Capítulo 3

 

 

 

 

 

EL miedo empapó hasta la última gota de sangre de Russell. Al final no iba a ser tan buen día.

—¡Creo que viene hacia ti! —exclamó Charlotte, y su tono de voz subió toda una octava—. ¿Quién es ese… degenerado?

Russell intentó buscar una respuesta frenéticamente.

—Eh… es… mi alumno.

Charlotte contuvo la respiración y le clavó las uñas de perfecta manicura en el brazo.

—¿Al que has suspendido?

A escasos metros de distancia, Raven se detuvo y le señaló con un dedo acusador.

—¡Ese es el tío que lleva el nombre de mi novia en un tatuaje!

—¿En un qué?

Los invitados, como si fuesen un solo ser, se volvieron a mirarlo. Alguien murmuró:

—¿Se presenta Jack Nicholson para presidente?

Iba a tener que pensar deprisa para salir de aquel lío.

—¿Qué es eso? —exclamó, señalando al cielo.

Raven frunció el ceño y miró hacia arriba. Charlotte soltó su brazo e hizo lo mismo, oportunidad que aprovechó Russell para escabullirse tras un grupo de clones del señor Maday. Por encima de sus cabezas blancas vio que Raven seguía buscando en el cielo.

Russell se deslizó tras un grupo de gente y ganó la piscina… para alcanzar la libertad sólo tenía que correr bordeando el lago, salir por la puerta de atrás y subirse al coche. Pero sus pies perdieron contacto con el suelo cuando algo le sujetó por la garganta.

—¡Ya te tengo! —gritó Raven, estrangulando al pobre Russell con el antebrazo.

—¡Qué horror! —exclamó una invitada—. ¡Ese hombre está intentando estrangular al prometido de Charlotte!

—¡Muere, cerdo! —masculló Raven.

Russell hizo una mueca y tosió un poco. “Años de estudiar literatura y la última palabra que voy a oír será cerdo”.

Un silbido penetrando llamó la atención de todos, incluso de Raven, que aflojó un poco el brazo para volverse a mirar. Russell miró por debajo de los huesos y la calavera que colgaban de la oreja de Raven hasta el principio del césped. Allí estaba Liz con su traje de cuero blanco. El sol arrancaba destellos de fuego de su pelo, haciéndola parecer una cerilla encendida.

—¡Raven, deja ya el numerito! —le gritó.

—¿Quiééén eres túú? —preguntó la señora Maday como lo habría hecho el conejito de Alicia en el país de las Maravillas.

—La… novia de Raven —contestó Liz—. O la ex novia, si no deja de comportarse como un imbécil —añadió, dirigiéndose a él.

—¿Ex? —la voz de Raven se alteró en una sola sílaba, y volviéndose a mirar a Russell, apretó aún más su garganta—. Si pierdo a mi chica…

—¡Donald! ¡Haz algo! —graznó la señora Maday, agitando las manos como si fuese un pájaro incapaz de levantar el vuelo.

Liz tenía que hacer algo. Raven era incapaz de matar a una mosca, pero podía asfixiar a cierto profesor, así que echó a correr hacia él. Derribó una mesa pequeña en la carrera y Charlotte gritó, cubriéndose el collar de perlas. Liz dio un salto y aterrizó sobre la espalda de Raven…

El tiempo se ralentizó. Liz colgada del cuello de Raven, éste sujetando por el mismo sitio a Russell y la fuerza del impulso acabó con ellos al borde de la piscina. Liz pudo soltarse y rodar hacia el césped, pero una gran salpicadura de agua le confirmó dónde habían acabado ellos dos. La gente gritó.

—¡El salvavidas! —gritó la señora Maday a uno de los camareros, que corrió al otro extremo de la piscina.

Raven y Russell, un amasijo de blanco, rojo y negro, seguían enzarzados en el agua, y cada vez que la cabeza de Russell emergía, los gritos de los presentes arreciaban.

