Capítulo 6

 

 

 

 

 

LAS seis de la tarde era la hora del día en que los Maday se tomaban un cóctel, momento tan escrupulosamente planeado en su casa como la misa mayor del Vaticano.

O al menos eso era lo que Russell había llegado a creer hacía ya tiempo. Alrededor de las cuatro, Wendel empezaba a desplegar copas de cristal, una cubitera de plata y una amplia variedad de bebidas.

A las cinco, llegaban flores frescas, y una de las amas de llaves de la casa las colocaba meticulosamente en el salón y en una especie de mesa de mármol tipo altar que discurría a lo largo de una de las paredes. Durante el invierno, un fuego ardía alegremente en la chimenea. Durante el verano, las ventanas que daban al césped se abrían.

A las seis, los Maday y sus invitados se reunían durante una hora más o menos arropados por una suave música clásica y el tintineo de los cubitos de hielo. Una regla no escrita era que todos debían vestir un atuendo semi formal.

—¿Lo de siempre, señor? —preguntó Wendel, de pie al lado de Russell.

Russell miró el reloj de palo de cereza que decoraba la chimenea. Las seis en punto. Siempre puntual, Wendel. Seguro que el reloj daba la hora tomando sus hábitos como patrón.

—Hemos hablado mil veces ya de lo de señor —dijo Russell en voz baja, pasándose un dedo por dentro del cuello de la camisa. Se había puesto corbata, la de seda gris que la señora Maday le había comprado para su último cumpleaños. Le había parecido un gesto de buena voluntad, especialmente tras el fiasco de Chez Nous.

También necesitaba otro traje, porque aquel era el último. Raven le había arrancado la manga del que llevaba puesto la noche anterior. Por lo menos había sido la manga y no el brazo. Había que darle las gracias a Dios por aquellos pequeños favores.

Al otro lado de la habitación, el señor Maday estaba enfriando un escocés mientras pontificaba sobre las últimas tendencias del mercado de valores con Fred. Agnes y la señora Maday estaban sentadas en el sofá, con un paquete envuelto en papel dorado en las manos y enfrascadas en conversación.

—Sí, ya hemos hablado de ello, señor —contestó Wendel.

Russell lo miró muy serio.

—Antes de lo del compromiso, nunca me llamabas señor, y ahora me tratas como si fuera el siguiente en la línea de sucesión al trono.

—Sólo porque el príncipe Carlos ha echado a perder su oportunidad.

Russell se rió, pero aún así sintió una punzada de culpabilidad.

—¿Compartes alguna vez este ingenio tuyo con los Maday?

—Sólo cuando no me están escuchando.

—Lo que significa la mayor parte del tiempo —Russell hundió las manos en los bolsillos del pantalón y se apoyó en los talones. Siempre se había sentido más cómodo con Wendel que con el resto de la familia de Char—. A ver cuando nos soltamos la melena y nos tomamos una copa juntos. ¿Qué me dices?

—Desde luego —contestó Wendel, mirándole el pelo brevemente—. Pero por ahora, ¿un ganso salvaje, señor?

—Vale, ya sé que mi pelo está casi normal, pero tú te mueres por saber qué ha pasado, ¿no?

—Daría mi mano derecha.

—Lo he tenido de punta durante varios días porque decidí darme una vuelta en una Harley de madrugada después de haber tomado demasiados gansos salvajes —arqueó una ceja—. Y te lo digo a ti como advertencia. Si alguna vez bebes más de la cuenta, niégate a subirte a un vehículo que no tenga un techo sobre tu cabeza.

—Tomo nota, señor.

—Sí. Un ganso salvaje. Gracias.

Wendel se acercó al bar.

Charlotte entró entonces en la habitación, su esbelta figura envuelta en un vaporoso vestido que habría despertado los celos de la mismísima Afrodita. Llevaba el pelo suelto de modo que enmarcaba sus delicadas facciones en un halo dorado. Se detuvo detrás del sofá y empezó a charlar animadamente con Agnes y su madre.

Russell apenas sintió el vaso con la bebida que le ponían entre las manos. En lo único que podía pensar era en que Charlotte Maday era la criatura más exquisitamente hermosa que Dios había creado. Era como una delicada estatua que hubiese cobrado vida. Y él, Russell Harrrington, un profesor de literatura inglesa, era el afortunado que se había ganado el corazón de aquella diosa.

