El graduado
El segundo trimestre de otoño llegó por fin, tras unos meses de agosto y septiembre interminables, que pasé sobre todo escondiéndome en mi cuarto con bocadillos de tomate y queso fundido que hacía con la sandwichera Breville, un vídeo de El club de los cinco y repasando con apatía la lista de lecturas para el siguiente trimestre.
Mac y yo lo retomamos donde lo habíamos dejado. Al volver de las vacaciones, y sin haber tenido más contacto con él, temía que todo quedara en nada, que me presentara en su pequeño piso la primera noche, tras media botella de lambrusco y unos bailes en la fiesta de bienvenida, para que me dijera que ya no me quería allí, que todo había terminado. Sobre todo después de mi última escena melodramática en el aparcamiento de la estación. Pero cuando aparecí con mis tejanos cortados, mis playeras bordadas y una nueva camiseta de los Soup Dragons, Mac me abrió la puerta con una sonrisa, y de inmediato trató de quitarme el sujetador, así que todo fue bien.
Reanudamos nuestra relación: veíamos películas, dormíamos juntos y sin que nadie nos descubriera, pero había ahora un pequeño obstáculo para nuestra aventura, ya que los estudiantes de segundo año tenían que vivir fuera del campus. La otra razón por la que temía que Mac no me aceptara la primera noche —una mocosa abandonada y perdida, una pilluela ebria que se aferraba a una pinta de plástico de sidra y licor de grosellas— era porque entonces tendría que volver a mi nuevo y horrible cuchitril de estudiante.
Becky y yo la habíamos cagado. Durante el trimestre de verano se había realizado un sorteo para los alojamientos, en el que habíamos participado junto con otras tres chicas con las que queríamos compartir casa. Si te iba bien el sorteo, conseguías ir a la parte buena de Leamington Spa, con bonitas casas de estilo georgiano, calefacción central y alfombras. De lo contrario, acababas en la parte mala, con sórdidos adosados, quemadores de gas que se encendían con cerillas y moquetas mohosas. En el sorteo salimos en los primeros puestos. Teníamos una cita un lunes por la mañana para que nos acomodaran en nuestra preciosa villa georgiana, pero nos emborrachamos la noche anterior, nos quedamos dormidas y no aparecimos en la cita. Nos recompensaron con un adosado en la parte mala de Leamington que tenía chinches, colchones con trozos de uñas, rastros de babosas, y una peligrosa cocina de la década de 1950 con una de esas alarmantes parrillas situadas por encima de los fogones que amenazaban con prenderte fuego en la cabeza cada vez que freías beicon. La calefacción era por desgracia totalmente inadecuada; teníamos que utilizar esos malísimos calefactores de gas (uno para cada uno de los horribles dormitorios) y una estufa eléctrica de tres barras en la húmeda sala de estar, frente a la que nos tostábamos por turnos sentadas en el sofá.
Me prometí pasar el menor tiempo posible en aquel antro y dormir todas las noches que pudiera en el piso de Mac, si él me aceptaba (bueno, por supuesto que iba a aceptarme. No lo dudé ni un momento después de la primera noche). Sabíamos que era arriesgado. Yo salía de su piso con cara de sueño varias mañanas por semana, me quedaba en el portal hasta que la costa parecía despejada, y luego corría como el viento en dirección a clase. Si hubo quien me vio, nadie dijo nunca nada. Becky lo sabía, claro está. Las otras tres chicas creían que tenía un novio del tercer curso. Las noches que esperaba poder quedarme con Mac, me metía el cepillo de dientes y unas bragas limpias en el bolsillo de mi chaqueta tejana... De todas formas, no fui nunca la única que apareció en las tediosas clases sobre las hermanas Brontë llevando la misma ropa del día anterior.
Mac y yo vimos El graduado una noche de finales de octubre en vídeo, en su dormitorio. Pusimos la tele sobre el aparador con ruedas para poder verla desde la cama.
—Me encanta esta película —dije alegremente, mientras él sacaba la cinta de vídeo de su caja. Yo estaba sentada, apoyada en tres almohadas blancas, llevaba un camisón con la frase «Little Miss Naughty» en la parte delantera, y tenía preparado un paquete de galletas Hobnobs—. La banda sonora, los actores, la saturación del color. Todo ese sol... —Lentamente despegué la tira del envoltorio de las Hobnobs.
—La «saturación del color». —Mac sonrió, inclinándose para agarrar su cuaderno y su boli de la mesita de noche. Yo seguía complaciéndolo de todas las formas posibles.