Liz miró a su alrededor y cogió lo que parecía un baño de pájaros. Era sorprendentemente ligero, así que lo llevó al borde de la piscina y esperó el momento adecuado. Cuando la cabeza de Raven afloró de debajo del agua, le atizó con aquel objeto. Un trozo de la escultura se rompió y cayó, acompañado del grito de la señora Maday.

—¡Mi Shenkel!

Raven se paró en seco y miró al frente, antes de que los ojos se le quedaran en blanco y se desplomara en los brazos de Russell.

—¡Dios mío! —exclamó Russell, escupiendo agua y sujetando aquella inesperada masa de peso muerto—. ¡Que alguien me ayude!

El señor Maday se lanzó al agua con zapatos italianos y todo. Varios hombres más hicieron lo mismo.

Liz oyó trozos de conversaciones mientras sacaban a Raven del agua.

—Parece ser que Russell le puso una nota muy baja… ¿Jack Nicholson para presidente? ¿Y quién es su adversario? ¿Warren Beatty?

Jadeando, dejó la escultura otra vez en el suelo y miró a su alrededor, a tanto vecino de Bel Air, preguntándose qué le parecería a Russell toda aquella gente. Le parecía demasiado… bueno para aquellos globos de aire. «Seguro que yo comprendo mejor el simbolismo de Yeats que cualquiera de estos personajes de sangre azul». La idea le hizo sentirse satisfecha.

Entonces miró a Raven, empapado en su traje de cuero; el señor Maday y tres de sus amigos le estaban ayudando a salir de la piscina. Russell, con el tatuaje débilmente visible a través de la camiseta mojada, se había dejado caer en una de las tumbonas de la piscina.

—Creo que Rabid y tú deberíais marcharos —dijo la señora Maday, que había aparecido a su lado.

—Raven.

—¿Qué?

—Se llama Raven. Y estaremos encantados de marcharnos… sólo necesito que alguien me ayude a llevarlo fuera.

La señora Maday ladeó la cabeza.

—¿Cómo habéis venido?

—En moto.

La señora Maday contuvo la respiración.

—¡En moto! Debería habérmelo imaginado. Cacharros detestables…

Raven gimió y se puso de pie. La gente retrocedió. Una mujer gritó:

—¡El alumno se está despertando!

Liz levantó los ojos hacia el cielo antes de mirar a Russell.

—¿Puedes ayudarme a llevarlo hasta tu coche? Lo llevaremos a mi casa.

—¿Que lo lleve yo? —preguntó, incrédulo, incorporándose en la tumbona—. ¿Y si se despierta cuando estemos en la autopista? No se me da muy bien conducir mientras me estrangulan.

Liz lo animó a ponerse en pie.

—Yo me sentaré con él en el asiento de atrás. Sé que es difícil de creer, pero en el fondo es un gatito.

—¿En qué fondo? ¿En el abisal?

La mirada de Liz lo dijo todo.

—Tú échame una mano y déjate de rollos, ¿vale?

Charlotte estaba metida entre la gente.

—Russell, cariño, no te acerques a…

—No te preocupes, Char —la interrumpió, con la voz cargada de ironía—. Es un gatito.

—Me refiero a ella.

—Sujétalo por la izquierda —le dijo Liz, ignorando a Charlotte—. Vamos.

Levantaron a Raven y avanzaron entre la gente muy despacio, mientras algunos de ellos le daban a Russell palmaditas de ánimo en la espalda.

—Ahora que ya estamos solos —dijo Liz al llegar al coche—, me gustaría saber por qué esa gente te ha tratado como si te fueses a la guerra para nunca volver.

Sujetando a Raven con una mano, Russell abrió la puerta del coche.

—Deben pensar que estoy sumido en alguna batalla entre las fuerzas de la luz y el lado tenebroso. Tu novio pertenece al lado tenebroso, por supuesto.

Ayudó a Raven a subir.

—Como en las novelas de Stephen King —masculló Liz—. No sabía que la gente rica leyera esas cosas.

Russell ocupó su lugar tras el volante.