Inspiró profundamente y hasta él llegó el aroma de su perfume floral. Tomó un sorbo de burbon, saboreando su agradable intensidad. Había estado a punto de echarlo todo a perder con Charlotte. Y todo por una noche de pasión con la tentación de pelo flamígero. ¿Cómo la había llamado Charlotte? Cerró los ojos para recordar. Esa motera con ese traje de cuero que no deja nada para la imaginación.

Desde luego, había dado en el blanco con esa definición. Liz y sus trajes de cuero podían despertar a un muerto.

Tomó otro sorbo de su copa y retuvo el líquido unos instantes en la boca. Su quemazón le recordó a los besos de Liz, ardientes y llenos de fuerza.

—Russell, ¿qué haces ahí de pie con los ojos cerrados?

La voz de Charlotte le arrancó de su fantasía y abrió inmediatamente lo ojos.

Una nauseabunda sensación de déjà vu se apoderó de él. Igual que el día anterior en Chez Nous. Todo el mundo lo miraba. Menos mal que, en aquella ocasión, Raven no estaba a su espalda, dispuesto a desnudarlo.

—Sólo… contemplaba tu belleza —mintió.

Charlotte ladeó la cabeza y lo miró con curiosidad.

—¿Con los ojos cerrados?

—Te imaginaba el día de la boda —alzó su copa—. Brindemos por la belleza de Charlotte el día de nuestra boda. Cualquier día, en realidad. Incluso hoy mismo, en este instante.

Tenía que olvidarse de las fantasías con Liz. Iba a tener que darse otra ducha y empezar de nuevo a enumerar las cualidades de Charlotte. De la primera a la última. Las cien.

Murmullos de alabanza precedieron al alzamiento de las copas.

Sonriendo tímidamente, llamó a Russell con un dedo.

—Cariño, ven a decirles a mami y a papi dónde vamos a ir de luna de miel.

Tomó otro sorbo de licor para darse fuerzas, e hizo una nota mental de que sus hijos no les llamasen nunca mami y papi.

Se acercó al sofá y se acomodó al lado de Charlotte. Había acordado que el viaje de novios sería un regalo de él para ella, así que tendría que ser algo que él se pudiera permitir. Lo que también significaba que debía encontrar las palabras adecuadas para asegurar a los Maday que iba a ofrecerle a su hija lo mejor, a pesar del hecho de que la mayoría de basureros disfrutaban un salario más elevado que los profesores de literatura inglesa.

—Hemos planeado un viaje corto a la cuna del vino –empezó.

—¿Italia? –sugirió Agnes—. Qué romántico.

Russell sonrió educadamente.

—No, la verdad es que…

—¿Francia? ¿Burdeos? —añadió la señora Maday.

La señora Maday sonreía sin mostrar arruga alguna. Sin duda creía que todo el mundo podía permitirse un viaje a Europa. Si alguna vez llegaba a mostrarle su nómina, seguro que le parecería la factura de una cena.

—No, vamos… —el señor Maday y Fred se acercaron al sofá, y la habitación resultó de pronto claustrofóbica. Carraspeó—. Vamos a ir al Valle de la Luna.

Todos le miraron como si hubiera dicho que iban a volar a la luna.

—El Valle de la Luna —repitió—. La cuna de Jack London.

—¿Jack qué? –preguntó Agnes.

—Un escritor –le explicó Russell—. Hace tiempo que murió.

Tomó otro sorbo. Una brisa refrescante se coló por la ventana abierta, aliviado brevemente la atmósfera.

Charlotte se colgó de su brazo.

—Vamos a California del Norte, donde tomaremos vino, comeremos y…

—Me parece bien —intervino el señor Maday—. No necesitamos los detalles.

Charlotte se echó a reír.

—Papaíto, yo siempre seré tu niña.

Papaíto. Una imagen se apareció ante los ojos de Russell. Char y él, ambos con sesenta años, sentados en aquella misma habitación a las seis en punto de la tarde. Char, con el pelo plateado y la espalda ligeramente arqueada, hablando con papi y mami.

Russell le hizo un gesto a Wendel como que necesitaba otra copa.

—California del Norte —masculló el señor Maday—. No está mal.

Fred resopló.

La señora Maday hizo un gesto con su mano cargada de brillantes.

—A mí me parece un lugar muy romántico.

—Oh, Judith –intervino Agnes con una especie de gritito agudo—, vamos a enseñarle a Charlotte nuestra sorpresa –dijo, moviéndose inquieta. El sofá vibró con sus movimientos.

—Sí, vamos —contestó la señora Maday, cogiendo la caja dorada que había dejado sobre la mesa—. Charlotte, cariño, Agnes y yo queremos que lleves esto el día de tu boda. Ya sabes. Algo prestado, algo azul… bueno, esto es lo prestado. Pero queremos que te lo quedes después.

