Capítulo 8

 

 

 

 

 

 

SORPRENDIÓ a la tía de Liz cuando entró en La Rosa tatuada treinta minutos más tarde.

—¡Hola!

—Hola. Yo… he venido a devolverle a Liz el monedero.

—Está en la otra habitación. ¿Quieres que la llame?

—No. Me alegro de poder charlar con usted unos minutos.

—Elizabeth estaba radiante al volver. Habéis debido pasar un día maravilloso, tortolitos —dijo, brillándole los ojos.

Russell se quedó sin palabras. En un sentido le gustaba oírla referirse a Liz y a él como tortolitos, aunque, por otro, pronto estuvieran volando en direcciones muy distintas.

—Te has puesto un poco colorado con el sol. Ten cuidado. Querrás estar perfecto para el día de la boda.

—Sí, claro.

Sí, quiero es lo que iba a decir dentro de unos días. Promesas que iba a intercambiar, pero con otra mujer. Tenía que controlar la agonía que le cerraba el estómago. Charlotte era la mujer con la que quería casarse. Liz era… Liz era la pasión de un momento. Un pellizco de pimiento. Pero ni siquiera él podría consumir jalapeños todos los días de su vida.

—Auntie, hay algo que debe saber.

Una silla crujió y Russell miró hacia las sombras, pero no vio nada.

—¡Max! —Liz entró en la habitación—. Cuánto tiempo sin verte —bromeó, y se detuvo a mirarlo. Quizás se hubiera alegrado de verla hacía un rato, pero en aquel momento tenía cara de velatorio.

—Liz —dijo despacio—, no podemos seguir mintiéndole a tu tía.

Otro crujido.

—Por favor, no. No lo hagas —murmuró Liz.

—Liz, no es justo para ella —continuó—. Después de todo lo que ha pasado. Después de todo lo que ha hecho por ti, es el momento de aclarar las cosas.

—Y una mierda —masculló una voz amenazante.

Todo el mundo miró hacia atrás, y un bulto del tamaño de una montaña se alzó en la oscuridad.

—Maravilloso —masculló Russell —. Un fantasma en un salón de tatuajes.

Una pisadas de elefante hicieron temblar el suelo antes de que Raven apareciese a la luz.

—El Fantasma del Restaurante —murmuró Russell.

Raven atravesó la habitación de dos zancadas y se cuadró delante de Russell. El bigote de Fu Manchú tembló.

—Vas a disculparte delante de las señoras antes de marcharte.

Russell no bajó la mirada, nariz contra nariz con la calavera.

—Raven —habló Liz, intentando aparentar serenidad—. No necesito que practiques tus habilidades de guardaespaldas con Russell. Él ya se marcha.

Raven clavó la mirada en lo alto de la cabeza de Russell.

—Pero todavía no se ha disculpado.

—Dios mío, ¿también os peleabais así mientras crecíais? –preguntó Auntie con voz temblorosa.

—Es que uno de nosotros no creció –replicó Russell.

Raven hinchó el pecho aún más, y la nariz de Russell desapareció en la camiseta negra.

—¿Qué se supone que significa lo que acabas de decir?

—Pues significa —contestó Russell con voz ahogada—, que aunque tu cuerpo ha crecido, tu cabeza no.

Raven frunció el ceño mientras parecía meditar sus palabras. Liz iba a intervenir cuando Raven gritó de pronto:

—¡Mi cuerpo está en perfecta forma!

Retrocedió para flexionar el brazo en una exagerada postura de culturista, y la iguana se movió. Después avanzó de nuevo, y a punto estuvo de tirar la lámpara, para sujetar a Russell por la camisa. Algo se rasgó.

Liz gimió.

Todo el mundo miró a Raven, que tenía en la mano un delantero de la camisa de Russell.

—¡Ya basta! —gritó Liz, acercándose a ellos con los brazos en alto, igual que haría un guardia urbano para detener el tráfico—. No puedo creer que tú… —y miró a Russell—, y tú —miró a Raven— seáis capaces de actuar como dos adolescentes con exceso de testosterona —se colocó los brazos en jarras y continuó con la reprimenda—. Afortunadamente, ninguno de los dos ha sacado un pie por el otro lado de la pared, ni ha roto la luna del escaparate, y, Dios no lo quiera, ha aterrizado sobre mi tía, pero eso no quiere decir que no hayas hecho daño —hizo un gesto hacia el escaparate—. He perdido clientes que os han visto enzarzados así y han dado media vuelta —las lágrimas le escocían en los ojos. ¿Sería por la preocupación ante la posibilidad de perder su sueño? Iba a perder el pan de cada día con las peleas de aquellos dos—. Quiero que los dos salgáis inmediatamente, antes de que destruyáis mi única forma de ganarme la vida —dijo entre dientes.