—Sólo cuando se ven obligados a hacerlo. Es una forma de terapia para los hombres de letras.

Sus miradas coincidieron por encima del techo del coche. Los ojos de él brillaron divertidos, la primera reacción instintiva que había visto en él en todo el día. Intentó apartar la mirada, pero sus ojos la engancharon con su buen humor. Lo vio esbozar una sonrisa de medio lado y pensó, por un instante, que era el hombre más sexy que había visto nunca.

Pero aunque se estuviese ahogando, jamás se lo diría.

Mientras Russell conducía por las calles de Bel Air, Liz contemplaba los céspedes perfectamente cortados, los jardines acicalados y las casas de postal.

—Así que esta va a ser tu vida, ¿eh?

—¿Cómo?

Liz tocó el cristal, señalando lo que había fuera.

—La alta sociedad de Stepford. Un mundo de telas y pieles que no se arrugan.

Tardó un instante en contestar.

—La sabiduría tiene mucho más valor que el dinero.

—Si tú lo dices.

—Eso decía Sófocles —dijo, y estornudó—. Perdón.

—Será mejor que te quites esa camiseta mojada —le ofreció—. Te vas a constipar.

Russell paró el coche en una señal de stop, se quitó la camiseta y la dejó en el asiento de al lado.

—Cuando lleguemos a mi casa, nos ocuparemos de esos pantalones.

—No es necesario, de verdad.

—Literalmente, no figurativamente —le aclaró, y al ver su mirada incrédula por el retrovisor, añadió—: ¿Qué pasa? ¿Es que no crees que conozca el significado de la palabra figurativamente?

—No. No es eso lo que estaba pensando.

—¿Qué pensabas entonces? ¿Qué te estaba haciendo una proposición?

Russell negó con la cabeza de lado a lado, casi como si tuviera un tirón en el cuello del que quisiera librarse.

—De verdad, Liz, yo no había pensado que…

—Si un tipo me interesa, y yo le intereso a él, dejo que las cosas sigan su curso poco a poco. Que me dedique a hacer tatuajes, lleve ropa de cuero y conduzca una Harley, no quiere decir que no siga los rituales del cortejo.

Liz se dio cuenta de que su voz había sonado herida, pero no le importó. Según aquel tipo, se dedicaba a marcar hombres como si fuese un vaquero. Además, haber estado de pronto en medio de aquella fiesta en Bel Air, le había recordado ser la chica nueva, la chica diferente en el colegio. Una experiencia que había repetido con bastante asiduidad mientras crecía. En los carnavales y en las ferias por los que su padre la llevaba, a ella y a su tienda de tatuajes, tenía una familia grande que era el resto de los feriantes. Pero en las escuelas públicas a las que asistía, nunca había encajado con esas chicas tan guapas y populares, con sus vestidos almidonados y el pelo recogido.

Evitó volver a mirar al retrovisor. Sabía que él estaría observando su reacción, analizándola, exactamente igual que había hecho la noche anterior entre poesías y besos.

Besos. Un calor intenso despertó su piel al recordar la suavidad de sus labios, y bajó la ventana con la esperanza de que la brisa fresca le refrescase los pensamientos.

—Gira a la izquierda —le dijo, esforzándose por no parecer afectada—. Tienes que seguir por Sunset hasta Vermont. Mi apartamento está en esa zona.

Veinte minutos más tarde, llevaban entre ambos a Raven, a quien todavía le temblaban las rodillas. Russell estaba familiarizado con aquellos edificios de apartamentos de Hollywood, restos de una arquitectura ya desaparecida. Estucos desvencijados en las paredes, jardines secos, techos de pizarra. Los estudios de cine habían construido aquellos pequeños complejos en los años veinte y treinta para alojar a sus actores.

—Por aquí. Al dormitorio —dijo Liz, con la respiración agitada por el esfuerzo, indicando la dirección con la cabeza—. Le quitaremos esta ropa mojada y lo meteremos en la cama. Quitarle el cuero mojado va a ser peor que despellejar a una foca.