—Pero mami, ¿no me has enseñado tú que hay que devolver las cosas que nos prestan? —bromeó Charlotte mientras abría excitada el paquete y sacaba de él lo que a Russell le pareció en un principio una tira de espumillón.

—¡Tu brazalete de tenis! ¡Mamá!

Charlotte lo levantó en el aire para que todos los vieran. Brillaba como los diamantes de la señora Maday.

—Papá, ¿quieres ponérmelo? —le pidió Charlotte, y después volvió a mostrárselo a todos.

—Ésta es una noche memorable —dijo Agnes, entusiasmada—. Hagamos algo especial para celebrarla.

—Cena, no –dijo el señor Maday, mirando a Russell.

—¿Teatro, quizás? –sugirió la señora Maday.

—Una idea magnífica —concluyó Charlotte—. Wendel, por favor, tráiganos el periódico. Ya sabe qué sección —Wendel desapareció en la habitación contigua—. Después del drama de anoche, será mejor que veamos algo alegre. Una comedia romántica —sugirió, mientras movía de un lado para otro la muñeca para contemplar el brazalete.

Su repentino buen humor le produjo escalofríos a Russell. Aunque se alegraba de que hubiera dejado atrás el incidente del día anterior, estaba seguro de que, durante años, sería la número uno de la lista de sus pesadillas. Tomó otro sorbo de burbon.

Wendel volvió con el periódico y se lo entregó a Charlotte. Ella le dio las gracias y se levantó para acercarse a la mesa y extenderlo.

—California del Norte —continuó el señor Maday, quien evidentemente había estado dándole vueltas al lugar de su luna de miel—. Vuestra primera luna de miel. Pero algún día, cuando tu carrera como crítico literario haya despegado, podréis disfrutar de una luna de miel en Europa.

Russell volvió a pasarse el dedo por dentro del cuello de la camisa. La corbata estaba empezando a parecerle un nudo corredizo. Aquella familia parecía pensar que se iba a convertir en el sucesor de William Safire. Los sueños que él pudiese tener parecían carecer de importancia. Quizás fuese así en realidad. Al fin y al cabo, los sueños conducían inevitablemente al fracaso.

Pero antes de que pudiera contestar, Charlotte gritó.

Todos se quedaron inmóviles.

—Tú… tú…

Era como si una corriente eléctrica hubiera pasado por el pelo de Charlotte, que miraba a Russell de una forma que le resultaba incómodamente familiar.

Porque era la misma mirada que le había dedicado en el restaurante el día anterior durante el incidente del tatuaje.

Rápidamente miró hacia abajo. No. Tenía la camisa abrochada. Y la chaqueta del traje también, así que volvió a mirarla a ella.

—¡Tú! –repitió, señalándolo con un dedo. El brazalete de brillantes colgaba de su muñeca como un aro de fuego—. Tú…

—¿Yo? –contestó él, demasiado aturdido como para pensar en otra cosa. Incluso si hubiera sido capaz de hacerlo, no habría tenido aire para pronunciar palabra. Aquella maldita corbata no le dejaba respirar.

Wendel le trajo otra copa, y Russell se aferró a ella con la desesperación de un hombre asiendo un salvavidas.

Charlotte señaló con el dedo al periódico, sin apartar la mirada acusadora de Russell.

—¿Cómo pudiste? —gimió, dando una patada en el suelo pero que apenas sonó sobre la alfombra de cuatro centímetros de grosor—. ¡Mamá! —gritó, abriendo sus brazos hacia su madre, que seguía sentada en el sofá.

La señora Maday estuvo a su lado en una fracción de segundos.

—Nena, ¿qué pasa?

Agnes estaba en el borde del sofá y Russell, quizás por el efecto del burbon, tuvo la sensación de que también el sofá se inclinaba hacia delante queriendo saber. No sabía si disculparse, aunque no tenía ni idea de qué clase de crimen podía haber cometido.

—Mami —volvió a gemir Charlotte, apoyando la cabeza en el hombro de su madre.

—Tranquila, mi cielo. ¿Qué es lo que has visto en ese periódico que pueda ser tan malo?

Contra todo pronóstico, Russell rezó porque fuese unas rebajas perdidas en Neiman's.

La señora Maday miró hacia donde Charlotte señalaba con el dedo.

—Donald —susurró, agitando la mano en el aire hacia su marido.