Ninguno de movió.

—¡Fuera! —gritó, señalando la puerta. Ojalá no se dieran cuenta de que estaba temblando.

Auntie se levantó despacio del sillón.

—Tu no, tía —dijo Liz.

—Ya lo sé, cariño —contestó Auntie, sonriendo—. Sólo quería sugerirles a los chicos que salgan a cenar, que se tomen unas cuantas cervezas juntos y que hagan las paces. Al fin y al cabo, los dos van a estar en la fiesta de la boda dentro de unos días, y no es momento para rencillas familiares.

Russell, que estaba mirando la mitad de su camisa, intervino.

—Tenemos que aclarar las cosas y acabar de una vez por todas con estas ridículas charadas.

Como si fuese uno de los monstruos de Frankestein que hubiese recuperado la vida, la luz volvió a los ojos de Raven.

—Liz, dile a tu perro guardián que se separe de mí para que pueda terminar de decir lo que estaba diciendo —miró a Liz—. ¿Es que no puedes casarte con otro? No me necesitas, y estoy convencido de que sería más fácil para ti —se rozó el pecho—. Olvídate de lo del tatuaje. Llevaré camiseta para el resto de mi vida —miró a Raven—. Camisetas de buen gusto, espero. Por favor, busca a otra persona con la que casarte para que pueda continuar con mi vida.

Auntie se acercó a Russell.

—Pobrecillo —le dijo, rozándole un brazo—. Es miedo. Tengo entendido que a todos los novios les pasa lo mismo.

—No, Auntie. No es eso. Los Maday han visto la fotografía que publicaste en el periódico y voy a necesitar todas mis dotes persuasivas y aún más para congraciarme de nuevo con ellos.

—¿Quiénes son los Maday? —preguntó Auntie, mirando a Liz sin comprender.

Russell siguió la mirada de Auntie, y el estómago se le cayó a los pies cuando vio la expresión de Liz.

—Así que era eso —dijo en voz baja.

Parecía destrozada, totalmente distinta a la Liz segura de sí misma y decidida que conocía. Su cuerpo delgado parecía a punto del colapso, como si fuera una niña disfrazada de mujer. El pelo rojo le caía alrededor de la cara, acentuando su palidez. Incluso desde el otro lado de la habitación, vio temblar sus labios.

El remordimiento se adueñó de él, porque estaba destruyendo su sueño.

En su egoísmo se había olvidado de lo importantes que eran los sueños para ella. Él podía haber renunciado al suyo, pero ella no.

Liz se pasó una mano distraída por los ojos, como si quisiera borrar lo que acababa de ver.

Hubiera querido acercarse a ella. Decir algo. Pero su desesperación lo dejó mudo. Ya era bastante malo ver su propia vida reducida a cenizas, y ahora era responsable de que esa misma tragedia estuviera ocurriendo en la vida de otra persona. Y aquella mujer no era Charlotte, que tenía el dinero de su familia que podía ayudarla a superar cualquier calamidad. Aquella mujer era Liz, Elizabeth, que tenía que luchar para conseguir todo lo que tenía.

Destruir el sueño de aquella mujer era cometer un pecado deliberadamente.

—Liz…

—Ya te lo explicaré todo más tarde, tía, pero por el momento creo que el señor Harrington debe marcharse.

Se cubrió la cara con una mano.

—Lizzy —dijo Raven, dolido. Sus hombros se hundieron y sus manos del tamaño de pollos colgaron inútiles a lo largo de su cuerpo—. No llores. Todo va a arreglarse.

Liz se quitó la mano.

—Dejadme sola —susurró—. Dejadme sola, por favor. Todos.

Estaba conteniendo las lágrimas.

Russell se pasó la mano por la frente. ¿Cómo arreglar aquella situación? En aquel momento, daría cualquier cosa por poder retirar unas palabras tan irreflexivas.

Miró a su alrededor. Nadie parecía saber qué hacer por Liz. Quizás porque nunca habían visto a Liz, la mujer fuerte, capaz e independiente, sufrir de aquella manera.

Auntie se acercó a su sobrina.

—Cariño mío —susurró una y otra vez—. No pasa nada, cielo.

Una nube oscura apareció sobre la cabeza de Russell.

—Nadie hace llorar a mi Lizzy.

Raven estaba frente a él, y por un segundo pensó en hablar de forma razonable con él. Al fin y al cabo, él no había pretendido crear aquella situación. Sus intenciones habían sido egoístas, pero no crueles.

