SENTADA sobre su Harley, Liz puso el motor en marcha. Un policía le había dicho que podía marcharse, así que pisó el acelerador y miró a su alrededor. Había más luces, gente y conmoción que en las ferias de cuando era pequeña. Lo único que faltaba era el olor a palomitas y a algodón dulce.
Entre el humo y la policía, buscó a Russell. Entre tanto uniforme negro, su camiseta blanca Baila hasta que caigas sería fácil de localizar. Frunció el ceño recordando el grito de guerra de Charlotte y el rasgado posterior. Aunque fuese rota, aquella camiseta seguiría siendo fácil de localizar. Miró a su alrededor, pero ni rastro de él.
Pobrecillo. Con su suerte, seguro que le habrían esposado a miss Bel Air. Aunque, bien pensado, le estaría bien empleado. Estar esposado a ella le serviría de práctica para la clase de matrimonio que iban a tener.
Giraba ya el manillar de su Harley cuando algo llamó su atención. Contra un fondo de camisas negras apareció un torso desnudo. El de Russell. Baila hasta que caigas era ya historia.
Resistió el deseo de sonreír. “Esa Charlotte tiene buenas uñas”.
—¡Aquí, Russ! —lo llamó, y al verlo dirigirse hacia ella, decidió relajarse y disfrutar del espectáculo.
Tenía una forma de andar suelta, la clase de andares que a ella le gustaban en un hombre. Irradiaba confianza en sí mismo. Sus pantalones no tenían ni una sola arruga, algo increíble, dadas las circunstancias. No podía decirse lo mismo de su pelo. Parecía haber pasado por el túnel del viento.
Pantalones impecables y pelo salvaje. Medio Russell, medio Max.
Bajó la mirada. Su delicioso pecho desnudo era delgado, pero tenía la musculación necesaria en los hombros y en el antebrazo. Lo justo para sujetarse a él. Apretó los puños de la moto.
«Yo no te sujetaría del modo que va a hacerlo Charlotte», se dijo. «Te dejaría espacio vital para ser tú mismo. Para que escribieses tus guiones de aventuras. Para que pudieras ser Max. Para que pudieras ponerte los calcetines y las camisetas que te dieran la gana».
Más cerca ya de ella, pudo ver claramente el tatuaje. Sobre un corazón rojo superpuesto al suyo propio, leyó su nombre. Liz.
«Donde debe estar». Controló una oleada de emoción. Estaba demasiado cerca y podía adivinar sus pensamientos. Bajó la mirada y fingió estar ocupada con algo.
—A veces dos no son mejor que una —dijo al llegar a su altura—. Abandonemos este antro de vicio y perdición —se pasó una mano por el pelo e hizo una mueca al quedársele atascado—. Dios mío. Ya vuelvo a tener el pelo como un nido de monos.
—A mí me gusta. Llama la atención.
—Y yo que creía que todos me miraban por mi pecho esculpido.
—Eso también —contestó, y no pudo evitar enrojecer. Maldición. Ella que quería hacerse la dura, y no podía dejar de enrojecer como una quinceañera—. ¿Qué ha sido de tu camiseta? –preguntó, intentando parecer despreocupada.
—Charlotte se ha afilado las uñas en ella.
—Anda —dijo, dando una palmada en la parte de atrás del asiento—. Vámonos.
Russell pasó una pierna por encima de la moto con tanta familiaridad que el corazón le dio un vuelco. Ningún hombre había pasado tanto tiempo en aquella moto como él. Ni en su moto ni en sus pensamientos.
Tampoco en su corazón.
Miró a su alrededor intentando concentrarse en cómo salir de allí, pero en lo único que podía pensar era en el calor de sus manos, que traspasaba su ropa. Y en lo cerca de ella que estaba su pecho desnudo.
Le gustaba cómo le ceñía la cintura. Tenía manos grandes, manos de escritor. Seguramente las manejase de maravilla, hiciera lo que hiciese con ellas.
La vida sería mucho más simple cuando Russell Harrington estuviese casado y desapareciese por fin de la escena.
Pisó el acelerador y se pusieron en movimiento, y al girar vio que llevaban a Raven a un coche de policía acompañado de cuatro agentes.
—Se llevan también a Raven —dijo—. ¿Qué ha hecho?
—Después de que el hombre del chicle le disparara, ha intentado salvarle la vida él solito a Afrodita alias Terminator.
Liz lo miró por encima del hombro.
—¿Has estado en un universo paralelo?
Él arqueó una ceja.
—¿Me estás robando las frases?
«Lo que me gustaría es robarte el corazón».
—¿El hombre del chicle? ¿Terminator?