—Además, y desgraciadamente, esta foca está vivita y coleando —murmuró Russell—. Esperemos que no se despierte y vuelva a enfadarse una vez más.

Entraron en el dormitorio y dejaron a Raven sobre la cama. Los muelles del somier se quejaron bajo su peso.

Liz dio una palmada.

—Muy bien, Russell: empecemos.

Más tarde, Russell estaba ya en el salón, estirando los brazos por encima de la cabeza.

—Dios bendito, así debe ser como se sienten los tramperos tras un buen día de trabajo.

Liz abrió la puerta de la calle.

—Voy un instante a casa de mi vecino. Es más o menos de tu tamaño, así que voy a pedirle unos pantalones.

—No habrás pensado traerle a él para que me despelleje, ¿no?

—Eso es un chiste, ¿no?

—En parte.

Liz se dio la vuelta y avanzó hacia él con paso lento y firme. El ataque de un animal de la jungla se apareció ante los ojos de Russell. Un animal muy sexy.

—Después de despellejarte —le dijo con voz sedosa—, te rociaremos con hierbas de la provenza y queso para asarte a doscientos cincuenta grados durante una hora. ¿Qué te parece?

—Despellejado —repitió, casi sin respiración—. Muy saludable.

Liz se detuvo frente a él con los brazos en jarras.

—Y bueno para el corazón —añadió, y tras guiñarle un ojo, dio media vuelta y salió.

Russell expelió lentamente la respiración que había estado conteniendo y se quedó mirando con los ojos muy abiertos la puerta de la calle.

—Aquí estoy —murmuró en voz alta—, desnudo de cintura para arriba en el salón de Sheena, Reina de la selva, después de haber despojado de cuarenta toneladas de cuero a Raven, Rey de las bestias —se frotó las sienes con los dedos—. Sólo puede haber una explicación para esto: he caído en un universo paralelo.

Miró entonces a su alrededor. Un universo paralelo con fotografías de Faulkner, Steinbeck y Elizabeth Browning aquí y allá, librerías en dos de las paredes abarrotadas de libros. No era la atmósfera de barbarie que había esperado. Al parecer, Sheena disfrutaba de la literatura. La leía y la reverenciaba. Nada que ver con Charlotte y su familia, quienes, a pesar de recaudar dinero para causas culturales como la apertura de un ala nueva para la biblioteca de la universidad, no abrían un solo libro.

—¡La partida de caza de Liz ha tenido su fruto! —exclamó Liz al entrar, mostrándole un par de pantalones de cuero negro—. George, mi vecino de al lado y aspirante a escritor de novelas de terror, por cierto, me ha ofrecido esto —dijo, lanzándoselos a Russell, que los atrapó en el aire—. Deberían valerte, o no soy tan buena observadora de los traseros masculinos como yo creía.

Russell sintió que el calor le ganaba el pecho y la cara.

—Eh… gracias. Y a George también. Si no te importa…

Ella arqueó las cejas sorprendida, pero enseguida dibujó una O mayúscula con sus labios rojos.

—Intimidad. Por supuesto. Espera que cierre la puerta —lo hizo—. Yo iré a refrescarme al baño mientras tu te cambias —iba a salir del salón cuando se detuvo—. No me he atrevido a pedirle ropa interior.

—Has hecho bien.

—Te ofrecería unas…

—No —sin poder evitarlo, su vista cayó hasta su trasero. No se veía línea alguna que delatase la presencia de su ropa interior, y al pensar en su piel desnuda las entrañas le dieron un salto, pero intentó adoptar un aire despreocupado—. Además, no creo que me valgan.

—Tengo unas de encaje elástico que…

—No —repitió, e intentó humedecerse la boca, que se le había quedado seca. Imágenes de un encaje negro ciñéndose al trasero de Liz flotaron en su imaginación.

—No te hagas el tímido y no te dejes puestos los… calzoncillos mojados debajo de los pantalones. Estarías muy incómodo.