El señor Maday se acercó rápidamente a su hija y esposa, y tras mirar el periódico las rodeó a ambas con los brazos en un gesto protector, mientras clavaba la mirada en Russell.

Tras un momento de incómodo silencio, Russell carraspeó.

—¿Ha muerto alguien?

—Todavía no —contestó el señor Maday.

Russell tomó otro sorbo. Aquello estaba siendo como una mala película.

Fred se acercó, miró por encima del hombro de la señora Maday y resopló.

«El pobre debe asistir a funerales para divertirse», pensó Russell.

—Eh… ¿podría decirme alguien cuál es el problema? —preguntó.

Agnes se acercó a la reunión familiar y metió la nariz en el periódico.

—Maldición. Ojalá hubiese traído las gafas. ¿Qué estamos mirando?

El señor Maday abrazó a su mujer y a su hija. Charlotte estaba en la fase de hipidos. El llanto a gran escala llegaría después.

Russell se aferró a su copa. Desde la fatídica noche de su despedida de soltero, su vida había descendido en una vertiginosa espiral. Si sobrevivía a aquella última prueba, se ocuparía de formar un grupo de presión para que ilegalizasen las despedidas de soltero.

—Russell —dijo el señor Maday, con el mismo tono de voz de Charlton Heston en Los diez mandamientos—. Ven aquí y explícanos esto.

Cruzó la habitación para sumarse a la reunión ante el periódico de la familia Maday. Sentía las piernas pesadas, como si fuesen de madera. Casi como si se estuviera encaminando a la guillotina. Estuvo tentado de pedir un último cigarrillo, pero el problema era que él no fumaba.

Cuando llegó a la reunión familiar, todos retrocedieron al unísono como en una especie de danza macabra. Russell miró el periódico.

Un anuncio de zapatos. La apertura de un restaurante.

Una foto.

Cerró los ojos.

Abrió los ojos. La fotografía seguía estando allí.

Russell, con el pecho desnudo y con el pelo que llevaría la novia de Frankenstein, besaba a una mujer. Y no a cualquier mujer, sino a la motera con aquel traje de cuero que no dejaba nada a la imaginación.

La fotografía que la tía le había sacado a Liz y a ella. Una fotografía de compromiso.

Se quedó mirando el periódico más tiempo del necesario, en parte por la sorpresa y en parte por el miedo. Cuando levantó la cabeza para mirar a la familia Maday, debería haber tenido algo que decir. Algo inteligente. Razonable. Plausible.

—Se me habían mojado los pantalones en la piscina, y esa mujer… —señaló con el pulgar la fotografía, como si no pudieran tener ni idea de quién era esa mujer—, me consiguió unos pantalones que pertenecían a un vecino suyo que escribe novelas de terror y que me estaban demasiado pequeños, y apareció su tía y yo fingí ser su prometido porque o lo hacía, o Raven el Carnívoro me comería vivo, y yo no tenía ni idea de que la fotografía iba a aparecer en un periódico…

Hizo una pausa para tomar aire.

Charlotte, con las mejillas churretosas del rimel, levantó la cara del hombro de su padre.

—¿Fingiste estar prometido con esa… esa… esa?

—Sólo por puro instinto de supervivencia, te lo aseguro.

—Joven, creo que deberías marcharte –le ordenó el señor Maday.

—Char, puedo explicarte…

—Ya has dado bastantes explicaciones –le advirtió el señor Maday, pero Russell continuó.

—En la fotografía parece haber mucho más de lo que hubo en realidad.

—¡La estás besando! —bramó Charlotte—. ¿Qué podría ser peor?

—Char… —empezó, pero la mirada del señor Maday le detuvo.

Decidió concentrarse en el grupo como si fuesen una sola persona. Una mirada más del señor Maday podía transformarlo en piedra.

—Les pido disculpas por este terrible malentendido —dijo, empezando de nuevo—. Me ocuparé de arreglarlo todo. Primero, exigiré una disculpa formal del periódico, y después… –dejó la bebida sobre la mesa—. Después, pondré fin a esta tontería de una vez por todas.

Dio media vuelta y caminó hasta la puerta. Sabía lo que tenía que hacer: irse directamente a La Rosa tatuada y tener unas palabritas con la motera sobre su querida tía. Aquellas pequeñas escapadas estaban arruinándole la boda, el futuro, la vida.

Se detuvo en la puerta principal y al asir el picaporte dorado, se detuvo. Al fin y al cabo, ¿qué era lo que tenían los Maday? ¿La agencia de viajes Gulliver?

Le hacía sentirse pequeño. Insignificante. ¿O quizás se habría sentido siempre así con los Maday?