—Raven se tiró al suelo cuando un hombre explotó una pompa del chicle. Entonces, al ver que a Charlotte le ponían las esposas, salió en su defensa.
Liz suspiró. Aunque se vanagloriase de ser capaz de manejar hábilmente las situaciones de crisis, aquella catástrofe le había destrozado los nervios.
—Sujétate —dijo, antes de incorporarse con suavidad al tráfico.
Varios minutos más tarde, se detuvieron en un semáforo.
Russell se inclinó y apoyó la barbilla en su hombro.
—¿Estás bien? —preguntó—. Hemos sobrevivido a una verdadera tragedia.
—Sí, estoy bien —contestó, lo cual no era más que media verdad. Su cuerpo había sobrevivido a aquel conato de accidente, pero dudaba mucho que su cabeza y su corazón pudieras sobrevivir ante Russell Harrington—. ¿Vamos por la 10 a Santa Mónica?
—No, por Dios. Después de lo que hemos pasado, prefiero no volar por la autopista con esta máquina. Ve por Olympic, o por Pico. Tomemos la ruta escénica.
Ella se echó a reír.
—Escénica, ¿eh?
Él le acarició un brazo y la piel se le erizó.
—Después de la escena que hemos creado —dijo él, como si no hubiese percibido su reacción—, una sucesión de edificios de apartamentos viejos y palmeras es todo lo escénico que puedo soportar.
Treinta minutos después, llegaban a su apartamento. Liz paró el motor y bajó de la moto. El sol se estaba poniendo. Jirones de nubes rosas y dorados decoraban el cielo.
Russell estaba a su lado.
—Hogar, dulce hogar —dijo, haciendo un gesto hacia el edificio, pero su brazo cayó—. Maldita sea…
—¿Qué pasa?
—Las llaves.
—¿Qué pasa con las llaves?
—Pues que estaban en el bolsillo de la camisa. De la primera, no de la camiseta.
—¿Me estás diciendo que las tienes en Hollywood? —preguntó, despacio.
—Sí, pero por lo menos, tengo tu monedero —lo sacó del bolsillo, sonriendo, pero la sonrisa se desvaneció al ver su reacción—. Bueno, será mejor que volvamos a subirnos en la moto…
—De eso nada. Estás hablando con una chica de muchos talentos, uno de los cuales es entrar en apartamentos cerrados —sonrió—. Lo único que necesito es una horquilla. Seguramente lleve alguna en la guantera de la moto. Vamos a ver.
De camino a la moto, le arrebató a Russell su monedero; luego abrió un compartimento lateral, echó el monedero y rebuscó en su interior. Un instante después, salía victoriosa con una horquilla en la mano.
—Hay que estar preparados para cualquier eventualidad –anunció, mostrándosela.
—Ahora le has robado la frase a los boy scouts dijo, y miró la moto—. Esa moto tuya es muy femenina. ¿Qué más llevas en ella? ¿Una máquina de coser?
—¿Femenina? Sólo porque me guste el rosa y lleve unas cuantas horquillas crees que no tengo ni idea de motos? —preguntó, indignada—. Pues que sepas que compré la más básica para poder reformarla a mi gusto. Le he dado más potencia a esta monada reformando los cilindros, acortando las válvulas, añadiéndole muelles de titanio e instalando una ignición especial. De este modo, tiene una velocidad punta un treinta o un cuarenta por ciento más que las demás —hizo una pausa esperando su reacción—. Apuesto a que tú no has hecho nada de eso con tu Honda.
—¿Si te dijera que le he cambiado las pastillas de freno, te impresionaría?
—Bah —respondió, haciendo saltar la horquilla en la palma de la mano—. Estaremos dentro antes de que puedas decir ¿no te están esos pantalones muy ajustados?
Se dirigió a las escaleras, satisfecha de haberle dado esa charla sobre la moto. Los hombres eran siempre así… no creían que una chica fuese capaz de distinguir entre un pistón y una bujía. Quería dejarle algo que recordar. Al fin y al cabo, no iban a volver a verse.
A medio subir, lo miró por encima del hombro. Por supuesto. Iba mirándole el trasero.
—¿Revisando el simbolismo de Yeats otra vez?
—¿Mm? —levantó la cabeza—. Eh, no. Pensando en D.H. Lawrence esta vez.
Siguió subiendo, satisfecha del efecto que causaba en él. Le venía bien a su ego. Charlotte podía tenerlo para ella el resto de su vida, pero Liz había captado toda su atención, o toda su imaginación durante un acalorado momento.
