Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA camisa? —repitió, tragando saliva.

—Ya sabes, eso que llevas que se abrocha con botones.

—Sí, claro.

Y tras inspirar profundamente, torpemente intentó desabrocharse los botones.

—Déjame ayudarte —dijo ella, arrodillándose delante de él.

Un aire fresco le rozó la piel cuando ella le quitó la camisa y la dejó sobre el respaldo del sillón. Después se acercó más. Debía ser su imaginación lo que le empujó a ver cómo el pulso le palpitaba en la base del cuello. Sus sentidos estaban embotados por su aroma.

—¿Te duele? —le preguntó, tocando con cuidado la piel de alrededor del tatuaje.

La verdad es que estaba mejor de lo que le hubiera gustado admitir.

—Un poco, pero no mucho.

—Bien.

Aquella voz otra vez. Una voz como miel y whisky. Y el roce de sus dedos como fuego sobre la piel. Cerró los ojos e intentó recordar el prólogo de Cuentos de Canterbury. Las letras saltaban y bailaban en su cabeza como gotas de agua al caer en una sartén.

—Tú querías que te lo hiciera, Russell —dijo ella.

Su voz la traicionó. Se sentía dolida, y Russell la miró a la cara. ¿Le habría hecho daño al pedirle que se lo quitara?

—Intenté convencerte de que no te lo hicieras, pero tú insististe —continuó, rozando con las yemas de los dedos el perfil del tatuaje—. ¿Por qué, Russell?

La noche anterior, había hablado sin parar sobre libros, poetas y la vida en general. Le había confesado sus sueños y le había pedido que compartiese con él los suyos. Ni siquiera había dejado de hablar mientras se besaban…

Se humedeció los labios saboreando el recuerdo. O de verdad no recordaba lo ocurrido la noche anterior, o quería deshacerse del recuerdo cuanto antes. Conocía bien a esa clase de tipos. Buscaban mujeres de usar y tirar.

Sin embargo, Russell Harrington le había parecido diferente. Un hombre sensible, tierno, incluso vulnerable. No podía olvidarse de lo ocurrido la noche anterior antes de saber la verdad.

—¿Por qué? —volvió a preguntarle, estudiando su mirada perpleja

—¿Que por qué quise hacerme el tatuaje?

Ella asintió.

—No tengo ni idea de por qué me tatuaste…

La voz desfalleció, y ella se dio la vuelta para encender las luces con un dolor sordo comiéndole el estómago al recordar cómo la había besado. Quizás fuese un hombre sensible, pero su beso había sido firme y autoritario… radicalmente distinto al hombre que parecía ahora anonadado por toda aquella experiencia. Encendió una última luz teniendo cuidado de estar de espaldas a él para que no pudiese ver su desilusión.

—Elizabeth Barrett Browning —anunció de pronto él.

Ella lo miró por encima del hombro y le vio leyendo un pasaje que tenía enmarcado y que colgaba de la pared.

—Recuerdo haberlo leído anoche…

Y la voz le volvió a fallar.

—Lo hiciste. Y con gusto —contestó ella, sin mirarle a los ojos.

—Elizabeth Barret Browning —repitió—. Elizabeth… —de pronto levantó la mirada de su tatuaje—. Me pusiste su nombre. Bueno, una interpretación de su nombre. Liz.

—No había tiempo de escribir su nombre completo…

—¡Gracias a Dios! —se pasó una mano por el pelo—. Elizabeth Barrett Browning… En su nombre deben estar todas las letras del alfabeto —apoyó la cabeza y miró al techo—. ¿Y por qué dejarlo ahí? Podrías haberme tatuado los Sonetos de la portuguesa y haber terminado para el amanecer —hizo un gesto con los brazos—. Por todo el pecho, la espalda, el trasero…

Se incorporó para mirarla desesperado.

—Como soy profesor de literatura inglesa, debiste pensar que me gustaría. El nombre de una poetisa grabado en mi piel para el resto de mis días —de pronto, apoyó la cabeza en las manos—. Para el resto de mis días. Maravilloso. Ahora no sólo enseñaré literatura, sino que también la llevaré puesta.