Abrió la puerta de un tirón y salió. Pero antes de haberla cerrado, oyó decir a Agnes:

—Supongo que el teatro queda ahora fuera de lugar, ¿no?

 

 

La carretera 101 a las seis de la tarde estaba tan abarrotada como Barney's, el bar del Boulevard Santa Mónica donde Liz solía ir con asiduidad.

Solía. Ya no. Últimamente, en lugar de sentarse en el taburete de la barra tras el trabajo, se subía a su Harley y hacía kilómetros en la autopista número uno. Y en lugar de buscar la compañía de futuras estrellas de cine, se dedicaba a escuchar el sonido de las olas y a escribir sonetos. Más tarde, ya en su apartamento de Hollywood, se calentaba una cena de chile verde antes de meterse en la cama con un buen libro.

Excepto la otra noche. Se había sentido un poco sola, y había decidido pasarse por el Satiricon para tomarse una copa de vino. Y en lugar de sentarse junto a algún chico guapo que soñara con tener un papel en algún culebrón, se había sentado junto a un hombre encantador que aspiraba a salir del nicho académico que la vida había labrado para él.

Russell.

Se había pasado el día recorriendo los centros comerciales con su tía, pero había tenido la mente puesta en Russell. Quizás aquella noche se pasara por La Rosa tatuada para devolverle los pantalones de su vecino. Y por si acaso, había decidido ponerse su conjunto turquesa. Era un conjunto que se le ceñía a la perfección, resaltando algunas de sus mejores cualidades. Si, bueno, quería atraerle, ¿y qué? ¿Acaso era un crimen?

Sí. Lo era si el tipo en cuestión iba a casarse con alguien dentro de una semana.

Asomó la cabeza por la ventana del coche de su tía. Aire calientes y gases de los tubos de escape le golpearon en la cara, y el sol reflejado en el parachoques plateado de otro coche le dio en los ojos con la fuerza de un rayo láser.

Eso era lo que necesitaba. Cirugía cerebral con láser para que le extirparan los recuerdos y los pensamientos de Russell. Seguro que eso era algo que se podía conseguir en Los Ángeles. En aquella ciudad, había toda clase de cirujanos.

—Cariño —la llamó su tía, interrumpiendo sus pensamientos.

—¿Sí?

Su tía no debía haber pasado jamás un día al sol, a juzgar por la palidez de sus mejillas y de sus pequeñas manos, que sujetaban con fuerza el volante de su anticuado Audi.

Estar sentada allí le recordaba a Liz cuando no era más que una niña y su tía iba a visitarlos. Era por carnaval, y su tía se presentó tan impecable como en aquel momento, trayéndole un libro para su sobrina especial. Habían pasado muchas tardes, sentadas la una junto a la otra, absortas en las historias del mago de Oz, o de Narnia, o de algún otro lugar mágico, leyendo pasajes de los libros en voz alta.

—Ya sabes que se dice que una novia debe llevar algo usado, algo nuevo, algo prestado y algo azul, ¿no? Nuevo, ya tenemos –dijo su tía, con la mirada clavada en el Cadillac de delante, pero sigues necesitando algo prestado, algo azul y algo viejo.

Liz se pasó la mano por el pelo y enredó uno de sus mechones en el índice. En el carril de al lado circulaba un coche conducido por un crío que no debía tener más de diecisiete años. Llevaba un palillo entre los dientes, y al ver a Liz, le lanzó un beso con sus labios gordezuelos. El palillo hizo un movimiento ascendente y descendente.

—¿Me has oído?

Liz la miró.

—Sí. Algo azul y algo prestado. ¿Qué te parecería el viejo Volkswagen de Raven —sugirió, sonriendo. Dios no quisiera que alguien se enterase de que Raven, el rey de los bíceps, había trabajado como aprendiz en una floristería en Etiwanda y que conducía un Volkswagen azul celeste.

—¿Un Volkswagen?

—Es prestado, azul y viejo.

—¿Prestado?

—Sí. Es de un primo segundo suyo.

Su tía pisó el freno, con cuidado de quedarse a unos cuantos metros del Cadillac.

—¿Y no se lo ha devuelto?

—Es que su primo le debe una aspiradora.

—¿Una aspiradora?

—Sí. Es que tenía todo un arsenal de accesorios, incluido un chisme para sacar el polvo de… las esquinas –prefirió no utilizar el epíteto que Raven solía añadir—. Era un regalo que Raven le hizo a su madre. Incluso tenía tres años de garantía. Manfred se le llevó prestada y no se la devolvió.