Él intentó disimular lo incómodo que ya se sentía tras el comentario del encaje.

—Lo tomaré en consideración.

—¿Que lo tomarás en…? —suspiró dramáticamente—. ¿Voy a tener que quedarme aquí para asegurarme de que te quitas todo lo que tengas mojado?

La idea de estar desnudo frente a aquella mujer le empujó al borde de precipicio. Cada sinapsis, incluso las de aquellas neuronas que había aniquilado tras el exceso de gansos salvajes del día anterior, cobró vida. Todas las fantasías adolescentes que había tenido en las que se veía a sí mismo con una mujer vestida de cuero blanco como aquella reverdecieron al imaginarse qué haría él y qué haría ella.

—¿Y bien? ¿Lo hago? —preguntó Liz.

—Eso espero… es decir, no. No tienes que quedarte.

Unas diminutas gotas de sudor aparecieron en la línea del pelo y disimuló rascándose la cabeza.

—¿Estás bien? —le preguntó ella.

—No… o sea, sí. Es que estoy esperando a que te vayas.

«A ver si consigo poner mis hormonas bajo control».

—De acuerdo. Vuelvo en unos minutos.

Russell asintió, y en cuanto oyó la puerta del baño cerrarse, se quitó los pantalones y los calzoncillos. Después, hizo una bola con la ropa mojada. No podía tirarla a suelo, ni dejarla en el sofá.

Junto a la pared, cerca de la puerta, había una pequeña mesa de comedor con dos sillas. Sacó una de ellas y extendió los pantalones en el respaldo. Estaba agachado para extender los calzoncillos sobre el asiento cuando oyó abrirse la puerta de entrada a su espalda.

—¡Cielos! —exclamó una voz femenina de cierta edad.

Russell cerró los ojos y el estómago se le cayó a los pies como un ascensor sin freno. Reuniendo hasta el último ápice de dignidad que le quedaba, se dio la vuelta cubriéndose las vergüenzas con los calzoncillos.

Era una mujer que debía rondar los setenta años. Iba vestida con un impecable traje color rosa y llevaba un bolso del mismo tono, y se había quedado inmóvil frente a él.

—Tú… —la vocecilla le tembló— …debes ser el novio de Elizabeth.

Los calzoncillos estuvieron a punto de caérsele.

—Así es, tía —intervino Liz a su espalda—. Es mi novio, Russell.

Aventuró una mirada por encima del hombro. Liz estaba a un par de metros de distancia y lo miró de arriba a abajo antes de hacerle un gesto de calma con la mano.

—Tía, vamos a dejar a Russell sólo un instante para que pueda vestirse.

Liz pasó a su lado y deslizó un dedo juguetón sobre su hombro, y el roce dejó una senda quemada sobre su piel.

Una vez ya desde la puerta, Liz murmuró con su voz de Lauren Bacall:

—Cariño, voy a enseñarle el jardín a mi tía. Tu hermano está descansando en la otra habitación, leyendo revistas…

—Creía que mi hermano había salido.

—Pues no. Espero que no se levante pronto. Ya sabes qué mal humor tiene recién levantado.

«O qué mal humor se le pone al encontrarse a un tío desnudo en el salón de su novia».

—Pero no creo que lo haga —continuó Liz—. Está absorto en su revista favorita —bajó la voz para dirigirse a su tía—. Russell adora su familia. Se preocupa mucho por ellos.

Por un instante, Russell contempló la posibilidad de destaparlo todo, vestirse y salir de aquel mundo irreal, y a punto estaba de hablar cuando la tía de Liz se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa benevolente parecida a la de la Madre Teresa de Calcuta.

—Dios te bendiga, Russell. Un hombre familiar —los ojos se le humedecieron—. Después de todo lo que Elizabeth ha pasado —murmuró, y sonriendo, alzó un poco la voz—. He rezado porque encontrase un marido como tú.

—Tía —dijo Liz con suavidad—. Vamos fuera. Russell necesita un poco de intimidad.

