Capítulo 4

 

 

 

 

 

ESTABAS morreando otra vez con ese tío —se quejó Raven, y su rostro parecía congelado en una expresión de desaprobación. Sólo su bigote de Fu Manchu parecía tener vida.

Estaba sentado en mitad de la cama de Liz y su edredón de margaritas le cubría de cintura para abajo. Como ella no contestó de inmediato, se cruzó de brazos sobre el pecho desnudo. La iguana de colores pareció resbalar por su bíceps.

Liz se mordió el labio. El truco de la iguana podía intimidar a otros, pero a ella le hacía reír, especialmente en aquel escenario, con su interpretación de macho seriamente menoscabada por el edredón de flores.

Carraspeó intentando disimular la risa.

—¿Has estado espiándome?

—Estamos comprometidos, ya sabes.

Su expresión airada se transformó en herida, y el bigote de Fu Manchu se tornó convexo.

—Sólo de palabra.

—Pero vamos a pasar por el juzgado.

—Es una formalidad.

—Creía que íbamos a ir a Las Vegas.

—No quería decir que la ceremonia fuese a ser formal, sino que…

Suspiró. Raven tenía el cuerpo de un alce americano y la actitud de un boxeador, pero el corazón de un niño. Sus ojos brillaron de un dolor que no se molestó en ocultar, y aunque su dulzura la dolía dentro, tenía que ser sincera con él.

—Lo que quería decir es que nuestro matrimonio es… de conveniencia. Ya hemos hablado de ello. Tengo que casarme para poder disponer de mi fideicomiso. Y ese fideicomiso es mi futuro… —«mi sueño de tener una educación»—, la única razón por la que te he pedido que te cases conmigo —su voz se suavizó—. Pero somos amigos, Raven, no amantes. Ya lo sabes.

—Podrías llegar a quererme con tiempo…

Descruzó los brazos y los dejó caer a lo largo del cuerpo.

Sin decirlo, había confesado su amor por ella. Hasta aquel momento, Liz no se había dado cuenta de la profundidad de sus sentimientos hacia ella. Le creía un amigo, un compañero, alguien a quien le gustaba pasarse por La Rosa tatuada, jugar a ser su hermano mayor. A veces, los fines de semana salían con las motos a recorrer la autopista hasta Palm Springs. Debería haberse dado cuenta de que para Raven recorrer las autopistas y hablar de tatuajes era como un cortejo.

Le ofreció una sonrisa sincera.

—Yo ya te quiero, Raven. Como mi mejor amigo. Y tal y como hemos acordado, nos divorciaremos al cabo de un año.

—Lo sé —suspiró, y con un dedo trazó las líneas de una de las margaritas—. Pero le dijiste a tu tía que ibas a casarte con el tío ese.

—Sí, bueno…

Es que cuando su tía se había encontrado con Russell medio desnudo, le había parecido lo más lógico decirle que era él su novio. Si le hubiese dicho que el hombre que estaba desnudo en su salón era un tipo al que había conocido hacía dos días, le hubiera dicho adiós a su fideicomiso.

—¿Y qué va a pensar cuando te cases con su hermano… o sea, conmigo?

—¿Que soy una caprichosa? —se echó a reír, aunque sonó más como un lamento—. No pasa nada. Nunca sabrá con quien me he casado en realidad porque se va pasado mañana a una convención sobre la glicinia.

Raven la miró con los ojos desorbitados.

—¿Es que tiene problemas de salud?

Liz esperó un instante antes de contestar.

—La glicinia es un tipo de planta, no una enfermedad. En cualquier caso, la convención va a impedirle estar en Las Vegas para la boda. Aunque hubiera podido asistir, dudo que lo hubiera hecho. El neón y el juego no le hacen demasiada gracia.

Al menos eso esperaba ella. Con los dedos cruzados, miró un ramo de rosas secas suspendidas por un lazo amarillo que decoraban un rincón. «Ésa seré yo», se dijo. «Colgada a secar si no consigo que el plan de la boda salga a la perfección».

—Cuando nos hayamos casado —continuó, más por expresar sus pensamientos en voz alta que por explicarle nada a Raven—, el certificado matrimonial irá al abogado de mi tía, quien confirmará que estoy casada. Entonces podré disponer del fideicomiso.

—¿Y no verá el abogado mi nombre en el certificado?

—Sí, pero para entonces ya estaré casada, y eso es todo lo que importa.