—Sí —dije—. La piscina, la colchoneta... —Me ilusionaba ver la película con Mac. Sonreí en cuanto la cámara se alejó de la escena inicial de Ben sentado en el avión, y estaba absolutamente entusiasmada cuando Art Garfunkel empezó a cantar sobre su vieja amiga, la oscuridad, y mientras Ben se desplazaba en la cinta transportadora del aeropuerto. No me comí ni una sola galleta hasta que salió de la casa con el traje de buceo.
Cantamos las canciones de la banda sonora. Nos reímos en la escena de los «plásticos». Cuando Anne Bancroft se subía la media, Mac estaba dentro de mí.
—Qué bueno este momento —dijo Mac.
—¿Este? —pregunté, parpadeando lánguidamente.
—Bueno, sí —susurró él, tomando aire despacio.
—¿Cómo eras tú cuando te graduaste? —le pregunté después. La película había terminado y estábamos devorando tostadas con paté, con finísimas rodajas de pepino por encima. Todavía en la cama. Yo quería pastel de chocolate, como John y Yoko, pero ninguno de los dos quiso hacer el esfuerzo de ir a Sainsbury—. ¿Un salido? —Mac rio y se metió una rodaja de pepino en la boca—. ¿Y de estudiante? ¿Te tiraste a alguna profesora mayor?
—No. ¡Qué cosas preguntas!
—Ah, ¿sí? ¿No hubo ninguna señora Robinson?
—No.
—Solo me preguntaba si fue así como se te ocurrió la idea de hacerlo al revés.
—¡Descarada! —dijo Mac—. Aunque supongo que es halagador que me consideren la versión masculina de la señora Robinson. Es una mujer muy sexy.
Quería preguntarle por qué tenía una aventura conmigo, pero al mismo tiempo no quería que pensara demasiado en ello, que lo analizara igual que hacía con sus películas. Yo acabaría siendo un personaje intenso y jodido con un pasado sospechoso o algo así y él sería un personaje turbio y taciturno con problemas que necesitaba resolver de modo satisfactorio.
—Se podría argumentar que Anne Bancroft es el epítome de la madre que provoca vergüenza ajena —dije con frivolidad—, claro que no has conocido a la mía. ¿Por qué incluyes El graduado en tu curso? —añadí, sacudiéndome las migas de tostada del pecho antes de volver a recostarme en las almohadas—. ¿Qué dice sobre las mujeres? —Me sentía demasiado llena y perezosa para pensarlo por mí misma, por mucho que a Mac le gustaran mis reflexiones.
Mac dejó su triángulo de tostada en el plato y agarró el borde de la funda de una almohada para limpiarse las gafas.
—La película fue muy polémica en su época. Una mujer como la señora Robinson, una mujer que lleva el control, que no siente nada, pero que busca sentir algo con desesperación, era algo nuevo para el público. Fue una absoluta pionera. Y el hecho de que fuera una mujer mayor y sexualmente poderosa, de que siguiera siendo activa sexualmente, para ser sinceros, rompió todos los esquemas. —Volvió a ponerse las gafas—. Pero al final es castigada. Se dedica a confabular, es manipuladora. Pierde a su marido, pierde a su joven amante y el amor y el afecto de su hija. Se le hace pagar por su ímpetu sexual, así que podríamos decir que a pesar del impacto subversivo que causó, El graduado es al final una película conservadora.
Apoyé el pulgar bajo la barbilla, hundiéndolo en el espacio cóncavo, y el índice en la nariz. Esperaba parecer mona y reflexiva.
—¿Podríamos decir también que Elaine consigue la rebelión y la independencia, pero solo con la ayuda de un hombre, que es un personaje confuso sin una personalidad propia? —Finalmente había decidido ofrecerle mi opinión. Quería que Mac viera lo mejor de mí misma. Quería deslumbrarlo, siempre.
—Podría decirse, sí —admitió Mac, asintiendo. Me encantaba que me mirara así, impresionado—. Al fin y al cabo, ha de ser rescatada. Y ni siquiera acepta ese rescate hasta que ve los rostros airados de sus padres. De hecho, necesita una guía.
—Entonces, al principio la película parece abrir camino para el feminismo, pero al final se raja y vuelve a lo tradicional.
—Sí, se raja —dijo Mac entre risas—. Me gusta eso. Una de mis clases podría llamarse «El graduado se raja». Creo que a mis alumnos les entusiasmaría.
Me imaginé a Mac dando esa clase el curso siguiente: caminando de un lado a otro, agitando los brazos, quitándose las gafas de vez en cuando para limpiárselas con la camisa. No solo tenía celos de los alumnos que asistirían a aquella clase futura, absorbiendo sus conocimientos, pendientes de cada una de sus preciosas palabras, sino que además tenía miedo de no poder estar en su cama el curso siguiente. ¿Seguiría con él en el tercer año? Tenía que seguir con él.
