EL PASADO

19

Ha nacido una estrella

La mañana después de que fuéramos al restaurante libanés y al pequeño club de música electrónica, Mac llamó al servicio de habitaciones. Pedimos cruasanes y mermeladas y tostadas y fiambres, y yo me senté con las piernas cruzadas sobre las dos camas juntadas, con mi camiseta del True Blue de Madonna puesta, y simplemente pensé una y otra vez: «Me quiere, me quiere, me quiere».

—¿A qué viene esa sonrisa? —no dejaba de preguntarme Mac con su adusto y delicioso acento del norte, y yo no paraba de decir:

—Nada. —Y me abrazaba a mi deleite como si fuera un enorme juguete de peluche. Estaba borracha de felicidad. No hacía más que sonreír espontáneamente de la manera más idiota. De haber estado sola, me habría puesto a dar brincos sobre las camas, soltando chillidos, y seguro que habría vuelto a caerme por el centro, donde se juntaban.

Teníamos que dejar la habitación a las doce, lo que me pareció demasiado riguroso. No nos habíamos despertado hasta las diez y media —horario de estudiantes, por supuesto—, y hasta el desayuno habíamos estado tumbados sobre la esponjosa nube blanca de nuestra cama retozando y dormitando. A las doce menos diez nos dimos una ducha rápida y metimos nuestras cosas en las bolsas de cualquier manera. Reímos y nos besamos mientras bajábamos en el ascensor, observados por una pareja de mediana edad con cara de póquer que tenían toda la pinta de no haberlo hecho en años. Nos dimos la mano para cruzar la calle corriendo, con las bolsas azotándonos las piernas. Yo no paraba de soltar risitas; Mac me sonreía. Nunca había sido tan feliz.

—¡Mac!

Había un hombre corpulento delante de nosotros, en medio de la calzada. Lucía una enorme barba y unas cejas asombrosamente pobladas, y llevaba un voluminoso gabán marrón. Era alto; yo solo le llegaba hasta las solapas. En resumen, tenía el aspecto de un enorme oso pardo.

—¿Qué haces aquí?

Mac soltó mi mano, como si fuera una fría piedra.

—Stewart —dijo, estrechando la pata del oso—. Me alegro de verte. Vine a dar una charla ayer en el BFI sobre cine japonés. —Se mostraba efusivo, complacido de haberse encontrado con él. Nada en su voz delataba que lo hubieran pillado en falta de algún modo. Mientras que yo tenía el corazón en la boca y lo estaba masticando.

—Oh, excelente, excelente. Pero estamos en medio de la calzada, mejor nos movemos, ¿no?

Detrás de Stewart había un taxi impaciente, haciendo sonar la bocina.

Mac no me condujo hacia la acera. Se fue con Stewart y yo tuve que ir detrás. Los tres nos quedamos en el bordillo de la bulliciosa acera, yo con un pie en la calzada.

—¿Qué tal te prueba la jubilación? —preguntó Mac a Stewart.

—Oh, al final decidí no retirarme —respondió el hombre, lanzándome una mirada de curiosidad. No parecía tener más de unos cincuenta años—. Ya sabes cómo es. Es como una droga, el cine. —Soltó una potente carcajada y dio una palmada en la espalda a Mac, que sonreía. Yo me aventuré a unirme a ellos con una vacilante risita—. Ahora doy clases en la Escuela de Cine de Londres. ¿Qué tal va todo por Warwick?

—Oh, todo va sobre ruedas; ya sabes cómo es —contestó Mac, la mar de alegre y afable—. Esta es Arden —añadió a regañadientes—. Arden Hall. Una estudiante de investigación. He quedado con ella para repasar unas notas. —Sentí una terrible vergüenza. ¡Acabábamos de salir corriendo de un hotel, por amor de Dios! ¡Íbamos de la mano! Y lo que decía no tenía el menor sentido—. Este es Stewart Whittaker —me dijo a mí.