—¿Manfred?

Liz suspiró. El tráfico, el calor, el cansancio le estaban produciendo dolor de cabeza.

—Sí, Manfred.

—Russell, Raven, Manfred… no parecen pertenecer a la misma familia.

—¿Y en qué familias no hay diferencias? Mira, tía, tú eres una mujer culta y refinada, y yo soy…

Su tía la cortó.

—Tú eres una chica inteligente, trabajadora y de buen corazón. Ya sabes que yo no le entregaría ese fideicomiso a cualquier pariente; sólo a ti. Tú eres la elegida, mi esperanza para el futuro —sus manos apretaron con fuerza el volante—. Eras la niña de los ojos de tu padre, y merecías serlo.

Liz no podía hablar. Después de la muerte de su madre, cuando ella tenía sólo cinco años, su padre se había esforzado por darle el cariño de ambos progenitores.

—Eres la alegría de mi vida, hija —solía decirle, y aún podía percibir el sentimiento de su voz… desde su muerte, no había esperado volver a oír tal ternura en una voz.

Hasta que conoció a Russell.

Se volvió a mirar por la ventana para ocultar una repentina emoción.

La voz de Russell aquella primera noche. Cerró los ojos para recordar. Había citado versos de algunos poemas como si fueran regalos melodiosos. Palabras regaladas que le habían llegado a la mente y al corazón.

Era como si llevase toda la vida esperando a aquel hombre. Su alma gemela.

Qué tontería.

Soltó el aire que había estado conteniendo y abrió los ojos. El crío del coche volvió a lanzarle otro beso. Ligando en una autopista. Sólo podía ocurrirle a ella.

—Toma esta salida. Es la de la Rosa —dijo.

Sin avisar, su tía se colocó delante del coche que circulaba por el carril derecho. Un claxon sonó, y una larga lista de improperios las siguió mientras se alejaban por la salida.

—¿Alguna vez has oído hablar de algo llamado intermitente?

—Sí, pero he querido demostrarle al imbécil ese del coche de al lado quién manda aquí.

Liz se volvió lentamente a mirarla. El perfil de su tía seguía inalterable.

—Bien hecho, tía –la felicitó.

Veinte minutos más tarde, aparcaba perfectamente su Audi delante de La Rosa tatuada, para lo que necesitó cuatro intentos, y Liz sonrió cuando por fin paró el motor.

—Voy a entrar un momento, cariño —dijo su tía—. Necesito hacer una llamada.

—Claro, tía.

Liz abrió la puerta del coche y bajó. El calor del suelo traspasaba la suela de sus sandalias.

—Liz —la llamó una voz masculina.

Al darse la vuelta, vio a Dice, diminutivo de Paradise, que se acercaba a ella con un montón de camisetas colgando del brazo.

—Dice. ¿Qué tal estás?

—Bien, babe. ¿Necesitas una camiseta? —levantó el brazo—. Tengo una oferta especial hoy.

—¿Cuchillos de carne?

—Pendientes.

Liz sonrió.

—No, gracias.

—Vale. Nos vemos.

Y se acercó a un matrimonio de mediana edad que contemplaba boquiabierto el escaparate con la modelo vestida tan sólo con ropa interior roja.

Liz metió la llave en la cerradura y le dio una patada a la puerta en la esquina inferior. La puerta se abrió.

El salón estaba a oscuras y fresco, y su tía entró detrás de ella.

—Ese caballero te ha llamado babe.

—Llama así a todo el mundo. Excepto a los chicos, claro.

—Babe… —repitió su tía—. Hace años que un joven me llamó baby —las mejillas se le tiñeron de rojo—. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Supongo que no me importaría que me llamasen babe. Al fin y al cabo, soy una mujer de los noventa.

Aparentemente complacida con su lógica, miró a su alrededor.

—¿Dónde está el teléfono?

—Allí –contestó Liz, señalando la mesita de al lado del sofá, y se preguntó si el joven que había llamado a su tía baby sería quien le robó el corazón. A veces, su tía le había hablado de él con la mirada perdida en la distancia. ¿Cómo se llamaba? ¿Dan? No, David.

Russell.

Miró el contestador. La luz roja no parpadeaba. No había mensajes. No había llamado.

Mientras su tía marcaba el número de teléfono, Liz procuró ocultar su desilusión y ocuparse en preparar lo necesario para los clientes de la noche. Revisó el material. Puso música suave. Encendió la lámpara de gas, que inundó la habitación con una luz suave.