Sintió una punzada de remordimiento por estar engañando a su tía, pero no era un acto de malicia. Sabía que su tía se había preocupado por ella desde que su padre, su hermano, había muerto, once años atrás. Pero aquella idea de que tenía que casarse para poder disfrutar de su fideicomiso no era más que una treta para que sentase la cabeza, debida en parte a las supersticiones de su tía, según las cuales no alcanzaría la verdadera felicidad si no se había casado antes de cumplir los veintisiete.

Pero no podía casarse porque alguien le impusiera un ultimátum. El amor verdadero llegaría algún día, pero hasta entonces, quería disfrutar la oportunidad de tener una buena educación. Pero una licenciatura costaba dinero, un dinero que no tenía. El fideicomiso serviría para comprarse su sueño, y no para comprarse un marido. Había intentado explicárselo a su tía en una ocasión, pero su querida tía, que era una mujer madura ya y soltera, se negaba a creer que el matrimonio no fuese más importante que una carrera universitaria.

En cualquier caso, mentir no era su estilo. Se sentiría tremendamente aliviada cuando hubiesen terminado con lo de la boda, el fideicomiso fuese suyo y estuviese ya en la universidad.

Tan aliviada como cuando Russell hubiera desaparecido definitivamente de su vida. Sentirte atraída por un hombre a punto de casarse tampoco era su estilo. Maldición. ¿Por qué tenía que haber vuelto a besarla? Y en el preciso momento de la fotografía. Ahora ese instante quedaría grabado para siempre en una película. Sin darse cuenta de lo que hacía, se rozó los labios, recordando el calor de sus besos, la textura de sus labios…

—¿Cuánto tiempo voy a tener que quedarme en la cama? —protestó Raven.

Arrancada de su recuerdo, miró a su alrededor, casi aliviada por no poder seguir pensando en el condenado profesor de literatura. Entonces vio el atuendo de Raven colocado estratégicamente sobre su mecedora.

—Al menos hasta que los pantalones se te sequen lo suficiente como para poder ponértelos.

—Me siento bastante estúpido arropado con este edredón de petunias. ¿Es que no tienes nada que prestarme?

—Dudo que haya alguien en este vecindario que sea de tu talla, así que, o te marchas desnudo, o te quedas donde estás. Y no son petunias. Son margaritas.

—Me da lo mismo —contestó—. En fin, no voy a tener más remedio que…

—De eso nada —le anunció en un tono que no admitía discusión—. No vas a salir de mi casa desnudo. No creo que el corazón de mi tía pudiese soportar más anatomía desnuda por el día de hoy —miró su reloj—. Tenemos que salir a comprar. ¿Necesitas algo?

—A lo mejor podrías… —apartó la mirada de ella —…podrías traerme alguna de esas revistas…

—¿Revistas?

—Sí, ya sabes —contestó, echando una mirada de refilón a una revista que había en el suelo. En portada una modelo de pelo cardado sonreía, toda ella dientes.

—Ah, quieres una de esas…

—Una con más recetas —añadió rápidamente—. Y después, bajando el tono de voz para adquirir una inflexión más de macho, añadió—: O una de esas de karate, o de motos. Lo que sea.

Ella asintió y salió hasta la puerta.

—Recetas, karate o motos. De acuerdo.

Pero antes de que cerrase la puerta, Raven la llamó.

—Casi mejor que sea de recetas. Al fin y al cabo, voy a ser pronto un hombre casado.

 

 

—Vas a ser pronto un hombre casado, tío. Casado con más de una mujer, además —añadió Drake—. Vas a necesitar un buen dietario para seguirle la pista a los cumpleaños, tallas, aniversarios…

—¿Es que te parece que esto es fácil para mí? —lo interrumpió Russell, y luego se detuvo al verse en un espejo—. Dios mío, ¿para qué me molestaré en llevar pantalones? La próxima vez, con pintarme de cintura para abajo, será suficiente —frunció el ceño—. ¿Quieres hacerme un favor?

—No tengo pintura.

—Llama a La Rosa tatuada y deja un mensaje en mi nombre para…

—De eso nada. La última vez que dejé un mensaje en tu nombre, terminaste con esa pinta. Una llamada más, y aparecerás con un pendiente en la nariz, un montón en la oreja y rebautizado como Gorgo.

—Deberías haberte dedicado a la ingeniería. Con ese trabajo tuyo, la imaginación se te va por los cerros de Úbeda.

