Capítulo 10

 

 

 

 

 

LIZ se dio la vuelta y se miró en el espejo. El vestido de encaje de falda corta se ceñía a su cintura y caía después en suaves pliegues hasta medio muslo. Recordó el día que había ido de compras con su tía. Al principio había cuestionado el largo, pero al final había terminado por aceptar que era su estilo. Como siempre decía tu padre, tú creas tu propio estilo.

Además, teniendo en cuenta que su tía seguía pensando que se casaba con un miembro de una familia de nudistas a tiempo parcial, debía estar satisfecha de que llevase algo puesto a la boda.

Liz sonrió y levantó una pierna hacia el espejo para ver el efecto de la luz en sus medias de hilos de plata. Quedaban al descubierto desde medio muslo hasta que se perdían dentro de unas botas altas blancas de tacón.

—Bien —se dijo Liz, aprobando su aspecto. Quizás aquella boda fuese falsa, pero al fin y al cabo era la suya y quería estar lo mejor posible. Apartó un mechón de pelo que se había soltado de su moño francés. George, su vecino, le había ayudado a decorarse el pelo con diminutas flores blancas y a sujetarlas cuidadosamente para que aguantaran el viaje en Harley hasta Las Vegas.

La puerta de su apartamento se abrió.

—¿Lizzy?

—Estoy aquí, Raven —lo llamó mientras se cubría cuidadosamente el pelo con un pañuelo de seda blanco.

—Veo que has estado poniendo a punto la moto.

—Sí. Algunos toques.

No le gustaba enredar con las luces en la calle cuando se quedaba despierta hasta tarde haciendo cosas en la moto, así que prefería extender una alfombra y meter la Harley dentro del apartamento, donde podía tener toda la luz que necesitara.

Raven se presentó en la puerta del dormitorio.

—Estás muy guapo, Raven.

Llevaba un taje con chaleco y una rosa roja en el ojal. Se había peinado cuidadosamente y se había cambiado el pendiente de la calavera con un pequeño brillante.

—Y tú estás preciosa, Lizzy.

La intensidad de su tono la conmovió. A veces pensaba que era ella la única que comprendía su dulzura. Russell no se había creído lo de que fuese un gatito, pero era verdad.

Russell.

Le dolía tan sólo con pronunciar su nombre.

—Raven —le dijo rápidamente, esforzándose por pensar, decir, hacer cualquier cosa que no fuera pensar en Russell—, ¿puedes atarme el pañuelo atrás?

—Claro.

Cuando le pasó los extremos, dio un respingo.

—¡Estás helado!

—Lo siento… no puedo hacer el nudo —le oyó frotarse las manos con fuerza—. Me temo que estoy… eh…

La pausa fue tan larga que tuvo que darse la vuelta para asegurarse de que no se había perdido en uno de sus lapsos de tiempo, pero lo que vio la sorprendió y la preocupó al mismo tiempo. La barbilla le temblaba y tenía los ojos rojos. Le abrazó. Tanto como pudo, claro.

—Raven, ¿qué ocurre?

—Creo que necesito una puesta a punto —sorbió.

Liz le dio unas palmadas en el codo. No podía llegar más allá.

—Tranquilo, Raven. Has leído demasiadas revistas últimamente.

—Es posible —sorbió—. O puede que sea otra cosa.

Liz inhaló el delicado aroma de la rosa, pensándose cómo hacer su siguiente pregunta.

—¿Es porque… yo no siento lo mismo que tú?

Rrrriiiing. El timbre de la puerta interrumpió la pregunta.

—¿Quién será?

Otro zumbido metálico reverberó por todo el apartamento.

—Desde luego, persistente sí que es —musitó, mirando a Raven—. ¿Estarás bien si te dejo un segundo?

Él asintió, sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la nariz.

—De acuerdo. Quédate aquí; yo vuelvo enseguida.

