron sus bocas con carbohidratos alzaron los hombros y en pocas palabras dijeron que, aunque todas las pruebas de esfuerzo suelen ser muy desagradables, ésta no había estado tan mal. Los ciclistas que escupieron el agua declararon estar exhaustos.

La pregunta de qué genera el cansancio en un cuerpo aeróbicamente ejercitado es un asunto muy debatido por la ciencia. Hasta hace poco, la mayoría de los investigadores habría dicho que los procesos mentales y el pensamiento no influían en este proceso. Los músculos fallan, pensaban los fisiólogos, por las reacciones bioquímicas dentro de los mismos. Si reciben mucho oxígeno, los músculos comienzan a sentirse demasiado repletos de ácido láctico, por ello se endurecen y engarrotan.

No obstante, esa teoría comenzó a aclararse hace algunos años, cuando un buen número de investigadores empezaron a cuestionar de manera independiente el papel del ácido láctico en particular. Estos científicos no encontraron señales de que la acumulación del ácido láctico afectara la capacidad de contracción de los músculos. De hecho, en lugar de eso encontraron evidencia convincente de que el ácido láctico, que se genera en los músculos durante la glicólisis, es un combustible. Las mitocondrias de los músculos utilizan el ácido láctico como una fuente de energía de respaldo; como bien dice el título de un artículo de revisión en The Journal of Phisiology, “El lactato no es el diablo”.

Existen otros problemas asociados a la idea de que la fatiga sólo involucra a los músculos. “Sabemos que las personas aumentan la velocidad al final de su sesión de ejercicio”, dice el doctor Ross Tucker, investigador del Instituto de Ciencias del Deporte de Sudáfrica, quien ha estudiado la fatiga en los atletas. Si algún cambio bioquímico en los músculos, por ejemplo en los niveles de calcio, “causara fallas musculares, sería imposible aumentar la velocidad al final, cuando estos cambios se manifiestan a niveles superiores”.

Un experimento notable, completado hace poco tiempo en Inglaterra, encontró que las personas eran de hecho capaces de correr más rápido de lo normal si lo creían, es decir, después de escuchar una mentira. El estudio se llevó a cabo con un grupo de ciclistas recreativos, quienes completaron una prueba de esfuerzo. Durante la prueba, los científicos les pidieron que pedalearan tan rápido como pudieran por 4 000 metros. Después les dijeron que competirían contra una versión electrónica de sí mismos, un programa de computadora diseñado para recrear el mejor esfuerzo de cada ciclista. En una de las carreras, eso fue lo que hicieron: la versión electrónica igualó con exactitud el tiempo original de la prueba y, en consecuencia, los ciclistas terminaron la prueba en el mismo tiempo en el que habían terminado la primera vez. Al final, los sujetos les dijeron a los científicos que esa carrera contra sí mismos los había dejado exhaustos. Sin embargo, en una prueba posterior, la computadora fue ligeramente reprogramada sin que los ciclistas lo supieran. Ahora el ritmo del programa era 2% más rápido que el de la prueba original, lo cual en teoría representaba el límite de velocidad de cada participante. Cuando se enfrentaron a este nuevo programa, los ciclistas creían que seguía siendo idéntico a su mejor tiempo anterior. Los sujetos encontraron la energía en su interior para pedalear más rápido que nunca y, casi sin excepción, lograron terminar su rutina a un ritmo entre 2 y 3% mayor que el primero. Su cerebro y su cuerpo se enfrentaron a una realidad que no sabían que había sido alterada, lo cual hizo que la fatiga se manifestara en un momento distinto.

El doctor Tucker no encuentra los descubrimientos de este estudio demasiado sorprendentes. Él y muchos otros fisiólogos (pero no todos) ahora creen que el agotamiento no sólo implica cambios en los músculos, sino también en el cerebro. “Ahora creemos que el músculo no reacciona solo —dice—, sino que hay interacción entre el procesamiento central y el esfuerzo muscular.”