—Tú sí que estás por los cerros de Úbeda con la chica de la moto.

Russell volvió a mirarse en el espejo y vio el corazón tatuado con su nombre en él. Liz. Elizabeth. Tenía ambos nombres por separado en realidad. Liz era fiera, salvaje, agresiva. Elizabeth poética, creativa, que hace pensar. No se había comprometido con dos mujeres, sino con tres.

—¿En qué estás pensando, Russ?

Drake apareció a su espalda, mirándolo a través del espejo.

—Yo nunca he sido un mujeriego —dijo, resignado.

—Supongo que tu karma de amante te ha localizado al fin.

—Estoy hablando en serio, Drake.

—Yo también, y me das mucha envidia. Tienes dos de las mejores, tío: Grace Kelly y Ann-Margret.

—Hielo y fuego.

—Doméstico y salvaje —Drake sonrió—. Yo me quedaría con Salvaje, si fuese tú, pero supongo que tú eres más doméstico.

Russell sabía perfectamente bien qué quería decir. Charlotte era la pareja perfecta para él: encantadora, culta, sofisticada. En opinión de la gente, eran la pareja perfecta. Como una de esas figuras de porcelana que se colocan en lo alto de un pastel de bodas. Se miró una última vez en el espejo antes de darse la vuelta. Aunque no vestido tal y como iba en aquel momento, claro. Se pasó una mano por el pelo en un gesto de frustración, y los dedos se le quedaron atascados.

—Tengo que prepararme. He de planear mi discurso. Voy a perder a Grace Kelly a menos que haga esta noche una interpretación digna de un premio de la Academia.

—No te envidio, tío —Drake caminó hasta la puerta—. Puede que Charlotte no sea de mi gusto, pero derrocha clase por los cuatro costados. Y sofisticación. Y diamantes. Perfecta para ti, de verdad.

—No creo que los diamantes tengan…

—Admítelo tío. Te vas a casar con una persona de dinero. De mucho dinero.

Ya habían tenido aquella conversación antes, y a Russell le ponía enfermo que Drake pensase que el dinero de Charlotte fuese una de sus prioridades. Se casaba con ella, y no con su cuenta bancaria.

—El dinero no te da calor por las noches.

—Si lo quemas, sí.

—Lo que quiero decir es que no te calienta ni el corazón ni el alma. Sólo un ser humano puede hacer eso.

—Me conmueves, Russ —suspiró dramáticamente con la mano en el corazón—. Si yo hubiese conocido a una chica tan mona como Charlotte y después hubiera descubierto que su familia suele ir de vacaciones a Fort Knox, no habría tenido la menor duda de que un poco de su calderilla podría darme calor por las noches.

—Eres un bellaco.

Drake arqueó las cejas.

—Podría amar por dinero.

—Entonces, vete a Italia y conviértete en un gigoló.

Drake hizo una mueca.

—No podría interpretar el papel de amante por dinero.

—Extraña confesión viniendo de un hombre que vive del teatro —Russell se echó a reír de buena gana—. Te conozco, Drake, y sé que las mujeres te vuelven loco. Sus cuerpos y su inteligencia. Preferirías suicidarte antes que unirte a una mujer rica que no comprendiera tus chistes.

Drake asintió, serio de pronto.

—¿Te lo imaginas? Quedaría reducido a un actor de segunda, de los de una sola frase en las obras de Henry Youngman. O peor. Contaría chistes en un bar de los suburbios.

Russell se echó a reír.

—Ya basta, Drake. Cuando conocí a Charlotte en la apertura del ala nueva de la biblioteca, no tenía ni idea de que tuviese algo que ver con los Maday. Lo que me llamó la atención de ella fue su sonrisa. Su estilo. Y ella me ha dicho que le ocurrió lo mismo.

Drake lo miró de arriba a abajo.

—Pues menos mal que no está aquí ahora mismo. Puede que se enamorase de tu estilo entonces, pero se desmayaría si te viera ahora —arrugó la nariz—. En serio, tío; los dos apreciáis las cosas buenas de la vida: la cultura, la literatura, el Ritz. Tendréis unos hijos preciosos y adornaréis las páginas de sociedad. Aunque supongo que la buena vida tiene un precio —se estremeció—. Una eternidad al lado de los Maday. Si necesitas apoyo moral, no me llames —añadió, sonriendo. Abrió la puerta e iba a salir, pero se detuvo—. Llamaré a La Rosa tatuada. ¿Qué quieres que diga?