De camino a la puerta se quitó el pañuelo y lo dejó sobre el manillar de la Harley. Se esperaba encontrar a alguien entregando unas flores. Quizás glicinia. Un regalo de su tía para el día de la boda, pero en el umbral de la puerta se encontró con una figura de su pasado más reciente.

Charlotte.

No la Afrodita Terminator, como la había llamado Russell después de la escena de Hollywood Boulevard, sino Charlotte la novia. Estaba erguida, sus delicadas formas cubiertas por un vestido de satén crema que llegaba hasta el suelo. Su cabello rubio, recogido en un elaborado moño, dejaba su rostro despejado, lo que hacía fácil leer en él el sufrimiento.

Liz, que rara vez se quedaba sin palabras, no pudo encontrar ni una sola. Miró más atentamente el vestido. Iba cuajado con cientos, o quizás miles de perlas. «Si son auténticas, podría desnudarla y olvidarme del fideicomiso».

Las palabras de Charlotte la devolvieron a la realidad.

—¿Puedo entrar? –preguntó con voz temblorosa.

Liz abrió la puerta de par en par y se hizo a un lado, y al verla entrar, sintió lástima al ver que la barbilla de miss Bel Air temblaba.

Liz calibró mentalmente la situación.

«Ahórrate la lástima para otro caso que la merezca más. No ha venido a hacerte una visita de cortesía, sino que si está aquí, con su vestido de novia, es porque algo horrible ha ocurrido».

¿Como qué?

Liz miró la mirilla de la puerta, esperando encontrar la razón de aquella inesperada visita. Entonces cayó en la cuenta.

«Sabe lo de la cita. Está aquí para pegarme un tiro antes de intercambiar sus promesas de matrimonio».

Cerró la puerta con decisión. No había ocurrido nada en aquella cita. Bueno, nada en la realidad, mucho en la imaginación.

Inspiró profundamente y se dio la vuelta para mirar a Charlotte, que estaba de pie junto a la Harley como si acabase de salir de una de esas revistas de novias que a Raven tanto le gustaban. Su pelo y su maquillaje eran tan perfectos como el de cualquier estrella de cine. Entonces la miró a los ojos, y los encontró llenos de lágrimas, y un riachuelo de máscara rodó por una de sus mejillas de alabastro.

—No me encuentro demasiado bien —dijo Charlotte con voz temblorosa—. ¿Tienes un pañuelo de papel?

—No. ¿Te vale papel del baño?

Charlotte arqueó una ceja perfectamente delineada y tardó un instante en asentir.

—El baño está a la izquierda.

Charlotte salió de la habitación, y Liz oyó la puerta del baño cerrarse discretamente.

El timbre volvió a sonar.

«Será mejor que el mensajero me traiga algo más fuerte que flores». Dio la vuelta y se dirigió a abrir la puerta.

El corazón le dio un vuelco.

Russell.

Estaba devastadoramente guapo vestido con un chaqué gris marengo que era del mismo color que sus ojos. Una corbata a rayas blancas y negras le añadía un toque de distinción. Era un novio impecable, desde los zapatos brillantes hasta el pelo perfectamente peinado. Aquel pensamiento le hizo sonreír, al recordar su peinado de la primera noche después del paseo en moto.

—¿Puedo entrar? —preguntó en voz baja.

Liz no podía encontrar su voz, así que asintió y se hizo a un lado. Quizás hubiera seguido a Charlotte con la esperanza de poder detenerla antes de que cometiese al asesinato. Pero parecía terriblemente frío y sereno.

Entró en la habitación sin apartar la mirada de Liz. Parecía querer decir algo, pero cambió de opinión. Al final, hizo un gesto señalando su vestido.

—Estás… increíble.

—Gracias —cerró la puerta y se acercó a la moto. Estar cerca de aquella masa de cuero y metal le hacía sentirse más fuerte—. ¿No se supone que deberíais estar los dos en la iglesia?

—Sí. Nosotros y otros trescientos más, que deben llegar… —miró el reloj— …dentro de poco más de una hora.