Pero uno no le explicaba esa clase de cosas a un hombre cuyos pectorales eran del tamaño de un barril de petróleo.

Era el momento de ponerse en acción.

Russell intentó medir con el rabillo del ojo cuántos pasos lo separaban de la puerta, y corrió para salvar el pellejo.

Una vez fuera, se detuvo y entornó los ojos para evitar la luz del sol. En Hollywood Boulevard el tráfico era denso. Maldición. Las llaves del coche estaban en el bolsillo de la que antes había sido una camisa. Siempre solía guardárselas en el pantalón, pero como llevaba el monedero de Liz en él, las había metido en la camisa.

Ahora seguía teniendo el monedero, pero no tenía llaves. La vida no era justa.

Y la vida sería también corta si no ideaba rápidamente la forma de escapar del Hermano Muerte.

—Tío, me parece que no te vendría mal otra camiseta.

Entornando los ojos, vio al vendedor de camisetas, cargado como siempre.

—Voy a morir —dijo Russell, dándolo por hecho, y miró a ambos lados de la calle, intentando decidir hacia cuál correr.

—Y quién no —contestó el vendedor.

Russell tomó dirección este, hacia Western Avenue. Podía correr un par de kilómetros… bueno, sólo medio kilómetro, y después utilizar la tarjeta de teléfono para llamar a Drake y que viniera a recogerlo.

Una vez trazado el plan, dio un salto hacia la izquierda.

Y quedó paralizado.

Sólo porque su vida estuviera en juego, no podía comportarse de forma irracional. Un hombre medio desnudo corriendo frenéticamente por Hollywood Boulevard recibiría una atención equivocada en aquella parte de la ciudad.

—Ésta es muy alegre —le dijo el vendedor, mostrándole una camiseta de algodón blanco en la que se leía Baila hasta que caigas.

Russell se la quitó de las manos y se la metió rápidamente.

—Tengo que irme.

—Hay una oferta especial con regalo de pendientes…

—Yo no uso pendientes.

—No hay problema.

Preparado para correr más rápido que Speedy González, Russell empezó a alejarse cuando algo caliente y sólido tocó su espalda. Se quedó inmóvil, ya que en el fondo sabía qué era lo que sentía.

Una mano.

La mano de la muerte.

Hermano Muerte.

En un instante, el puño de Raven atravesaría su espalda, su caja torácica y extraería su corazón, aún latiendo, del pecho. Y Charlotte preocupada porque no llevaba los calcetines iguales. Los periódicos del día siguiente mostrarían al profesor de literatura inglesa y crítico literario Russell Harrington tirado en el suelo sobre un charco de sangre en Hollywood Boulevard, vestido con la camiseta Baila hasta que caigas.

Otra fotografía que los Maday podrían añadir a su colección. Aquel destino era peor que la misma muerte.

Si tuviera unos segundos más de vida, los aprovecharía al máximo. Incluso si su legado no era más que una humillante fotografía, sus últimas palabras serían memorables. Nobles.

—¡Baila hasta que te caigas! —gritó—. Baila hasta que…

—Russell, tranquilízate. Soy yo.

Liz apretó su hombro y él se volvió.

—Ya te había dicho yo que esa camiseta te iba a alegrar la vida –dijo el vendedor, satisfecho, y le guiñó un ojo a Liz—. Hace un momento quería morirse, y ahora quiere bailar. Es la magia de las camisetas.

—Dice, podrías ir a echarle un vistazo a mi tía? —le pidió.

—¿A tu tía? —preguntó Russell, torciendo el cuello para mirar a través del escaparate de La Rosa tatuada. Parecía que su tía estuviera sentada sobre una especie de frigorífico oscuro—. ¿Qué está haciendo? —le preguntó, incrédulo.

—Se ha subido a la espalda de Raven —dijo Liz, al tiempo que sacaba una llave del bolsillo.

—Es una mujer mayor —dijo Russell, incapaz de imaginarse por qué y cómo una mujer de su edad habría ascendido el monte Raven—. Se va a hacer daño.

Liz le hizo un gesto de que la siguiera.

—Raven está intentando convencerla de que se baje. Él no la haría daño por nada del mundo. Está haciéndose la lapa con él para darnos oportunidad de escapar, así que hagámoslo… –miró a Dice—. ¿Quieres ayudar a mi tía a contener a Raven?

Se llevó dos dedos a la sien y asintió.

—No hay problema. Paradise al rescate —dijo, y entró en la tienda, con el brazo de las camisetas por delante—. Allá voy Raven. Cálmate, hermano.