Su apartamento estaba al final del primer tramo de escaleras. Al parecer, la mayoría de las puertas tenían el mismo tipo de pomo redondeado. Chupado. Podría hacerlo hasta dormida. Abrió la horquilla y necesitó sólo unos segundos para abrir la puerta.
—Hogar dulce hogar —repitió, invitando a Russell a entrar.
—Increíble —murmuró, entrando—. ¿Dónde has aprendido a hacer eso?
—De mi padre. Era un hombre de muchos talentos. Es una pena que no creyera en sí mismo.
Russell cerró la puerta.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que nunca creyó en sus sueños. ¿Recuerdas? Yo me juré que no sería como él —miró a su alrededor, evitando sus ojos—. Este sitio está lleno de libros. ¿A qué te dedicas? ¿A montar una biblioteca?
Sonriendo, Russell encendió una luz, y la lámpara de pie iluminó la habitación con un suave resplandor.
—Empecé a adquirir libros cuando era muy joven, gracias a mi padre.
—Fuiste afortunado. Él alentó tus sueños.
—Alentó los sueños de todo el mundo —espetó Russell, e inspiró profundamente con los ojos cerrados—. Lo siento. Es que la profesión de mi padre era la de soñador. La familia, la compra, las facturas, ocupaban el segundo lugar. O el tercero. O el cuarto. Y yo me juré a mí mismo que nunca sería así —entrelazó los dedos y estiró los brazos por encima de la cabeza—. Ha sido un día duro. ¿Necesitas… refrescarte?
—Estoy bien.
—No tardaré más que un minuto. Después tendré que llamar a la central de la policía para intentar averiguar dónde anda mi otra prometida.
Y miró a Liz, pero antes de que pudiera descifrar lo que significaba, él salió de la habitación.
—A mí me hubiera gustado que mi padre alentase mis sueños —murmuró. Una fotografía en un marco de plata, colocada estratégicamente en una estantería pequeña, llamó su atención, y se acercó.
Era una foto familiar. El padre, vestido con una camisa a cuadros y un pantalón amplio, sobresalía protector sobre su prole. Incluso en aquella foto podía apreciarse el brillo de sus ojos. El mismo brillo que había visto en los ojos de Russell antes de decir algo gracioso.
Sentada en el centro y con un bebé en brazos, una mujer. Tenía que ser su madre. Su rostro amable miraba a la cámara con tanta dulzura que Liz sintió que el corazón le dolía. Su propia madre había muerto cuando ella tenía sólo cinco años, y sus recuerdos de ella consistían en una mujer bonita y llena de vida, con el pelo largo y pelirrojo y una amplia sonrisa.
Miró con atención a la mujer, y luego a la derecha. Junto a ella habían dos niños, un chico y una chica. El chico tenía los ojos grises y el pelo color arena bien peinado con la raya al medio, el mismo corte que Russell llevaba la noche que se conocieron. Antes de subir en la moto, claro.
Ladeó la cabeza. Había algo extraño en aquella foto. Entonces se dio cuenta: estaba mirando a la cámara con una extraña sonrisa. ¿Ortodoncia? Liz se tapó la boca con una mano para no echarse a reír. Sí, eso tenía que ser. Russell Harrington no quería mostrar su boca de metal.
Su sonrisa se oscureció al mirar al padre en la fotografía, y rozando el cristal sobre su imagen, recordó las palabras de Russell: «la profesión de mi padre era la de soñador».
Se incorporó y dio media vuelta. No quería que la pillase metiendo la nariz. Pero es que se sentía demasiado agitada como para sentarse. Seguía dándole vueltas a la conversación sobre padres y sueños.
Su padre se había negado a soñar, mientras que el de Russell había sido el extremo opuesto. Eso explicaba unas cuantas cosas. Para empezar, por qué Russell actuaba tan a la defensiva cuando hablaban de sueños. Y por qué no había perseguido su propio sueño de escribir guiones de acción.
También explicaba por qué estaba dispuesto a formar pareja con una mujer predecible y convencional. Y de pronto supo por qué Russell, sintiera lo que sintiese por ella, terminaría casándose con Charlotte. La predecible Charlotte significaba una vida libre de sueños. A salvo de desengaños.
Liz se quedó mirando ausente las cortinas de la ventana. El tejido beis caía en líneas perfectas, y ese mismo tejido había sido utilizado para los cojines del sofá. Instintivamente supo que aquel no era el gusto de Russell. Indudablemente eran toques de Charlotte.
El toque de Charlotte.
«¿Reaccionará Russell igual ante las caricias de Charlotte como ante las mías?»