—¡Oh! —exclamó, apartando rápidamente la mirada—. Había olvidado que está… bueno, ya sabes.

—¿Cuántos hombres terminarán prometidos a dos mujeres después de celebrar su despedida de solteros? —murmuró Russell entre dientes en cuanto la puerta se cerró. Rápidamente se vistió con los pantalones, que por cierto le estaban algo ajustados. Más bien bastante ajustados. Contuvo la respiración y tiró de ellos hacia arriba. Mágicamente le llegaron hasta la cintura—. Maravilloso —dijo—. Una faja de cuero.

Se subió la cremallera rezando para poder cerrárselos…

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —bramó una voz de barítono a su espalda.

Russell se quedó inmóvil, pero sólo por un instante, porque inmediatamente corrió hacia la puerta, dispuesto a salir corriendo. Y allí estaban Liz y su tía, contemplando un barril de madera cortado a la mitad y lleno con las hojas de un basilisco.

—¿Ya te vas, cariño? —preguntó Liz. Su tía se volvió y le dedicó otra de sus sonrisas.

—Mi hermano se ha levantado —le explicó.

—¡Estupendo! —exclamó su tía, entusiasmada—. Voy a conocer a la familia de tu prometido —le dijo a Liz, dándole unas palmaditas en el brazo, y con una exuberancia que desafiaba su edad, entró en la casa con paso decidido.

Liz la siguió, no sin antes tomar del brazo a Russell.

—Confía en mí —le susurró.

Raven estaba de pie en la puerta, completamente desnudo y cubriéndose con una revista. En la portada aparecía una modelo en bikini, y por encima de su artístico peinado, se leía Cómo mantenerse fresco cuando sube la temperatura.

—Dios mío —exclamó de nuevo su tía—, ¿es que este chico pertenece a una familia de nudistas?

Raven miraba alternativamente a la tía y a la sobrina.

—¿Es tu tía? —preguntó al fin.

Liz asintió, y Raven creyó leer en su mirada la advertencia de que no lo echase todo a perder.

—Encantado de conocerla, señora. Soy… Raven.

Russell se preguntó si el golpe en la cabeza habría desencadenado otra personalidad en él. O quizás fuese el gatito al que Liz había aludido antes. De ser así, había llegado el momento de marcharse, antes de que el gatito se transformara en de nuevo en el león.

—¡Casi me olvido! —exclamó de pronto, chasqueando los dedos—. Tengo una cita urgente con… con… —miró a su alrededor y se encontró con el retrato de Faulkner —…con William. El doctor William. Un pequeño problema intestinal —dijo, dándose una palmada en el estómago a modo de ilustración—. Siento tener que marcharme así…

—Russell —dijo Liz, cortándole el paso—. No te vayas aún. La tía quiere hacernos una foto.

—¿Y no puede esperar? —preguntó entre dientes—. El doctor William…

—…ha llamado antes para decirte que posponía vuestra cita a las tres de la tarde. Lo siento, cariño. Se me había olvidado decírtelo —los ojos de Liz brillaron—. Tienes tiempo de sobra.

Entonces se miró los pantalones y el pecho desnudo.

—Es una pena que no esté vestido para la ocasión —le dijo a la tía, intentando no parecer demasiado aliviado—. Pero si me acerco a casa, podré recoger algo de ropa antes de mi cita con el doctor y volver más tarde para hacernos esa foto.

«Mucho más tarde».

La tía de Liz negó con la cabeza, sin dejar de sonreír.

—No, hijo. Es la primera vez que nos vemos, y hacerte una foto tal y como te he conocido traería buenos augurios. Salgamos fuera mientras Rover se viste.

—Raven —le corrigió Liz.

—Sí, sí, claro —contestó ella, encaminándose hacia la puerta.

Una vez fuera, Russell y Liz se acercaron el uno al otro mientras su tía, varios metros más allá, ajustaba la lente de su cámara.

—¿Buenos augurios? —preguntó él en voz baja.

—Mi tía es muy supersticiosa. Una larga historia. Tiene que ver con su primer y único amor.