—Los padres de Elaine son un modelo horrible —dije, preguntándome si yo, igual que la señora Robinson, necesitaba sentir algo desesperadamente al llegar a Warwick—. Igual que los de Ben.
—¿Y los tuyos? —preguntó Mac con una sonrisa.
—¿Qué me dices de los tuyos? —inquirí. No iba a sonsacarme nada más sobre mis padres. Estaba feliz, ¿para qué estropearlo?
—Mayores, muy respetables y residentes en Devon.
—Suena bien. —Mac se limitó a encogerse de hombros—. ¿Crees que la señora Robinson amaba a Ben? —Lo pregunté solo con la intención de cambiar de tema, pero me di cuenta, cuando lo dije, de que de repente estaba buscando algo. Una razón, una justificación, una declaración... ¿Por qué Mac tenía una aventura conmigo, y estaba engañando a su mujer, mintiendo por omisión? Yo lo quería, lo sabía cada vez que lo miraba, pero ¿me quería él a mí? De ninguna manera pensaba preguntárselo, así que tendría que conformarme con una alusión cinematográfica indirecta que seguro que Mac no captaría.
—No —respondió él—. No, no lo creo.
—Vale —repliqué, sintiéndome un poco angustiada. Yo también sabía que la señora Robinson no quería a Ben. Y había llegado a mi propio callejón sin salida. Jamás le preguntaría a Mac si me amaba, pero tenía la sensación de que acababa de decirme que no. Era preciso volver a cambiar de tema, utilizar el recurso con el que siempre contaba—. ¿Quieres entusiasmarme a mí?
—¿Perdón? —Esbozó esa sonrisa típica de él, que aparecía despacio como el sol sobre una carretera rural.
—Ya me has oído. —Aparté la sábana y le hice un gesto con la cabeza para que volviera a meterse en la cama conmigo—. ¡Ven aquí!
Ese fin de semana recibí una tremenda sorpresa. La clase de sorpresa que te afecta durante semanas, la clase de sorpresa que no puedes creer que se haya producido de verdad. Estaba remoloneando en mi cama de la casa de las babosas un sábado por la tarde, tomando notas sobre La abadía de Northanger, tratando de no dormirme porque me había pasado toda la noche realizando acrobacias sexuales con Mac, cuando oí unos extraños golpes en la puerta de abajo, una especie de rasgueo, como si se hiciera con las uñas.
No había nadie más en casa. Becky se había ido de compras inesperadamente con un chico de Ipswich que quería comprarse una caña de pescar. Las otras chicas estaban en una larga clase de aerobic.
Abrí la puerta y me encontré con un neceser rosa, unas sandalias blancas de plástico a pesar del tiempo cada vez más fresco, y a mi madre, sin medias.
—¡Sorpresa! —exclamó ella con voz cantarina, y yo me quedé horrorizada, plantada en la puerta, molesta porque seguramente no iba a desmayarme cuando lo único que podía salvarme de aquel horror sería caer desplomada y que me llevaran en camilla al hospital más cercano. Necesitaba unas sales aromáticas, necesitaba una de esas mantas de emergencia plateadas, necesitaba estar lo más lejos posible de aquella puerta. Pero el olor a perfume Poison y a cigarrillos Embassy Lights no lograba dejarme inconsciente. Mi madre estaba allí. Allí. Era lo peor que me había ocurrido en la vida.
—¿Qué rábanos haces aquí, Marilyn? —No era mi voz, era la voz de una mujer histérica tratando de mantener la calma; una voz lejana, aguda y chillona.
—He pensado en venir a pasar el fin de semana —se limitó a explicar mientras traspasaba el umbral de la puerta acarreando el neceser—. Fingiré que soy una alumna. Una de la banda. —Soltó entonces una de sus horribles risitas nerviosas, y sus tacones de color frambuesa rascaron el lateral del neceser con un sonido que haría retorcerse a un gato y a mí me entraron ganas de apuñalarla al estilo de Psicosis.
¡Jamás me había indicado que fuera a presentarse sin más! Se había mostrado desdeñosa con Warwick... Sí, claro, había presumido de ello delante de sus amigos, pero delante de mí solo había habido desdén. Me decía que me iba grande, que iba a convertirme en una estudiante, como si eso fuera la cosa más burguesa y embarazosa del mundo. Me sentí invadida. Cada fibra de mi ser se rebelaba contra su presencia en la casa. No quería su veneno allí,[14] emponzoñando mi nueva vida. Al cabo de tantos años, ¿decidía prestarme atención ahora?