Tragó saliva con dificultad; un repentino dolor en el corazón le cerraba la garganta. Russell y ella estaban perfectamente bien juntos. Igual que lo habían estado sobre su moto. A los dos les encantaban los libros, escribir, compartían el mismo sentido del humor y una naturaleza apasionada… aunque no hubieran tenido demasiadas oportunidades de expresarlo.
Las lágrimas amenazaron con rodarle por las mejillas, y sin rumbo fijo, se paseó por la habitación, apretando los puños. «Maldita sea, Russell. Lo que tenemos tú y yo es real. Es vida, felicidad, pasión y… sueños».
No, eso no lo compartían. Y ella no podía estar con un hombre que no se atreviera a soñar. Se mordió el labio inferior. ¿Estar? Esa opción ya no existía, soñador o no. Russell ya estaba prometido.
—No sé por dónde empezar –dijo Russell, al entrar de nuevo en la habitación.
Ella se pasó una mano por los ojos y fingió interesarse por el tapizado de una silla.
—¿Empezar?
—Debe haber docenas de comisarías en Los Ángeles. ¿Cómo adivinar en cuál de ellas estará Charlotte Maday, la maravilla sin falda?
—Ya veo que tú has dejado de ser la maravilla sin camisa –bromeó, con la esperanza de que él no percibiera el temblor de su voz.
—Quizás lo mejor sea llamar a 091 —continuó—, y preguntar si han visto a Charlotte Maday y a su nuevo guardaespaldas, el Hermano Muerte.
—Eso podría funcionar —contestó ella, y sonrió, aunque fue una sonrisa ficticia—. Mira en las páginas amarillas. Quizás haya una lista de comisarías. Mientras, yo voy a llamar a mi tía para asegurarme que no se ha puesto a tatuar en mi ausencia. ¿Dónde está el teléfono?
—En el comedor, al lado de la cocina —dijo, señalando una mesa con dos sillas de madera—. ¿Tu tía sabe hacer tatuajes? ¿Quieres decir que algún incauto se despertará mañana con la palabra Auntie tatuada sobre el pecho?
—No pretendas tomarme el pelo —le advirtió Liz al pasar a su lado—. Si no quieres que añada algo más a tu tatuaje.
—¿Como qué? ¿Tu número de la seguridad social?
Descolgó el auricular y marcó.
—Muy gracioso.
—Recuérdale a Charlotte lo gracioso que soy cuando intente quitarme el tatuaje con las uñas.
—¿Que sólo lo va a intentar? Con tu camiseta hizo un buen trabajo.
—Suele hacer un buen trabajo con la mayoría de cosas. Para eso es una Maday.
Una sombra cruzó el rostro de Liz.
—¿He dicho algo inadecuado…
Pero se volvió para hablar con su tía.
Russell se rozó la mandíbula distraídamente, preguntándose por la emoción que había visto brevemente en sus ojos verdes. Había parecido… triste. Incluso en aquel momento, de espaldas a él, le parecía que sus hombros estaban algo hundidos, como si soportase alguna carga en la espalda.
No podía importarle lo que Charlotte pensase hacer con el tatuaje, ¿no? ¿O sí?
Pum, pum, pum.
Russell se miró la camisa recién puesta, casi esperando ver agujeros de bala.
Pum, pum.
Miró a la puerta. No podían ser disparos; sólo llamadas enérgicas, y cruzó la habitación dispuesto a abrir, alegrándose de que Liz no hubiera podido ver su falsa muerte.
—Yo creía que el Hermano Muerte estaba de camino al calabozo –susurró.
Bam, bam.
Liz se cambió el auricular de oído para mirarlo.
—¿Y que crees? ¿Qué yo tengo una antena conectada con la policía para saber dónde está Raven…? —levantó en alto la mano—. ¿Tía? Espera un momento —puso una mano tapando el micrófono—. Abre la puerta. Nada terrible puede pasarte.
—Mira quién habla.
—¿Tía?— preguntó Liz, siguiendo con su conversación—. Tengo algo que decirte.
Russell frunció el ceño. Genial. Le dejaba que se enfrentase solo al Hermano Muerte. Se acercó a la puerta.
Bam, bam.
¿Por qué se molestaría ese cretino en llamar? ¿Por qué no abrir la puerta de un puñetazo?
Inspiró profundamente antes de asir el pomo de la puerta.
—¿Quién es? —preguntó en su mejor voz de macho.
—¿Qué quién soy? —preguntó Drake—. ¿Y tú quién eres? ¿Charles Bronson?
Russell abrió la puerta.
—Últimamente cualquiera puede llegar a ser actor.
Al ver el pelo de Russell, Drake abrió los ojos de par en par y contuvo la respiración.