—Encantado de conocerla, Arden —dijo Stewart Whittaker. Pensé que sabía exactamente lo que habíamos estado haciendo. Lo vería en mi cara, en el rubor que me subía por el cuello, en el brillo de mis ojos. Sabía que estábamos enamorados y que no deberíamos estarlo—. ¿Qué tal está Helen? —preguntó él, mirando a Mac con las cejas algo arqueadas, al mismo tiempo que me estrechaba la mano con su gordezuela mano. Noté el vello del dorso de sus dedos cuando los míos los rodearon sin fuerza.

—Bueno, ya sabes —dijo Mac—, tan brillante como siempre. Trabajando a tope en Sheffield.

—Fantástico, fantástico, me alegro. Sí. Bueno, buena suerte a los dos —se despidió Stewart, y se refería a Mac y a mí, no a Mac y a Helen, por el modo en que me miraba. Definitivamente, sabía lo que pasaba—. Ha sido estupendo volver a verte, Mac. Encantado de conocerla, Arden.

—Igualmente —repliqué. ¿No se suponía que esa era la clase de cosas que decían los adultos? Stewart volvió a cruzar la calzada moviéndose con pesadez, esquivando coches y bicicletas, y desapareció entre la muchedumbre que abarrotaba el Soho.

—Dios mío —dijo Mac. Estaba allí, en la acera, con los brazos a los lados, la bolsa de cuero colgando de una mano derrotada. Alterado. Nervioso. Alzó la mano libre y se la pasó por el flequillo hasta que este le volvió a caer sobre los ojos. Formó una ansiosa O con la boca para soltar un bufido que lanzó el flequillo hacia arriba. Miró hacia el otro lado de la calle como si hubiera más Stewarts a punto de aparecer. Me di cuenta de que en realidad estaba asustado.

—Te aterra que nos descubran, ¿verdad? —dije con tono burlón, hiriente, sin poder evitarlo. La noche anterior me había dicho que me quería. Esa mañana yo quería decirle al mundo entero que Mac y yo estábamos juntos; no solo gritarlo desde los tejados, sino también colgar una pancarta entre la Tierra y el Sol, anunciándolo al universo. ¿Por qué él no? ¿Qué importaba que un irascible vejestorio nos hubiera visto juntos? ¿Qué importaría que lo descubriera el decano?, ¿o Helen?, ¿o los demás estudiantes? A mí me importaba una mierda. ¡Que lo supieran todos! Que lo supieran todos, y entonces Mac y yo podríamos estar juntos para siempre.

—Si nos descubrieran, tendríamos que dejarlo —dijo Mac—. Es así de sencillo.

—Pero no va en contra de las normas —protesté yo—. Solo que no se ve con buenos ojos, dijiste.

—Si nos descubrieran, tendríamos que dejarlo —repitió Mac, y lo dijo tan bajito que yo también me asusté. ¿Lo decía en serio? Me quería, pero no lo arriesgaría todo por mí, después de todo. No se arriesgaría a perder a Helen, ni su reputación...

Recobré la compostura. Había sido una breve falsa alarma, nada había cambiado.

—Bueno, no nos han descubierto —indiqué, con forzada jovialidad—. Nos hemos librado, ¿no?

—Sí —replicó Mac—. Aunque ver a Stewart me ha pillado por sorpresa. ¡Siempre ha estado en el norte, metido en alguna maldita buhardilla, escribiendo ensayos! —Frunció el ceño con aire desconsolado, volvió a fruncir el ceño, pero luego esbozó una sonrisa y dijo con tono alegre—: ¡Oh, bueno, no importa, hay cosas peores! ¡Vamos a meternos en la bañera!

Se le notaba que intentaba mostrarse jovial, pero no lo sentía en realidad. «Da igual», pensé, yo podía sentirlo por los dos y decidí que todo iba a salir bien. Sabía que debíamos ser cuidadosos, pero aquel encuentro accidental no debería arruinar lo nuestro. El decano no nos había visto aquella vez, ni nadie sabía lo nuestro aparte de Becky, y yo estaba segura de que ella no se lo contaría a nadie, porque le había dicho que le retorcería el brazo y me comería todos sus Frosties si lo hacía.