—Hablando de amor, ¿te importaría explicarme por qué me has presentado como tu prometido? —y añadió, aunque para sí mismo—. ¿Y por qué habré accedido yo a participar en esta charada?

Liz le pasó un brazo por la cintura y le sonrió encantada, obviamente en honor a su tía.

—Si me caso el día de mi veintisiete cumpleaños, que es el sábado —le explicó en voz baja—, mi tía firmará mi fideicomiso. Y has accedido porque eres un tipo encantador al que no le gusta herir los sentimientos de las damas.

Y porque era condenadamente difícil seguir enfadado con una mujer que era la tentación en persona con voz de almíbar.

—Veintisiete años —murmuró, intentando no perder el hilo de sus pensamientos—. ¿Otra superstición?

—Eres rápido.

—Pero ¿por qué quiere obligarte a casarte con alguien…?

Russell sintió que le apretaba la cintura.

—Mi sueño de toda la vida ha sido ir a la universidad, graduarme en literatura inglesa y después dedicarme a enseñar o a escribir. Es importante para mí.

Él la miró boquiabierto. Si hubiera más profesores de inglés con su mismo aspecto, la tasa de analfabetismo desaparecería.

—¿Tú escribes…?

—Sonetos. Sé que parezco una motera, pero por dentro soy Elizabeth Barret Browning, ¿recuerdas?

Su tía miró por encima de la cámara.

—Muy bien, tortolitos. Decid no podemos esperar a casarnos.

Russell parpadeó varias veces.

—No puedo creer que me esté ocurriendo algo así.

Liz se arrebujó contra él, y el calor de su cuerpo fue como una cerilla que se acerca a un cohete. Pequeños fuegos artificiales se desencadenaron en el interior de Russell al recordar el sabor de sus labios y cómo había gemido su nombre…

Su tía dudó un instante.

—Lo siento. Había olvidado quitar la tapa del objetivo. No os mováis.

Russell miró a Liz. Mechones de pelo acariciaban provocadoramente su escote, y ella debió presentir su mirada porque levantó la cara hacia él.

No le gustaba lo bien, lo excitante que estaba siendo tenerla tan cerca, y sin embargo, tampoco quería apartase de su lado.

—¿No crees que deberíamos confesar y decirle a tu tía que es Raven tu prometido y no yo? —le preguntó, intentando olvidarse de su propio sentimiento de culpabilidad.

Liz se acercó aún más a él. Le gustaba cómo se encogía.

—Es que no es mi prometido —susurró.

—¿Ah, no? ¿Y nadie se ha molestado en comunicárselo?

—Necesitaba que alguien se hiciese pasar por mi novio, eso es todo. Desgraciadamente Raven se ha excedido un poco en su papel.

—¿Un poco? No me gustaría comprobar cómo sería un mucho.

—¡Preparados! —dijo su tía.

Liz respiró su colonia con aroma a madera, y sintió algo extraño por dentro al recordar aquel olor familiar.

—¡Listos! —continuó la fotógrafa.

Russell se volvió hacia Liz, y sus miradas se encontraron. En aquel momento, algo se disparó entre ellos. Algo que no necesitaba de palabras. Poderoso. Liz levantó un poco la cara, recordando cómo su beso la había dejado deseando más…

El pareció dudar un segundo, pero después se inclinó a besarla.

—Tres —concluyó su tía, y la cámara se disparó.

 

 

Russell abrió la puerta de su apartamento, aliviado de llegar por fin a casa, pero apenas había puesto un pie dentro cuando el teléfono empezó a sonar.

Entró en el salón y descolgó el auricular del teléfono colgado en la pared.

—No me hagas preguntas —contestó, anticipándose a la pregunta de Drake.

—¿Que no te pregunte qué? —sonó la voz de Charlotte, que podría haber congelado agua hirviendo—. ¿Por qué has echado a perder mi fiesta de hoy, por ejemplo?

Hubo otro gélido momento de pausa.