—Lo siento —dijo ella en voz baja. En otras ocasiones se había enfrentado con clientes airados, pero nunca con alguien que pareciese creer que su vida estaba a punto de desmoronarse por un simple tatuaje.

Russell suspiró.

—Y lo que es peor: nadie sabrá que es el nombre de una poetisa. Liz. Todo el mundo pensará que soy una especie de fetichista de estrellas de cine.

—Decidimos poner Liz porque…

—Por favor —la interrumpió, levantando una mano—. Ya me imagino por qué. Menos letras. Vanna White estaría orgullosa.

La verdad es que aquel tipo le daba lástima.

—Se está curando bien —dijo ella—, pero la piel está demasiado sensible ahora como para intentar quitarlo. Vuelve dentro de dos semanas.

Para entonces ya se habría olvidado de lo ocurrido la noche anterior. O al menos lo habría superado.

—¿Dos semanas? —repitió, poniéndose de pie tan deprisa que tuvo que llevarse las manos a la cabeza como si algo se le hubiera soltado dentro de ella—. No puedo casarme —dijo el final, hablando despacio—, llevando en el pecho estas letras. Mi futura esposa me asesinará a sangre fría… y además saldrá indemne alegando locura tatual transitoria.

—Así que ¿vas a seguir adelante con lo del matrimonio, Max?

Él frunció el ceño.

—¿Cómo sabes lo de Max? ¿Es que hablé de mi guión contigo?

—Es porque no parezco la clase de chica con la que se pueda hablar intelectualmente, ¿no? —replicó, enredándose un mechón de pelo en el dedo. ¿Hasta qué punto debía revelarle lo ocurrido la noche anterior?—. Compartimos nuestros sueños —dijo, dubitativa—. Me hablaste de tu guión y de que querías firmarlo con el nombre de Max, no Russell. Llamabas a Max tu alter ego, el escritor salvaje y decidido que eres en secreto.

El recuerdo la hizo sonreír, pero no quiso revelarle nada más. Cualquier cosa que hubieran compartido ahora era sólo suyo, y la desilusión hizo presa en su corazón.

—Basta de charla —dijo de pronto, ya que no quería indagar en la razón por la que se sentía tan desilusionada—. Vuelve dentro de unos días y veré lo que puedo hacer. Mantener el pecho tapado hasta entonces no debe ser tan difícil.

—Entonces ¿crees que podrás quitármelo en unos días?

—Quizás podamos disimularlo. Agrandar el corazón. Cambiar Liz por Charlotte.

—¿También te hablé anoche de ella?

—Entre otras cosas

Sintió una opresión en el pecho que la empujó a jurar que no sería tan inocente la próxima vez que un tipo inteligente, amable y decente se acercase a ella. Especialmente uno al que le gustasen los gansos salvajes y Yeats.

—Debimos hablar de un montón de cosas anoche.

—Sí.

Su voz era apenas perceptible.

—Anoche —continuó, acercándose a ella—. Nosotros no… ¿verdad?

Intentó parecer indiferente, pero el rubor se le subió a las mejillas.

—¿Lo hicimos? —insistió, acercándose más.

Los dos se miraron a los ojos. Ella sabía que debía desviar aquella conversación y negar que lo de la noche anterior hubiese sido algo más que el encuentro de dos personas con deseos de charlar. Tuvo intención de hacer algún comentario disuasorio, pero la mirada líquida de sus ojos se lo impidió. La misma mirada que la noche anterior la había derretido.

Las rodillas empezaron a temblarle.

Hizo un gesto mínimo y confuso con la mano, pero fue incapaz de hablar y con nerviosismo tomó un mechón de pelo para intentar cubrirse con él el rubor de las mejillas. Hacerse pasar por una tímida colegiala nunca había sido su estilo, pero había algo en la proximidad de aquel hombre que la enervaba.

—Creo que ya has contestado mi pregunta —dijo él.

—Casi… estuvimos a punto —dijo al final.

Los segundos pasaron hasta convertirse en un minuto y ella cerró los ojos, reprendiéndose por haberle dicho la verdad. Habría sido mejor mentir. Decir que no había ocurrido nada. Al fin y al cabo, aquel tipo iba a presentarse en el altar dentro de una semana. Y su vida… bueno, ya tenía bastantes complicaciones.