—Debe estar loco —murmuró Russell entre dientes—. Entrar ahí armado con camisetas.

—Tú sí que debes estar loco. Mira que gritar baila hasta que te caigas.

—Puro pánico.

—¿Mi querido profesor de literatura asustado? ¿No eras tú el hombre que recitaba a Yeats en un abrir y cerrar de ojos?

—Sólo cuando me siento inmortal. Cuando crees que te quedan pocos segundos de vida, es la memoria reciente lo que opera.

Llegaron a su Harley. Aparcada en la curva, parecía una criatura metálica de la nueva era. El sol se reflejaba en sus cromados.

—Sube —le ordenó Liz mientras ella deslizaba una pierna sobre el asiento—. Es hora punta —se quejó mientras ponía la llave en el contacto—, y conducir va a ser la…

El rugido del motor ahogó el resto de sus palabras.

«Allá voy otra vez». Russell se acomodó detrás de ella y se sujetó a su diminuta cintura. No podía decir si su cuerpo temblaba por temor o por simple simpatía con el motor. La cabeza le salió disparada hacia atrás cuando la Harley se incorporó al tráfico.

Con un gran esfuerzo, tiró de su tronco hacia delante y se apretó contra la espalda de Liz. El aire tiraba de su camiseta como lo haría de una bandera en un día de viento. Un coche pitó cuando la Harley se cambió de carril. Dios, Liz era el terror de las calles.

Y él se cercó aún más a la espalda del terror.

Llevaba una especie de camiseta corta y elástica que se le pegaba como una segunda piel. A través de aquel fino algodón, podía sentir su cuerpo delgado, pero musculoso al mismo tiempo. ¿Cómo se las arreglaría para estar en forma? ¿Tatuando?

Echó una mirada por encima del hombro y tomó el carril de la izquierda. Russell echó la cabeza hacia atrás y tomó una bocanada de cielo y aire. Dios del cielo…

—¿Estás bien?

Liz lo miraba por el retrovisor.

—Sí, bien —contestó y sonrió. O intentó hacerlo, porque el aire tiraba de sus labios incontrolablemente.

Ir montado en una Harley debía tener algún efecto extraño sobre las personas normales. Tenía que contenerse y recordar que estaban escapando.

—Sujétate –le ordenó.

Russell apretó las manos alrededor de su cintura. Su cintura pequeña y firme. Una cintura con definición, como dirían los especialistas en culturismo. O como diría Drake, quien gustaba de definir a las mujeres en largos soliloquios. Intentó recordar la forma de esa cintura y cómo se hundía primero para redondearse después en las caderas. Se imaginó cómo sería acariciar su piel desnuda y explorar el dominio de su cuerpo. Hundirse en sus valles, recorrer sus contornos…

Se detuvieron en una intersección. Russell miró la luz roja del semáforo. Su brillo púrpura parecía estarle trepanando el cerebro, iluminando la fantasías de dos cuerpos entrelazados, retorciéndose en un apasionado abrazo. La forma firme de la mujer se moldeaba contra la suya. Encajaban a la perfección, como dos piezas de un puzle.

Tenía que dejar de mirar al semáforo.

Verde, y salieron a toda velocidad. El perfume de Liz, exótico y almizclado, le rodeaba como con una cortina, y tuvo la sensación de que podría pasarse el resto de sus días así, a toda velocidad por la vida, los sentidos sobrecargados por el aire, por aquel perfume exótico y por las sensaciones del cuerpo compacto de Liz.

Una vida al límite, eso era lo que estaba experimentando en aquel momento.

La moto redujo velocidad al acercarse al siguiente semáforo.

Russell se inclinó hacia delante y, rozando su mejilla con la de Liz, le preguntó:

—¿A dónde vamos?

Iría a cualquier parte con ella, la seguiría hasta el fin del mundo.

Liz se giró un poco y sus labios casi se rozaron.

—A Santa Mónica —le dijo, y rápidamente apartó la cara—. No te habrás mudado de casa esta tarde, ¿verdad?

Su voz no dejaba dudas de que no estaba para tonterías.

—No, claro. Santa Mónica —murmuró.

Así que al fin del mundo, ¿eh? Iba a tener que contentarse con su casa.

Pero, a pesar de su tono de voz, había podido ver sus ojos. Esa mirada seductora no dejaba lugar a dudas. Ella también había estado fantaseando con él.

Y él se merecía su actitud lacónica. Había tenido todo el día para decirle que significaba algo para él, pero ni se había acercado a ella. La vida, el fin y al cabo, no es más que una serie de elecciones.

Aún así, después de sus fantasías, la realidad cayó como un jarro de agua fría.