De hecho, desde los comienzos del ejercicio de resistencia, “el cerebro constantemente solicita y recibe información de los músculos y otros sistemas”, y de ese modo se asegura “de que todo vaya bien”, explica el doctor Carl Foster, profesor del Departamento de Ciencias del Deporte y Ejercicio de la Universidad de Wisconsin, La Crosse. El cerebro registra y calibra la cantidad de combustible presente en los músculos, así como la temperatura del núcleo del cuerpo, a través de mecanismos que aún no entendemos por completo. Conforme el nivel de combustible baja y la temperatura aumenta, el cerebro decide que el cuerpo está acercándose a una zona de peligro. Después de todo, en teoría, el ejercicio prolongado de alto rendimiento puede implicar muchas consecuencias terribles en los humanos. Si estos frenos no existieran, el ejercicio intenso casi siempre terminaría en paro cardiaco o en contracciones musculares dolorosas capaces de romper los huesos. Esto a veces les sucede a los caballos de carreras, pero nunca a las personas porque, antes de que sea posible alcanzar ese grado de esfuerzo, el cerebro comienza a reducir “la frecuencia en la que las neuronas motoras mandan señales a los músculos ejercitados, lo cual genera una disminución en la producción de fuerza”, dice el doctor Ed Chambers, investigador de la Escuela de Ciencias del Deporte y el Ejercicio de la Universidad de Birmingham y autor del estudio de las bebidas con carbohidratos. En otras palabras, cuando la mente reconoce que el cuerpo puede estar trabajando demasiado, comienza a mandar menos mensajes que ordenen la contracción muscular. Como resultado, los músculos reducen la frecuencia y fuerza del movimiento. Tus piernas dejan de funcionar, mueren debajo de ti. Esta sensación resulta muy familiar para cualquier persona que se ejercite.

La coreografía mental de la fatiga es intrincada, aunque no sólo involucra mensajes enviados del cerebro a los músculos en movimiento, sino de una parte del cerebro a otras. Los datos obtenidos en algunos estudios recientes sobre las ondas cerebrales de los atletas mostraron que suele haber un momento en el que el cerebro se “desestimula” durante el ejercicio intenso y duradero, dice el doctor Foster. “Es un fenómeno similar a la depresión”, añade, y está relacionado con la motivación. Quizá comiences a preguntarte por qué tomaste la extraña decisión de correr, nadar o pedalear con tanta fuerza. Así, tu velocidad disminuye.

Al parecer, el entrenamiento por intervalos tiene la capacidad de recalibrar, al menos un poco, la percepción del cerebro sobre cuánto puedes soportar; es lo que hace a este tipo de rutina tan poderosa, afirma el doctor Tucker. Si la fatiga no sólo ocurre porque los músculos están cansados, sino porque el cerebro les dice que lo están (aunque muy probablemente cuenten con bastantes reservas de combustible y mucha fuerza almacenada), entonces es posible enseñarle a tu cerebro a soportar un poquito más, siempre y cuando así lo desees, claro. “Creo que la teoría de que la fatiga sucede en la mente al igual que en los músculos tiene un impacto potencialmente muy profundo en el entrenamiento”, dice Tucker. De ser así, el entrenamiento “dejaría de ser el simple acto de acostumbrar a los músculos al lactato o enseñarles a los pulmones cómo respirar con más fuerza”, también se convertiría en el arte de hacer que tu cerebro acepte nuevos límites, y acercarte a ellos de manera segura.

Por supuesto, podrías intentar autoengañarte, aunque parezca imposible. Pedirle a alguien que grite mentiras sobre tu desempeño tampoco sería muy útil. Cuando los investigadores dan “información falsa” a los voluntarios de un estudio, como decirles que están corriendo a menor velocidad de la real, por lo general se obtiene un resultado opuesto al deseado: en lugar de aumentar la velocidad, la disminuyen. En estos casos, el engaño es “desmotivador”, según escribieron los investigadores que utilizaron este método. Quizá lo mejor sea obligarte a llegar al límite durante las sesiones de intervalos, dice el doctor Tucker. En algún punto puedes intentar llegar a un REP de 10 en la escala de cero a diez. Quizá incluso puedas probar el consejo inmortal de la película Spinal Tap y “llegar al 11”.