—Desearía que nunca hubiese ocurrido —admitió.

Sintió su proximidad incluso antes de abrir los ojos. Como si de una ola de calor se tratase, la envolvió.

—No digas eso —susurró él, y su respiración le rozó la mejilla.

Estaba demasiado cerca. Debería alejarse.

Abrió los ojos.

—Russell —murmuró, pero sonó más como un ruego.

Suspiró cuando sintió el roce suave de sus labios. Las manos le temblaron. Entreabrió los labios, expectante… esperando, deseando que su boca la poseyera como lo había hecho la noche anterior…

—¿Qué demonios está pasando aquí? —rugió una voz profunda.

Los dos se separaron, y una montaña con una cabeza en la cumbre bloqueó la puerta.

—Liz —masculló la montaña, y su voz inundó la habitación como lo haría el trueno de una tormenta—, ¿se puede saber con quién estabas morreando?

—¿Liz? —repitió Russell, mirándola—. ¿Qué ha sido de Millicent?

Ella se encogió de hombros.

—Todo el mundo me llama Liz… a veces Elizabeth, por lo de… —señaló la cita que colgaba de la pared como si eso pudiera explicarlo todo. Entonces se volvió hacia la montaña y suspiró—. Raven, esto no es asunto tuyo.

El monte Raven entró como un ciclón en la habitación, y la lámpara emplomada tembló. Después, se detuvo delante de Russell y se desabrochó la cremallera de la cazadora de cuero.

La sangre se le heló a Russell en las venas. «Va a sacar un arma». Los titulares del día siguiente se le aparecieron ante los ojos: Profesor de literatura inglesa asesinado a sangre fría. Sus últimas palabras fueron: «No le digas a Charlotte lo del tatuaje».

Raven se quitó la cazadora y la dejó caer al suelo sin dejar de mirar ni un instante a Russell. Una camiseta negra con las mangas arrancadas se extendía sobre el pecho tamaño frigorífico de Raven. Su labio superior se curvó en una sonrisa, confiriéndole a su mostacho a lo Fu Manchu un arco siniestro, y contrajo un bíceps desorbitado sobre el que llevaba tatuada una iguana roja, amarilla y azul. Hasta aquel momento, Russell nunca había apreciado en persona el poder de la comunicación no verbal.

Para evitar la mirada provocadora de Raven, Russell se concentró en los huesos cruzados y la calavera que, a modo de pendiente, colgaban del lóbulo de su oreja. Un movimiento le distrajo, y miró las manos del monstruo.

Manos del tamaño de un pollo.

De un pollo peludo.

Manos que podían fácilmente reducir el cráneo humano al tamaño de un pendiente.

—Raven, ¿quieres dejar el numerito de la testosterona?

Russell miró a Liz. Estaba al otro lado de la habitación con los brazos en jarras. El sol seguía entrando por la puerta y danzaba alrededor de su pelo rojo confiriéndole el halo que la mismísima Venus tendría.

—Si de verdad quieres saber qué estábamos haciendo —dijo, pronunciado tan despacio cada palabra como si Raven no hablase su mismo idioma—, estábamos hablando de su tatuaje.

Los pantalones de cuero de Raven crujieron cuando éste se acercó a Russell, quien suprimió la necesidad de toser al percibir su aliento acre y oliendo a tabaco.

—¿Y dónde lo tiene? —preguntó Raven—. ¿En los labios? —su mostacho de Fu Manchu se estiró—. ¿Pero qué mierda…? ¿Puede saber qué demonios hace el nombre… —con un dedo, empujó a Russell por un hombro y se acercó más— …de mi novia en tu pecho?

Russell cerró los ojos, preguntándose cuándo empezaría a ver aparecer su vida pasada ante los ojos. Pero teniendo en cuenta la suerte que le estaba tocando aquel día, seguro que era la vida de otro la que pasaba ante sus ojos. Sus últimos segundos sobre la tierra estarían dedicados a revivir cosas que él nunca había hecho, a recordar a gente a la que no conocía…

Inspiró profundamente, y el gesto le recordó que todavía seguía vivo. Lentamente abrió los ojos.