—Lo siento —contestó, mirándose los pantalones de cuero que parecían estar asfixiando la mitad de su cuerpo—. Te pido disculpas.

Ni siquiera sabía lo del tatuaje.

—Mamá está muy disgustada por lo de su Shenkel.

—¿Su qué?

—Su Shenkel. La estatua.

—Ah, sí, claro. La estatua.

—La… la… fulana de ese alumno tuyo la utilizó como bate.

¿Fulana?

—Debe estar asegurada.

—Esa no es la cuestión —espetó—. Esa estatua era única e irrepetible.

—Será un fantástico tema de conversación. En la siguiente fiesta, nos reuniremos en torno a ella y hablaremos del día en que la utilizaron como bate.

—No tiene gracia, Russell —suspiró lentamente. Tenía algo importante que decir—. Quiero que cenemos esta noche con la familia de mamá. Hemos reservado en Chez Nous. A las siete. Será la oportunidad de que conozcan al verdadero Russell.

«Y no al bárbaro que han visto esta mañana».

—Allí estaré.

—Con los dos calcetines del mismo color.

Russell se mordió un labio para no echarse a reír. Si Charlotte pudiera verlo en aquel momento, lo que menos le preocuparía serían los calcetines.

—Del mismo color.

Apenas había colgado el teléfono cuando alguien llamó a la puerta, e iba a abrir cuando una duda lo asaltó: ¿y si Raven lo había seguido?

—¿Quién es? —preguntó.

—Drake. ¿Y desde cuando preguntas antes de abrir?

«Desde que conozco a Raven», pensó.

Drake dio un respingo con los ojos abiertos de par en par.

—¡Pero tío! ¿Qué te ha pasado?

Russell se hizo a un lado y lo invitó a entrar.

—Que me ha raptado una banda de rock.

Drake entró mirándolo de arriba a abajo.

—Déjame adivinarlo. Siniestro Total quiere que seas su chico de portada.

Russell cerró la puerta.

—No te lo creerías si te lo contase.

Drake estaba en medio de la habitación con los ojos fijos en sus pantalones.

—Creo que en este momento, me creería cualquier cosa que me dijeras.

Russell se cruzó de brazos.

—Estoy prometido.

Drake se encogió de hombros.

—¿Alguna otra noticia de última hora?

—No. Estoy prometido a la chica de la moto.

—Ya… y su nombre es Liz —contestó, mirándole el tatuaje.

—Sí. Y también está prometida a un pedazo de cretino llamado Raven.

—El argumento empieza a complicarse.

Russell se sentó e intentó cruzar las piernas, pero tuvo que renunciar a ello. El cuero se lo impedía.

—Las estrellas del rock deben ser masoquistas —comentó—. Y hablando de estrellas —continuó—. Raven y yo hemos sido la mayor atracción de la fiesta de los Maday.

Drake asintió.

—Lo que supongo que explica tu nuevo y sorprendente atuendo de cuero.

—Sí.

—¿Y sabe… la familia de Liz que ya estáis prometidos?

—Su tía sí. Nos ha hecho una foto.

—Ya. Y veo que te has peinado para la ocasión.

—Va con mi nuevo look —contestó.

—¿Sabe Charlotte que estás prometido a Liz?

—No. Esperaré a su próxima fiesta familiar para anunciarlo —Russell maldijo entre dientes, se puso de pie y empezó a pasearse por la habitación—. ¡En menos de veinticuatro horas, mi vida se ha convertido en una especie de película degenerada de Hollywood! ¡Mírame! —le gritó, señalándose—. ¡Parezco un deshecho de película de miedo!

—Un deshecho, no. Un suplente, puede.

Russell se frotó la barbilla.

—¿Qué hora es?

Drake miró su reloj.

—Casi las cinco. ¿Por qué?

—A las siete he quedado en Chez Nous para arreglar las cosas con la familia de Charlotte.

—¿Chez Nous? Pues no puedes ir vestido así —contestó Drake, sonriendo—. A no ser, claro, que te pongas corbata.