Estaba dentro. Cerró la puerta de la calle con un decidido golpe. Vestía pantalones pirata a cuadros muy ceñidos, un jersey de angora y una especie de infortunada capa. Su cardado era exagerado. Llevaba las uñas de los pies de color coral, parecían gruesas y curvadas en los bordes.
—Esto es un cuchitril —dijo, mirando a su alrededor—. Una auténtica covacha. ¿Dónde está tu habitación?
—Arriba.
Y arriba la llevé, pisando la raída moqueta, seguida por su veneno. Marilyn observó los pósteres de música y de películas, y echó una mirada irónicamente crítica a mi atestado escritorio y a las prendas y los calcetines sueltos esparcidos por el suelo.
—¿Dónde voy a dormir?
¿Qué esperaba? ¿Camas separadas con edredones a juego, como en las películas de Doris Day?
—No lo sé —contesté. ¡No quería que se quedara! ¡No quería tenerla allí!—. Una de las dos podría dormir en el suelo —insinué, aunque me rebelaba silenciosamente con todas las fibras de mi ser.
—Sí, eso es lo que tendremos que hacer —dijo ella, y me resultó odiosa la familiaridad con la que usaba el plural. No éramos amigas. No íbamos a ser compañeras de habitación que comparten risas a medianoche en la oscuridad, ella en mi cama, sin duda, y yo en el suelo. Marilyn era una mujer por la que yo había procurado hacerme querer sin lograrlo—. Bueno, ¿y a qué hora se puede empezar a conseguir una copa por aquí? Estoy dispuesta para pasar una gran noche.
—Bueno, la asociación estudiantil abre a las seis —expliqué con enojo—. Tendremos que ir haciendo autostop.
—¿Autostop? ¡Vaya, pero qué emocionante! Tendré que enseñar un poco de muslo.
La idea de Marilyn en la cuneta enseñando la pierna como Claudette Colbert en Sucedió una noche me resultó insoportable.
—Sí —dije, sintiéndome más desgraciada que nunca. ¿Quién era aquella mujer? Yo quería que volviera la mujer del delantal enharinado, la que me hacía arrumacos y me decía que tenía unos rizos preciosos y un bondadoso corazón—. Antes de eso, creo que tengo una botella de lambrusco en la nevera de abajo. —Solo había un modo de sobrevivir: pillar un buen pedo—. Tú quédate aquí y yo voy a buscarla.
Hice espaguetis a la boloñesa para Marilyn en el fogón de la horrible cocina. Ella se quejó de que estaban sosos, de que la salsa estaba demasiado líquida. Yo permanecí callada, dándole vueltas a mis espaguetis y bebiendo un vaso tras otro de lambrusco hasta que tuve que robarle a Becky el Mateus Rosé que guardaba en la nevera, mientras Marilyn seguía juzgándolo absolutamente todo. Se me revolvió el estómago cuando oí la puerta de la calle y entró bulliciosamente Zara, una de mis compañeras de casa, con un montón de bolsas.
—Esta es Marilyn —dije débilmente—, ha venido a pasar el fin de semana.
—¡Hola! —canturreó Marilyn, agitando el tenedor en el aire. Zara fue a poner una lata de Fray Bentos en el horno—. Oh, tiene pinta de estudiante, ¿verdad? —comentó—. Algo pícara.
No valía la pena intentar callarla. También era insensible a un puntapié bajo la mesa. Simplemente dejé que se fuera todo al traste y seguí sentada, por completo borracha, mientras ella echaba pestes de la comida y ponía a parir a mis compañeras una a una a medida que regresaban.
La última fue Becky; se había traído al chico pescador con ella.
—Este es Doug —dijo.
—Esta es Marilyn —musité. Marilyn tenía ya la cara roja como un tomate y acababa de volverse a aplicar pintalabios rojo, así que quedaba todo más o menos uniforme. Se había colocado en el extremo del sofá que había frente a la estufa y miraba un vídeo de Jason Donovan; yo bebía despacio mi último vaso de Mateus—. Lo siento, me he bebido tu Mateus. Mañana te compro otra botella.
—No pasa nada. —Becky estaba estupefacta—. ¿Y Marilyn es...?
—Mi madre —respondí, aunque tenía tantas ganas como de pegarme un tiro.
—¡Oh! ¡Vaya, qué sorpresa! La verdad es que os parecéis bastante.