—Una palabra corta, ¿verdad? —comentó como quien no quiere la cosa—. Elizabeth… Liz… es el nombre de… mi abuela. La abuela Liz la llamábamos.

Intentó sonreír, pero tenía los labios pegados a los dientes.

—¿Tu abuela? —rugió, apretando los puños en el aire como un imaginario King Kong.

Aunque no iba a ser imaginario durante demasiado tiempo, pensó Russell, e instintivamente retrocedió en un salto in dietro, una maniobra que utilizaba en sus días de boxeo en la universidad.

Raven arqueó las cejas.

—¿Qué demonios…

Aprovechándose de la confusión, Russell cargó hacia adelante con todas sus fuerzas. Raven sacudió la cabeza, lo que hizo que su coleta se moviese como el rabo de un perro, antes de salir despedido hacia la pared de enfrente, y el golpe que dio en ella con la cabeza fue seguido por un gemido confuso.

Liz suspiró exasperada.

—Acabo de arreglar un agujero que había precisamente en esa pared —miró a Russell y se cruzó de brazos—. ¿Habéis terminado con vuestra demostración de lo machos que sois?

—¿Machos? —repitió Russell, secándose una gota de sudor que le llegaba a la mandíbula—. Ha sido ese Neanderthal quien ha empezado.

—Raven.

—Sí claro —miró hacia el montón negro que había caído junto a la pared—. Raven.

Russell miró su camisa, que estaba sobre el sillón que el cuerpo de Raven había arrasado al salir despedido. El mismo sillón al que se aferraba ahora para intentar ponerse en pie.

—Necesito… necesito recoger mi camisa —murmuró Russell.

Raven la alcanzó antes que él y la utilizó como pañuelo.

—No me gustaba demasiado, la verdad —dijo Russell, y dio media vuelta.

—Sobre el tatuaje… —dijo Liz.

Con un ojo puesto en Raven, Russell hizo un gesto que le quitaba importancia.

—¿Qué es un tatuaje con el nombre de otra mujer cuando la vida de uno está en peligro? —se acercó más a la puerta—. Ha sido interesante conocerte. Y a… Raven. Ahora tengo que irme. He de volver… —hizo un gesto señalando a la puerta —…al planeta tierra.

Liz sonrió.

—Eres divertido —dijo con suavidad—. Eso me gusta.

Sus ojos, del color del mar bañado por el sol, brillaron como los de Charlotte nunca lo habían hecho. Y Charlotte nunca le había mirado de la forma en que Liz lo estaba haciendo en aquel momento. Cálidamente. Invitándolo. Los recuerdos volvieron a despertar sus sentidos: cómo era la sensación de enredar los dedos en su pelo, de respirar su perfume embriagador…

Antes de alejarse definitivamente de allí, tenía que saber algo.

—¿Por qué me tatuaste con tu nombre si perteneces a…

Hizo un gesto hacia Raven, que se secaba la sangre de la nariz con la que había sido la camisa de Russell sin dejar de mirar hacia la pared.

La sonrisa de Liz se hizo más grande y un hoyuelo cobró vida en su mejilla.

—¿Y por qué me prometiste amor eterno si pertenecías a…

—¿A… amor eterno? —balbució.

Ansío la marca de las lágrimas —citó con una voz que apenas era un susurro—, el rastro de casi demasiado amor.

Era uno de sus versos favoritos de Frost.

—Supongo que lo del tatuaje vino después de esa cita, ¿no?

Ella asintió, brillándole los ojos.

—Será mejor que te vayas, antes de que la sangre vuelva a circular por la cabeza de Raven.

Russell dio un paso hacia la puerta y se detuvo.

—Supongo que no volveré. Para que me quites… el tatuaje.

Para sorpresa de propios y extraños, sintió una punzada de remordimiento.

—No; seguramente no es buena idea. Al fin y al cabo, te casas dentro de una semana. Y yo me caso también dentro de una semana…

La voz le falló.

—¿Los dos en una semana?

Sus miradas se enredaron. El aire estaba cargado, expectante. Una necesidad acuciante y abrasadora se despertó en su interior, y Russell tuvo la absurda certeza de que su vida sólo estaría a medio vivir sin ella.