—Vaya, tío. ¿Desde cuándo llevas ese peinado a lo Lyle Lovett?
Russell lo miró frunciendo el ceño e ignoró su comentario. Drake entró.
—¿Y desde cuándo preguntas quién es antes de abrir la puerta?
—Desde que mi vida empezó a parecerse al rabo de una vaca loca.
Drake se echó a reír y lo miró de arriba abajo.
—En serio, tío. ¿Estás bien?
—Nunca se sabe. La cosas cambian mucho de un instante a otro para mí —Russell cerró la puerta, preguntándose cómo Drake siempre podía ir tan pulcro. Aquel día se había vestido con un polo de manga corta azul y unos pantalones de lino inmaculados—. Dime, ¿cómo se siente uno llevando una ropa limpia y recién planchada que nadie intenta arrancarte del cuerpo?
—¿Y quién te ha dicho a ti que yo no quiero que me la arranquen? Uno tiene que soñar —Drake ladeó la cabeza—. Y hablando de soñar, oigo una voz femenina. Y no es de tu flor de invernadero.
—Pues hablando de flores, me sorprende que yo hayas reconocido la Harley con rosas que hay aparcada delante del edificio.
—No la había visto a la luz del día. Y había pensado que la monada de la moto se había mudado a este vecindario —Drake echó un vistazo y silbó—. Lo que daría por ser Ken. Dime que no he muerto y que no he subido al cielo.
—No has muerto, pero yo sí que preferiría haber pasado a mejor vida. Sería preferible a los últimos días que he pasado en el infierno de Dante. El último nivel al que he descendido aparecerá en las noticias de la noche, seguro.
—¿Ah, sí? No sé que decirte, porque ya habéis salido en las noticias de las nueve —bajó la voz—. Por cierto, Charlotte tiene un trasero… cosa seria.
Russell suspiró.
—A Charlotte ni siquiera le gusta que la vean en bañador. Y ahora todo el mundo sabe cómo es sin ropa.
—Y más —le confió Drake—. Unas braguitas preciosas las que lleva.
—Seda francesa.
—Oh, lalà. Según el periodista, la buena de Charlotte ha sido muy mala.
—¿La han sacado con las esposas puestas? —Drake asintió y Russell gimió—. Y los Maday pensaron que mi fotografía era mala.
—El reportero dijo que había disparado a un sacerdote o predicador llamado Hermano… Hermano…
—Muerte.
Russell apoyó una mano consoladora sobre su hombro.
—Anímate, hombre.
Russell se dejó caer en una silla.
Drake miró a Liz y después a Russell, y de espaldas a ella, susurró:
—¿Qué clase de poder tienes tú con las mujeres? El secreto debe estar en ese tatuaje —añadió, al verlo asomar por su camisa a medio abrochar—. Desde que te lo hiciste, te has convertido en un segundo Warren Beatty. Yo también voy a hacerme uno. Hoy mismo. Ahora. En este instante.
—Pues tendrás que esperar. Estamos en medio de una crisis.
En el silencio que siguió, pudieron escuchar fragmentos de la conversación de Liz.
—No es nudista… es que el vestido se le rompió. Por eso se le veía el… eh, el trasero.
Drake se rascó la barbilla y miró al techo.
—Me pregunto cuándo se enterará Charlotte de que sus secretos han quedado al descubierto.
—A quién le importa el cuándo. Lo preocupante es qué hará cuando se entere. No hay furia igual a la de una mujer despojada de sus adornos.
Drake sonrió con tristeza.
—Desde luego, llevas una racha espantosa. ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Quieres un ganso salvaje?
—Con hielo. Y que sea doble.
Mientras Drake entraba en la cocina, Liz colgó el teléfono, volvió a entrar en el salón y se detuvo junto a Russell, expectante.
La luz de la tarde iluminaba las cortinas beis con una luz suave, y contra aquel fondo luminosos se perfilaba la silueta de Liz. Fue a hablar, pero su lengua se negó a cooperar. Lo único que pudo hacer fue contemplarla y sentir cómo le temblaban los dedos al imaginarse acariciando aquel pelo, aquellas caderas…
Un recuerdo se le pasó por la cabeza. Sentado allí en una silla con Liz delante de él, recordó aquella primera mañana en su salón de tatuajes. Ella lo había ayudado a desabrocharse la camisa y después había rozado con los dedos el borde del tatuaje, despertando pequeños fuegos sobre su piel.
—¿Estás bien, Max? —le preguntó.
Aquella voz de Lauren Bacall llamándole Max… Su nombre secreto. El nombre unido a sus sueños.
—Me gusta cuando me llamas Max —confesó.