En la Central Line, Mac estuvo distraído. Su mano iba de la barra a la correa que colgaba del techo y de nuevo a la barra. La otra mano se la pasaba por la cara, se frotaba la nariz, el mentón, los párpados bajo las gafas. No pude hablar con él; lo intenté comentando algo sobre el calor en tono dicharachero, algo sugerente sobre que tendría que quitarme la ropa, pero él emitió una especie de gruñido y siguió con la mirada fija en el vacío.

Al llegar a la parada de Marble Arch, subió al metro un niño de unos siete u ocho años. Irrumpió en el vagón en medio de una pequeña oleada de gente, pero todos se separaron de él para sentarse o quedarse de pie, y entonces dio la impresión de hallarse solo. Mac y yo estábamos al final del vagón, junto a la puerta que lo conectaba con el siguiente. El niño estaba a nuestra izquierda. Del bolsillo lateral de sus tejanos asomaba un billete de cinco libras que parecía a punto de caer. El niño llevaba una pequeña mochila colgada de la espalda. Sonreía para sí y daba golpecitos en el suelo con los pies, izquierda, derecha, izquierda, derecha. Lo observé bien, tratando de averiguar con quién estaba. Lo mismo hacía Mac, pero nadie más en el vagón se tomó la molestia de echarle un vistazo. Había una mujer a nuestra derecha, instalada en uno de los asientos abatibles. Llevaba puestos unos auriculares Sony Walkman de color naranja y miraba al frente. ¿Estaba el niño con ella? No dejaba de contemplarla a ella y de mirar al niño, dudando. Mac hacía lo mismo. Pero él sudaba, sudaba a mares. Y se frotaba los dedos de la mano derecha unos con otros como si estuviera haciendo una masa.

—¿Con quién está ese niño? —me preguntó.

—No lo sé.

—¿No deberíamos decir algo? —Mac se pasó la mano por la frente; estaba nervioso.

—¿Y qué vamos a decir?

—Bueno, ¿preguntarle con quién está?

—Tiene que estar con alguien —contesté. Miré a mi alrededor. La verdad era que no sabía con quién iba—. Seguramente, con esa mujer de ahí. —Los dos observamos a la mujer joven de los auriculares. Ella seguía mirando hacia delante. El niño sonreía, dando golpecitos en el suelo; se había dado cuenta de que se le iba a caer el billete de cinco y se lo había vuelto a meter en el bolsillo—. De todas formas, nos bajamos ya.

—Creo que deberíamos decirle algo a alguien.

—¿A quién?

El metro entró traqueteando en la estación de White City, donde teníamos que hacer trasbordo; las paredes de ladrillo, los carteles publicitarios, la gente esperando. Las puertas se abrieron.

«Atención a la distancia entre el vagón y el andén», dijo una voz.

Mac vaciló con expresión angustiada.

—¡Vamos! —Le tomé de la mano y lo saqué del vagón.

—Deberíamos haberle preguntado —dijo Mac cuando se cerraron las puertas—. Deberíamos haberle preguntado al niño con quién estaba. Deberíamos haberle preguntado a la mujer. —Se mesó los lacios cabellos, con ojos desorbitados. Me estaba asustando.

—¡No te preocupes más! —exclamé—. Seguro que hay montones de chavales espabilados por Londres, entrando y saliendo del metro. ¿Qué más da?

—A lo mejor deberíamos decírselo a un vigilante. —Había uno detrás de nosotros hablando con una señora mayor; ella le decía algo sobre el teatro Palace con voz engolada.

—¿Y decirle qué? Vamos, Mac. Esto es una tontería.

—Sí, sí, probablemente tienes razón —dijo Mac, pero lo vi angustiado durante todo el trayecto hasta Hammersmith y yo me enfadé con él porque estaba arruinando las últimas horas de nuestro viaje especial, en el que Stewart Whittaker había hecho ya mella, y todo era bastante ridículo.