“Cuando tu cerebro haya reconocido que no tienes la intención de lastimarte —dice el doctor Foster—, te permitirá hacer ejercicio sin poner resistencia.”

El descanso

Después del ejercicio debes descansar. Los cuerpos exhaustos por el ejercicio aeróbico ruegan por un poco de reposo. Pregúntale a casi cualquier maratonista de alto rendimiento qué hace en sus horas libres entre rutinas; probablemente te dirá “tomar una siesta” (también “comer y quizá tomar otra siesta”). “Si no descansas, tu cuerpo no puede afianzar los beneficios obtenidos”, dice el doctor Joyner.

Desde el punto de vista científico, aún no se sabe si el descanso debe ser absoluto o si puede obtenerse mediante la llamada “recuperación activa”. Los estudios hasta la fecha han llegado a conclusiones contradictorias; algunos han descubierto que un día o dos de inactividad física a la semana producen mejores resultados en carreras posteriores que los “días de descanso” que incluyen ejercicio moderado. Sin embargo, otros estudios han encontrado que actividades como el yoga, que en muchos casos no es exigente en términos aeróbicos, reducen la inflamación y el daño muscular causado por las rutinas cardiovasculares repetitivas. Un reciente estudio sobre la práctica de yoga en India descubrió que este ejercicio relaja los músculos y el sistema cardiovascular de los atletas lo suficiente como para permitirles prolongar la sesión antes de sentirse agotados. Otro estudio, que se llevó a cabo en el Colegio de Medicina de la Universidad Estatal de Ohio, encontró que, aunque no se ha demostrado que las clases de hatha yoga disminuyan la inflamación causada por el ejercicio u otro tipo de estrés, los participantes sí terminaban más relajados y llenos de energía.

En otras palabras, el yoga, según los limitados conocimientos científicos actuales al respecto, representa un punto medio entre el descanso activo y el inactivo. En mi opinión, es una buena noticia, porque no hubiera dejado de ir a mi clase de yoga aunque la ciencia no lo aprobara. Mientras tanto, la ciencia relacionada con otro tipo de descanso atlético, el tapering, es poco concluyente. El tapering es una reducción del entrenamiento varios días antes de un evento competitivo, técnica sobre la cual, de acuerdo con una revisión reciente del tema, “se sabe muy poco”. Esta revisión, que se concentró en muchos de los estudios más recientes, añadió que la mayor parte de la evidencia sugiere que se trata de una práctica útil para los atletas de competencias. Un estudio sudafricano muy interesante con ciclistas encontró que cuando los sujetos reducían la intensidad de su ejercicio 50% las dos semanas previas a una prueba cronometrada, terminaban más rápido que los que no habían practicado el tapering. Otros estudios demostraron que cuando los corredores recreativos disminuyen el volumen de su entrenamiento de 30 a 75% pueden mejorar hasta en 6% su tiempo en una carrera de cinco kilómetros. Desafortunadamente, los múltiples estudios no aclaran si la reducción de distancia debe ser de 30, 50 o 75% para ser efectiva. No hay recomendaciones al respecto. En general, la ciencia recomienda mantener cierta intensidad en el entrenamiento, pero bajar el volumen las dos semanas previas al evento.

Por último, debes monitorear tu entrenamiento para evitar excederte. Resulta sorprendente la frecuencia con la que queman su cuerpo las personas que se apasionan por el ejercicio de resistencia. El exceso de entrenamiento es muy común, en particular entre las personas muy dedicadas a su rutina. (A mí nunca me ha pasado.) La cifra estimada dice que, en algún momento, 60% de los atletas de resistencia se excederán en su entrenamiento. “Trabajo con muchos corredores y atletas de fondo”, me dijo Ralph Reiff, director de St. Vincent Sports Performance, en Indianápolis, y experto en el entrenamiento excesivo. “En mi experiencia, un gran porcentaje de la gente que entrena para carreras de 10 kilómetros, medios maratones y maratones sobreentrenan antes de cruzar la línea de salida. Lo mismo sucede con los ciclistas y los esquiadores de campo traviesa. Un alto porcentaje llegan a un grado de fatiga del que no pueden salir.”