—Que puede pasarse a recoger los pantalones de cuero… bueno, no. Que se los llevaré yo mañana al trabajo. Pero no le digas dónde vivo. Raven podría oírlo, y no quiero volver a verle el pelo.

—De acuerdo —dijo Drake—. Llámame luego. Quiero saber si la princesa de hielo se derrite o no.

Russell miró el reloj de la pared. Las cinco y media. Podía llegar a Chez Nous, un restaurante nuevo y muy chic de Palisades, en quince minutos, lo que le daba tiempo de sobra para desnudarse, darse una ducha y vestirse con algo presentable. Aunque lo de volver a domar el pelo sería harina de otro costal.

Al pasar de nuevo frente al espejo, volvió a reparar en el tatuaje.

Liz.

Recordó sus labios. Su aspecto podía ser el de un Ángel del Infierno, pero besaba como una princesa en su puesta de largo, llena de dulzura y suavidad. Se humedeció los labios y saboreó el recuerdo de su boca de almíbar y del gemido que se le había escapado al separarse de ella…

—Liz —susurró, dibujando el contorno del corazón. Entonces se acordó del instante en que su tía les había hecho la fotografía. Le había parecido tan… natural estar cerca de ella, apretarla contra él. Encajaban juntos como dos piezas de un puzle. Sin esfuerzo. A la perfección. No era de extrañar que su tía se hubiese creído la mentira… incluso ellos mismos, durante el breve instante en que sus cuerpos se habían tocado, se la habían creído.

¿Sería de verdad una mentira?

«¡Qué estupidez!», se dijo. Las almas gemelas no eran más que una figura literaria, y no un fenómeno de la vida real.

Pero Liz había experimentado algo también. Estaba seguro de ello por la expresión que había visto en sus ojos. En la profundidad de su iris verde, había reconocido un anhelo igual que el suyo. Como si su encuentro fortuito hubiese abierto una puerta a algo que les había sido esquivo durante sus vidas…

Charlotte. Cena. Matrimonio.

—Ya basta de fantasmas —se dijo en el espejo, como si su imagen fuese la de un gemelo malvado que quisiera apartarle del buen camino—. No necesitas una ducha caliente, sino un baño de cubitos de hielo.

Debían ser los nervios de antes de la boda. Charlotte era su compañera, su futura esposa. Punto final.

Dio media vuelta y entró en el cuarto de baño. Elizabeth, Liz, era como el fuego. Si se acercaba demasiado, terminaría por quemarse, y por un centenar de razones, Charlotte era su pareja ideal.

Apartó la cortina de la ducha y abrió el grifo, y mientras ajustaba la temperatura del agua, comenzó a enumerar las virtudes de Charlotte.

Era una mujer organizada, que complementaba perfectamente su lado más lógico. Le encantaban los libros, aunque no los leyera (un pequeño tecnicismo), pero los adoraba. Al fin y al cabo su familia se había comprometido a salvar un edificio histórico del campus y a transformarlo en la biblioteca que tanto se necesitaba. Jugaba bastante bien al tenis…

Metió la tripa y se bajó la cremallera de los pantalones. ¿Cuántas razones había enumerado ya? ¿Tres? Todavía le quedaban noventa y siete más. Charlotte era una mujer culta, sofisticada, y aparte de sus expediciones de compras, solía exhibir valores pragmáticos.

—Malditos pantalones —murmuró, tirando de ellos, ya que se le habían quedado encajados en las caderas. Era un milagro que las estrellas de rock pudiesen tener vida sexual…

De un tirón, consiguió bajárselos, y maldiciendo entre dientes, terminó de quitárselos de una patada y entró en la ducha.

El agua parecía salir rebotada de su pelo. Debería haberse pasado el peine antes de meterse en la ducha. O pasarse una maquinilla y dejárselo al cero.

—Maravilloso —masculló—. Una noche con Liz, la artista del tatuaje, y mi pelo nunca volverá a ser el mismo.

«Ni mi corazón».

La idea le sobresaltó. «Esos pantalones han debido cortarme el riego del cerebro». Se echó un poco de champú y empezó a frotar, decidido a cambiar de tema. Las virtudes de Charlotte. Le faltaban noventa y cuatro por enumerar. Iba a repetirlas como quien hace yoga, hasta que consiguiese llegar al nirvana en el que no pudiesen entrar ni Liz ni su Harley.