Desde el otro lado de la habitación, Raven masculló algo ininteligible.

—Será mejor que te vayas —susurró Liz—. Yo me ocuparé del Neanderthal —dijo, guiñándole un ojo, pero Russell percibió cierta tristeza.

«Me caso dentro de una semana», se recordó. «Esto que estoy sintiendo no es más que la resaca después de demasiados gansos salvajes. Es hora de marcharse… Charlotte está esperando».

Se apartó de los ojos verdes de mar de Liz y se marchó.

Una vez llegó de nuevo a Hollywood Boulevard, la realidad volvió a engullirlo. El tráfico se apresuraba a su alrededor. El olor a carburante mezclado con el de las patatas fritas y los perritos calientes. Un crío sobre un monopatín pasó a su lado, con una radio a todo volumen sobre el hombro. El sol le quemaba la piel.

La piel. Casi había olvidado que iba sin camisa.

Casi como respuesta a una plegaria, el hombre de las camisetas se materializó a escasos metros de distancia. Russell se rebuscó el bolsillo y sacó un billete.

—Me llevo una. Cualquiera.

—Sabía que volverías, hermano —los ojos del vendedor se abrieron de par en par al aceptar el billete—. ¿Veinte? Por veinte dólares te llevas…

—Nada de cuchillos, ni de platos. Sólo la camiseta.

Russell tomó la primera del montón.

—Bonito tatuaje, hermano. Ya veo que Liz ahora firma sus trabajos.

Russell se puso la camiseta; mejor no explicarle al hombre que lo del tatuaje no era arte.

—Tu cambio…

Russell corrió hacia su Honda, aparcado en la curva.

—¡Quédatelo! —le gritó sobre el hombro.

Mientras ponía el motor en marcha y se alejaba de allí, oyó al vendedor que le gritaba:

—¡Te debo tres camisetas, hermano!

 

 

—Cariño —le arrulló Charlotte al abrir la puerta principal, pero sus labios se detuvieron a medio arrullo—. ¿Así es como te vistes para recibir a la familia de mi mamá? ¿Y qué te ha pasado en el pelo?

Russell miró por encima del hombro. En el último tramo de Beverly Boulevard habría jurado que dos Harleys iban detrás de él. O estaba paranoico, o Raven y Liz lo perseguían.

—Ya te lo explicaré luego —dijo rápidamente, entrando en el recibidor de los Maday y cerrando la puerta.

La mirada azul de Charlotte se congeló.

—Russell, tú sabes lo importante que es el día de hoy para mí, y apareces… como si salieras de un saldo.

Le gustaba mucho su estilo frío y su capacidad de no perder nunca la calma, pero se preguntaba si sería capaz de establecer una analogía que no tuviese nada que ver con las compras.

—Sí, bueno, deja que me peine y nos encontramos en el jardín.

Salió disparado hacia el baño de invitados, esquivando justo a tiempo uno de los preciosos objetos de arte de la señora Maday, una fuente de pared de Rouen del siglo dieciocho.

Charlotte lo siguió, y sus sandalias de tacón iban haciendo clic clac sobre el suelo de mármol.

—¡Y esa camiseta! Parece que se la hubieras quitado a uno de esos vagabundos.

—No se la he quitado a nadie. La he comprado —la corrigió sin detenerse.

—¡Ruuusseeell! —le llamó alguien con voz cantarina. Era la señora Maday, vestida en un frufrú de marfil y diamantes, atravesó la habitación hacia él, los brazos extendidos en una pose de bienvenida. Un atuendo casual de verano significaba pantalones cortos y traje de baño, pero la joyería era siempre de rigueur para los Maday. Hacía ya tiempo que había decidido que eran como los militares. Igual que para el ejército tres estrellas significaban algo, tres diamantes también lo significaban para los Maday—. ¡Por fin estás aquí! —exclamó, dándole unos golpecitos en el brazo—. Siento lo de ese estudiante —dijo, y una mirada de horror arrugó su cara empolvada—. Dios mío, ¿qué te ha hecho? Charlotte… —movió una mano enjoyada hacia su hija—, tu pobre futuro marido ha tenido un terrible encuentro con un estudiante enfadado. Haz que Wendel le prepare una copa.