El sonido grave de un motor lo distrajo y miró a su derecha. En el otro carril, sobre una enorme Harley negra y plateada, estaba Raven. Las cuencas vacías de la calavera se abultaban grotescamente en la camiseta.

—Vas a morir –le dijo, señalándole con el dedo índice.

Liz miró por el retrovisor y vio a Raven en el otro carril.

—Vete a casa –le dijo, enfadada.

Russell tragó saliva, preguntándose si la sensación de ahogo que estaba sintiendo la habrían experimentado todos los hombres antes de morir.

Raven contestó que no con la cabeza, y el pendiente de la calavera y los huesos se zarandeó violentamente.

—No pienso irme.

—¿Por qué?

—Porque voy a matar a ese tío.

Un claxon sonó. Otro le hizo coro.

—Raven, deja de hacerte el celoso.

—No estoy celoso. Sólo quiero hacer lo que hay que hacer.

Claxon. Claxon.

—¡Cállate ya, imbécil!

—No he sido yo —contestó un hombre en tono conciliador. Obviamente no quería enfrentarse con el Hermano Muerte. Otro más—. Ha sido el Acura. Detrás de ese… chico de la moto.

Detrás de Raven, el conductor del Acura bajó la ventanilla.

—Disculpen —dijo—, pero el semáforo está verde y ustedes tres están provocando un embotellamiento.

¿Tres? Fantástico. Sólo porque estuviese sentado detrás de Liz, porque fuese prisionero de sus hábitos de transporte, lo calificaban de buscapleitos

Raven, con la furia ennegreciendo su rostro, saltó de la moto y se plantó delante del Acura, cuya ventana subía más rápido que un ascensor ultra rápido.

Liz, aprovechándose del momento, pisó el acelerador. La cabeza de Russell salió disparada hacia atrás. La Harley salió como un tiro, derrapó la rueda trasera, y después volvió a enderezarse. Alguien gritó, pero el sonido se perdió cuando Liz, sin levantar el pie del acelerador, se lazó calle abajo.

Varias manzanas más allá, Russell consiguió deshacerse del miedo, y cuando se detuvieron en una señal de stop, intentando recuperar el aliento, musitó:

—Yo… yo me bajo aquí.

Pero cuando había empezado a levantar una pierna medio dormida, la moto volvió a lanzarse hacia delante.

—Puedo dejarlo atrás… ¡no seas gallina! —le gritó.

Russell volvió a pegarse a ella, deseando no estar en aquella maldita moto… el carro de Ben Hur lanzándose a la carrera en medio de Hollywood Boulevard. Detrás de él, oía el bramido amenazador de la moto del Hermano Muerte.

Russell apoyó la frente en el pelo de Liz. En su pelo, suave y sedoso. Los mechones se alborotaban al viento, acariciándole la cara.

La moto redujo velocidad y se detuvo al fin, pero el motor siguió ronroneando. El rugido del Hermano Muerte no andaba lejos.

—¿Liz? —dijo

—¿Sí?

—Voy a morir.

—Sí, pero hoy no.

Russell abrió los ojos. Sólo era un semáforo. Respiró tranquilo. Aún había esperanza. Se encendería la luz verde en cualquier momento y aún podrían dejar atrás al Hermano Muerte…

Otro sonido, casi como un frenazo distante, lo distrajo y miró a la izquierda.

En el carril adyacente, sentada al volante de un brillante BMW, estaba Charlotte. Al encontrarse con la mirada de Russell, volvió a gritar. O eso le pareció a él.

Russell le ofreció una sonrisilla, pero Charlotte no lo vio. Estaba absorta contemplando a Liz, que seguía mirando al frente, ajena al nuevo drama que se estaba desarrollando en aquella copia barata de Ben Hur.

Charlotte volvió la mirada a su pecho y frunció el ceño; Russell la vio leer Baila hasta que caigas. El pelo se le movía un poco. O estaba temblando de ira, o tenía el aire acondicionado a todo trapo.

Ojalá fuese lo segundo.

A su derecha, una moto se detuvo.

Entre la Hermana Alarido y el Hermano Muerte. «Ésta es la historia de mi vida», pensó, intentando buscarse el estómago por la zona de los pies.

El semáforo se puso verde.

Aquella vez, mantuvo la cabeza erguida sobre los hombros para no perderla cuando Liz arrancase a toda velocidad. Con el rabillo del ojo captó la imagen siniestra de una moto negra y plateada a un lado, y de un brillante BMW negro al otro.

«Y aquí estoy yo, subido a una Harley decorada con rosas y hojas de hiedra».