Muy bien. Charlotte era una mujer de buenas maneras, de perfecta manicura. Saludable. En los dos años que llevaban juntos, no había tenido ni un mal resfriado. Buenos genes que pasar a sus hijos.

Se quitó la espuma de los ojos y siguió frotándose el pelo que parecía un casco. Y hacer el amor con ella era estupendo. Sí, bueno, algo predecible, pero después de varios años, eso era inevitable. Sólo porque algo fuese predecible no era razón para cambiarlo por una pasión ardiente y desbocada con una diosa de pelo flamígero que podría doblar una barra de hierro con tan solo mirarla.

—Dios mío. Ya estoy otra vez —se dijo, y tras cerrar el grifo del agua caliente y dejar sólo la fría, repitió una línea de Oscar Wilde—. No hay mayor pecado que la estupidez.

 

 

—¿La mesa de los Maday? Lo están esperando. Por aquí, por favor —dijo el maître con frialdad. Su voz tenía la cadencia de un hombre acostumbrado a decirlo todo con la misma inflexión de voz.

El maître, impecablemente vestido con traje gris, miró brevemente su pelo antes de volverse para conducirle hasta la mesa.

«Mi pelo ya no es mi pelo», se quejó amargamente. «Es una especie de entidad propia que viaja sobre mi cabeza. Dos asientos, por favor: uno para mí y otro para mi pelo».

El decorado del restaurante consistía en unas paredes color melocotón, frondosas palmeras y unas enromes bolas de cristal blanco. Estas últimas colgaban del techo como gigantescas y amenazadoras piedras de granito, y Russell se preguntó por qué el propietario de un restaurante supuestamente francés pediría un estilo pastel del Pacífico sur. O quizás el decorador se hallase sumido en un shock postraumático por el cruce cultural.

Mientras se acercaban a la mesa de los Maday, el maître hizo una especie de paso de baile para cederle el paso a la silla vacía.

—¡Ruuusseeell! —le llamó la señora Maday, agitando los dedos a modo de saludo. En su mano brillaron los diamantes como si fuera un árbol de Navidad iluminado.

—Judith —respondió Russell, tomando su mano y acercándosela a los labios. Podía parecer un cabeza rapada, pero sabía comportarse como un caballero. Como un santo, si era necesario. Aquella noche tenía que pasar el examen familiar. Una gran ocasión.

Levantó la mirada y examinó el resto de la mesa. El señor Maday estaba sentado junto a su esposa. Parecía como si alguien le hubiese echado uno chorrito de limón en la boca.

—Russell —dijo, con el entusiasmo de alguien que estuviera pronunciando una oratoria fúnebre.

—Dona… señor Maday.

Con una inclinación de la cabeza, el señor Maday señaló a la mujer sentada a su derecha.

—Recordarás a Agnes, la prima de la señora Maday.

Cómo olvidarse de aquella nube vaporosa. Russell sonrió.

—Por supuesto. Agnes. Encantado de volver a verla.

La vio mirar su pelo antes de volver a aterrizar en su cara.

—Hola. Me alegro de verte vestido tan… elegantemente.

—Y su marido —masculló el señor Maday.

Un hombre pequeño y con gafas asintió a modo de saludo.

—Russell. Encantado de volver a verte.

La luz se reflejó en los cristales de sus gafas al mirar hacia arriba y de nuevo hacia abajo.

Russell miró entonces a Charlotte, quien contemplaba horrorizada su pelo.

Russell carraspeó educadamente.

—Sé que mi… —señaló su cabeza como si la palabra pelo se hubiese borrado de pronto de su vocabulario— …parece un mal sombrero —dijo, y se echó a reír, pensando que los demás se unirían a él.

Pero nadie lo hizo. Ni siquiera una risilla de cortesía.

Russell dejó que muriera su risa solitaria, y tuvo un momento Zen de comprensión del significado de un solo aplauso. Tenía que ser parecido a la risa de un solo hombre.

—Ese horrible estudiante es la causa de todo esto —dijo la señora Maday, obviamente en defensa de Russell—. A pesar de su desafortunado peinado, nuestro Russell siempre ha dado muestras de buen gusto.

¿Peinado?

La señora Maday tomó la mano de Russell mientras seguía hablándole al grupo.