Lo más frustrante del entrenamiento excesivo es que supera al entrenamiento adecuado. “Puedes evitar el sobreentrenamiento entrenando poco —dice Bob Larsen, entrenador de atletas de alto rendimiento entre los que se encuentran muchos de los mejores corredores de fondo de Estados Unidos—, pero entonces nunca ganarás.”

“Quizá esperes llegar a una cumbre, pero en realidad te enfrentas a la bajada”, dice Reiff. ¿Por qué? Aunque los científicos no saben con exactitud los efectos del sobreentrenamiento, es probable que el ejercicio constante genere una reacción excesiva en el sistema inmune del cuerpo, que, de este modo, comienza a producir demasiadas moléculas inflamatorias, las cuales se comunican con las células sanguíneas en circulación y las hacen acelerar la producción de químicos que inflaman todo el cuerpo. Esta teoría —que resulta difícil de probar debido a los límites impuestos por la comisión ética en relación con los experimentos que pretendan inducir entrenamiento excesivo en humanos— podría explicar el amplio rango de síntomas de los atletas que se ejercitan demasiado, los cuales incluyen cambios de humor, apatía, insomnio y agotamiento. Los genes también desempeñan un papel en todo esto. Las investigaciones actuales patrocinadas por el USA Track and Field sugieren que el entrenamiento cardiovascular intenso altera el funcionamiento de una gran variedad de genes, cuyo propósito es mejorar las funciones corporales. Sin embargo, si algunos genes cambian su nivel de actividad, ya sea que se vuelvan excepcionalmente activos o de pronto se detengan bajo los estragos de la fatiga, el cuerpo puede comenzar a responder al ejercicio de manera inapropiada: un cuerpo sobreentrenado.

Es posible que algún día los exámenes de sangre puedan detectar tales cambios de manera oportuna y ayudar a los atletas a evitar el ejercicio excesivo. Por ahora, debes aprender a monitorearte. Si tu entrenamiento y tus tiempos van en aumento, y tu motivación y energía en retroceso, considera parar. “Sólo conozco un paliativo para el sobreentrenamiento”, dice el doctor Robert Schoene, profesor de medicina de la Universidad de California en San Diego, quien ha escrito sobre este fenómeno y ha tratado a atletas que sufren esta condición. La recomendación es “descansar, descansar y descansar un poco más”. Es lo último que muchos deportistas quieren escuchar.

“El problema con el típico atleta sobreentrenado es que cree que, si puede llegar a un nuevo límite, será mejor”, dice Larsen. “Pero ésa fue la causa del sobreentrenamiento en un principio. Si esa persona fuera un poco más perezosa, no le habría pasado.”

Por esta razón, asegúrate de incorporar descanso, descanso y más descanso a tu entrenamiento, como método preventivo y también, de ser necesario, como cura. “El cuerpo humano, sin importar su fuerza o condición física, necesita periodos de reposo”, dice el doctor Schoene.

El maratonista Alberto Salazar es famoso entre los corredores por haber comprometido su salud de manera permanente, así como por haber acortado su carrera deportiva por nunca tomarse un respiro. Como consecuencia, sufrió un ataque al corazón a los 40 años. “La gente utiliza a Alberto como el ejemplo más grave, para incentivar a los corredores a bajar el ritmo en ocasiones”, dice Larsen.

Yo, por ejemplo, me he tomado el ejemplo de Salazar muy en serio. Aún corro y no he renunciado a hacerlo en todas las décadas que han pasado desde la universidad. Por muchos años corrí, completé carreras de cinco y 10 kilómetros, además de algunos dolorosos pero emocionantes maratones. La segunda cita con mi esposo fue una carrera de 10 kilómetros a la orilla del lago, en Chicago. Le gané. También he cultivado muchas amistades gracias a esta apasionante actividad. Además, comencé a hacer ciclismo de montaña, un deporte que amo, así como ciclismo de velocidad, aunque este último no lo disfruto tanto (me resulta demasiado atropellado y rápido para desarrollarse en un espacio tan reducido lleno de ciclistas amontonados, con llantas separadas entre sí por sólo unos pocos centímetros, además del hecho de que cualquier error, propio o ajeno, puede llevarte al hospital. No es un deporte para débiles; a éstos les recomendaría uno más amable, como el futbol americano).