Confió en que su última instantánea fuese sobre un charco de sangre en la acera, y no sobre la moto de Liz. Aunque el anuncio de la camiseta fuese algo vergonzante, prefería lo de la acera. Era mucho más masculino que una moto blanca decorada con pétalos de rosa.

Cerró los ojos y vio la foto póstuma de Russell Harrington. Desparramado, boca arriba, tirado sobre una Harley de chica, su sangre cayendo sobre unas flores delicadamente pintadas en el depósito.

Abrió los ojos a tiempo de ver el morro del BMW en el otro carril, como un enorme tiburón negro acosando a su presa. La imagen de una muerte a manos de Raven se vio reemplazada por otra imagen de muerte a manos de Charlotte.

Atropellado por un BMW que conducía una hija desairada de la alta sociedad. La muerte de un yuppie de los noventa.

Agachándose un poco, miró por la ventanilla. Charlotte, con las facciones mucho más marcadas que de costumbre, dio un volantazo a la derecha para cortarle el paso a la moto de Liz.

Por un instante, la eternidad quedó suspendida. En aquel segundo, una lamentación final se le cruzó a Russell por la cabeza. «No he hecho el amor con Liz».

La moto se detuvo con un chillido. O algo chilló. Ojalá no hubiera sido él.

Siguió un silencio sobrecogedor, con el ruido del tráfico como telón de fondo.

Se encontró mirando el parachoques del BMW de Charlotte. Tardó un segundo en darse cuenta de que Liz se las había arreglado para parar la Harley a escasos centímetros del parachoques del coche. Con cautela, sin saber aún si su cuerpo funcionaba o no, Russell miró por encima del hombro.

Inspiró y expiró. Los pulmones le funcionaban. Bien. Una gota de sudor frío le humedeció la frente. Los dedos estaban paralizados, aferrados a la cintura de Liz.

Ella estaba apoyada contra él, con la cabeza en su hombro. No se movía.

—Liz —le susurró.

No hubo respuesta.

Soltó su cintura y deslizó las manos por sus brazos. Contuvo la respiración.

—Liz —susurró de nuevo.

—Esa soy yo —contestó con su voz de Lauren Bacall—. Déjame adivinar. ¿Ha sido tu encantadora prometida quien ha estado a punto de convertirnos en carne picada?

A través del cristal tintado del BMW, Russell vio a Charlotte pelearse con su cinturón de seguridad.

—Sí. Es Char.

—Raven y ella no deberían conducir bajo los efectos de los celos.

Estaban en medio del carril. Los coches pasaban a ambos lados, mirando horrorizados el accidente que había estado a punto de ocurrir.

—Morbosos —farfulló, incorporándose. Su pelo rojo cayó en cascada a su espalda como un velo de fuego, y la vio bajarse de la moto—. ¿Estás bien? —le preguntó, frotándose el cuello.

—He estado mejor —contestó, y pasó una pierna por encima de la moto. Cuando sus dos pies tocaron el suelo, expelió una bocanada de aire—. Tierra firme —dijo—. Nunca te he deseado tanto como en este momento.

—No puedo creer que estés intentando ligar conmigo en un momento así —murmuró Liz.

—Me refería a la tierra… no importa.

Liz ya no le estaba escuchando. Se había vuelto a mirar a Charlotte.

Y Charlotte, aún con su vestido de Afrodita, salió del coche como una vengadora de los dioses. Cerró la puerta de un portazo y avanzó hacia ellos. Un sonido de algo que se rasgaba la acompañó.

Ella se detuvo de pronto, inmóvil.

—Me he pillado el vestido con la puerta –dijo, mirando a Russell como si él fuese el responsable.

Incluso sin estar subido a la moto, la vida seguía moviéndose con rapidez.

—Prueba a abrirla —contestó Liz, inclinándose para ver si le había pasado algo a su moto.

La nariz de Charlotte se infló, y dio un tirón de la falda. Siguió rasgándose, y ella lazó una ristra de improperios como si fuera un marinero. Aquella no era la Charlotte que él conocía. No. Aquella era una nueva criatura jamás vista por hombre alguno. Parte Afrodita, parte Terminator.

Liz se incorporó y se cruzó de brazos.

—¿Se puede saber qué demonios pretendías hacer? ¿Matarnos?

—¿Que qué demonios hacía yo? —dijo Charlotte alias Terminator, cruzándose también de brazos—. ¿Qué demonios hacíais vosotros? —la acusó, blanca de ira.

—Conducir —contestó Liz con tanta frialdad como acaloramiento tenía Charlotte—. Hagamos el parte y quitémonos de en medio.