—Max –repitió Drake en voz alta al entrar de nuevo en la habitación, y con una floritura, le entregó el ganso salvaje—. Y a mí me gusta cuando me llamas irresponsable.
—Lo cual, dicho sea de paso —contestó Russell, aceptando la copa—, fuiste y mucho al dejar el nombre del restaurante en el contestador de Liz.
Drake frunció el ceño.
—No entiendo nada.
—Raven oyó el nombre y se presentó como una flecha en Chez Nous. La escena del restaurante hizo parecer una tranquila sobremesa la fiesta de la piscina —tomó un sorbo y disfrutó del picor de burbon—. Claro que, la escena de Hollywood Boulevard hizo que la del restaurante pareciese un capítulo de La casa de la pradera —tomó otro sorbo—. Si sigo así, me van a nominar para los premios de la Academia.
—¿Por la mejor confrontación dramática? –sugirió Drake.
—Algo así —contestó Russell, dejando la copa sobre una mesa auxiliar—. He estado evitando este momento, pero necesito llamar a las comisarías de policía para ver si localizo a Charlotte.
—No es necesario —dijo Liz—. Mi tía ha visto las noticias y me ha dicho que tanto Charlotte como Raven han sido puestos en libertad. Parece ser que el policía al que agredió Charlotte no va a presentar cargos. Pero Raven tiene una cita ante el tribunal por obstrucción a la justicia. Pero para mi tía, después de todo lo que ha presenciado ya, ver esas imágenes en la televisión no le ha sorprendido demasiado, aunque me ha expresado su preocupación porque piense casarme con algo así.
—Y claro —replicó Russell a la defensiva—, tú no quieres casarte con algo así.
Liz se ruborizó.
—Por supuesto que no, pero he tenido que decir que me casaba con eso para conseguir mi fideicomiso. Es decir, que tenía que casarme con alguien, con quien fuera, para conseguirlo, y ya que estabas tú desnudo en mi salón, he tenido que decir que era contigo.
Drake levantó una mano en alto.
—Yo no estoy desnudo, pero sí en una habitación y disponible.
Russell lo ignoró.
—¿Y si no hubiera estado desnudo en tu… no importa.
—Ni siquiera sé por qué estamos manteniendo esta conversación —replicó Liz—. Yo no me casaría con un hombre que estuviera prometido con otra mujer. Además, pienso casarme con Raven.
Y se irguió un poco, como para reforzar lo que acababa de decir.
Pero Russell volvió a ver aquella luz en sus ojos, como si estuviera lamentando algo. ¿No sería su imaginación? Aquella tempestuosa belleza ¿podría de verdad enamorarse de él, de un profesor de literatura inglesa con el pelo a lo Lyle Lovett y un vestuario en franco retroceso? Por un instante, se dejó arrastrar por la fantasía. Ganarse el amor de Liz sería mejor que ser el rector de la universidad, conseguir la vida eterna y no volver a verse el pelo electrocutado.
Qué locura. Una vida con Liz nunca podría funcionar. Ya había visto esa clase de matrimonio antes… el de sus padres. Siendo todavía un niño, había aprendido que el matrimonio y los sueños son dos sustancias que no ligan bien.
—Es hora de que te vayas, Drake —dijo de pronto, poniéndose en pie—. Liz y yo tenemos que volver a Hollywood a recoger mi coche.
—Quiero decirle a Barbie… esto, a Liz, algo antes de marcharme —contestó, y volviéndose hacia ella con una mano en el pecho, declaró—: si cambias de opinión respecto a Raven, llámame. Me encantaría estar prometido.
—Y a mí me encantaría organizarte la despedida de soltero –contestó Raven, abriendo la puerta—. Ya te llamaré luego.
Drake levantó ambas manos en señal de tregua.
—Está bien —le lanzó un beso a Liz y caminó hasta la puerta—. Por cierto, que nunca hemos hablado de eso de Max.
—Y nunca lo haremos —replicó Russell con firmeza.
—Ah —Drake se detuvo aún un instante—. ¿Sigue en pie la boda? La de Charlotte, quiero decir. Al fin y al cabo, soy el padrino, y necesito saber si he de ir a por el chaqué el sábado –sonrió—. ¿Te habías preguntado antes si alguna vez han enterrado a alguien vestido con chaqué?
Ella se echó a reír.
Russell lo miró con dureza.
—Si alguien no se marcha ahora mismo, eso es lo que podría ocurrir el sábado, con boda o sin ella.
Drake apenas se había despedido cuando Russell cerró la puerta.
—Es muy dulce —comentó Liz, sentándose en el sofá.