—La convención sobre la glicinia está llena —dijo su tía al colgar, y se sentó en el sillón de orejas del centro de la habitación; tras dejar cuidadosamente su bolso en la mesa, se volvió a Liz—. Mi primera conferencia. Pero también es tu primera ceremonia importante. Tu boda. ¡No puedo perdérmela!

—Tía, ya hemos hablado de esto. Va a ser una ceremonia sencilla en Las Vegas. Sólo yo, mi novio y algún imitador de Elvis como predicador…

—¿Hacen esa clase de cosas en Las Vegas?

—Seguramente. En serio, tía. Sé que es importante para ti esta conferencia. Hace mucho tiempo que deseas participar.

«Y para mí sería terrible que te la perdieras para ver cómo me caso con Raven, que no es quien tu piensas que va a casarse conmigo y que no es con quien yo me casaría si pretendiera casarme de verdad».

Era como estar permanentemente en un carnaval.

—No pasa nada. Piensa en ello como tu turno para florecer. Lo harás tan bien que le darán tu nombre a alguna especie nueva de glicinia.

Su tía suspiró.

—Creo que tengo miedo escénico –contestó, y sus ojos azules se abrieron de par en par.

Ver la expresión infantil de su tía, llena de nerviosismo y excitación, le hizo olvidar todo lo demás.

—Vas a ser pura dinamita —le dijo.

Hubiera querido abrazarla y mecerla en sus brazos como si fuese una niña. Calmarla con sus palabras y animarla, asegurarle que nada podía ocurrirle. ¿Sería esa la clase de amor protector que una madre sentía por sus hijos?

Un pensamiento triste se le pasó por la cabeza.

Levantó las persianas del escaparate y el sol de la tarde entró en el salón, hiriéndole los ojos. Ojalá aquellos mismos rayos pudiesen entrar en su alma y borrar el dolor. La idea de perder a su tía, el último miembro de su familia, era dolorosa.

—¿De verdad lo crees? —preguntó su tía.

—¿El qué?

—Que seré dinamita.

De vuelta en la conversación, Liz se dio la vuelta.

—Lo sé —dijo—. Está en nuestros genes, tía. Hemos nacido para ser presentadores de conferencias.

Su tía se echó a reír.

—Que hemos nacido para ser… —repitió, y siguió riéndose.

—Y yo he nacido para ser libre.

Las dos se volvieron para mirar a la montaña que bloqueaba la puerta.

—¡Oh! –exclamó su tía, y sus manos aferraron el asa del bolso como si lo tuviera en su regazo.

—Es tu futuro cuñado —dijo su tía—. Ramon.

—Raven —le corrigió Liz.

—Raven, sí —susurró ella.

Aunque la sombra que proyectaba el cuerpo de Raven dejaba en sombras el rostro de su tía, Liz pudo percibir su expresión de admiración. Probablemente los únicos hombres con los que trataba habitualmente su tía eran el cartero y el tendero. Tipos de modales tranquilos con pelo ralo y batas blancas. Tipos precisamente opuestos a Raven, una bestia salvaje con coleta negra y aquella tarde una camiseta negra decorada con una calavera blanca. Bajo su sonrisa esquelética, las palabras Hermano Muerte.

Raven entró en el salón. Como en todas sus camisetas, había arrancado las mangas para que sus brazos estilo Schwarzenegger pudiesen entrar cómodamente.

—¿Hermano Muerte? —leyó su tía—. ¿Es así como te llaman tus amigos?

Raven se echó a reír, aunque su risa pareció más el trueno de una tormenta cercana.

—Qué va, mis amigos me llaman…

Liz carraspeó a modo de advertencia y Raven dudó.

—Me llaman… eh… ¿Qué tal las compras?

—Bien —contestó la tía—. Hemos comprado el vestido de novia para Elizabeth. Un vestido que refleja su personalidad. Como decía mi querido hermano, Elizabeth crea su propio estilo.

Él sonrió y su diente de oro brilló.

—Esa es mi chica. Eh… quiero decir…

—Mi cuñada —intervino Liz. Qué aliviada se iba a sentir cuando aquella boda hubiese terminado y pudiera seguir con su vida y sus estudios. Con un movimiento de la cabeza, le indicó a Raven que quería que se acercase.

—Discúlpeme, tía –murmuró él, y se acercó a Liz. La lámpara de la mesa tembló, y la tía la sujetó.

—Cuidado con lo que dices —le susurró—. No olvides que eres mi cuñado… por cierto, ¿por qué te has puesto hoy la camiseta de Hermano Muerte?