Charlotte, acostumbrada a hacer lo que quería cuando quería, ignoró a Liz y dio la vuelta al coche para acercarse a Russell.

—¿Puede saberse qué estabas haciendo con esa… esa… con esa? —repitió, mirando a Liz, y dando unos golpecitos en el asfalto con sus zapatos de diseño. Parecía no darse cuenta de los coches que pasaban, de las miradas, de los cláxones. Un hombre había dejado su camioneta a un lado y corría hacia ellos.

—¿Están todos bien?— les gritó.

Pero Charlotte y Liz estaban inmersas en una batalla de miradas. Russell, que no quería formar parte de aquel cuadro, contestó:

—Sí, gracias. Todos bien.

El hombre llegó al lado de Russell.

—Ellas… ¿también están bien?

—Sí, sí. No se preocupe.

El hombre frunció el ceño.

—No se mueven. ¿Habrán sufrido… un shock?

«No tendré tanta suerte».

—No. Estás interpretando una escena de una película.

—¿Son actrices? —preguntó, sorprendido—. ¿Y están actuando aquí, en medio de Hollywood Boulevard?

—¿Le parece esto el rodaje de un anuncio?

—Pues no. Lo que me parece es que son ustedes una pandilla de locos. Voy a llamar a la policía antes de que alguien resulte herido.

Maravilloso. Un bienhechor. Lo que le faltaba a aquel episodio.

—No lo haga, por favor. De hombre a hombre… –dijo, dándole una palmada en el hombro—. Tengo problemas de mujeres —confesó, imitando a Mel Gibson. ¿O era Harrison Ford?

El hombre miró primero a Charlotte y después a Liz.

—¿Qué son? ¿Ex mujeres?

Un claxon sonó.

—¡Quitaos de en medio! —gritó alguien, saludando con el dedo corazón.

Charlotte y Liz no se movieron.

—Las dos son… mis prometidas —contestó Russell.

El hombre parpadeó varias veces y asintió.

—Pues tienes un problema —dijo—. Pero estás en medio de una calle principal. Más vale que mováis el coche… y a tus novias antes de que alguien resulte herido.

Y volvió corriendo a su furgoneta cabeceando lentamente.

—Chicas —dijo Russell, acercándose a ellas—, será mejor que nos dejemos de tonterías y nos quitemos de en medio antes de que acabemos todos en la comisaría. O en la morgue.

—Aún no me has contestado –insistió Charlotte, con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué? —preguntó Russell, haciéndole un gesto de gracias con la mano a otro conductor que le ofrecía su teléfono móvil.

—Russell, ¿qué hacías en su moto?

Liz dio una patada en el suelo.

—Estoy hasta las narices de esta situación. Los cilindros se han rayado —se acercó a Charlotte y puso una de sus uñas rojas sobre el vestido de Afrodita—. Dame la información de tu seguro. Ahora.

Un claxon. Otro claxon.

A pesar de la situación, Russell estaba impresionado. La mezcla de literatura y mecánica en ella resultaba muy sexy.

Raven paró su Harley al lado de la de Liz. Su cara estaba más negra que la bestia sobre la que iba montado. Al ver a Russell, puso un pie en el suelo y paró el motor con una mueca que arrugó sólo un lado de su cara.

—Lizzy —ladró—, ¿estás bien?

Meses más tarde, Russell seguiría teniendo dificultades para recordar el desarrollo exacto de los acontecimientos.

—¿Lizzy? —repitió Charlotte, frunciendo el ceño—. ¡Liz! –gritó en un tono agudísimo, y sin pensárselo dos veces, se lanzó a por él.

Liz, obviamente sorprendida por la reacción de Afrodita alias Terminator, se lanzó hacia su moto. Después le confesaría a Russell que pensó que Charlotte iba a lanzarse a por ella.

Raven, quien nunca parecía capaz de asimilar lo que ocurría en un instante hasta que éste había pasado, se quedó inmóvil, con la boca abierta, como quien espera una revisión del dentista.

Charlotte llegó a Russell con las manos dispuestas como garras, y tiró de Baila hasta que caigas.

Otro desgarro prolongado y sonoro.

Russell miró hacia abajo. La camiseta estaba rota en dos, exponiendo su pecho al aire. Aquello se estaba convirtiendo ya en una costumbre.

—¡Liz! —gritó Charlotte, señalando su tatuaje—. ¡Tú! –exclamó, pivotando sobre sí misma sin bajar el brazo—. Tú eres Liz.

En el momento de silencio que siguió, Russell miró el trasero de Charlotte. Al tirar de su vestido, se había dejado una parte de él en la puerta. La parte que cubría su trasero.