—Yo no diría lo mismo —contestó él, volviendo a entrar en el salón.
—Si lo hubiera conocido a él aquella noche en lugar de a ti, nada de todo esto habría ocurrido.
Una punzada de dolor le atravesó la garganta. Pero no era un dolor normal o físico, sino más bien psíquico. Estaba celoso.
Nunca se había sentido así con Charlotte. De hecho, con Charlotte, todo estaba atemperado, planeado. La vida con ella era una serie de exposiciones y restaurantes, todos ellos salpicados por la hora del cóctel de los Maday.
Hasta que ese mundo había saltado por los aires. En menos de una semana, había pasado de codearse con la alta sociedad a arrastrarse con Los Ángeles del Infierno. De sentirse satisfecho a sentirse apasionado.
Jamás se había sentido tan vivo, tan vital.
—¿Es eso cierto? Preguntó Liz—. ¿Nada de todo esto habría ocurrido si hubiera conocido a Drake en lugar de conocerte a ti?
Él intentó parecer racional e impasible.
—Mi vida habría sido mucho más sencilla, desde luego.
Sin emociones desbocadas, sin escapadas locas.
Russell se atrevió a mirarla. Ella lo estaba observando con sus brillantes ojos verdes que le prometían más de lo que él se atrevía a esperar. El recuerdo acalorado de los besos compartidos despertó sus sentidos. Aquellos labios lujuriosos. Un hombre podría pasarse toda una vida besándolos.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Liz.
—Me caso con los labios de Charlotte el sábado —se rascó la sien—. Lo que quiero decir es que me caso con Charlotte.
Ella frunció el ceño.
—¿No se llama eso un non sequitur?
—¿Un qué?
—Has dicho antes que tu vida sería mucho más sencilla si no me hubieras conocido, y después has dicho que ibas a casarte con los labios de Charlotte. ¿Estás bien?
Él carraspeó.
—Tenemos que irnos. A Hollywood. Las llaves —inspiró profundamente—. Fíjate… no soy capaz de articular frases completas cuando estoy contigo. Porque me reduces a un estado primitivo —dio varios pasos antes de dar media vuelta a mirarla—. Por tu culpa, he perdido los beneficios de millones de años de evolución. Me he convertido en una masa gelatinosa y temblorosa de emociones y deseos —cerró los ojos—. No debería haber dicho todo esto.
Hubo una breve pausa.
—Lo que de verdad estás diciendo es que te gusto.
Russell abrió los ojos.
—Pues para no andarnos con rodeos, sí.
Liz apoyó los brazos en las rodillas.
—En ese caso, yo también voy a ser clara y a llamar a las cosas por su nombre. Tú y yo somos almas mucho más parecidas de lo que nunca llegarás a ser con la señorita de Bel Air. Los dos juntos, podríamos incendiar el mundo, pero yo nunca podría robarle el hombre a otra mujer, aunque contigo mi voluntad parece haber desaparecido. Pero no lamento nada de lo que hemos compartido. Es más: lo recordaré siempre.
Se quedaron mirándose el uno al otro durante lo que pareció toda una eternidad. Un pájaro entonó fuera una tonada solitaria. Russell jamás había deseando tanto a alguien como deseaba a Liz en aquel momento.
—¿Puedo pedirte un favor antes de marcharme? —le preguntó ella, rompiendo el silencio.
—Lo que sea.
—Déjame ver tu guión. Déjame ver tu sueño.
Él dudó.
—Nadie lo ha…
—No importa. Después de hoy, no volveremos a vernos. Nadie sabrá que lo has compartido conmigo.
Russell se frotó la mandíbula pensativo y luego sacó un manuscrito de la estantería. Tras acomodarse en el sofá junto a ella, puso el libro en sus manos.
Ella leyó el título en voz alta.
—Neuromundo, por Max Harrington. Max —le dijo en voz baja y sonrió.
Otra vez aquella voz. Cerró los ojos para intentar memorizar cómo pronunciaba su nombre. Quería guardarla en algún lugar profundo de su cerebro al que poder volver cada vez que quisiera a lo largo de los años.
Cuando abrió los ojos, la encontró leyendo ávidamente.
Quince minutos más tarde, se detuvo.
—Por ahora, es una historia genial.
—No tienes que decir eso porque yo esté aquí.
—Eres brillante. No puedo creer que todo esto haya salido de tu cabeza.
—Es increíble, ya lo sé…
—¡No! —le cortó—. Es mágico. Es… encantador. Me ha maravillado esa gente, los Hed… Hed…
Abrió el libro y buscó en una página.