—Basta ya —dije con severidad—. Por favor. —Él abandonó la expresión de angustia, y cuando llegamos al aparcamiento intentó sin éxito recuperar su carisma y su buen humor, pero a mí no me engañó.

El viaje de vuelta a Warwick fue horrible: el tráfico horrendo, el estado de ánimo de Mac indefinible. Sí, habló, rio, acompañó las canciones de Radio 1 (que puse yo), pero yo notaba que sus pensamientos estaban en otra parte. Dejó escapar un suspiro de alivio apenas disimulado cuando llegamos al campus, y yo apenas pude disimular mi fastidio.

—Bueno, me voy a casa. —Me encogí de hombros. Estaba junto al maletero sacando mi bolsa, que me colgué del hombro bajo la veteada luz del sol—. De vuelta al cuchitril infestado de babosas.

—De acuerdo —convino Mac, mirando a un lado y a otro. ¿Qué pasaba? ¿Le preocupaba que el decano fuera a abalanzarse sobre nosotros desde detrás de un arbusto para atraparnos con una red?—. De todas formas, tengo trabajo por hacer, así que...

—Gracias, me lo he pasado muy bien —dije secamente, ofreciéndole mi mejor mohín.

—Gracias a ti —contestó Mac, mirando hacia su edificio, impaciente por meterse rápido en él. El día anterior me había dicho que me quería, pensé, mientras me alejaba. El día anterior. ¿Cómo podían haberse torcido las cosas en tan poco tiempo? ¿Por culpa de un hombre en la calle y un niño en el metro? Tenía la sensación de que en Londres algo se había desenredado, como cuando una bobina de película llega a su fin en uno de esos proyectores grises y golpea con un inquietante repiqueteo. De alguna forma nos había reducido. Ya no éramos exactamente como antes.

Mac estuvo raro durante unos días después de aquello. Cuando volví a su piso por primera vez, me fijé en un ejemplar del Evening Standard sobre la pequeña mesa que había junto al sofá, y él me contó con tono despreocupado que se había suscrito para que se lo enviaran desde Londres.

—¿Por qué?

—Para estar al tanto de las noticias de Londres —respondió, pero no le creí. Sospeché que revisaba el periódico a diario buscando noticias sobre aquel niño. ¿Algún trágico accidente?, ¿un asesinato? Solo Dios sabía qué buscaba Mac, pero se convirtió en una obsesión durante un tiempo.

—¡Ves demasiadas películas, Mac! —dije después de ver el periódico sobre su mesita por tercera vez. Él estaba en el sofá tomando notas sobre Jimmy Cagney en El enemigo público, mientras yo estaba apoltronada a su lado con una taza de té, tratando de leer Middlemarch. Mac no se rio. Se subió las gafas a lo alto de la cabeza y me miró con sus claros y fríos ojos.

—No. Pero me he enfrentado con la vida real —dijo.

—Sé que buscas noticias de aquel niño. ¡Es ridículo!

—¿Lo es? A la gente le pasan cosas malas continuamente, Arden —dijo, frotándose los ojos—. A los niños. Deberíamos haber dicho algo. Podríamos haber hecho algo.

—¡No era necesario hacer nada! —protesté—. El niño estaba bien. ¡Está bien!

—Perdí a mi hermano cuando yo era un niño. —Mac volvió a ponerse las gafas y miró a Cagney, que estampaba un pomelo en la cara de su novia durante el desayuno.

—¿Lo perdiste? ¿Qué quieres decir? ¿Lo perdiste en un supermercado o algo así?

—No, lo perdí para siempre. Murió. Se ahogó.

El corazón se me encogió una milésima de segundo. Dejé el libro sobre el regazo. Recordé la reticencia de Mac a ir a la piscina, su nerviosa aprensión, su negativa a meterse en el agua.

—¡Qué horrible! ¿Qué sucedió?

Mac apartó la mirada. Jugueteó con una punta de la camisa, frotándola entre el índice y el pulgar. Luego volvió a mirarme y empezó a hablar.