Eso era cierto, y yo lo odiaba. No quería tener la boca de Marilyn, ni su nariz, ni sus ojos almendrados, pero los tenía. Me asqueaba. Quería que Becky se fuera a su dormitorio con el chico pescador, y eso hizo, y Marilyn y yo nos arreglamos para salir. Yo iba con tejanos y una camiseta a rayas, y ella se puso un vestido negro muy ceñido con los hombros descubiertos y unos ridículos zapatos.
—Nadie lleva tacones en la asociación —dije.
—Bueno, pues entonces se fijarán en mí.
Desde luego que sí. Se fijaron en ella en el sitio donde hicimos autostop, cuando se levantó la falda y enseñó la pierna; se fijaron en ella cuando entramos en la asociación, donde le lanzaron un silbido de admiración que ella absorbió como absorbe el licor un bizcocho borracho. Llamaba mucho la atención y estaba completamente fuera de lugar entre los tejanos y las botas DM y las camisetas de los Ramones. Y dio todo un espectáculo. Pidió un «whiskey y americano» en la barra. Nadie sabía qué era; resultó ser whisky con cerveza de jengibre. Coqueteó con gente al azar, incluidos dos góticos. Bailó sin ton ni son al ritmo de «Push It» de Salt-N-Pepa. Al acabar la discoteca, fuimos a la conserjería y Marilyn se impuso a Paul, el conserje, para adueñarse de la megafonía y anunciar una fiesta en el 68 de Tachbrook Street (¿por qué había escrito a mis padres y les había dado mi dirección? ¿Por qué?), tras lo cual apareció una manada de estudiantes borrachos y excitados a la una y media, blandiendo latas de Guinness. Entonces Marilyn bailó sobre una silla de la cocina al son de Sinitta, antes de cocinar una ronda de sándwiches de huevos fritos, que repartió entre ellos en platos de postre. Para entonces yo estaba borracha como una cuba. Dormí en el suelo de mi habitación, con un cabreo monumental. Marilyn se desplomó sobre mi cama algo después, con un desagradable pie de uñas como garras suspendido sobre mí.
A la mañana siguiente confié en que me libraría de ella temprano, pero Marilyn insistió en volver a la asociación porque la noche anterior alguien con quien había estado coqueteando le había dicho que había un sitio pequeño con unos batidos fantásticos y las mejores tortitas al estilo estadounidense del mundo, y francamente no quería volver a comer nada más de mi cocina. («¿Y los sándwiches de huevos fritos?», pensé. Eso lo había devorado sin ningún problema la noche anterior.)
Yo tenía tal resaca que apenas podía moverme. Le dije a Marilyn que se fuera sola, pero ella amenazó con hacer que la llevara Becky, así que tuve que acompañarla. Comimos las tortitas y los batidos como pudimos, sin vomitar. Volvimos caminando al punto para hacer autostop. Era un día soleado y me dolían los ojos. Nos quedamos allí esperando, haciendo ejercicios de respiración (eso puede que solo lo hiciera yo). Deseaba con desesperación que parara alguien y nos llevara a casa para poder despedir entonces a Marilyn y enviarla de vuelta en el tren. También me preocupaba que nos recogiera algún chaval atractivo que le gustara y una semana más tarde yo acabara descubriendo que Marilyn seguía allí, en la parte buena de Leamington, con una tetera Argos y la tostadora a juego. Y entonces apareció el coche de Mac doblando la esquina. Por Dios, recé para que no se dirigiera a Leamington, ya que las normas lo obligaban a recogernos.
Era consciente del ridículo aspecto que debíamos de ofrecer. Yo con los tejanos de perneras enrolladas, las DM y un jersey grande de lana roja que me llegaba a las rodillas; Marilyn con unos pantalones pirata de color rosa, zapatos rojos sin talón y un jersey corto con cerezas, además del ahuecado pelo blanco eléctrico y el neceser. Mac pensaría que iba acompañada de una versión actualizada de la asesina en serie Myra Hindley.
Marilyn había encendido un cigarrillo y echaba el humo sobre la cabeza de los incrédulos estudiantes que hacían cola detrás de nosotros. Intenté apartarme y fingir que no iba con ella, pero Marilyn me agarró del brazo y se apoyó en mí para ajustarse la tira posterior de un zapato, porque le estaba saliendo una ampolla. Mac pasó de largo. Lo vi enarcar las cejas tras las gafas sin montura, con una media sonrisa de curiosidad y diversión. Mi salvación fue que estaba claro que no se dirigía a Leamington, por lo que no paró. Pero la había visto. Había visto a Marilyn. Nos parecíamos tanto que se daría cuenta de quién era, y me sentí terriblemente mal.
No quería ser la hija de mi madre.