Su frialdad le molestó. Ella estaba destrozada por verlo y a él sólo parecía importarle la cuenta atrás de su boda.

—Una boda muy grande —comentó, fingiendo mirar algo en la moto. ¿Es que no se daba cuenta de lo doloroso que era para ella verlo el día de su boda?

—Sí —murmuró él—. Pero no la boda que yo quiero.

Liz levantó la cabeza y sus miradas se encontraron. Ya no parecía tan frío. Incluso daba la impresión de estar… nostálgico. ¿O sería su imaginación? Hubiera querido que dijese más, que explicase lo que quería decir, pero el momento de silencio se extendió sin más.

—¿Quieres tomar algo¿ —le dijo al fin.

—¿Un ganso salvaje?

—Sólo agua. Quiero estar sobrio.

Liz jugó con uno de los flecos que colgaban del puño de su moto.

—Un comentario bastante curioso de alguien que está ya de camino a la iglesia para casarse.

—Liz, yo… —Russell quiso decirle lo que le había estado pesando todos aquellos días, pero no lo hizo—. ¿Te he dicho que estás preciosa?

—Me has dicho que estaba increíble.

Su cabeza luchaba duramente con su corazón. Debería poner fin a aquel encuentro y marcharse. Ella iba a salir de un momento a otro para casarse… para iniciar su sueño. Pero sus ojos lo retenían allí. En sus brillantes profundidades verdes, revivió cada glorioso momento de los días que habían compartido. Miró la Harley, y recordó cómo había ceñido su cintura. Habían avanzado por un mundo lleno de colores e imágenes, pero nada tan subyugante o intenso como el mundo que los dos habían compartido.

—Tú y yo tenemos que estar juntos —dijo sin más.

Liz miró la puerta del baño y después a él.

—Soy un soñador, ¿recuerdas? —dijo rápidamente, y una sombra de tristeza ocultó su rostro.

Su voz le pareció irreal al recitarle lo que se había dicho un millón de veces a sí mismo durante los últimos días.

—No puedo tirar por la borda mi vida para perseguir un sueño…

—Lo sé —Liz fingió arreglarse algo en el pelo, pero Russell se dio cuenta de que también se rozaba un ojo—. Dejémoslo en que fue divertido.

Pero había sido algo más que divertido. Había sido lo más vivo y apasionado que había sentido jamás. Había vivido durante años en una torre de marfil, temiendo salir de ella y experimentar la vida real. Y Liz había destruido sus muros.

Liz. «Una vida sin ella sería una vida vivida a medias».

Una segunda reflexión le golpeó con más fuerza. Quizás su padre hubiera sido un soñador, pero sin duda había sido un hombre feliz. Si una vida gratificante era una vida llena de amor, su padre había sido uno de los hombres más ricos del mundo.

Dio un paso hacia ella.

—Liz…

—¡Russell! —exclamó Charlotte, entrando en la habitación.

—¡Char! —exclamó Raven, saliendo del dormitorio.

«¿Char?» Liz la miró sorprendida. Tenía las pupilas dilatadas y todo su cuerpo temblaba.

—Char, ¿no deberías estar en la iglesia? —le preguntó.

Los labios rosas de Charlotte temblaron.

—¿No? —repitió él con la voz rota.

Ella no contestó, y como dos imanes, Charlotte y Raven se acercaron el uno al otro, y Russell los contempló atónito mientras se abrazaban sollozando.

—¿Nervios? —preguntó Liz a Russell.

Charlotte y Raven cambiaron los sollozos por un beso apasionado.

—Yo diría que es más magnetismo animal —contestó Russell.

Tras un momento, Raven y Charlotte se separaron para respirar, y se quedaron tanto tiempo mirándose a los ojos que Russell hubiera jurado que se comunicaban por telepatía.

—Yo empezaré —dijo Charlotte, y se volvió a Russell—. Cariño, lo siento.

—No me lo digas: tú también tienes un tatuaje.

—Esto es muy serio —tomó la mano de Raven—. Lo seguí hasta aquí porque necesitaba verlo una vez más para decirle… que le quiero.