—Es evidente que tiene buen gusto, ya que va a casarse con nuestra hija, ¿no? —y les dedicó una risa de la que hasta Glenda la Bruja Buena se habría sentido orgullosa—. Estamos tan contentos de que vayas a formar parte de nuestra familia… —añadió, mirándolo.

Russell sintió una punzada de remordimiento por todas las cosas que hasta entonces había pensado de la madre de Charlotte. Era la única a la altura de las circunstancias, la única que avalaba su causa. Estar enterrado junto a ella para el resto de la eternidad era un exiguo precio que pagar.

Entonces miró a Charlotte. Estaba sentada con la espalda rígida y la mirada clavada en un punto indefinido del mantel entre el jarrón de cristal y el salero de plata. Su cabello rubio platino, recogido en un moño, realzaba aún más sus delicadas facciones. Charlotte había sido bendecida con una belleza clásica y fría. Grace Kelly. Bien.

Ella lo miró con sus gélidos ojos azules.

Grace Kelly. Mal.

La vio sonreír con una sonrisa que ya había visto antes. Toda movimiento pero sin emoción alguna. Era una experta ocultando sus sentimientos. Una vida entre lo más selecto de la sociedad le había enseñado bien a no mostrar lo que había bajo la superficie.

—Siéntate, Russell, por favor —le dijo, en un tono que no revelaba el más mínimo enfado.

Apartó la silla que había junto a ella mientras se preguntaba cuántos platos tendría que soportar hasta que la Princesa de Hielo saltara. Una vez sentado, tomó su mano bajo la mesa y entrelazó sus dedos cálidos entre los mortecinos de ella. Fue como darle la mano a un maniquí. Rozó la palma de su mano con las yemas, algo que casi siempre le hacía sonreír.

Nada.

El señor Maday carraspeó, como si supiera perfectamente lo que estaba pasando.

—¿Cócteles para todos?

Levantó un dedo hacia el camarero, quien acudió presto. Murmullos con las bebidas.

—¿Ganso, Russell? —preguntó el señor Maday, quizás en un tono de voz un poco fuerte.

Russell esperó un instante. El señor Maday sabía que siempre tomaba Ganso Salvaje con hielo. Lo llevaba bebiendo desde que empezó a cortejar a su hija, y abreviar por familiaridad era una cosa, pero abreviar un Ganso Salvaje a sólo Ganso era otra.

«¿Por qué no me llamará simplemente cerdo?», se preguntó, pero decidió tragarse la respuesta y sonreír.

—Con hielo. Gracias.

Los entrantes transcurrieron con tranquilidad y sin que nada le supiera a Russell especialmente bueno. Allí estaba él, en uno de los mejores restaurante franceses de la ciudad, y todo le sabía a papel de lija. Con salsa.

A mitad del primer plato, volvió a buscar la mano de Charlotte bajo la mesa. Cuando entrelazó los dedos con los de ella, el meñique le tembló. Media batalla ganada.

El señor Maday había vuelto a llamarle muchacho, la señora Maday ya no agitaba tanto las manos salpicadas de diamantes, señal de que ya se estaba tranquilizando, Agnes no paraba de hablar de unas vacaciones que su marido y ella se habían tomado en Grecia mientras Fred, que no pronunciaba una sola palabra, la miraba obedientemente como si fuese una criatura a quien debiese rendir permanente homenaje.

Pero Charlotte… Grace Kelly, temblorosa Princesa de Hielo, apretaba ya su mano bajo la mesa. De vez en cuando lo miraba con intención, y sus ojos azules habían tomado el color del mar Caribe.

Hipnotizado la vio sacar una almeja de su concha con la destreza de un neurocirujano. Su mano de dedos largos, blancos y delgados llevó el bocado hasta sus labios sonrosados. Quizás después le mordiera un poco también a él. La idea le hizo sentirse mejor. Hermosa, elegante, culta Charlotte. Ningún hombre podía pretender una esposa mejor.

El mundo volvía a girar sobre su eje de nuevo. Ante sus ojos vio la vallita blanca, el césped inmaculado, la letrina estilo Shenkel, Dios no lo quisiera… pero un poco de arte grotesco era un sacrificio menos por el privilegio de estar casado con la perfecta Charlotte Maday.

Mientras se terminaba el último bocado de papel de lija, se dio cuenta de que la conversación se había apagado. No sólo en su mesa, sino en toda la habitación. En algún lugar, un vaso de cristal tintineó, un sonido mucho más ensordecedor que el disparo de un cañón.