—Cuando éramos niños, mi hermano pequeño y yo, con otros niños del colegio, formábamos un grupo. Solíamos ir a un estanque que no estaba muy lejos de casa, en medio de un bosque. Íbamos a nadar, sobre todo en los días calurosos del verano. Fuimos allí durante unas vacaciones de verano cuando yo tenía quince años. Nos divertíamos como suelen hacer los chicos. Buceábamos hasta el fondo para recoger una piedra grande que habíamos encontrado, una y otra vez. Éramos demasiados. Demasiados chicos. —Hizo una pausa—. Reggie no volvió a la superficie, pero tardamos siglos en notarlo. Se había enredado con los hierbajos. Yacía en el fondo del estanque. Supongo que nadie se dio cuenta. —Rio con amargura—. Tuvimos que sumergirnos todos a la vez para conseguir desprenderlo de los hierbajos y sacarlo a la superficie, pero para entonces, claro está, era demasiado tarde. Solo tenía siete años.

—Oh, Dios, Mac —dije—. Qué horrible.

—Sí. Fue realmente espantoso. No creo que consiga superarlo jamás, lo de no haberme dado cuenta. ¿Cómo no me di cuenta de que mi hermano no había salido a la superficie? —Mac estaba deshecho, roto. Jamás le había visto esa expresión en el rostro.

—Porque eras un niño —contesté quedamente, sorprendida por mi tono afectuoso—. Porque estabais jugando con montones de amigos y simplemente no te diste cuenta.

Pero se había fijado en aquel niño del metro, ¿verdad? Se había fijado en él y no había hecho nada. Entonces comprendí el pánico de su rostro, la agitación, el Evening Standard. Me sentí angustiada. Era una historia horrible. Pobre Mac.

—Jamás volvimos a aquel estanque —añadió él—. A veces pienso en él. Todavía allí, en la sombra. Seguramente estará allí para siempre.

El corazón se me volvió a encoger. Recordé con horror mi frívola anécdota sobre mi madre y el niño que casi se había ahogado en el club deportivo. Por eso Mac quería irse a toda prisa de la piscina: por mi historia, narrada en aquel escenario de chapoteos, gritos, chillidos de alegría, juegos de niños y risas. Una historia en la que yo había errado el foco. Debería haber hablado sobre el pobre chico que había estado a punto de morir, o al menos sobre la preocupación de su familia, y no sobre la agria indignación que sentía contra mi madre. También recordé Los niños del agua y a todos los niños perdidos que Mac no había podido salvar, y sufrí por él.

—Lo siento muchísimo, Mac —dije, y lo decía de corazón.

—Es simplemente una de esas cosas —continuó él—. Una de esas cosas horribles que suceden. —Se levantó entonces y dejó el sofá para irse a la cocina, donde le oí encender el hervidor de agua.

Unos días más tarde, todo terminó. No volví a ver más ejemplares del Evening Standard y Mac no volvió a mencionar al niño del metro ni al pobre Reggie. Aun así, yo sentía que algo había cambiado. Nos habíamos adentrado en un terreno con una sombra que planeaba sobre nuestra cabeza, aguardando su momento. Nuestra historia había perdido parte de su color, como una de esas cortinas de una caravana de los setenta que hubieran dejado demasiado tiempo agitándose contra una ventana de plástico iluminada por el sol. Temía incluso haber dejado de querer a Mac, solo un poco, así que cuando mencionó la siguiente película de La Lista, Ha nacido una estrella, agradecí la oportunidad de verla con él para que pudiéramos recuperar nuestro rumbo.

Mac y yo vimos la versión de Judy Garland y James Mason, la de 1954, en Tecnicolor, en la que Judy baila para James en camisa y leotardos, y se presenta a sí misma al final de la película, en un momento de gran dramatismo, como la señora de Norma Maine. La vimos en la calurosa sala de cine, dos semanas después de lo del Soho, con una bolsa grande de M&M y ruidosas latas de Dr Pepper; pero, a pesar de nuestros esfuerzos por aparentar nuestro mejor ánimo cinéfilo típicamente estadounidense, nos envolvía un halo de inquietud y desasosiego.