He corrido toda mi vida, aunque hoy en día no lo hago tanto como antes. Tengo dos perros, un border collie y un pastor. Igual que su dueña, mis perros están envejeciendo. Sin embargo, aún son compañeros de entrenamiento pacientes y dispuestos. Trotamos juntos entre cinco y siete kilómetros, sin preocuparnos por el ritmo cardiaco, el REP o romper un récord personal. El cielo se curva sobre mí; mi corazón se acelera. Mis perros se acostumbran a mi paso. Ya no somos rápidos, pero salimos cuatro o cinco veces a la semana, en verano y en invierno, bajo el sol o la lluvia, y corremos. Es a lo que me refiero cuando hablo de perseverancia.

Consejos para probar, mejorar

y enriquecer de manera constante

tu entrenamiento de resistencia

1. Corre un kilómetro en tus zapatos

Antes de empezar, consulta a tu doctor para que apruebe tu actividad. Luego recluta a un amigo o utiliza un reloj para medir en cuánto tiempo corres un kilómetro. Se trata de una buena manera de determinar tu condición aeróbica actual y de abrir una ventana al futuro. De acuerdo con las investigaciones del Instituto Cooper, un hombre de 40 años capaz de correr una milla, o 1.6 kilómetros, en ocho minutos se encuentra en la categoría más alta de condición física. (Para personas de 30 años o menos, el tiempo equivalente es de siete minutos.) Una mujer de la misma edad capaz de correr esa misma distancia en nueve minutos también goza de una buena condición física. Los hombres de mediana edad incapaces de correr kilómetro y medio en 10 minutos, así como las mujeres que tardan 12 minutos o más, se encuentran entre los menos saludables, lo cual sugiere un mayor riesgo de desarrollar enfermedades cardiacas más adelante. La buena noticia: mejorar este tiempo es posible a cualquier edad.

2. Haz la cuenta

Hace poco, los científicos de la Universidad Brigham Young publicaron una fórmula —suficientemente complicada como para dejarte el ojo cuadrado— para determinar el VO2 máximo con base en el tiempo que una persona tarda en correr kilómetro y medio. A pesar de los muchos paréntesis de esta ecuación, se trata sólo de una aproximación al VO2 máximo. Si deseas obtener un estimado cercano de tu capacidad aeróbica actual, la fórmula es: VO2 máx = 100.5 – 0.1636 (peso en kilos) – 1.438 (tiempo en recorrer una milla, o 1.6 kilómetros) – 0.1928 (frecuencia cardiaca en reposo) + 8.344 (1 si eres hombre; 0 si eres mujer). Para efectos comparativos, toma en cuenta que el VO2 promedio de un hombre sedentario de mediana edad es de 35, y el de una mujer, de 30. Los atletas bien entrenados pueden tener un VO2 máximo de 80 o más, en el caso de los hombres, y 60 o más en el de las mujeres.

3. Reajusta tu caminadora, si te inclinas a ello

Tu cuerpo no discrimina entre los distintos tipos de ejercicio de resistencia. Si tu meta es mejorar tu condición cardiovascular, puedes correr, hacer bicicleta, nadar o una combinación de las anteriores, además de otras actividades. No obstante, en términos prácticos, correr en una caminadora no es lo mismo que hacerlo al aire libre. No sólo evitas enfrentarte al viento, sino también a los cambios del terreno. En las pocas pruebas comparativas que se han hecho para determinar las diferencias entre correr en caminadora o al aire libre, los científicos concluyeron que las sesiones de caminadora requerían cerca de 5% menos energía. Para obtener beneficios similares a correr al aire libre, los científicos sugieren cambiar a 1% la inclinación de la caminadora.