—No tenían una de Cuñado Muerte…

—No me refiero a eso —replicó, elevando sus ojos al cielo—. ¿No tienes ninguna camiseta que diga algo normal?

—Ésta es normal.

—Sí. Y Elvis era mi tío.

Raven la miró con un movimiento brusco.

—¿Ah, sí?

—No, ¿cómo iba a… olvídalo.

—¿Qué andáis cuchicheando vosotros dos? —preguntó su tía.

Raven se volvió a mirarla.

—¿De verdad era Elvis su…?

—Raven –le interrumpió en voz alta Liz—, haz algo útil. Los clientes empezarán a llegar enseguida.

No quería que su tía pensase que se casaba con una familia de inocentones. Si llegaba a preocuparse por su futuro, podría retirar su oferta del fideicomiso.

—¿Elvis? —preguntó su tía animadamente—. ¿De verdad va a ser él el ministro en Las Vegas?

—¿Cómo?

Raven frunció el ceño.

—Raven, siéntate. Tengo que trabajar.

¿Casarse ella con una familia de inocentones? Mejor pensado, la suya propia ya lo era.

Raven miró a su alrededor, y el pendiente se balanceó de un lado para otro.

—Buena idea. Voy a acomodarme en mi puesto de vigilancia por si las cosas se ponen feas.

—¿Si las cosas se ponen feas? —repitió su tía.

Liz había estado yendo y viniendo por la habitación, limpiando, y se detuvo a mirar a su tía que parecía azorada por la excitación. Quizás tras todos aquellos años de bibliotecaria, su tía estaba disfrutando de la vida en aquellos días: hombres desnudos, Elvis oficiando ceremonias, la posibilidad de que las cosas se pusieran feas en un salón de tatuajes en Hollywood Boulevard. Mejor que las glicinias, sin duda.

Se acercó a ella y le dio unas palmaditas en el hombro.

«Debería haber estado más en contacto con ella estos años», pensó Liz. «Debería haberle dado más razones para experimentar el lado salvaje de la vida». Sintió una nueva punzada de culpabilidad por haberle mentido sobre la boda. «Te compensaré por ello, tía. Pasaremos más tiempo juntas. Volveremos a leer juntas, como en los viejos tiempos».

Liz miró por encima del hombro hacia el rincón más alejado del salón. Una enorme librería que ella misma había colocado como pared, dejaba en la sombra el rincón en el que la silla de vigilancia de Raven, que en realidad no era más que una silla metálica plegable, estaba situada. Y a él le gustaba. Era el lugar desde el que podía salir y arrancarle los ojos a cualquiera que la molestase a ella o a alguno de sus clientes. Afortunadamente no solía haber incidentes.

La silla plegable crujió. Sabía que se había sentado. Entonces oyó ruidos de papeles.

—¿Qué es eso? –le preguntó Liz.

—Es que… he comprado algunas revistas.

—¿Qué revistas?

Silencio.

—De… bodas. Para investigar.

—¿Has comprado… revistas sobre bodas?

—Pues sí. Ya te he dicho que quiero investigar.

Su tía la miró encantada.

—¿No es encantador este chico? Tu futuro cuñado te trata ya como si fueras de la familia.

Raven masculló algo entre dientes.

—Y hablando de familia —continuó su tía, mirando hacia la puerta—. Aquí está tu prometido.

La habitación quedó en silencio.

Ni una sola página crujió en el escondite del vigilante.

Russell.

Estaba en la puerta, inspeccionando la habitación. Mientras Raven había bloqueado el paso de luz, Russell estaba rodeado por ella. Los rayos dorados del sol dibujaban su forma, acentuando sus hombros y sus caderas redondeadas. Antes no había tenido la oportunidad de fijarse bien en su físico. Era más atlético de lo que le recordaba. No un tipo musculoso, pero sí en forma. En buena forma.

Maldición, le estaban sudando las palmas de las manos.

Entró en la habitación y lo vio bien vestido. Como si fuese a la iglesia. Brillantes zapatos negros, traje gris abrochado y corbata gris con lunares blancos… la clase de corbata que había visto en un escaparate de Beverly Hills.

Entonces lo miró a la cara. Todo lo demás podía estar coordinado en tonos de gris, pero su cara estaba roja.

Roja de furia.

Cruzándose de brazos miró primero a Liz, después a su tía y luego de nuevo a Liz.

—Si querías destruirme —dijo al final en un tono bajo y controlado—, ¿por qué no me disparaste con un arma en lugar de hacerlo con una cámara de fotos?