La señora Maday se llevó una mano enjoyada a la garganta, y Russell se preguntó por un momento si no se le habría quedado atascado un trozo de su cordon bleu.

—Es… es… —balbució.

Russell le ofreció rápidamente un vaso de agua.

Ella parpadeó rápidamente.

—Tu alumno…

Su voz era apenas un susurro.

Russell se quedó paralizado. Su alumno quería decir… Raven.

Raven.

La piel se le cubrió de un sudor frío, y miró hacia el lugar al que se dirigían todas las miradas. Un lugar que quedaba justamente a su espalda.

Maravilloso. Raven debía estar justo encima de él, las manos dispuestas para la estrangulación y él, intentando tragarse el último bocado de espinacas salteadas, giró el cuello y alzó la vista. Raven, vestido con la ropa de cuero que era ya su impronta personal, estaba de pie junto al maître, escudriñando la sala.

Una mujer sentada a la mesa de al lado, murmuró:

—¿No es aquel hombre el que hacía de malo en la película de Sylvester Stallone? ¿El psicópata que se comía a sus víctimas?

Las espinacas se le quedaron a la altura de las amígdalas.

Raven alzó una de sus manos como un manojo de salchichas y le señaló.

—¡Aquel tipo!

Las sillas rechinaron sobre el suelo cuando los comensales se volvieron hacia la mesa de los Maday. Raven, con los dientes apretados, avanzó hacia ellos. El maître hacía señas frenéticas a uno de los camareros.

—¡Deténlo! —dijo sin palabras, y el camarero lo miró como si estuviera loco.

Alguien le hizo una foto a Raven al tiempo que pasaba. Él se detuvo, cegado momentáneamente.

—¿Qué demonios…? —gritó.

Una mujer gritó:

—¿Me firma un autógrafo?

Raven se frotó los ojos y volvió a escanear la habitación con su mirada de misil buscador de calor. En cuanto volvió a localizar a los Maday, se lanzó en su dirección.

Charlotte apretó la mano con una fuerza reservada para abrir nueces.

—Cariño —le dijo en una voz ahogada que a él le pareció tremendamente sexy—, quizás deberíamos invitarle a tomar un cóctel con nosotros.

—Mejor ofrecerle un Cadillac rosa —sugirió Russell, medio ahogado. Ojalá las espinacas pasaran, o retrocedieran, o algo. ¿Cómo demonios lo habría localizado Raven? La llamada que le había encargado hacer a Drake le pareció la primera sospechosa.

Pero dejó de pensar al ver a Raven empujar una silla vacía de la mesa de al lado. Alguien gritó. A uno de los camareros se le cayó un plato. El maître, estaba como transfigurado en su pódium, como una de esas figuras de cera del museo de Madame Tussaud.

«Moriré en Chez Nous», pensó Russell. Un titular apareció fugazmente en su cabeza. Profesor de literatura inglesa estrangulado en Chez Nous. Sus últimas palabras: por favor, pasadme las espinacas.

Como una locomotora que frenase en seco, Raven se detuvo detrás de Agnes y, con el pecho subiendo y bajando, miró por encima de su pelo blanco a Russell.

«Tengo un pequeño arsenal de armas entre la muerte y yo», pensó, y miró a ver qué tenía a su alcance. Una cuchara. Un cuchillo de mantequilla.

Profesor de literatura inglesa estrangulado tras una batalla a vida o muerte con un cuchillo de mantequilla.

Una muerte vil.

Volvió a mirar a Raven, el psicópata que se comía a sus víctimas y sonrió. O intentó hacerlo, aunque en realidad, teniendo la boca tan seca como un felpudo, el labio se le quedó enganchado en el incisivo.

El bigote de Fu Manchu se quedó inmóvil.

—¿Me estás haciendo burla, tío?

—Dios mío, Russell, no empeores la situación —intervino la señora Maday.

¿Empeorar? Russell carraspeó ligeramente e intentó volver a colocar en su sitio el labio errante. Tras cumplir la misión, preguntó:

—¿Te apetece un cóctel, Raven?

Raven cruzó sus brazos tamaño jamón de jabugo sobre el pecho y frunciendo el ceño contestó:

—No bebo.

—¿Un Shirley Temple, quizás?