4. Sube la velocidad y luego bájala

Lamentablemente, es muy escasa la ciencia exacta de la que disponemos para estructurar un programa de entrenamiento. Los pocos estudios existentes sugieren que, si planeas correr, debes incluir en tu rutina un entrenamiento de velocidad —es decir, intervalos a gran intensidad—. Puedes hacerlo de manera formal, con sólo realizar una parte de tu rutina a cierto porcentaje de tu VO2 máximo. Un estudio reciente con ciclistas de alto rendimiento concluyó que este número debería ser, de preferencia: 15% de tu entrenamiento a 85% de tu VO2 máximo. Sin embargo, la mayoría de las personas no necesitan ser tan sistemáticas. El fartlek, o el entrenamiento por episodios de velocidad, significa correr algunos trayectos largos a toda velocidad durante tu carrera de siempre o para complementar tus sesiones de ejercicio. Esto dificulta el ejercicio, pero, por lo general, también lo hace más divertido. No olvides descansar después del ejercicio intenso. También puedes practicar el tapering, es decir, reducir el volumen de tu entrenamiento de manera considerable durante las dos semanas previas a una carrera. Se ha probado en varios estudios que esto mejora el desempeño subsecuente en las carreras.

5. Lleva un diario de entrenamiento

Algunos estudios han demostrado que registrar tu kilometraje diario y tus tiempos, en el caso de que estés llevando a cabo entrenamiento de velocidad, así como tu estado anímico (cansancio, desmotivación, satisfacción, etc.), te provee de retroalimentación valiosa sobre tu progreso. También puede servir para la detección temprana del sobreentrenamiento. Si notas que tus tiempos han aumentado y tu motivación va en descenso, intenta reducir la intensidad de tu ejercicio. Quizá esto te ayude a sentirte y desempeñarte mejor.

6. Muévete con música

Una vez que sugerí que incorpores intervalos a tu entrenamiento, quiero señalar que escuchar el ritmo correcto puede hacer este ejercicio más soportable. En un reciente y fascinante estudio, los investigadores británicos pusieron a 12 hombres universitarios a hacer bicicleta estacionaria mientras escuchaban música que, según las anotaciones principales de los investigadores, “reflejara el gusto popular actual entre la gente en edad universitaria”. Cada una de las seis canciones elegidas tenía variaciones ligeras de tiempo. Los voluntarios condujeron las bicicletas a un ritmo que pudieran mantener cómodamente por 30 minutos. Luego, cada uno participó en tres pruebas distintas. En una de ellas, las seis canciones sonaron a su velocidad normal. En las dos pruebas restantes, se incrementó o disminuyó en 10% la velocidad de las pistas. Los ciclistas no sabían que esto estaba pasando, pero el ritmo de su pedaleo cambió de acuerdo con la música. Cuando el tempo disminuía, también bajaba la velocidad del pedaleo y su respuesta general. Su ritmo cardiaco bajó y su kilometraje también. Por otro lado, cuando la velocidad de las canciones se incrementó en 10%, los hombres cubrieron más kilómetros en el mismo lapso y generaron más energía con cada vuelta del pedal. También se incrementó la cadencia del pedaleo. Sabían que estaban trabajando más; su rango de esfuerzo percibido aumentó. Sin embargo, no les importó. Cuando la música sonaba a mayor velocidad, escribieron los científicos, “los participantes decidieron aceptar, incluso preferir, el nuevo grado de esfuerzo”. Así que antes de tu próxima carrera a pie o en bicicleta, elige música con un ritmo elevado, algo irritantemente pegajoso y bailable, como Lady Gaga (o Justin Bieber o Katy Perry o lo que sea que represente el gusto popular actual bajo tu techo), y cárgala en tu reproductor. “Nuestro cuerpo —dice la doctora Nina Kraus, profesora de neurobiología en la Universidad Northwestern, quien estudia el efecto de la música en el sistema nervioso— está hecho para conmoverse con la música y moverse a su ritmo.”