La película tenía toda la vitalidad de los colores intensos y los grandes números musicales, pero la encontré triste y muy deprimente. Cuando Judy Garland cantaba la balada «The Man That Got Away», me pregunté cuánto tiempo podría tardar Mac en convertirse en el mío. Cuando Judy, como Esther Blodgett, va al estudio de Hollywood enviada por James Mason, que ve en ella algo que nadie más ve, y se pone de manifiesto todo el artificio entre bastidores: luces, maquillaje chabacano, pelucas y un nuevo nombre más glamuroso, me sentí desmoralizada. La bebida, la desesperación, la superficialidad de un Hollywood centelleante en la superficie me dejó sintiéndome extrañamente abandonada, y la melancolía de la voz de Judy me llegó muy adentro, y dejó su huella. Lloré al final, y sí, el final era muy triste, pero también lloré por mi propia tristeza, por el miedo que albergaba desde Londres a que Mac y yo estuviéramos llegando a nuestro final.

Ni siquiera hablamos de la película cuando terminó, mientras volvíamos caminando con cautela a Westwood bajo los faroles de la calle. No me molesté en darle a Mac mi brillante opinión sobre el retrato que hacía la película sobre las mujeres, que era prefeminista, con el papel de esposa abnegada y guardiana de la llama del hogar de la señora de Norman Maine. No mencioné que jamás había visto una película que hablara tanto de las dificultades, la fuerza y el miedo al fracaso de una mujer. Que el mero poder de Esther Blodgett al convertirse en Vicki Lester me asustaba. Mac caminaba delante de mí, a dos pasos, como para asegurarse de que podría distanciarse con facilidad a cinco o seis si nos cruzábamos con alguien.

Todo parecía vulnerable, frágil, provisional y algo postizo. Tras la revelación sobre su hermano y su miedo a que se descubriera nuestra aventura, Mac se había convertido en un hombre imperfecto que no semejaba el gigante que yo había imaginado. Cuando tu rescatador necesita a su vez ser rescatado, el cuento de hadas se hace añicos. Se suponía que yo era la persona frágil y dañada y que necesitaba que alguien viera algo especial en mí. Yo no podía ser el bálsamo de Mac. No tenía madera para ello.

—¿Tú dirías que Ha nacido una estrella es un melodrama? —me preguntó Mac con las manos en los bolsillos.

—No estoy segura. —Creía que sí, pero no estaba de humor para hablar.

—Un melodrama debería agudizar nuestras emociones y sacarlas fuera —comentó, mientras caminábamos—. Hay otra película que estaba pensando en incluir en La Lista, Imitación a la vida. ¿La conoces?

—No —contesté, deseando conocerla para impresionarlo y recuperar en parte lo que teníamos. Quería recuperarlo todo: las risas, la alegría despreocupada..., pero temía que la diversión y la audacia que antes teníamos hubieran desaparecido.

—Es una película de Douglas Sirk —dijo Mac—. La última, ¡y menuda forma de acabar! La protagoniza Lana Turner. Tiene una doncella negra cuya hija pasa por blanca. Es muy melodramática, de las de llorar. Tú llorarías a mares, te lo garantizo. Hay una escena con un funeral que es simplemente «guau». Deberíamos verla algún día.

—De acuerdo —convine. Se acercaba deprisa el final del trimestre. Me pregunté cuánto tiempo exactamente seguiríamos juntos, si duraríamos otro año, y si lo mejor de lo nuestro había pasado ya. Dios mío, me detestaba a mí misma de esa manera: chafada, taciturna. Decidí que había otro modo de recuperar el rumbo. En cuanto entramos por la puerta de su piso, me quité la camiseta y conduje a Mac al dormitorio, donde lo seduje mientras la lánguida rama golpeaba el cristal con un dedo perezoso en el crepúsculo de mediados del verano.