—Yo también te quiero —dijo Raven con voz grave, y se secó un ojo.

Charlotte suspiró dramáticamente.

—Después de la escena de Hollywood Boulevard, Raven y yo pasamos un tiempo juntos y… y fue el detonante. Por favor, compréndelo. Encajamos juntos como las dos mitades de una misma naranja.

—Pero…

—Déjame terminar, Russell, por favor. Él no tiene miedo de mi dinero, y puedo hacer cosas por él que tú nunca me permitirías hacer por ti. Puedo comprarle ropa, y él puede trabajar en casa, en nuestra granja…

—¿Granja? ¡Pero si querías que yo fuese crítico literario…

Ella se encogió de hombros.

—Eso era idea de papá, pero en el fondo lo que yo siempre he querido es un marido casero. Un hombre que me proteja, que me quiera veinticuatro horas al día.

Se apoyó contra Raven y casi desapareció en su abrazo. Se besaron brevemente en los labios y después se quedaron absortos, mirándose a los ojos.

—Mi niño malo —dijo Charlotte.

—Mi princesa —respondió Raven.

—Jamás te había visto así, Char —dijo Russell, aflojándose la corbata—. ¿Cómo no voy a desearte lo mejor? Jamás te había visto tan feliz.

Sabía que debería fingir estar herido, o al menos dolido por haber sido rechazado, pero lo único que sentía era un tremendo alivio.

También se dio cuenta que durante la última semana, al sentirse tan sumamente mal por estar experimentando un deseo tan poderoso por Liz, nunca le había sido infiel a Charlotte, sino a sí mismo. «La peor infidelidad es casarse por razones equivocadas… y yo estaba dispuesto a casarme con alguien para asegurarme una vida convencional. Una vida a medias».

Miró su reloj.

—Trescientas personas van a aparecer dentro de una hora para presenciar una boda. ¿Tenemos algún plan?

Charlotte tomó la mano de Raven y le susurró algo al oído. Él asintió.

—Raven y yo hemos decidido —anunció—, volver a la iglesia, anunciar nuestro compromiso e invitar a todos a quedarse a la recepción para celebrarlo.

—La mejor idea que he oído en mucho tiempo —contestó Russell—. Dile a Wendel que tenga preparados unos cuantos martinis de emergencia para tus padres y Agnes. Tengo la impresión de que a Fred no le harán falta.

—¿Y tú qué vas a hacer, Russell? —preguntó Charlotte con una nota de tristeza.

—¿Y tú, Lizzy? —intervino Raven—. No quiero que pierdas tu fideicomiso. Oye, quizás podrías pedirle a tu vecino George que se case contigo…

—Yo me casaré con ella —dijo Russell. Se había pasado la vida obedeciendo a los dictados de su cabeza, pero aquello le salió del corazón. No había deseado otra cosa tanto en toda su vida—. Es decir, si ella me acepta.

Liz entreabrió los labios, pero no dijo nada.

—¿Quieres casarte conmigo, Elizabeth? —le pidió, y extendió una mano, pidiéndole en silencio que la aceptara.

Sería tan fácil contestar que sí… pero no podía hacerlo. Ya había experimentado el dolor de un hombre, su padre, que había tenido que resignarse a vivir una vida de sueños no cumplidos.

—Gracias, pero no —dijo, apenas en un susurro.

La voz de Raven explotó por la habitación.

—Pero así no conseguirás el fideicomiso, Lizzy…

—Soy una superviviente. Saldré adelante.

¿Cuántas veces se habría repetido aquellas mismas palabras durante los últimos días? ¿Cien? ¿Mil?

Russell dio un paso hacia ella.

—Quiero compartir mi vida contigo —le dijo con firmeza—. Desde que nos conocimos, sabía que tenía que ser así, pero estaba demasiado cegado por mi pasado para arriesgarme. Dame esa oportunidad, Liz, por favor —abrió las manos como si no tuviese nada que esconder—. Te quiero —añadió, bajando la voz.