—Hedones —le explicó Russell—. Es el diminutivo de hedonistas. Supongo que eso explica sus motivaciones.
—Sí, son de sangre caliente.
Tal y como se sentía ella en aquel momento. Tal y como había sido Russell Harrington con ella aquella primera noche. Volvió a mirar al libro y se dio cuenta de que estaba temblando. Maldición. Y él que se creía el único reducido a una masa de emociones.
—Y… —empezó, apenas susurrando—, la parte de acción es mejor que las de Steven Seagal.
—Gracias. O eso creo.
—Y lo de los aca… aca…
—Academions.
—Eso. Me asustaron al desembarcar de ese barco color marfil.
Levantó la mirada y los ojos de Russell brillaron con buen humor. «Igual que su padre», pensó.
—Tu reacción significa mucho más para mí de lo que te imaginas —dijo al ver sus dedos temblorosos.
—¿Ah, sí? —se frotó las manos—. Esperaba que no te dieras cuenta.
Russell se levantó y puso una mano sobre la suya.
—No pasa nada, Millicent.
Le pareció oír el tono suave de su padre en la voz de Russell, y las lágrimas borraron su visión.
—¿Es demasiado atrevimiento llamarte por tu nombre de pila?
—Es que me has recordado a mi padre; sólo eso.
—Pero prefieres Liz. O Elizabeth.
—Sí.
—Debió ser difícil para tu padre empezar a llamarte por otro nombre.
—Fue difícil para él creer en mis sueños.
La voz se le rompió en la palabra sueños.
Cuando Russell la atrajo hacia él suavemente, no se resistió, y al rodearla con sus brazos, se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se había sentido cobijada, protegida, y le agradeció el calor de su abrazo.
Apretada contra su pecho, sintiendo la textura de su camisa en la mejilla, oyó el latido de su corazón. El aroma a maderas de su colonia la rodeó, llenando sus sentidos.
—No tienes que ser fuerte, Liz.
Pensó en separarse, pero él la retuvo en sus brazos hasta que ella dejó correr las lágrimas. Russell siguió abrazándola, acariciando su pelo, murmurando palabras de consuelo.
Por fin dejó de llorar, y tras secarse los ojos, miró a Russell.
—Debo parecer un mapache.
—No sé. Nunca he estado cara a cara con un mapache.
—Voy a lavarme la cara.
—Espera —le secó bajo el párpado—. Ya está. Ahora pareces un cisne.
—¿Un cisne?
—Bueno, un cisne rojo.
Liz sonrió.
—No sólo eres buen escritor, sino que sabes manejar las palabras.
—Entonces, ¿crees que podría convencerte de que me hicieras un último favor?
—Lo que sea.
—Bésame. Sólo una vez. Quiero recordar el sabor de tu amor.
Ella bajó ligeramente la cabeza.
—A no ser que puedas morir cuando el sueño haya terminado… nunca lo llames amor.
—Elizabeth Barret Browning.
—Ese es mi sueño secreto. Además de ir a la universidad, enseñar y escribir… conseguir que me publiquen mis sonetos.
Él apoyó la mano en su hombro.
—Quiero que alcances tus sueños, Liz, pero no quiero sacrificar la realidad por los míos.
—Ya lo has hecho —murmuró.
Acercó sus labios a los de él y gimió cuando se rozaron. Russell no se limitó a besar sus labios, sino que tomó posesión de ellos. Mientras su lengua penetraba su boca, sus manos devoraban ávidas su espalda. Liz se arqueó contra él, deseando sentir su cuerpo.
—Liz… —gimió, mientras la besaba las mejillas, el pelo, el cuello. Liz se aferraba a él, jadeando. Sería tan fácil seguir, dar rienda suelta a sus deseos.
—Te deseo —dijo él con voz ahogada.
—Yo también te deseo —y tras besarle brevemente en la barbilla se separó de él—. Aunque estuvieras disponible, no duraría. Eres incapaz de confiar en tus sueños.
Sus ojos se volvieron líquidos.
—Y yo no podría vivir una vida en la que los sueños tomaran la prioridad a la realidad —contestó él, acariciándole el pelo.
Recogió el guión y volvió a guardarlo en la estantería.
—Gracias por tus palabras sobre la historia.
—Eres un escritor maravilloso. Deberías publicarla.
Incapaz de decir nada más, cruzó la habitación y salió. La brisa suave de la tarde servía de poco consuelo para el dolor que sentía en el corazón. Se detuvo en la acera y miró a la única estrella que brillaba en el cielo ya del anochecer. A su espalda, oyó a Russell cerrar la puerta con un sólido clic.
Dentro de su corazón, ella también cerró otra.