—Pero…

—Charlotte, haz lo que te dice tu madre.

Normalmente a Russell le reventaban esa clase de intercambios entre mamá y Charlotte, pero aquel se había decantado en su favor. Si todos pensaban que había tenido un terrible encuentro, le resultaría mucho más fácil explicar su apariencia.

—Lo de siempre, por favor —intervino Russell, sonriendo por primera vez desde que se había despertado. El dolor de cabeza había remitido—. Con hielo.

Charlotte le lanzó una mirada de ya-hablaremos-después antes de encaminarse hacia las puertas de cristal que ofrecían una vista de los jardines y la casa de invitados.

—¿Pero qué te ha hecho ese vándalo? —exclamó la señora Maday, llevándose una mano a la mejilla mientras estudiaba, horrorizada, el pelo de Russell—. ¿Ha intentado arrancarte el pelo de raíz?

—Algo así —murmuró entre dientes—. Intentaré someterlo y enseguida estaré con…

—Tienes que ver mi nuevo Shenkel —le interrumpió, señalando hacia el jardín—. Siglo diecinueve, aunque los comisarios de la exposición de Londres dijeron que es muy difícil estar seguros al cien por cien. Se cree que la estatua fue modelada basándose en una pordiosera de la época…

Russel asintió, acostumbrado ya a las charlas de la señora Maday sobre sus adquisiciones de arte. Se imponía un ganso salvaje, definitivamente.

—Russell, muchacho —el señor Maday entró del jardín con la mano extendida—. Charlotte me ha hablado del altercado con ese estudiante —dijo, estrechándole la mano como si pretendiese reventársela—. La educación es una verdadera jungla en estos días, y las aulas, zona de guerra. Será mucho mejor cuando puedas dedicarte a la crítica y dejar de una vez la docencia.

El señor Maday le dio una palmada en la espalda y le condujo al jardín.

Russell sabía que aquel era el sueño de Charlotte… que siguiera escribiendo sus críticas literarias para Los Angeles Times, y que culminara su carrera como crítico literario de éxito. Quedaría de maravilla en las páginas de sociedad. Charlotte Harrington y su marido, el crítico de literatura Russell Harrington. Y no es que él se opusiera al plan. Tener la seguridad de una profesión y de una familia era el objetivo de Russell, sobre todo después de la forma en que había crecido.

El señor Maday y Russell descendieron por la ligera pendiente de césped para acercarse al resto de invitados, y Russell no pudo evitar preguntarse si aquella hierba no habría sido teñida para la ocasión, pues lucía un verde digno del Mago de Oz.

—El último Shenkel de la señora Maday —dijo el señor Maday al pasar junto a una diminuta estatua—. Me ha costado cuarenta de los grandes. Le he dicho que la ponga dentro, pero no, ella se ha empeñado en lucirla como si fuese una especie de flamenco rosa para el césped.

De no saber que era una obra de arte, a Russell le habría parecido un baño de pájaros, o un cenicero un poco raro. Si el resto de los invitados a la fiesta estaban tan bien educados en arte como él, la pequeña Shenkel terminaría decorada con colillas de nicotina.

—La señora Maday salió a comprarse un vestido y volvió con esto —continuó el señor Maday con una risilla—. Las mujeres Maday —dijo, bajando la voz en tono conspirador—. Malcriadas hasta el extremo, pero así es como nos gustan —añadió, guiándole un ojo y dándole una palmada en la espalda.

Russell se obligó a sonreír. Malcriada era el segundo nombre de Charlotte, algo que él esperaba cambiar con su matrimonio. Al fin y al cabo, su acuerdo era subsistir con su salario, aunque Charlotte podía utilizar un pequeño fondo asignado para sus cosas personales. Miró entonces las facciones estoicas de la Shenkel. Esperaba que los objetos de arte grotescos no figurasen entre sus cosas personales. No podría soportar ver su casa llena de pequeños monstruos de piedra.

Por un breve instante, su pensamiento volvió a la sala de espera de La rosa tatuada. Acogedora. Cálida. Aquel era la clase de lugar a la que un hombre querría volver por las noches…

—¡Wendel! —la voz de barítono del señor Maday estalló en el césped de la fiesta—. ¿Dónde está el ganso salvaje de nuestro héroe?