—Charlotte —la llamó, mirando sus bragas de seda.

—No me hables.

—El vestido…

—Están obstruyendo el tráfico —dijo alguien—. ¿Hay algún herido?

Russell miró a su izquierda. Había llegado un oficial de policía. Su compañero estaba dirigiendo el tráfico para que siguiera avanzando. Otra unidad paró junto a ellos con las luces de emergencia encendidas.

—¿Por qué está tu nombre en el pecho de mi prometido? –gritó Charlotte, agitando el dedo como si fuese un arma cargada.

—Charlotte… —empezó Russell. El policía había mirado el trasero de Charlotte y después la camiseta rasgada. Desnudos en Hollywood sería el título de su biografía. Si es que vivía para escribirla.

—Cállate, Russell —le advirtió Charlotte.

—Señorita —la llamó el oficial, acercándose a ella desde atrás para tocarla suavemente en el hombro—. Señorita.

Ella dio media vuelta, el dedo acusador aún en alto, y su mano fue a golpear contra la cara del policía.

—Ya basta —dijo él, sujetándola—. ¿Está herida?

—¡Suéltame, zopenco! —espetó, y sin pensárselo, lanzó hacia atrás su zapato de diseño y le propinó una patada en la espinilla.

El caos se desató.

Dos policías más corrieron al centro del grupo. Uno de ellos le sujetó a Charlotte los brazos a la espalda y le colocó las esposas en un abrir y cerrar de ojos.

—Mi prometido lleva el nombre de otra mujer en el pecho —gimió Charlotte, aparentemente más enfadada por lo del tatuaje que por el hecho de estar medio desnuda y esposada.

Otro oficial se acercaba a Liz, que seguía subida en su moto.

Raven, con los ojos desmesuradamente abiertos, recobró de pronto el sentido.

—¡Eh, tíos, que es una dama! —gritó, y quiso acercarse a Charlotte, pero un cuarto oficial, viendo aquel hombre tamaño monstruo con las palabras Hermano Muerte en la camiseta gritó:

—¡No te muevas! ¡Alto!

El tráfico se había detenido por completo, y un hombre contemplaba la escena mascando chicle. Una de las pompas estalló y Raven cayó al suelo, pensando que le habían disparado.

Liz gritó.

Dos oficiales más corrieron hacia Raven pistola en mano.

Charlotte seguía discutiendo con dos oficiales, su trasero más blanco y rosa que la Harley de Liz.

Luces brillantes. Sonidos metálicos.

Russell quiso morirse por enésima vez. Había llegado un equipo de televisión tomando imágenes de aquella melé. Cuando las luces brillaron en su dirección, apartó la cara, pero no antes de haber visto el trasero de Charlotte fotografiado para la posteridad.

Un oficial se acercó a él.

—¿Se encuentra bien?

—¿Físicamente? Sí.

—¿Es usted el conductor de alguno de esos vehículos?

—No. Era pasajero de esa Harley.

—¿De la negra?

—No, de la blanca.

—¿Conoce usted a esta gente?

—Sí.

«Desgraciadamente».

—¿Y a aquella mujer? —preguntó el oficial, señalando a Charlotte, que ahora miraba a la cámara, pero sin dejar de jurar como toda la marinería junta.

—Sí. Es mi prometida.

El oficial frunció el ceño.

—Creía que esa otra mujer de la…

Russell suspiró.

—Sí. También es mi prometida.

El oficial cabeceó lentamente, aunque a Russell le pareció verle una risilla divertida.

—¿Por qué no se marchan usted y su segunda prometida? Ya tenemos bastante de lo que ocuparnos aquí.

Russell se sintió como si se hubiese tragado una bandeja de cubitos de hielo. A Raven le habían puesto las esposas e iban a meterlo en un coche celular. Charlotte en otro. Liz estaba revisando algo de la moto. Los cilindros probablemente, fueran lo que fuesen.

—Gracias, oficial… oficial… Klenck…

Russell frunció el entrecejo para intentar descifrar el apellido que el oficial llevaba en la placa.

—No intente pronunciarlo. Me vería obligado a detenerlo por insultar a un oficial —contestó él, con una sonrisa de medio lado.

Charlotte esposada, Raven en Los diez más buscados, y en medio de todo aquello, un policía haciendo chistes. Sólo en Los Ángeles.

Russell decidió dar por terminada la conversación e hizo ademán de alejarse.

—Eh… antes de que se marche –dijo el policía.

Russell lo miró por encima del hombro.

—A veces dos no son mejor que una.

Russell asintió suspirando.

—No hace falta que me lo diga.