Russell sabía que aquel podía ser su epitafio, pero no se le ocurrió otra cosa. Si iba a morir, quería que dijesen que había sido entretenido hasta el final.

Desgraciadamente nadie se rió. El señor Maday movió la cabeza como si fuese la cosa más estúpida que hubiese oído en toda su vida. Agnes, mirando a Raven, preguntó:

—¿Era Shirley su novia?

La palabra novia hizo saltar a Raven como si le hubiesen dado una descarga eléctrica. Sus ojos se transformaron en los cañones de una recortada, abrió los brazos y los colocó en jarras.

«Un movimiento impresionante», pensó Russell. Fue a decir algo, cualquier cosa, pero las espinacas se movieron, interrumpiendo momentáneamente el paso del aire, de modo que tuvo que darse un golpe en el pecho.

—No intentes parecer más macho que este cretino —le reprendió Charlotte en voz baja.

Russell frunció el ceño e intentó respirar. Podía morirse ahogado y ella pensaría que estaba haciéndose el machote. Pero antes de que pudiese inhalar suficiente aire para poder hablar, Raven se inclinó sobre Agnes y plantó sus manos sobre la mesa. Los ojos de ella se abrieron de par en par al contemplar el pecho de Raven y sus brazos tatuados.

—Llevas su nombre en el tatuaje.

Su voz pareció la de una tormenta cercana.

Russell por fin había vuelto a respirar.

—Vamos fuera —dijo, bajando su tono de voz a lo Charles Bronson, lo que seguramente habría conseguido si las condenadas espinacas no le hicieran parecer constipado. Carraspeó para hacer otro intento—. Vamos…

—Tú y yo no vamos a ninguna parte, tío —Raven se incorporó y comenzó a dar la vuelta a la mesa, sin dejar de mirar a Russell—. Tú y yo vamos a ajustar cuentas.

«Estoy en una película del oeste de tercera. En un restaurante francés. En lugar de un espagueti western, en un escargot western».

—Raven, la fuerza nunca ha conseguido solucionar nada… —intentó, con un gesto conciliador.

—Lo soluciona todo —le interrumpió Raven, acercándose peligrosamente.

Charlotte le clavó las uñas en el brazo a Russell.

—Haz algo —le susurró.

—¿Cómo qué? ¿Que le deje k.o. con una ocurrencia?

Raven se detuvo junto a la silla de Russell. Estando tan cerca, olía a cuero mojado y a una colonia que más parecía desinfectante. Conociendo a Raven, quizás lo fuese. Algo pesado aterrizó sobre su hombro. La mano tamaño pollo de Raven se cernía sobre la hombrera de la chaqueta de su traje.

—Todos ustedes creen que este tío es un ciudadano prepotente —empezó Raven, y su voz se extendió por todo el comedor.

¿Prepotente? Russell hizo una mueca. Peor que el hecho de que hubiera cambiado la palabra «prominente» por «prepotente» era el hecho de que Raven se estuviese preparando para pronunciar un discurso en Chez Nous. Y pensar que la fiesta de la piscina le había parecido un desastre…

—Raven, ¿no crees que podríamos discutir esto en privado…

—Me alegro que hayas sacado la parte privada —continuó Raven en un aparte, dándole unas palmaditas en el hombro como si fuese un amigo al que hacía largo tiempo que no veía—. Y hablado de privado… —continuó, subiendo el volumen de la voz.

Se hizo otra foto desde la mesa de cumpleaños.

Raven se colocó detrás de la silla de Russell y apoyó las manos en sus hombros.

—Ya es hora de que este tipo apechugue con las consecuencias.

—Donald, haz algo —gritó la señora Maday, aleteando.

—Siempre te querré —dijo Charlotte antes de soltar la mano de Russell.

En un abrir y cerrar de ojos, Raven le agarró por las solapas y tiró. La chaqueta cayó como la carne se separaría del hueso. Después, siguió con la camisa.

—Joven, esto está llegando demasiado lejos… —proclamó el señor Maday, levantándose de su silla.

Con una floritura, Raven le abrió la camisa.

El aire frío asaltó el pecho desnudo de Russell y cerró los ojos. No quería presenciar nada más. Nada. En esta vida. Ni en la siguiente.

Por un momento, hubo un silencio ensordecedor. Ni el más leve tintineo de cristal, ni el más susurrado de los comentarios.

—¿Liz? —exclamó Charlotte, atónita.