Russell miró a su alrededor. El jardín parecía una congregación de entusiastas del blanco: pantalones blancos, zapatos blancos, pelo blanco. Tanto que por un momento Russell tuvo la misma sensación de ceguera que al mirar la nieve.

El señor Maday se acercó a uno de los grupos con la mano extendida.

—Su bebida —dijo Wendel lacónicamente, materializándose de pronto de Dios sabe dónde, con una bandeja de plata en la mano y sin mirar ni por un instante el pelo de Russell, en un verdadero esfuerzo de autocontrol.

—Es mi nuevo look —explicó Russell al tiempo que recogía la copa—. Se conoce como el altercado. Todos los profesores lo levan últimamente.

Wendel se inclinó ligeramente, pero no antes de que Russell pudiera ver una media sonrisa en sus labios. En los años que llevaba frecuentando la casa de los Maday nunca le había visto perder la compostura, y aquella mínima sonrisa era algo traducible por un estrepitoso aplauso… y Russell necesitaba desesperadamente la aprobación de alguien.

—¿Algo más, señor?

—Wendel, ya hemos hablado de lo de señor antes. No me han nombrado caballero; sólo me he prometido —tomó un sorbo rápido y agradeció el mordisco del burbon—. Charlotte no está demasiado satisfecha de mi… nuevo look.

—Creo que otro ganso salvaje hará la situación más llevadera —contestó Wendel—. Traeré refuerzos.

Cuando Wendel desapareció entre la gente, el señor Maday se acercó de nuevo, acompañado por una mujer regordeta y de mediana edad cuyo vestido blanco y vaporoso le recordó a una nube.

—Te presento a Agnes, prima segunda de la señora Maday —anunció, abrazándola—. Llegó ayer desde Londres.

—¿Jack Nicholson? —preguntó, mirando fijamente la camiseta de Russell.

—¿Cómo?

—Su camiseta. Pide el voto para Jack Nicholson como presidente.

Russell bajó la vista. Incluso desde arriba podía leerse claramente el mensaje impreso en enormes letras rojas. Lo mejor sería que no volviese a mirarse el pecho en todo el día porque, cada vez que lo hacía, encontraba algo nuevo. Por lo menos aquellas palabras estaban impresas en la camiseta y no en su piel.

—Senador por Iowa —contestó antes de dar otro largo sorbo a su copa.

Charlotte le tomó por un brazo.

—Espero que no os importe que rapte a mi futuro marido —dijo, y se le llevó lejos del alcance de su padre y Agnes.

—Quítate esa camiseta —le dijo en voz baja, guiándole por entre una multitud de blanco—. No quiero que la gente piense que me caso con un hippie radical.

—Ya no existen los hippies. Han crecido y se han hecho capitalistas.

—Por favor, Russell… —sonrió y formó con los labios la palabra hola para saludar a alguien al pasar—. Puedes ponerte uno de los polos de mi padre —añadió sin mirarlo, mientras movía los dedos de una mano para saludar a alguien más.

—Tu padre usa una talla extra grande. Pareceré una almohada andante.

«O peor, un primo segundo de Agnes». Se sintió aliviado al ver la expresión de consternación de Charlotte. Había dado en el blanco apelando a su sentido de la lógica… era mucho mejor verlo llevando algo de su talla, aunque la camiseta en cuestión fuese algo rara.

Russell tomó otro sorbo de su ganso salvaje. No iba a ser una velada tan desagradable, al fin y al cabo. Había conseguido no tener que quitarse la camiseta, Wendel iba a traerle otra copa en cualquier momento… la vida era agradable.

—¡Ese es el tío!

Russell estuvo a punto de ahogarse. La palabra tío no entraba dentro del vocabulario de los Maday. Se dio la vuelta, rígido como un palo, y miró en dirección al vozarrón.

Una montaña negra se lanzó césped abajo hacia él, y la gente se hacía a un lado para dejarlo pasar, igual que el mar Rojo se apartó para dejar paso a Moisés.

Pero en aquella ocasión, no era Moisés.

Era Raven.