Ella contestó con suavidad tras un instante.

—Yo también te quiero, Russell, pero…

Antes de que pudiera terminar la frase, posó los dedos sobre sus labios.

—Nada de Russell. Llámame Max —puso los dedos bajo su barbilla y tiró suavemente de ella—. Mi sueño es casarme contigo. Déjame ser un soñador…

Deslizó la mano suavemente por su cuello y Liz vio una mirada de anhelo en sus ojos antes de que los labios de Russell consumieran los suyos. Cuando se besaron, una debilidad arrasó su cuerpo, llevándose con ella todas sus dudas. Aquel era el hombre que hacía conocido aquella primera noche. Apasionado, excitante, entrañable. El hombre del que se había enamorado.

Tomó la mano que seguía esperándola.

—Sí, Max —dijo—. Sí, sí, sí.

El sonido del timbre la interrumpió, y los cuatro miraron a la puerta.

—No me digas que es alguien más que quiere casarse con alguien que hay en esta habitación —dijo Russell—, ahora que lo tenemos todo arreglado.

Liz fue hacia la puerta.

—Debe ser George, preguntándose por qué hay tantos novios y novias en esta casa…

Giró el pomo y abrió.

Allí estaba su tía Auntie, vestida con un traje lila y rosa y con su característico bolsito.

—¡Cariño mío! —exclamó, entrando.

—¿Tía? —dijo Liz, atónita—. ¿Qué pasa con la convención?

—Estoy de camino, pero tenía que pasarme por aquí… es importante que recibas algo hoy —sonrió a Russell y miró a Raven y Charlotte—. ¿Tu hermano se casa también hoy?

—Sólo estamos practicando —contestó Raven, abrazando a Charlotte.

Auntie asintió y miró a Liz.

—Tu regalo de boda —sacó una fotografía en un marco de plata del bolso y se la entregó—. Como selló tu suerte, debes recibirla el día que hagas tus promesas.

Liz miró la foto de Russell y suya. Quién sabe… quizás las supersticiones de su tía fuesen ciertas. Al menos en su caso. La fotografía había sellado su destino como amantes.

—La conservaremos siempre, tía —le dijo, dándole un beso en la mejilla.

Auntie miró a Russell con ojos llorosos.

—Cuídamela bien.

—Lo haré.

Auntie abrazó a su sobrina una vez más.

—Tu padre estaría muy orgulloso de ti —dijo, con la voz llena de nostalgia, y entonces se dirigió a Raven—. Adiós, Rover. Tu novia es preciosa. De haberlo sabido, os habría hecho una foto también a vosotros dos.

Y tras un beso más para Liz y Russell, salió feliz del apartamento.

Cuando el clic clac de sus tacones se perdió, Russell habló.

—Bueno, pongámonos en marcha —dijo, haciendo un gesto hacia la Harley—. Tenemos que llegar a Las Vegas antes de que se ponga el sol. Dile a Drake que necesitamos un padrino —añadió, dirigiéndose a Raven—. Dile que busque una capilla con la moto de Barbie aparcada delante… él lo entenderá.

—¿Te importa si nos quedamos y… nos refrescamos antes de marcharnos? —preguntó Charlotte.

—En absoluto —contestó Liz, poniéndose el pañuelo sobre la cabeza. Luego subió a la moto y la puso en marcha—. Raven, si necesitas un padrino… esto, una madrina, soy tu chica.

Sintió que Russell se sentaba detrás de ella, y cuando salían ya por la puerta y bajaban el único escalón de la terraza, Liz oyó a Raven gritarles buena suerte, antes de cerrar la puerta.

Russell apretó su cintura y apoyó la mejilla contra la de ella.

—Cuidado con el límite de velocidad, ¿vale?

Ella se volvió y sus labios casi se rozaron.

—¿Qué pasa? ¿Es que le tienes miedo a la velocidad y el riesgo?

—¡No podría casarme contigo si fuese así, Liz!